CAPÍTULO SIETE – EN EL REINO PROHIBIDO

Ninguno de los viajeros que tomaban ese vuelo por primera vez estaba preparado para lo que le tocó. Era peor que la montaña rusa de un parque de atracciones. Se les tapaban los oídos y sentían un vacío en el estómago, mientras el avión subía verticalmente como una flecha. De repente caían en picada varios cientos de metros y entonces sentían que las tripas se les pegaban al cerebro. Cuando parecía que por fin se habían estabilizado un poco, el piloto se desviaba en un ángulo agudo, para evitar una cumbre del Himalaya, y quedaban prácticamente colgados de cabeza; luego giraba en el mismo ángulo hacia el otro lado.

Por las ventanillas podían ver a ambos costados las laderas de las montañas y abajo, muy abajo, los increíbles precipicios, cuyo fondo apenas se vislumbraba. Un solo movimiento en falso o una breve vacilación del piloto y el avioncito se estrellaría contra las rocas o caería como una piedra. Soplaba un viento caprichoso, que los impulsaba hacia delante a golpes, pero al pasar una montaña podía volverse en contra, sujetándolos en el aire en aparente inmovilidad.

El comerciante de India y el médico del Reino Prohibido iban pegados a sus asientos, bastante intranquilos, aunque dijeron que habían pasado por esa experiencia antes. Por su parte, los miembros de la expedición del International Geographic se sujetaban el estómago a dos manos, procurando controlar las náuseas y el miedo. Ninguno hizo el menor comentario, ni siquiera Joel González, quien iba blanco como una sábana, murmurando oraciones y acariciando la cruz de plata que siempre llevaba al cuello. Todos notaron la calma de Judit Kinski, quien se las arreglaba para hojear un libro de tulipanes sin marearse.

El vuelo duró varias horas, que parecieron tan largas como varios días, al final de las cuales aterrizaron en picada en una breve cancha trazada en medio de la vegetación. Desde el aire habían visto el maravilloso paisaje del Reino Prohibido: entre la majestuosa cadena de montañas nevadas había una serie de angostos valles y terrazas en las laderas de los cerros donde crecía una lujuriosa vegetación semitropical. Las aldeas se veían como blancas casitas de muñecas, salpicadas por aquí y por allá en sitios casi inaccesibles. La capital quedaba en un valle largo y angosto, encajonado entre montañas. Parecía imposible maniobrar el avión allí, pero el piloto sabía muy bien lo que hacía. Cuando por fin tocaron tierra, todos aplaudieron celebrando su asombrosa pericia. Fuera acercaron enseguida una escalera y abrieron la portezuela del avión. Con gran dificultad los viajeros se pusieron de pie y avanzaron a trastabillones hacia la salida, con la sensación de que en cualquier momento podían vomitar o desmayarse, menos la imperturbable Judit Kinski, que mantenía su compostura.

La primera en llegar a la puerta fue Kate Cold. Una bocanada de viento le dio en la cara, reviviéndola. Con asombro vio que a los pies de la escalera había una alfombra de un hermoso tejido, que unía el avión a la puerta de un pequeño edificio de madera policromada con techos de pagoda. A ambos lados de la alfombra aguardaban niños con cestas de flores. Plantados a lo largo del trayecto había delgados postes, donde ondulaban largos estandartes de seda. Varios músicos, vestidos en vibrantes colores y con grandes sombreros, tocaban tambores e instrumentos metálicos.

Al pie de la escalera esperaban cuatro dignatarios ataviados con traje de ceremonia: faldas de seda atadas a la cintura con apretadas fajas de color azul oscuro, signo de su rango de ministros, chaquetas largas bordadas con corales y turquesas, altos sombreros de piel terminados en punta con adornos dorados y cintas. En las manos sostenían delicadas bufandas blancas.

– ¡Vaya! ¡No esperaba este recibimiento! -exclamó la escritora, alisando con los dedos sus mechas grises y su horrendo chaleco de mil bolsillos.

Descendió seguida por sus compañeros, sonriendo y saludando con la mano, pero nadie les devolvió el saludo. Pasaron delante de los dignatarios y los niños con las flores sin recibir ni una sola mirada, como si no existieran.

Detrás de ellos bajó Judit Kinski, tranquila, sonriente, perfectamente bien presentada. Entonces los músicos iniciaron una algarabía ensordecedora con sus instrumentos, los niños comenzaron a lanzar una lluvia de pétalos y los dignatarios hicieron una profunda reverencia. Judit Kinski saludó con una leve inclinación, luego estiró los brazos, donde fueron depositadas las bufandas blancas de seda, llamadas katas.

Los reporteros del International Geographic vieron salir de la casita con techo de pagoda una comitiva de varias personas ricamente ataviadas. Al centro iba un hombre más alto que los demás, de unos sesenta años, pero de porte juvenil, vestido con una sencilla falda larga, o sarong, rojo oscuro, que le cubría la parte inferior del cuerpo, y una tela color amarillo azafrán sobre un hombro. Llevaba la cabeza descubierta y afeitada. Iba descalzo y sus únicos adornos eran una pulsera de oración, hecha con cuentas de ámbar, y un medallón colgado al pecho. A pesar de su extrema sencillez, que contrastaba con el lujo de los demás, no tuvieron ni la menor duda de que ese hombre era el rey. Los extranjeros se apartaron para dejarlo pasar y automáticamente se inclinaron profundamente, como hacían los demás; tal era la autoridad que el monarca emanaba.


El rey saludó a Judit Kinski con un gesto de la cabeza, que ella devolvió en silencio; enseguida intercambiaron bufandas con una serie de complicadas reverencias. Ella realizó los pasos de la ceremonia de forma impecable; no bromeaba cuando había dicho a Kate Cold que había estudiado a fondo las costumbres del país. Al finalizar la bienvenida el rey y ella sonrieron abiertamente y se estrecharon la mano a la manera occidental.

– Bienvenida a nuestro humilde país -dijo el soberano en inglés con acento británico.

El monarca y su invitada se retiraron, seguidos por la numerosa comitiva, mientras Kate y su equipo se rascaban la cabeza, desconcertados ante lo que habían presenciado. Judit Kinski debía haber causado una impresión extraordinaria en el rey, quien no la recibía como a una paisajista contratada para plantar tulipanes en su jardín, sino como a una embajadora plenipotenciaria.

Estaban reuniendo su equipaje, que incluía los bultos con las cámaras y trípodes de los fotógrafos, cuando se les acercó un hombre que se presentó como Wandgi, su guía e intérprete. Vestía el traje típico, un sarong atado a la cintura con una faja a rayas, una chaqueta corta sin mangas y suaves botas de piel. A Kate le llamó la atención su sombrero italiano, como los que se usaban en las películas de mafiosos.

Subieron el equipaje a un destartalado jeep, se acomodaron lo mejor posible y partieron rumbo a la capital, que, según Wandgi, quedaba «allí no más», pero que resultó ser un viaje de casi tres horas, porque lo que él llamaba «la carretera» resultó ser un sendero angosto y lleno de curvas. El guía hablaba un inglés anticuado y con un acento difícil de entender, como si lo hubiera estudiado en los libros, sin haber tenido muchas ocasiones de practicarlo.

Por el camino pasaban monjes y monjas de todas las edades, algunos de sólo cinco o seis años, con sus escudillas para mendigar comida. También circulaban campesinos a pie, cargados con bolsas, jóvenes en bicicleta y carretas tiradas por búfalos. Eran de una raza muy hermosa, de mediana estatura, con facciones aristocráticas y porte digno. Siempre sonreían, como si estuvieran genuinamente contentos. Los únicos vehículos de motor que vieron fueron una motocicleta antigua, con un paragüas a modo de improvisado techo, y un pequeño bus pintado de mil colores y lleno hasta el tope de pasajeros, animales y bultos. Para cruzarse, el jeep debió esperar a un lado, porque no cabían los dos vehículos en el estrecho camino. Wandgi les informó que Su Majestad contaba con varios automóviles modernos y seguramente Judit Kinski estaría hacía rato en el hotel.

– El rey se viste de monje… -observó Alexander.

– Su Majestad es nuestro jefe espiritual. Los primeros años de su vida transcurrieron en un monasterio en Tíbet. Es un hombre muy santo -explicó el guía juntando sus manos ante la cara e inclinándose, en signo de respeto.

– Pensé que los monjes eran célibes -dijo Kate Cold.

– Muchos lo son, pero el rey debe casarse para dar hijos a la corona. Su Majestad es viudo. Su bienamada esposa murió hace diez años.

– ¿Cuántos hijos tuvieron?

– Fueron bendecidos con cuatro hijos y cinco hijas. Uno de sus hijos será rey. Aquí no es como en Inglaterra, donde el mayor hereda la corona. Entre nosotros el príncipe de corazón más puro se convierte en nuestro rey a la muerte de su padre -dijo Wandgi.

– ¿Cómo saben quién es el de corazón más puro? -preguntó Nadia.

– El rey y la reina conocen bien a sus hijos y por lo general lo adivinan, pero su decisión debe ser confirmada por el gran lama, quien estudia los signos astrales y somete al niño escogido a varias pruebas para determinar si es realmente la reencarnación de un monarca anterior.

Les explicó que las pruebas eran irrefutables. Por ejemplo, en una de ellas el príncipe debía reconocer siete objetos que había usado el primer gobernante del Reino del Dragón de Oro, mil ochocientos años antes. Los objetos se colocaban en el suelo, mezclados con otros, y el niño escogía. Si pasaba esa primera prueba, debía montar un caballo salvaje. Si era la reencarnación de un rey, los animales reconocían su autoridad y se calmaban. También el niño debía cruzar a nado las aguas torrentosas y heladas del río sagrado. Los de corazón puro eran ayudados por la corriente, los demás se hundían. El método de probar a los príncipes de este modo jamás había fallado.

A lo largo de su historia, el Reino Prohibido siempre tuvo monarcas justos y visionarios, dijo Wandgi, y agregó que nunca había sido invadido ni colonizado, a pesar de que no contaba con un ejército capaz de enfrentar a sus poderosos vecinos, India y China. En la actual generación el hijo menor, que era sólo un niño cuando su madre murió, había sido designado para suceder a su padre. Los lamas le habían dado el nombre que llevaba en encarnaciones anteriores: Dil Bahadur, «corazón valiente». Desde entonces nadie lo había visto; estaba recibiendo instrucción en un lugar secreto.

Kate Cold aprovechó para preguntar al guía sobre el misterioso Dragón de Oro. Wandgi no parecía dispuesto a hablar del tema, pero el grupo del International Geographic logró deducir algunos datos de sus evasivas respuestas. Aparentemente la estatua podía predecir el futuro, pero sólo el rey podía descifrar el lenguaje críptico de las profecías. La razón por la cual éste debía ser de corazón puro era que el poder del Dragón de Oro sólo debía emplearse para proteger a la nación, jamás para fines personales. En el corazón del rey no podía haber codicia.


Por el camino vieron casas de campesinos y muchos templos, que se identificaban de inmediato por las banderas de oración flameando al viento, similares a las que habían visto en el aeropuerto. El guía intercambiaba saludos con la gente que veían; parecía que todos en ese lugar se conocían.

Se cruzaron con filas de muchachos vestidos con las túnicas color rojo oscuro de los monjes, y el guía les explicó que la mayor parte de la educación se impartía en monasterios, donde los alumnos vivían desde los cinco o seis años. Algunos nunca dejaban el monasterio, porque preferían seguir los pasos de sus maestros, los lamas. Las niñas iban a escuelas separadas. Había una universidad, pero en general los profesionales se formaban en India y en algunos casos en Inglaterra, cuando la familia podía pagarlo o el estudiante merecía una beca del gobierno.

En un par de modestos almacenes asomaban antenas de televisión. Wandgi les dijo que allí se juntaban los vecinos a las horas en que había programas, pero como la electricidad se cortaba muy seguido, los horarios de transmisión variaban. Agregó que la mayor parte del país estaba comunicado por teléfono; para hablar bastaba acudir a la oficina de correo, si ésta existía en el lugar, o a la escuela, donde siempre había uno disponible. Nadie tenía teléfono en su casa, por supuesto, ya que no era necesario. Timothy Bruce y Joel González intercambiaron una mirada de duda. ¿Podrían usar sus celulares en el país del Dragón de Oro?

– El alcance de esos teléfonos está muy limitado por las montañas, por eso son casi desconocidos aquí. Me han contado que en su país ya nadie habla cara a cara, sólo por teléfono -dijo el guía.

– Y por correo electrónico -agregó Alexander.

– He oído de eso, pero no lo he visto -comentó Wandgi.

El paisaje era de ensueño, intocado por la tecnología moderna. La tierra se cultivaba con la ayuda de búfalos, que tiraban de los arados con lentitud y paciencia. En las laderas de los cerros, cortadas en terrazas, había centenares de campos de arroz color verde esmeralda. Árboles y flores de especies desconocidas crecían a la berma del camino y al fondo se levantaban las cumbres nevadas del Himalaya.

Alexander hizo la observación de que la agricultura parecía muy atrasada, pero su abuela le hizo ver que no todo se mide en términos de productividad y aclaró que ése era el único país del mundo donde la ecología era mucho más importante que los negocios. Wandgi se sintió complacido ante esas palabras, pero nada agregó, para no humillarlos, puesto que los visitantes venían de un país donde, según él había oído, lo más importante eran los negocios.

Dos horas más tarde se había ocultado el sol tras las montañas y las sombras de la tarde caían sobre los verdes campos de arroz. Por aquí y por allá surgían las lucecitas vacilantes de lámparas de manteca en casas y templos. Se oía débilmente el sonido gutural de las grandes trompetas de los monjes llamando a la oración de la víspera.

Poco después vieron a lo lejos las primeras edificaciones de Tunkhala, la capital, que parecía poco más que una aldea. La calle principal contaba con algunos faroles y pudieron apreciar la limpieza y el orden que imperaba en todas partes, así como las contradicciones: yaks avanzaban por la calle lado a lado con motocicletas italianas, abuelas cargaban a sus nietos en la espalda y policías vestidos de príncipes antiguos dirigían el tránsito. Muchas casas tenían las puertas abiertas de par en par y Wandgi explicó que allí prácticamente no había delincuencia; además, todo el mundo se conocía. Cualquiera que entrara a la casa podía ser amigo o pariente. La policía tenía poco trabajo, sólo cuidar las fronteras, mantener el orden en las festividades y controlar a los estudiantes revoltosos.

El comercio estaba abierto todavía. Wandgi detuvo el jeep ante una tienda, poco más grande que un armario, donde vendían pasta dentífrica, dulces, rollos de film Kodak, tarjetas postales descoloridas por el sol y unas pocas revistas y periódicos de Nepal, India y China. Notaron que vendían envases de lata vacíos, botellas y bolsas de papel usadas. Cada cosa, hasta la más insignificante, tenía valor, porque no había mucho. Nada se perdía, todo se usaba o se reciclaba. Una bolsa plástica o un frasco de vidrio eran tesoros.

– Ésta es mi humilde tienda y al lado está mi pequeña casa, donde será un inmenso honor recibirlos -anunció Wandgi sonrojándose, porque no deseaba que los extranjeros lo creyeran presumido.

Salió a recibirlos una niña de unos quince años.

– Y ésta es mi hija Pema. Su nombre quiere decir «flor de loto» -agregó el guía.

– La flor de loto es símbolo de pureza y hermosura -dijo Alexander, sonrojándose como Wandgi, porque apenas lo dijo le pareció ridículo.

Kate le lanzó una mirada de soslayo, sorprendida. Él le guiñó un ojo y le susurró que lo había leído en la biblioteca antes de emprender el viaje.

– ¿Qué más averiguaste? -murmuró ella con disimulo.

– Pregúntame y verás, Kate, sé casi tanto como Judit Kinski -replicó Alexander en el mismo tono.

Pema sonrió con irresistible encanto, juntó las manos ante la cara y se inclinó, en el saludo tradicional. Era delgada y derecha como una caña de bambú; en la luz amarilla de los faroles su piel parecía marfil y sus grandes ojos brillaban con una expresión traviesa. Su cabello negro era como un suave manto, que caía suelto sobre los hombros y la espalda. También ella, como todas las demás personas que vieron, vestía el traje típico. Había poca diferencia entre la ropa de los hombres y la de las mujeres, todos llevaban una falda o sarong y chaqueta o blusa.

Nadia y Pema se miraron con mutuo asombro. Por un lado la niña llegada del corazón de Sudamérica, con plumas en el pelo y un mono negro aferrado a su cuello; por otro, esa muchacha con la gracia de una bailarina, nacida entre las cumbres de las montañas más altas de Asia. Ambas se sintieron conectadas por una instantánea corriente de simpatía.

– Si ustedes lo desean, tal vez mañana Perna podría enseñar a la niña y a la abuelita cómo usar un sarong -sugirió el guía, turbado.

Alexander dio un respingo al oír la palabra «abuelita», pero Kate Cold no reaccionó. La escritora acababa de darse cuenta de que los pantalones cortos que ella y Nadia usaban eran ofensivos en ese país.

– Se lo agradeceremos mucho… -replicó Kate inclinándose a su vez con las manos ante la cara.


Por fin los extenuados viajeros llegaron al hotel, el único de la capital y del país. Los pocos turistas que se aventuraban a ir a las aldeas del interior dormían en las casas de los campesinos, donde siempre eran muy bien recibidos. A nadie se le negaba hospitalidad. Arrastraron su equipaje a los dos cuartos que ocuparían: uno, Kate y Nadia; el otro, los hombres. Comparadas con el lujo increíble del palacio del maharajá en India, las habitaciones del hotel parecían celdas de monjes. Cayeron sobre las camas sin lavarse ni desvestirse, abrumados de cansancio, pero despertaron poco más tarde entumecidos de frío. La temperatura había descendido bruscamente.

Echaron mano de sus linternas y descubrieron unas pesadas frazadas de lana, apiladas ordenadamente en un rincón, con las cuales pudieron arroparse y seguir durmiendo hasta el amanecer, cuando los despertó el lúgubre lamento de las pesadas y largas trompetas con que los monjes llamaban a la oración.

Wandgi y Pema los aguardaban con la excelente noticia de que el rey estaba dispuesto a recibirlos al día siguiente. Mientras tomaban un suculento desayuno de té, verduras y bolas de arroz, que debían comer con tres dedos de la mano derecha, como exigían los buenos modales, el guía los puso al corriente del protocolo de la visita al palacio.

De partida, habría que comprar ropa adecuada para Nadia y Kate. Los hombres debían ir con chaqueta. El rey era una persona muy comprensiva y seguramente entendería que se trataba de expedicionarios en ropa de trabajo, pero de todos modos debían mostrar respeto. Les explicó cómo se intercambiaban las katas, o chalinas ceremoniales, cómo debían permanecer de rodillas en los sitios que les fueran asignados hasta que se les indicara que podían sentarse y cómo no debían dirigirse al rey antes que éste lo hiciera. Si les ofrecían comida o té debían rechazar tres veces, luego comer en silencio y lentamente, para indicar que apreciaban el alimento. Era una descortesía hablar mientras se comía. Borobá se quedaría con Perna. Wandgi no sabía cuál era el protocolo en lo referente a monos.

Kate Cold logró conectar su PC a una de las dos líneas telefónicas del hotel para enviar noticias a la revista International Geographic y comunicarse con el profesor Leblanc. El hombre era un neurótico, pero no se podía negar que también era una fuente inagotable de información. La vieja escritora le preguntó qué sabía del entrenamiento de los reyes y de la leyenda del Dragón de Oro. Pronto recibió una lección al respecto.

Pema condujo a Kate y a Nadia a una casa donde vendían sarongs y cada una adquirió tres, porque llovía varias veces al día y había que darles tiempo para secarse. Aprender a enrollar la tela en torno al cuerpo y asegurarla con la faja no fue fácil para ninguna de las dos. Primero les quedaba tan apretada que no podían dar ni un paso, después quedaba tan floja que al primer movimiento se les caía. Nadia logró dominar la técnica al cabo de varios ensayos, pero Kate parecía una momia envuelta en vendajes. No podía sentarse y caminaba como un preso con grillos en los pies. Al verla, Alexander y los dos fotógrafos estallaron en incontenibles carcajadas, mientras ella tropezaba, mascullando entre dientes y tosiendo.

El palacio real era la construcción más grande de Tunkhala, con más de mil habitaciones distribuidas en tres pisos visibles y otros dos bajo tierra. Estaba colocada estratégicamente sobre una empinada colina, y a ella se accedía por un camino de curvas, bordeado de banderas de oración sobre flexibles postes de bambú. El edificio era del mismo elegante estilo del resto de las casas, incluso las más modestas, pero tenía varios niveles de techos de tejas, coronados por antiguas figuras de criaturas mitológicas de cerámica. Los balcones, puertas y ventanas estaban pintados con dibujos de extraordinarios colores.

Soldados vestidos de amarillo y rojo, con casacas de piel y cascos emplumados, montaban guardia. Estaban armados con espadas, arcos y flechas. Wandgi explicó que su función era puramente decorativa; los verdaderos policías usaban armas modernas. Agregó que el arco era el arma tradicional del Reino Prohibido y también el deporte favorito. En las competencias anuales participaba hasta el rey.

Fueron recibidos por dos funcionarios, ataviados con los elaborados trajes de la corte, y conducidos a través de varias salas, donde los únicos muebles eran mesas bajas, grandes baúles de madera policromada y pilas de cojines redondos para sentarse. Había algunas estatuas religiosas con ofrendas de velas, arroz y pétalos de flores. Las paredes lucían frescos, algunos tan antiguos que los motivos casi habían desaparecido. Vieron algunos monjes, provistos de pinceles, tarros de tinturas y delgadas láminas de oro, repasando los frescos con paciencia infinita. Por todas partes colgaban ricos tapices bordados de seda y satén.

Pasaron por largos corredores, con puertas a ambos lados, que daban a oficinas, donde trabajaban docenas de funcionarios y monjes escribanos. No habían adoptado aún los ordenadores; los datos de la administración pública todavía se anotaban a mano en cuadernos. También había una habitación para los oráculos. Allí acudía el pueblo a pedir consejo a ciertos lamas y monjas que poseían el don de la adivinación y ayudaban en los momentos de duda. Para los budistas del Reino Prohibido el camino de la salvación era siempre individual y se basaba en la compasión hacia todo lo que existe. La teoría de nada servía sin la práctica. Se podía corregir el rumbo y apresurar los resultados con un buen guía, un mentor o un oráculo.

Llegaron a una gran sala sin adornos, al centro de la cual se levantaba un enorme Buda de madera dorada, cuya frente alcanzaba el techo. Oyeron una música como de mandolinas y luego se dieron cuenta de que eran varias monjas cantando. La melodía subía y subía. Luego de súbito caía, cambiando el ritmo. Ante la monumental imagen había una alfombra de oración, velas encendidas, varillas de incienso y cestas con ofrendas. Imitando a los dignatarios, los visitantes se inclinaron ante la estatua tres veces, tocando el suelo con la frente.

El rey los recibió en un salón de arquitectura tan sencilla y delicada como el resto del palacio, pero decorado con tapices de escenas religiosas y máscaras ceremoniales en las paredes. Habían colocado cinco sillas, como deferencia a los extranjeros, que no estaban acostumbrados a instalarse en el suelo.

Detrás del rey colgaba un tapiz con un animal bordado, que sorprendió a Nadia y Alex, porque se parecía notablemente a los hermosos dragones alados que habían visto dentro del tepui donde estaba la Ciudad de las Bestias, en pleno Amazonas. Aquéllos eran los últimos de una especie extinguida hacía milenios. El tapiz real probaba que seguramente en alguna época esos dragones también existieron en Asia.

El monarca llevaba la misma túnica del día anterior, más un extraño tocado sobre la cabeza, como un casco de tela. En el pecho lucía el medallón de su autoridad, un antiguo disco de oro incrustado de corales. Se encontraba sentado en la posición del loto, sobre un estrado de medio metro de altura.

Junto al soberano había un hermoso leopardo, echado como un gato, que al ver a los visitantes se irguió con las orejas alertas y clavó su mirada en Alexander, mostrando los dientes. La mano de su amo sobre su lomo lo tranquilizó, pero sus ojos alargados no se desprendieron del muchacho americano.

Acompañaban al rey algunos dignatarios, vestidos espléndidamente, con telas a rayas, chaquetas bordadas y sombreros adornados con grandes hojas de oro, aunque varios llevaban zapatos occidentales y maletines de ejecutivo. Había varios monjes con sus túnicas rojas. Tres muchachas y dos jóvenes, altos y distinguidos, estaban de pie junto al rey; los visitantes supusieron que eran sus hijos.

Tal como Wandgi los había instruido, no aceptaron las sillas, porque no debían colocarse a la misma altura del mandatario; prefirieron las pequeñas alfombras de lana, que estaban colocadas frente a la plataforma real.

Después de intercambiar las katas y saludos de rigor, los extranjeros esperaron la señal del rey para acomodarse en el suelo, los hombres con las piernas cruzadas y las mujeres sentadas de lado. Kate Cold, enredada en el sarong, estuvo a punto de rodar por el piso. El rey y su corte disimularon a duras penas una sonrisa.

Antes de comenzar las conversaciones se sirvió té, nueces y unos extraños frutos espolvoreados con sal, que los visitantes comieron después de rechazar tres veces. Había llegado el momento de los regalos. La escritora hizo un gesto a Timothy Bruce y Joel González, quienes se arrastraron sobre las rodillas para presentar al rey una caja con los doce primeros ejemplares del International Geographic, publicados en 1888, y una página manuscrita de Charles Darwin, que el director de la revista había conseguido milagrosamente en un anticuario de Londres. El rey agradeció y a su vez les ofreció un libro envuelto en un paño. Wandgi les había dicho que no debían abrir el paquete; eso era una muestra de impaciencia, sólo aceptable en un niño.

En ese momento un funcionario anunció la llegada de Judit Kinski. Los miembros de la expedición del International Geographic comprendieron por qué no la habían visto en el hotel esa mañana: la mujer era huésped en el palacio real. Saludó con una inclinación de cabeza y tomó lugar en el suelo, junto a los demás extranjeros. Llevaba un vestido sencillo, su mismo bolso de cuero, del cual aparentemente jamás se separaba, y una ancha pulsera africana de hueso tallado como único adorno.

En ese instante Tschewang, el leopardo real, que permanecía quieto, pero atento, dio un salto y se plantó delante de Alexander, con el hocico recogido en una mueca amenazadora, que dejaba a la vista cada uno de sus afilados colmillos. Todos los presentes se quedaron inmóviles y dos guardias hicieron ademán de intervenir, pero el rey los detuvo con un gesto y llamó a la bestia. El leopardo se volvió hacia su amo, pero no le obedeció.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Alexander se había quitado los lentes, se había puesto a gatas y tenía la misma expresión del felino: con las manos engarfiadas gruñía y mostraba los dientes.

Entonces Nadia, sin moverse de su lugar, comenzó a murmurar extraños sonidos, que sonaban como un ronroneo de gato. Al punto el leopardo se dirigió hacia ella, acercándole el hocico a la cara, oliéndola y batiendo la cola. Luego, ante el asombro de todos, se echó delante de ella exponiendo la barriga, que ella acarició sin asomo de temor y sin dejar de ronronear.

– ¿Puede usted hablar con los animales? -preguntó con naturalidad el rey.

Los extranjeros, desconcertados, dedujeron que seguramente en ese reino hablar con los animales no era algo insólito.

– A veces -replicó la niña.

– ¿Qué le pasa a mi fiel Tschewang? Por lo general es cortés y obediente -sonrió el monarca, señalando al felino.

– Creo que se asustó al ver a un jaguar -replicó Nadia.

Nadie, salvo Alexander, entendió qué significaba esa afirmación. Kate Cold se dio una involuntaria palmada en la frente: definitivamente estaban haciendo un papelón, parecían un hatajo de locos sueltos. Pero el rey no se inmutó ante la respuesta de la niña extranjera color de miel. Se limitó a mirar con atención al muchacho americano, quien había vuelto a la normalidad y estaba otra vez sentado con las piernas cruzadas. Sólo la transpiración en su frente delataba el susto que había pasado.

Nadia Santos puso una de las bufandas de seda frente al leopardo, que la tomó delicadamente entre sus fauces y la llevó a los pies del monarca. Luego se instaló en su sitio habitual sobre la plataforma real.

– Y usted, niña, ¿también puede hablar con los pájaros? -preguntó el rey.

– A veces -repitió ella.

– Aquí suelen aparecer algunas aves interesantes -dijo él.

En verdad el Reino del Dragón de Oro era un santuario ecológico, donde existían muchas especies exterminadas en el resto del mundo, pero presumir se consideraba una muestra imperdonable de mala educación; ni el rey, que era la máxima autoridad en materia de flora y fauna, lo hacía.

Más tarde, cuando el grupo del International Geographic abrió el regalo real, comprobaron que era un libro de fotografías de pájaros. Wandgi les explicó que el rey las había tomado él mismo; sin embargo, su nombre no aparecía en el libro, porque eso habría sido una demostración de vanidad.


El resto de la entrevista transcurrió hablando del Reino del Dragón de Oro. Los extranjeros notaron que todos hablaban con vaguedad. Las palabras más frecuentes eran «tal vez» y «posiblemente», con lo cual se evitaban opiniones fuertes y confrontación. Eso dejaba una salida honorable, en caso que las partes no estuvieran de acuerdo.

Judit Kinski parecía saber mucho sobre la maravillosa naturaleza de la región. Eso había conquistado al gobernante, así como al resto de la corte, porque sus conocimientos eran muy poco usuales en los extranjeros.

– Es un honor recibir en nuestro país a los enviados de la revista International Geographic -dijo el soberano.

– El honor es todo nuestro, Majestad. Sabemos que en este reino el respeto a la naturaleza es único en el mundo -replicó Kate Cold.

– Si dañamos al mundo natural, debemos pagar las consecuencias. Sólo un loco cometería semejante torpeza. Su guía, Wandgi, podrá llevarlos a donde deseen ir. Tal vez podrán visitar los templos o los dzong, monasterios fortificados, donde posiblemente los monjes puedan recibirlos como huéspedes y darles la información que necesiten -ofreció el rey.

Todos notaron que no incluía a Judit Kinski y adivinaron que el gobernante pensaba mostrarle él mismo las bellezas de su reino.

La entrevista había llegado a su fin y sólo restaba agradecer y despedirse. Entonces Kate Cold cometió la primera imprudencia. Incapaz de resistir su impulso, preguntó directamente por la leyenda del Dragón de Oro. De inmediato un silencio glacial se sintió en la sala. Los dignatarios se paralizaron y la sonrisa amable del rey desapareció. La pausa que siguió pareció muy pesada, hasta que Judit Kinski se atrevió a intervenir.

– Perdone nuestra impertinencia, Majestad. No conocemos bien las costumbres de aquí; espero que la pregunta de la señora Cold no haya sido ofensiva… En realidad ella habló por todos nosotros. Siento la misma curiosidad por esa leyenda que los periodistas del International Geographic -dijo, fijando sus ojos castaños en las pupilas de él.

El rey devolvió la mirada con expresión muy seria, como si evaluara sus intenciones, y por último sonrió. Se rompió de inmediato el hielo y todos volvieron a respirar, aliviados.

– El dragón sagrado existe, no es sólo una leyenda; sin embargo, no podrán verlo, lo lamento -dijo el rey, hablando con la firmeza que hasta entonces había evitado.

– En alguna parte leí que la estatua se guarda en un monasterio fortificado de Tíbet. Me pregunto qué sucedió con ella después de la invasión china… -insistió Judit Kinski.

Kate pensó que nadie más habría osado continuar con el tema. Esa mujer tenía mucha confianza en sí misma y en la atracción que ejercía sobre el rey.

– El dragón sagrado representa el espíritu de nuestra nación. Nunca ha salido de nuestro reino -aclaró él.

– Disculpe, Majestad, estaba mal informada. Es lógico que se guarde en este palacio, junto a usted -dijo Judit Kinski.

– Tal vez -dijo él, poniéndose de pie para indicar que la entrevista había concluido.

El grupo del International Geographic se despidió con profundas reverencias y salió retrocediendo, menos Kate Cold, tan enredada en el sarong, que no tuvo más remedio que subírselo hasta las rodillas y salir a tropezones, dándole las espaldas a Su Majestad.

Tschewang, el leopardo real, siguió a Nadia hasta la puerta del palacio, refregando el hocico contra su mano, pero sin perder de vista a Alexander.

– No lo mires, jaguar. Te tiene celos… -se rió la muchacha.

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