Tensing Decidió que debían comer algo y descansar antes de planear el descenso de las muchachas al valle. Dil Bahadur comentó que la harina y la manteca que tenían no alcanzaba para todos, pero ofreció sus escasas provisiones a Pema y las niñas, que no habían comido en muchas horas. Tensing le ordenó hacer un fuego para hervir agua para el té y derretir la grasa de yak. Apenas eso estuvo listo, el monje metió las manos entre los pliegues de su túnica, donde habitualmente llevaba su bolsa de mendigo, y empezó a sacar, como un mago, puñados de cereal, ajos, vegetales secos y otros alimentos para preparar la cena ante la sorpresa de los demás.
– Esto es como la multiplicación de los panes y los peces de Jesucristo, que sale en el Nuevo Testamento -comentó Alexander maravillado.
– Mi maestro es muy santo. No es la primera vez que lo veo hacer milagros -dijo el príncipe inclinándose con profundo respeto ante el lama.
– Tal vez tu maestro no es tan santo como rápido de manos, Dil Bahadur. En la cueva de los bandidos sobraban provisiones, que no debían perderse -replicó el lama inclinándose también.
– ¡Mi maestro las robó! -exclamó el discípulo, incrédulo.
– Digamos que tal vez tu maestro las tomó prestadas… -dijo Tensing.
Los jóvenes intercambiaron una mirada de perplejidad y enseguida se echaron a reír. Esa explosión de alegría fue como abrir una válvula por donde escapó la tremenda ansiedad y el miedo en que habían vivido durante días. La risa se fue contagiando y pronto estaban todos en el suelo sacudidos por incontenibles carcajadas, mientras el lama revolvía la olla con tsampa y servía amablemente el té sin alterar para nada la serenidad de su rostro.
Por fin los jóvenes se calmaron un poco, pero apenas el maestro les sirvió la austera cena, se doblaron de risa de nuevo.
– Tal vez cuando recuperen la cordura, quieran escuchar mi plan… -sugirió Tensing, sin perder la paciencia.
El plan les cortó la risa en seco. Lo que sugería el lama era nada menos que bajar a las chicas por el acantilado. Se asomaron al borde y retrocedieron sin aliento: eran más o menos ochenta metros de caída vertical.
– Maestro, nadie ha bajado por allí jamás -dijo Dil Bahadur.
– Tal vez haya llegado el momento de que alguien sea el primero -replicó Tensing.
Las muchachas se echaron a llorar, menos Pema, que desde el principio había dado ejemplo de fortaleza a las demás, y Nadia, que decidió allí mismo que prefería morir en manos de los bandidos o helada de frío en un glaciar de las cumbres antes que bajar por ese precipicio. Tensing explicó que, si usaban ese atajo, las muchachas podrían llegar a una aldea del valle y pedir socorro antes que cayera la noche. De otro modo estaban atascados allí arriba, con peligro de que el resto de la banda del Escorpión los encontrara. Debían devolver las muchachas a sus hogares y dar aviso al general Myar Kunglung para que rescatara al rey del monasterio fortificado antes que lo mataran. En cuanto a él y Dil Bahadur, tomarían la delantera para llegar a Chenthan Dzong lo antes posible.
Alexander no participó en la discusión, sino que se puso a estudiar el asunto. ¿Qué haría su padre en esa situación? Ciertamente John Cold encontraría la manera no sólo de bajar, sino también de subir. Su padre había escalado montes más escarpados que ése y lo había hecho en medio del invierno, a veces por puro deporte y otras para ayudara otros que se accidentaban o quedaban atrapados. John Cold era un hombre prudente y metódico, pero no retrocedía ante ningún peligro cuando se trataba de salvar una vida.
– Con mi equipo de rapel creo que puedo bajar -dijo.
– ¿Cuántos metros de altura tiene esto? -preguntó Nadia, sin mirar hacia abajo.
– Muchos. Mis cuerdas no alcanzan, pero hay algunas salientes como terrazas, podemos escalonar el descenso -explicó Alex.
– Tal vez sea posible -replicó Tensing, quien había ideado ese audaz plan después de verlo rescatar a Nadia del hoyo donde había caído.
– Es muy arriesgado y con suerte puedo hacerlo; pero ¿cómo podrán descender estas chicas, que no tienen experiencia de montañismo? -preguntó Alexander.
– Posiblemente se nos ocurrirá la manera de bajarlas… -respondió el lama y enseguida pidió silencio para orar, porque llevaba muchas horas sin hacerlo.
Mientras Tensing meditaba sentado en una roca de cara al cielo infinito, Alexander medía su cuerda, contaba sus picos, probaba el arnés, calculaba sus posibilidades y discutía con el príncipe la mejor forma de efectuar esa arriesgada maniobra.
– ¡Si al menos tuviéramos un volantín! -suspiró Dil Bahadur.
Les contó a sus amigos extranjeros que en el Reino del Dragón de Oro existía el antiguo arte de fabricar volantines de seda en forma de pájaro con alas dobles. Algunos eran tan grandes y firmes, que podían sostener a un hombre de pie entre las alas. Tensing era experto en ese deporte y se lo había enseñado a su discípulo. El príncipe recordaba su primer vuelo, un par de años atrás, cuando al visitar un monasterio cruzó de una montaña a otra, utilizando las corrientes de aire, que le permitían dirigir su frágil vehículo, mientras seis monjes sujetaban la larga cuerda del volantín.
– Muchos se deben haber matado así… -sugirió Nadia.
– No es tan difícil como parece -aseguró el príncipe. -Debe de ser como los planeadores -comentó Alexander.
– Un avión con alas de seda… No creo que me gustara probarlo -dijo Nadia, agradecida de que no hubiera volantines a mano.
Tensing rezaba para que no soplara viento, lo cual les impediría intentar el descenso. También rezaba para que el muchacho americano tuviera la experiencia y la determinación necesarias y para que a los demás no les faltara el valor.
– Es difícil calcular la altura desde aquí, maestro Tensing, pero si mis cuerdas alcanzan hasta esa delgada terraza que se ve allí abajo puedo hacerlo -le aseguró Alexander.
– ¿Y las niñas?
– Las bajaré una por una.
– Menos a mí -interrumpió Nadia con firmeza.
– Nadia y yo queremos ir con usted y Dil Bahadur al monasterio -dijo Alexander.
– ¿Quién conducirá a las muchachas hasta el valle? -inquirió el lama.
– Tal vez el honorable maestro me permita hacerlo… -dijo Pema.
– ¿Cinco niñas solas? -interrumpió Dil Bahadur.
– ¿Por qué no?
– La decisión es tuya, de nadie más, Pema -dijo Tensing, mientras observaba, complacido, el aura dorada de la joven.
– Posiblemente cualquiera de ustedes pueda hacerlo mejor que yo, pero, si el maestro me autoriza y me apoya con sus oraciones, tal vez yo pueda cumplir mi parte con honor -se ofreció la joven.
Dil Bahadur estaba pálido. Había decidido, con la certeza ciega del primer amor, que Pema era la única mujer para él en este mundo. El hecho de que no conociera otras y su experiencia fuera equivalente a cero, no entraba en sus cálculos. Temía que ella se estrellara al fondo del acantilado o, en el caso de llegar abajo sana y salva, se perdiera o enfrentara otros riesgos. En esa región había tigres y no podía olvidar a la Secta del Escorpión.
– Es muy peligroso -dijo.
– Tal vez mi discípulo ha decidido acompañar a las jóvenes? -preguntó Tensing.
– No, maestro, debo ayudarlo a usted a rescatar al rey -murmuró el príncipe, bajando la vista, avergonzado.
El lama lo llevó aparte, donde los demás no pudieran oírlos.
– Debes confiar en ella. Tiene el corazón tan valiente como el tuyo, Dil Bahadur. Si vuestro karma es que os juntéis, sucederá de todos modos. Si no lo es, nada que hagas cambiará el curso de la vida.
– ¡No he dicho que quiera juntarme con ella, maestro!
– Tal vez no es necesario que lo digas -sonrió Tensing.
Alexander decidió emplear las horas de luz que quedaban preparando el camino para el día siguiente. Antes que nada debía asegurarse de que, con sus dos cuerdas de cincuenta metros cada una, podría hacerlo. Pasó media hora explicando a los demás los principios básicos del rapel, desde la colocación del arnés, sobre el cual se descendía sentado, hasta los movimientos para aflojar y tensar la cuerda. La segunda cuerda se empleaba como seguridad. Él no la necesitaba, pero era indispensable para que las muchachas pudieran bajar.
– Ahora voy a descender hasta la terraza y allí mediré la altura hasta el fondo del acantilado -anunció, una vez que había fijado su cuerda y se había colocado el arnés.
Todos observaron con gran interés sus maniobras, menos Nadia, quien no se atrevía a asomarse al abismo. A Tensing, quien había pasado la vida escalando como una cabra por las montañas del Himalaya, la técnica de Alexander le resultaba fascinante. Estudió con asombro la cuerda resistente y liviana, los ganchos metálicos, las cinchas de seguridad, el ingenioso arnés. Maravillado, lo vio hacer un gesto de despedida con la mano y lanzarse al vacío sentado en el arnés. Con los pies se separaba de la pared vertical de roca y con las manos iba soltando la cuerda, de modo que se deslizaba en caídas de tres a cinco metros, sin esfuerzo aparente. En menos de cinco minutos llegó a la pestaña del acantilado. Desde arriba se veía diminuto. Estuvo allí una media hora, midiendo la altura hasta abajo con la segunda cuerda, que llevaba enrollada a la cintura. Luego trepó con mucho más esfuerzo del empleado al bajar, pero sin grandes dificultades. Arriba lo recibieron con aplausos y gritos de alegría.
– Se puede hacer, maestro Tensing, la terraza es amplia y firme, cabemos las cinco muchachas y yo. La cuerda alcanza hasta abajo y creo que puedo enseñarles a usar el arnés. Pero hay un problema -dijo Alexander.
– ¿Cuál?
– En la terraza necesitaré las dos cuerdas, porque ellas no pueden hacerlo sin una cuerda de seguridad. Una se usa para colgar el arnés y la segunda se fija en las rocas con un aparato especial, que ya dejé colocado, y que me permite ayudar a bajar a las chicas de a poco. Es una indispensable medida de seguridad, por si pierden el control de la primera cuerda o si por cualquier razón falla el sistema. Como no tienen experiencia, es imposible que lo hagan sin esa segunda cuerda.
– Entiendo, pero tenemos dos cuerdas. ¿Cuál es el problema?
– Las usaremos para llegar a la terraza. Luego ustedes las soltarán para que yo las fije allí y descienda a las muchachas hasta el pie del acantilado. ¿Cómo voy a subir yo cuando las dos cuerdas estén en la terraza? No puedo escalar la pared vertical sin ayuda. Un escalador experto demoraría muchas horas, yo no me creo capaz de hacerlo. Es decir, necesitamos una tercera cuerda -explicó Alexander.
– O bien un cordel que nos permita izar una de las cuerdas desde las terraza hasta aquí -dijo Dil Bahadur.
– Exacto.
No disponían de cincuenta metros de cordel. La primera idea fue, por supuesto, cortar tiras finas de la ropa que llevaban, pero comprendieron que no podían quedar semidesnudos en ese clima, morirían de frío. Ninguna de las niñas llevaba algo más que un delgado sarong de seda y una chaquetilla. Tensing pensó en los rollos de cordel de pelo de yak que guardaban en su ermita, muy lejos de allí, pero no había tiempo de ir a buscarlos.
Para entonces se había puesto el sol y el cielo empezaba a volverse color índigo.
– Es muy tarde. Tal vez ha llegado la hora de prepararnos para pasar la noche más o menos confortables. Mañana veremos qué solución se nos ocurre -dijo el lama.
– Ese cordel que necesitamos no tiene que ser muy firme, ¿verdad? -preguntó Pema.
– No, pero debe ser largo. Lo usaremos sólo para izar una de las cuerdas -replicó Alexander.
– Tal vez nosotras podamos hacerlo… -sugirió ella.
– ¿Cómo? ¿Con qué?
– Todas tenemos el cabello largo. Podemos cortarlo y trenzarlo.
Una expresión de absoluto asombro se fijó en todos los rostros. Las muchachas se llevaron las manos a la cabeza y acariciaron sus largas melenas, que colgaban hasta la cintura. Nunca un par de tijeras tocaba la cabellera de una mujer del Reino Prohibido, porque se consideraba el mayor atributo de belleza y feminidad. Las solteras lo usaban suelto y se lo perfumaban con almizcle y jazmín; las casadas lo untaban con aceite de almendras y lo trenzaban, formando elaborados peinados que decoraban con palillos de plata, turquesas, ámbar y corales. Sólo las monjas renunciaban a sus cabelleras y pasaban sus vidas con la cabeza rapada.
– Tal vez podemos sacar unas veinte trenzas delgadas de cada una. Multiplicado por cinco, son cien trenzas. Digamos que cada una mida cincuenta centímetros, tenemos cincuenta metros de pelo. Posiblemente yo puedo obtener unas veinticuatro de mi cabeza, así es que nos sobraría -explicó Peina.
– Yo también tengo pelo -ofreció Nadia.
– Es muy corto, no creo que sirva -observó Peina.
Una de las muchachas se echó a llorar desconsoladamente. Cortarse el cabello era un sacrificio demasiado grande, no podían pedirle eso, dijo. Peina se sentó junto a ella y procedió a convencerla suavemente de que el cabello era menos importante que las vidas de todos ellos y la seguridad del rey; de todos modos volvería a crecerle.
– Y mientras me crece, ¿cómo voy a mostrarme en público? -sollozó la chica.
– Con inmenso orgullo, porque habrás contribuido a salvar a nuestro país de la Secta del Escorpión -replicó Perra.
Mientras el príncipe y Alexander buscaban raíces y bosta seca de animales para encender una pequeña fogata que los mantuviera tibios durante la noche, Tensing procedió a examinar a Nadia y ajustar sus vendas. Se mostró muy satisfecho: el hombro estaba todavía algo machucado, pero sano, y Nadia no sentía dolor.
Peina usó el cortaplumas suizo de Alexander para cortarse el cabello. Dil Bahadur no pudo mirar, estaba perturbado; le parecía un acto demasiado íntimo, casi doloroso. A medida que caían los sedosos cabellos y aparecía el cuello largo y la nuca frágil de la joven, su belleza se transformaba y Perra quedó parecida a un mozalbete.
– Ahora puedo mendigar como una monja -se rió, señalando la túnica del príncipe, que llevaba puesta, y su cabeza, donde se levantaban algunos mechones entre las peladuras.
Las demás muchachas tomaron el cortaplumas y procedieron a raparse unas a otras. Luego se sentaron en círculo a trenzar una fina cuerda negra y brillante, con olor a almizcle y jazmín.
Descansaron lo mejor que las circunstancias permitían en el estrecho refugio de las rocas. En el Reino del Dragón de Oro no se usaba el contacto físico entre personas de diferente sexo, excepto en el caso de los niños, pero esa noche tuvieron que hacerlo, porque hacía mucho frío y no contaban con más abrigo que la ropa sobre sus cuerpos y dos pieles de yak. Tensing y Dil Bahadur habían vivido en las cumbres y resistían el clima mucho mejor que los demás. También estaban acostumbrados a pasar privaciones, así es que cedieron las pieles y las porciones mayores de alimento a las muchachas. Alexander los imitó, aunque le sonaban las tripas de hambre, porque no quiso ser menos que los otros dos hombres. También repartió en minúsculos trocitos una barra de chocolate que encontró aplastada al fondo de su mochila.
Como disponían de muy poco combustible, debían mantener el fuego muy bajo, pero esas débiles llamas les ofrecían cierta seguridad. Al menos alejarían a los tigres y los leopardos de nieve que habitaban esos montes. En una escudilla calentaron agua y prepararon té con manteca y sal, lo que los ayudó a soportar los rigores de la noche.
Durmieron apelotonados como cachorros, dándose calor unos a otros, protegidos del viento por la grieta donde se hallaban. Dil Bahadur no se atrevió a colocarse cerca de Pema, como deseaba, porque temió la mirada burlona de su maestro. Se dio cuenta de que había evitado informarla de que el rey era su padre y que él no era un monje común y corriente. Le pareció que no era el momento de hacerlo, pero por otra parte sentía que esa omisión era tan grave como engañarla. Alexander, Nadia y Borobá se acomodaron en estrecho abrazo y durmieron profundamente hasta que el primer rayo del alba se insinuó en el horizonte.
Tensing dirigió la primera oración de la mañana y recitaron en coro Om mani padme hum varias veces. No adoraban una deidad, puesto que Buda era sólo un ser humano que había alcanzado la «iluminación» o suprema comprensión; enviaban sus oraciones como rayos de energía positiva al espacio infinito y al espíritu que reina en todo lo que existe. A Alexander, quien había crecido en una familia de agnósticos, donde no se practicaba ninguna religión, le maravillaba que en el Reino Prohibido hasta los actos más cotidianos estaban impregnados de un sentido divino. La religión en ese país era una forma de vida; cada persona cuidaba al Buda que llevaba dentro. Se sorprendió recitando el mantra sagrado con verdadero entusiasmo.
El lama bendijo los alimentos y los repartió, mientras Nadia circulaba las dos escudillas con té caliente.
– Posiblemente éste será un hermoso día, soleado y sin viento -anunció Tensing, escrutando el cielo.
– Tal vez si el honorable maestro lo ordenase, podríamos empezar lo antes posible, porque el camino hasta el valle será largo -sugirió Pema.
– Creo que, con un poco de suerte, en menos de una hora ustedes estarán abajo -dijo Alexander alistando su equipo.
Poco después comenzó el descenso. Alexander se colocó el equipo y bajó como un insecto en pocos minutos hasta la terraza que asomaba en medio de la pared vertical del abismo. Perna manifestó que deseaba ser la primera en seguirlo. Dil Bahadur recogió la cuerda y le puso el arnés a Pema, explicándole una vez más el mecanismo de los ganchos.
– Debes ir soltándote de a poco. Si hay un problema, no te asustes, porque yo te sujetaré con la segunda cuerda hasta que recuperes el ritmo, ¿entendido? -dijo.
– Tal vez sería conveniente que no mirases hacia abajo. Te sostendremos con nuestro pensamiento -añadió Tensing, retirándose un par de pasos para concentrarse en enviar energía mental a Pema. Dil Bahadur pasó por su cintura la cuerda, que estaba fija a una grieta en la roca con un aparato metálico, y le hizo señas a Pema de que estaba listo. Ella se aproximó al abismo y sonrió para disimular el pánico que la asaltaba.-Espero que nos volvamos a ver -susurró Dil Bahadur, sin atreverse a decir más por miedo a descubrir el secreto de amor que lo ahogaba desde que la vio por vez primera.
– Así lo espero yo también. Elevaré mis oraciones y haré ofrendas para que puedan salvar al rey… Cuídate -replicó ella, conmovida.
Pema cerró brevemente los ojos, encomendó su alma al cielo y se lanzó al vacío. Cayó como una piedra durante varios metros, hasta que logró controlar el gancho que tensaba la cuerda. Una vez que aprendió el mecanismo y adquirió ritmo, pudo continuar el descenso cada vez con más seguridad. Con las piernas se separaba de las rocas y se daba impulso. Su túnica flotaba en el aire y desde arriba parecía un murciélago. Antes de lo que esperaba, sintió la voz de Alexander indicándole que faltaba muy poco.
– ¡Perfecto! -exclamó el muchacho cuando la recibió en los brazos.
– ¿Eso es todo? Terminó justo cuando empezaba a gustarme -replicó ella.
La terraza era tan angosta y expuesta, que un ventarrón los habría desequilibrado, pero, tal como había anunciado Tensing, el clima ayudaba. Desde arriba izaron el arnés y se lo pusieron a otra de las muchachas. Estaba aterrada y no tenía el carácter de Pema, pero el lama le clavó sus ojos hipnóticos y logró tranquilizarla. Una a una descendieron las cuatro jóvenes sin mayores problemas, porque cada vez que se atascaban o se soltaban Dil Bahadur las sostenía con la cuerda de seguridad. Cuando todas estuvieron en el delgado borde de la montaña resultaba difícil moverse, porque el peligro de rodar al abismo era enorme. Alexander había previsto esa dificultad y el día anterior había colocado varios ganchos para que pudieran sujetarse. Estaban listos para iniciar la segunda parte del descenso.
Dil Bahadur soltó las dos cuerdas, que Alexander utilizó para repetir la misma operación desde la terraza hasta el pie del precipicio. Esta vez Pema no tenía quien la recibiera abajo, pero había adquirido confianza y se lanzó sin vacilar. Poco después la siguieron sus compañeras.
Alexander les hizo una seña de adiós, deseando con todo su corazón que esas cuatro muchachas de aspecto tan frágil, ataviadas de fiesta y con sandalias doradas, guiadas por otra vestida de monja, pudieran encontrar el camino hasta la primera aldea. Las vio alejarse cerro abajo hacia el valle hasta que se convirtieron en puntos diminutos y luego desaparecieron. El Reino del Dragón de Oro contaba con muy pocas rutas para vehículos y muchas de ellas eran intransitables durante las lluvias intensas o las tormentas de nieve, pero en esa época no había problema. Si las muchachas lograban llegar a un camino, seguramente alguien las recogería.
Alexander hizo una seña y Dil Bahadur soltó la larga trenza de cabello negro con una piedra atada en el extremo. Después de maniobrar un poco desde arriba para dirigirla, cayó en la terraza, donde la recogió Alexander. Enrolló una cuerda y se la colgó en la cintura, luego ató la segunda a la trenza e indicó con señas que la izaran. Dil Bahadur tiró de la trenza cuidadosamente, hasta que recibió el extremo de la cuerda en la cima del acantilado, la ató a un gancho y Alexander inició el ascenso.