No fue difícil para Alexander y sus nuevos amigos llegar a las cercanías de la cueva de los guerreros del Escorpión, porque Nadia les había señalado la dirección general y Borobá se encargó de lo demás. El animal iba montado en los hombros de Alexander, con la cola envuelta en torno a su cuello y sujeto a dos manos de su pelo. No le gustaba subir montañas y menos aún bajarlas. Cada tanto el muchacho le daba manotazos para sacudírselo, porque la cola lo ahorcaba y las manitos ansiosas del mono le arrancaban mechones a puñados.
Una vez que estuvieron seguros de la ubicación de la cueva, se acercaron con grandes precauciones, utilizando los arbustos e irregularidades del terreno para cubrirse. No se veía actividad por los alrededores, no se oía nada más que el viento entre los cerros y de vez en cuando el grito de un ave. En aquel silencio sus pisadas y hasta su respiración parecían atronadoras. Tensing seleccionó unas cuantas piedras y las puso en el pliegue que formaba su túnica en la cintura; luego ordenó telepáticamente a Borobá que fuera a espiar. Alexander respiró aliviado cuando por fin el mono lo soltó.
Borobá partió corriendo en dirección a la cueva y regresó diez minutos más tarde. No podía informarles de lo que había visto, pero Tensing vio en su mente las confusas imágenes de varias personas y así supo que la cueva no se encontraba vacía, como temían. Aparentemente las cautivas todavía estaban allí, vigiladas por unos cuantos guerreros azules, pero la mayoría había partido. Aunque eso facilitaba la tarea inmediata, Tensing consideró que no era buena noticia, porque significaba que los demás seguramente estaban en Tunkhala. No le cabía duda de que, tal como había sugerido el joven americano, el propósito de los criminales al atacar el Reino Prohibido no era raptar media docena de chicas, sino robar el Dragón de Oro.
Se arrastraron hasta la proximidad de la cueva, donde había un hombre en cuclillas, apoyado en un rifle. La luz le daba de frente y a esa distancia era un blanco fácil para Dil Bahadur, pero para usar su arco debía ponerse de pie. Tensing le hizo señas de mantenerse aplastado contra el suelo y sacó una de las piedras que había juntado. Pidió perdón mentalmente por la agresión que iba a cometer y luego lanzó el proyectil sin vacilar, con toda la fuerza de su poderoso brazo. A Alexander le pareció que ni si quiera había apuntado, y por esa razón su sorpresa fue enorme cuando el guardia cayó hacia delante sin un solo gemido, noqueado por la piedra que le dio medio a medio entre los ojos. El lama les indicó que lo siguieran.
Alexander cogió el arma del guardia, aunque jamás había usado nada parecido y ni siquiera sabía si estaba cargada. El peso del fusil en las manos le dio confianza y despertó en él una agresividad desconocida. Sintió por dentro una tremenda energía, en un segundo desaparecieron sus dudas y se dispuso a pelear como una fiera.
Los tres entraron juntos a la cueva. Tensing y Dil Bahadur emitían gritos escalofriantes y sin pensar lo que hacía, Alexander los imitó. Normalmente era una persona más bien tímida y nunca había chillado de esa manera. Toda su rabia, miedo y fuerza se concentraron en esos gritos que, junto a la descarga de adrenalina que corría por sus venas, lo hizo sentirse invencible, como el jaguar.
Dentro de la caverna había otros cuatro bandidos, la mujer de la cicatriz y, al fondo, las cautivas, que estaban amarradas de los tobillos. Tomados por sorpresa por aquel trío de atacantes que rugían como dementes, los guerreros azules vacilaron apenas un instante y enseguida echaron mano de sus puñales, pero bastó ese momento para que la primera flecha de Dil Bahadur diera en el blanco, atravesando el brazo derecho de uno de ellos.
La flecha no detuvo al bandido. Con un alarido de dolor, lanzó el puñal usando la mano izquierda y de inmediato sacó otro de la faja de su cintura. El puñal cruzó la estancia con un silbido, directo al corazón del príncipe. Dil Bahadur no lo esquivó. El arma pasó rozando su axila, sin herirlo, mientras él levantaba el brazo para disparar su segunda flecha y avanzaba con calma, convencido de que iba protegido por el escudo mágico del excremento de dragón.
Tensing, en cambio, esquivaba los puñales que volaban a su alrededor con increíble pericia. Una vida entera entrenándose en el arte del tao-shu le permitía adivinar la trayectoria y la velocidad del arma. No necesitaba pensar, su cuerpo reaccionaba por instinto. Con un rápido salto en el aire y una patada directo a la mandíbula, dejó a uno de los hombres fuera de combate y con un golpe lateral del brazo desarmó a otro que apuntaba con un fusil, sin darle tiempo de disparar. Enseguida se enfrentó a sus cuchillos.
Alexander no tuvo tiempo de apuntar. Apretó el gatillo y un tiro retumbó en el aire, estrellándose contra las paredes de roca. Recibió un empujón de Dil Bahadur, que lo hizo tambalear y lo salvó por un pelo de recibir uno de los puñales. Cuando vio que los bandidos que quedaban en pie tomaban los fusiles, cogió el suyo por el cañón, que estaba caliente, y corrió gritando a todo pulmón. Sin saber lo que hacía descargó un golpe de culata en el hombro del hombre más cercano, que no consiguió aturdirlo, pero lo dejó confundido y eso dio tiempo a Tensing de ponerle las manos encima. La presión de sus dedos en un punto clave del cuello lo paralizó completamente. Su víctima sintió una descarga eléctrica desde la nuca hasta los talones, se le doblaron las piernas y cayó como un muñeco de trapo, con los ojos desorbitados y un grito atorado en la garganta, incapaz de mover ni los dedos.
En pocos minutos los cuatro hombres azules estaban por tierra. El guardia se había recuperado un poco de la pedrada, pero no tuvo ocasión de echar mano de los cuchillos. Alexander le puso el cañón de su arma en la sien y le ordenó que se juntara con los demás. Lo dijo en inglés, pero el tono fue tan claro que el hombre no dudó en obedecer. Mientras Alexander los vigilaba con el arma que no sabía usar entre las manos, procurando aparecer lo más decidido y cruel posible, Tensing procedió a atarlos con las cuerdas que había en la cueva.
Dil Bahadur avanzó con su arco listo, hacia el fondo, donde estaban las niñas. Lo separaban de ellas una distancia de más o menos diez metros y un hoyo con carbones encendidos, donde había un par de ollas con comida. Un grito lo detuvo en seco. La mujer de la cicatriz tenía su látigo en una mano y una cesta destapada en la otra, que agitaba sobre las cabezas de las cinco cautivas.
– ¡Un paso más y suelto los escorpiones sobre ellas! -chilló la carcelera.
El príncipe no se atrevió a disparar. Desde la distancia en que se encontraba podía eliminar a la mujer sin la menor dificultad, pero no podía evitar que los mortales arácnidos cayeran sobre las muchachas. Los hombres azules, y seguramente también esa mujer, eran inmunes a la ponzoña, pero los demás corrían peligro de muerte.
Todos quedaron inmóviles. Alexander mantuvo la vista y el arma apuntada sobre sus prisioneros, dos de los cuales todavía no habían sido amarrados por Tensing y aguardaban la menor oportunidad para atacarlos. El lama no se atrevió a intervenir. Desde el sitio donde se encontraba sólo podía usar contra la mujer sus extraordinarios poderes parapsicológicos. Trató de proyectar con la mente una imagen que la asustara, ya que había demasiada confusión y distancia entre ambos como para intentar hipnotizarla. Distinguía vagamente su aura y se dio cuenta de que era un ser primitivo, cruel y además asustado, a quien seguramente deberían controlar a la fuerza.
La pausa duró unos breves segundos, pero fueron suficientes para romper el equilibrio de las fuerzas. Un instante más y Alexander habría tenido que disparar contra los hombres que se aprontaban para saltar sobre Tensing. De pronto ocurrió algo totalmente inesperado. Una de las muchachas se lanzó contra la mujer de la cicatriz y las dos rodaron, mientras la cesta salía proyectada por el aire y se estrellaba en el piso. Un centenar de negros escorpiones se desparramó al fondo de la caverna.
La chica que había intervenido era Pema. A pesar de su constitución delgada, casi etérea, y de que estaba amarrada por los tobillos, hizo frente a su carcelera con una decisión suicida, ignorando los golpes de látigo que ésta daba a ciegas y el peligro inminente de los escorpiones. Perra la golpeaba con los puños, la mordía y le tiraba del pelo, luchando cuerpo a cuerpo, en clara desventaja, porque, además de ser mucho más fornida, la otra había soltado el látigo para empuñar el cuchillo de cocina que llevaba en la cintura. La acción de Perra dio tiempo a Dil Bahadur de soltar el arco, tomar una lata de queroseno, que los bandidos usaban para sus lámparas, regar el combustible por el suelo y prenderle fuego con un tizón de la hoguera. Una cortina de llamas y humo espeso se elevó de inmediato, chamuscándole las pestañas.
Desafiando el fuego, el príncipe llegó hasta Pema, quien estaba de espaldas en el suelo, con la mujerona encima, sujetando a dos manos el brazo que se acercaba más y más a su cara. La punta del cuchillo ya arañaba la mejilla de Pema, cuando el príncipe cogió a la mujer por el cuello, la tiró hacia atrás y con un golpe seco con el dorso de la mano en la sien la aturdió.
Pema se había levantado y estaba dándose palmadas desesperadas para apagar las llamas que lamían su larga falda, pero la seda ardía como yesca. El príncipe se la arrancó de un tirón y luego se volvió hacia las otras muchachas, que gritaban de terror contra la pared. Utilizando el cuchillo de la mujer de la cicatriz, Pema rompió sus ligaduras y ayudó a Dil Bahadur a librar a sus compañeras y guiarlas al otro lado de la cortina de fuego, donde los escorpiones se retorcían achicharrados, hacia la salida de la cueva, que iba llenándose de humo.
Tensing, el príncipe y Alexander arrastraron a sus prisioneros al aire libre y los dejaron amarrados firmemente de dos en dos, espalda contra espalda. Borobá aprovechó que los bandidos estaban indefensos para burlarse de ellos, lanzándoles puñados de tierra y mostrándoles la lengua, hasta que Alexander lo llamó. El mono le saltó a los hombros, le enroscó la cola en el cuello y se aferró a sus orejas con firmeza. El joven suspiró, resignado.
Dil Bahadur se apoderó de la ropa de uno de los bandidos y le entregó su hábito de monje a Pema, que estaba medio desnuda. Le quedaba tan enorme que tuvo que darle dos vueltas en torno a la cintura. Con gran repugnancia el príncipe se colocó los trapos negros y hediondos del guerrero del Escorpión. Aunque prefería mil veces quedar vestido sólo con su taparrabos, se daba cuenta de que apenas se pusiera el sol y bajara la temperatura, necesitaría abrigo. Estaba tan impresionado con el valor y la serenidad de Pema, que el sacrificio de darle su túnica le pareció mínimo. No podía despegar los ojos de ella. La joven agradeció su gesto con una sonrisa tímida y se colocó el rústico hábito rojo oscuro, que caracteriza a los monjes de su país, sin sospechar que estaba vestida con la ropa del príncipe heredero.
Tensing interrumpió las emotivas miradas entre Dil Bahadur y Pema para interrogar a la joven sobre lo que había oído en la cueva. Ésta confirmó lo que él ya sospechaba: el resto de la banda planeaba robar el Dragón de Oro y secuestrar al rey.
– Entiendo lo primero, porque la estatua es muy valiosa, pero no lo segundo. ¿Para qué quieren al rey? -preguntó el príncipe.
– No lo sé -replicó ella.
Tensing estudió brevemente el aura de sus prisioneros, así escogió el más vulnerable y se le plantó al frente, fijándolo con su penetrante mirada. La expresión siempre dulce de sus ojos cambió por completo: las pupilas se achicaron como dos rayas y el hombre tuvo la sensación de estar ante una víbora. El lama recitó con voz monótona unas palabras en sánscrito, que sólo Dil Bahadur comprendió, y en menos de un minuto el asustado bandido estaba en su poder, sumido en un sueño hipnótico.
El interrogatorio aclaró algunos aspectos del plan de la Secta del Escorpión y confirmó que ya era tarde para impedir que la banda entrara al palacio. El hombre no creía que le hubieran hecho daño al rey, porque las instrucciones del americano eran de apresarlo con vida, puesto que debían obligarlo a confesar algo. Nada más sabía el hombre. La información más importante que obtuvieron fue que el soberano y la estatua serían llevados al monasterio abandonado de Chenthan Dzong.
– ¿Cómo piensan escapar desde allí? Ese lugar es inaccesible -preguntó el príncipe, extrañado.
– Volando -dijo el bandido.
– Deben tener un helicóptero -sugirió Alexander, quien captaba a grandes rasgos lo que decían, aunque no comprendía el idioma, porque las imágenes se formaban en su mente telepáticamente.
Así había sido la mayor parte de la comunicación con el lama y el príncipe, hasta que Peina pudo ayudar con los detalles.
– ¿Es Tex Armadillo a quien se refieren? -preguntó Alexander.
No pudo averiguarlo, porque los bandidos sólo lo conocían por «el americano» y Peina no lo había visto.
Tensing sacó al hombre del trance hipnótico y luego anunció que dejarían allí a los bandidos, después de asegurarse de que no podrían soltar sus amarras. No les haría mal pasar una o dos noches a la intemperie, hasta que los encontraran los soldados del rey o, si tenían suerte, sus propios compañeros. Juntando las manos ante la cara e inclinándose levemente, pidió perdón a los maleantes por el tratamiento desconsiderado que les daba. Dil Bahadur hizo otro tanto.
– Oraré para que ustedes sean rescatados antes que lleguen los osos negros, los leopardos de nieve o los tigres -dijo Tensing seriamente.
Alexander quedó bastante intrigado por esas muestras de cortesía. Si la situación se diera al revés y ellos fueran los vencidos, esos hombres los asesinarían sin hacerles tantas reverencias.
– Tal vez debemos ir al monasterio -propuso Dil Bahadur.
– ¿Qué será de ellas? -preguntó Alexander señalando a Perra y las otras muchachas.
– Posiblemente yo pueda conducirlas hasta el valle y avisar a las tropas del rey para que vayan también al monasterio -ofreció Perra.
– No creo que sea posible usar la ruta de los bandidos, porque deben haber otros vigilando en estas montañas. Tendrán que tomar un atajo -replicó Tensing.
– Mi maestro no estará pensando en el acantilado… -murmuró el príncipe.
– Tal vez no sea del todo una mala idea, Dil Bahadur -sonrió el lama.
– ¿Acaso mi honorable maestro bromea? -sugirió el joven.
La respuesta del lama fue una amplia sonrisa, que iluminó su rostro, y un gesto indicando a los jóvenes que lo siguieran. Echaron a andar por el mismo lugar por el que habían llegado para reunirse con Nadia. Tensing iba delante, ayudando a trepar a las muchachas, quienes lo seguían a duras penas, porque iban calzadas con sandalias, vestidas con sarongs y no tenían experiencia en terreno tan abrupto, pero ninguna se quejaba. Estaban muy agradecidas de haber escapado de los hombres azules y ese gigantesco monje les inspiraba una confianza absoluta.
Alexander, quien cerraba la fila detrás del príncipe y Perra, dio una última mirada al patético grupo de bandidos que dejaba atrás. Le parecía increíble haber participado en una pelea con aquellos asesinos profesionales; esas cosas sólo se veían en las películas de acción. Acababa de sobrevivir a algo casi tan violento como lo que vivió en el Amazonas, cuando indios y soldados se enfrentaron en una batalla que dejó varios muertos, o cuando vio un par de cuerpos destrozados por las garras de las Bestias. No pudo disimular una sonrisa: definitivamente, hacer turismo con su abuela Kate no era para enclenques.
Nadia vio llegar a sus amigos en fila india por el desfiladero que conducía a su escondite y salió a recibirlos emocionada, pero se detuvo en seco al ver a uno de los hombres azules en el grupo. Una segunda mirada le reveló que era Dil Bahadur. Habían demorado menos de lo calculado, pero esas pocas horas a Nadia se le habían hecho eternas. Durante ese tiempo llamó a su animal totémico con la esperanza de que pudiera vigilarlos desde el aire, pero el águila blanca no apareció y tuvo que resignarse a esperar con un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que no podía transformarse en el gran pájaro a voluntad, sólo ocurría en momentos de mucho peligro o de extraordinaria expansión mental. Era algo parecido al trance. El águila representaba su espíritu, la esencia de su carácter. Cuando tuvo la primera experiencia con ella en el Amazonas, se sorprendió de que fuera justamente un ave, porque ella sufría de vértigo y la altura la paralizaba de miedo. Nunca había soñado con volar, como los demás chicos que conocía. Si le hubieran preguntado antes cuál podría ser su espíritu totémico, habría contestado que seguramente el delfín, porque se identificaba con ese animal inteligente y juguetón. El águila, que volaba con tanta gracia por encima de las cumbres más altas, la había ayudado mucho a superar su fobia, aunque a veces todavía sentía miedo de la altura. En ese mismo momento, la vista de los abruptos acantilados que se abrían a sus pies la hacía temblar.
– Jaguar! -gritó, corriendo hacia su amigo, sin dar ni una mirada a los demás integrantes del grupo.
El primer impulso de Alexander fue abrazarla, pero se contuvo a tiempo: no quería que los otros pensaran que Nadia era su chica o algo por el estilo.
– ¿Qué pasó? -preguntó ella.
– Nada interesante… -replicó él con un gesto de fingida indiferencia.
– ¿Cómo liberaron a las niñas?
– Muy fácil: desarmamos a los bandidos, les dimos una golpiza, quemamos los escorpiones, ahumamos la cueva, torturamos a uno para obtener información y los dejamos amarrados sin agua y sin comida, para que mueran de a poco.
Nadia se quedó plantada con la boca abierta, hasta que Pema la estrechó en sus brazos. Las dos muchachas se contaron a toda prisa las peripecias que habían sufrido desde que se separaron.
– ¿Sabes algo de ese monje? -susurró Pema al oído de Nadia, señalando a Dil Bahadur.
– Muy poco.
– ¿Cómo se llama?
– Dil Bahadur.
– Eso quiere decir «corazón valiente», un nombre apropiado. Tal vez me case con él -dijo Pema.
– ¡Pero si acabas de conocerlo! ¿Y ya te pidió que te casaras con él? -murmuró Nadia riendo.
– No, en general los monjes no se casan. Pero posiblemente se lo pediré yo, si se presenta la ocasión -replicó Pema con naturalidad.