CAPÍTULO DIECISÉIS – LOS GUERREROS YETIS

Una vez que se aseguraron de que Pema y las demás muchachas iban en dirección al valle, el lama, el príncipe, Alexander, Nadia y Borobá emprendieron la marcha montaña arriba. A medida que subían sentían más el frío. En un par de ocasiones debieron utilizar los largos bastones de los monjes para atravesar angostos precipicios. Esos improvisados puentes resultaron más seguros y firmes de lo que parecían a primera vista. Alexander, acostumbrado a balancearse a gran altura cuando hacía montañismo con su padre, no tenía dificultad en dar un paso sobre los bastones y saltar al otro lado, donde lo esperaba la mano firme de Tensing, quien iba adelante, pero Nadia no se hubiera atrevido a hacerlo en plena salud y mucho menos con un hombro dislocado. Dil Bahadur y Alexander sujetaban una cuerda tensa, uno a cada lado de la grieta, mientras Tensing realizaba la proeza con Nadia bajo el brazo, como un paquete. La idea era que la cuerda podía darle algo de seguridad en caso de un resbalón, pero era tanta su experiencia, que los jóvenes no sentían un tirón cuando pasaba: la mano del monje rozaba apenas la cuerda. Tensing se balanceaba sobre los bastones sólo un instante, como si flotara y, antes que Nadia sucumbiera al pánico, ya estaba al otro lado.

– Tal vez estoy en un error, honorable maestro, pero me parece que ésta no es la dirección de Chenthan Dzong -insinuó el príncipe unas horas más tarde, cuando se sentaron brevemente a descansar y preparar té.

– Posiblemente por la ruta habitual demoraríamos varios días y los bandidos nos llevan ventaja. No sería mala idea tomar un atajo… -replicó Tensing.

– ¡El túnel de los yetis! -exclamó Dil Bahadur.

– Creo que necesitaremos un poco de ayuda para enfrentar a la Secta del Escorpión.

– ¿Mi honorable maestro piensa pedírsela a los yetis?

– Tal vez…

– Con todo respeto, maestro, creo que los yetis tienen tanto cerebro como este mono -replicó el príncipe.

– En ese caso estamos bien, porque Borobá tiene tanto cerebro como tú -interrumpió Nadia, ofendida.

Alexander procuraba seguir la conversación y captar las imágenes que se formaban telepáticamente en su mente, pero no sabía con certeza de qué hablaban.

– ¿He entendido bien? ¿Se refieren al yeti? ¿Al abominable hombre de las nieves? -preguntó. Tensing asintió.

– El profesor Ludovic Leblanc lo buscó durante años en el Himalaya y concluyó que no existe, que es sólo una leyenda -dijo Alexander.

– ¿Quién es ese profesor? -quiso saber Dil Bahadur.

– Un enemigo de mi abuela Kate.

– Tal vez no buscó donde debiera… -insinuó Tensing.

La perspectiva de ver a un yeti les pareció a Nadia y Alexander tan fascinante como su extraordinario encuentro con las Bestias en la prodigiosa ciudad dorada del Amazonas. Esos prehistóricos animales habían sido comparados con el abominable hombre de las nieves, por las huellas enormes que dejaban y por su sigiloso comportamiento. De aquellas Bestias también se decía que eran sólo una leyenda, pero ellos habían comprobado su existencia.

– A mi abuela le dará un infarto cuando sepa que vimos a un yeti y no le tomamos fotografías -suspiró Alexander, pensando que había puesto de todo en su mochila, menos una cámara.

Continuaron la marcha en silencio, porque cada palabra les cortaba la respiración. Nadia y Alexander sufrían más con la falta de oxígeno, porque no estaban acostumbrados a esa altura. Les dolía la cabeza, estaban mareados y al atardecer ambos se encontraban en el límite de sus fuerzas. De pronto Nadia empezó a sangrar por la nariz, se dobló en dos y vomitó. Tensing buscó un lugar protegido y decidió que allí descansarían. Mientras Dil Bahadur preparaba tsampa y hervía agua para hacer un té medicinal, el lama alivió el malestar de altura de Nadia y Alexander con sus agujas de acupuntura.

– Creo que Pema y las otras muchachas están a salvo. Eso significa que tal vez muy pronto el general Myar Kunglung sabrá que el rey está en el monasterio… -dijo Tensing.

– ¿Cómo lo sabe, honorable maestro? -preguntó Alexander.

– La mente de Pema ya no transmite tanta ansiedad. Su energía es diferente.

– Había oído de la telepatía, maestro, pero nunca imaginé que funcionara como un celular.

El lama sonrió amablemente. No sabía lo que era un celular.

Los jóvenes se acomodaron lo más abrigadamente posible entre las piedras, mientras Tensing descansaba la mente y el cuerpo, pero vigilaba con un sexto sentido, porque esas cumbres eran el territorio de los grandes tigres blancos. La noche se les hizo muy larga y muy fría.

Los viajeros llegaron a la entrada del largo túnel natural que conducía al secreto Valle de los Yetis. Para entonces Nadia y Alexander se sentían exhaustos, su piel estaba quemada por la reverberación del sol en la nieve, y tenían costras en los labios secos y partidos. El túnel era tan estrecho y el olor a azufre tan intenso, que Nadia creyó que iban a morir sofocados, pero para Alexander, que había penetrado a las entrañas de la tierra en la Ciudad de las Bestias, resultó un paseo. Tensing, en cambio, que medía dos metros, apenas podía pasar en algunas partes, pero como había recorrido ese camino antes avanzaba confiado.

La sorpresa de Nadia y Alexander cuando por fin desembocaron en el Valle de los Yetis fue enorme. No estaban preparados para encontrar enclavado en las heladas cumbres del Himalaya un lugar bañado de vapor caliente, donde crecía vegetación inexistente en el resto del mundo. En pocos minutos les volvió al cuerpo el calor que no habían sentido en días y pudieron quitarse las chaquetas. Borobá, que había viajado entumido debajo de la ropa de Nadia, pegado a su cuerpo, asomó la cabeza y al sentir el aire tibio recuperó su buen humor habitual: se hallaba en su ambiente.

Si no estaban preparados para las altas columnas de vapor, los charcos de aguas sulfurosas y la niebla caliente del valle, las carnosas flores moradas y los rebaños de chegnos, que vagaban devorando el duro pasto seco del valle, menos lo estaban para los yetis que un poco más tarde les salieron al encuentro.

Una horda de machos armados de garrotes los enfrentó gritando y dando saltos de energúmeno. Dil Bahadur alistó su arco, porque comprendió que, vestido como estaba con las ropas del bandido, los yetis no podían reconocerlo. Instintivamente Nadia y Alexander, quienes nunca imaginaron que los yetis tuvieran ese aspecto tan horrendo, se colocaron detrás de Tensing. Éste, en cambio, avanzó confiado y, juntando las manos ante la cara, se inclinó y los saludó con energía mental y con las pocas palabras que conocía en su idioma.

Pasaron dos o tres eternos minutos antes que los primitivos cerebros de los yetis recordaran la visita del lama, varios meses antes. No se mostraron amables al reconocerlos, pero al menos dejaron de esgrimir los garrotes a pocos centímetros de los cráneos de los viajeros.

– ¿Dónde está Grr-ympr? -inquirió Tensing.

Sin dejar de gruñir y vigilarlos de cerca, los condujeron a la aldea. Complacido, el lama comprobó que, a diferencia de antes, los guerreros estaban llenos de energía y en la aldea había hembras y críos de aspecto sano. Notó que ninguno tenía la lengua morada y que el pelo blancuzco, que los cubría enteramente de la nuca a los pies, ya no era un impenetrable amasijo de mugre. Algunas hembras no sólo estaban más o menos limpias, sino que además parecía que se habían alisado el pelaje, lo cual lo intrigó sobremanera, porque él nada sabía de coquetería femenina.

La aldea no había cambiado, seguía siendo un montón de cubiles y cuevas subterráneas bajo la costra de lava petrificada que formaba la mayor parte del terreno. Sobre esa costra había una delgada capa de tierra, que gracias al calor y la humedad del valle, era más o menos fértil y proveía alimento para los yetis y sus únicos animales domésticos, los chegnos. Lo condujeron directamente a la presencia de Grr-ympr.

La hechicera había envejecido mucho. Cuando la conocieron ya estaba bastante anciana, pero ahora parecía milenaria. Si los demás se veían más sanos y limpios que antes, ella en cambio estaba convertida en un atado de huesos torcidos cubiertos por un pellejo pringoso; por su horrendo rostro chorreaban secreciones de la nariz, los ojos y las orejas. El olor a suciedad y descomposición que despedía era tan repugnante, que ni siquiera Tensing, con su largo entrenamiento médico, podía aguantarlo. Se comunicaron telepáticamente y usando los pocos vocablos que compartían.


– Veo que tu pueblo está sano, honorable Grr-ympr.

– El agua color lavanda: prohibida. Al que la bebe: palos -replicó ella someramente.

– El remedio parece peor que la enfermedad -sonrió Tensing.

– Enfermedad: no hay -afirmó la anciana, impermeable a la ironía del monje.

– Me alegro mucho. ¿Han nacido niños?

Ella indicó con los dedos que tenían dos y agregó en su idioma que estaban sanos. Tensing entendió sin dificultad las imágenes que se formaban en su mente.

– Tus compañeros ¿quiénes son? -gruñó ella.

– A éste lo conoces, es Dil Bahadur, el monje que descubrió el veneno en el agua color lavanda de la fuente. Los otros también son amigos y vienen de muy lejos, de otro mundo.

– ¿Para qué?

– Venimos a solicitar, con todo respeto, tu ayuda, honorable Grr-ympr. Necesitamos a tus guerreros para rescatar a un rey, que ha sido secuestrado por unos bandidos. Somos sólo tres hombres y una niña, pero con tus guerreros tal vez podamos vencerlos.

De esta perorata la vieja entendió menos de la mitad, pero adivinó que el monje venía a cobrar el favor que le había hecho antes. Pretendía usar a sus guerreros. Habría una batalla. No le gustó la idea, principalmente porque llevaba décadas tratando de mantener bajo control la tremenda agresividad de los yetis.

– Guerreros pelean: guerreros mueren. Aldea sin guerreros: aldea muere también -resumió.

– Cierto, lo que te pido es un favor muy grande, honorable Grr-ympr. Posiblemente habrá una lucha peligrosa. No puedo garantizar la seguridad de tus guerreros.

– Grr-ympr, muriendo -masculló la anciana, golpeándose el pecho.

– Ya lo sé, Grr-ympr -dijo Tensing.

– Grr-ympr muerta: muchos problemas. Tú curar Grr-ympr: tú llevar guerreros -ofreció ella.

– No puedo curarte de la vejez, honorable Grr-ympr. Tu tiempo en este mundo se ha cumplido, tu cuerpo está cansado y tu espíritu desea irse. No hay nada malo en eso -explicó el monje.

– Entonces, no guerreros -decidió ella.

– ¿Por qué temes morir, honorable anciana? -Grr-ympr: necesaria. Grr-ympr manda: yetis obedecen. Grr-ympr muerta: yetis pelean. Yetis matan, yetis mueren: fin -concluyó ella.

– Entiendo, no puedes irte de este mundo porque temes que tu pueblo sufra. ¿No hay quién pueda reemplazarte?

Ella negó tristemente. Tensing comprendió que la hechicera temía que a su muerte los yetis, que ahora estaban sanos y enérgicos, volvieran a matarse entre sí, como habían hecho antes, hasta desaparecer por completo de la faz de la tierra. Aquellas criaturas semihumanas habían dependido de la fortaleza y sabiduría de la hechicera por varias generaciones: ella era una madre severa, justa y sabia. La obedecían ciegamente, porque la creían dotada de poderes sobrenaturales; sin ella la tribu quedaría a la deriva. El lama cerró los ojos y durante varios minutos los dos permanecieron con la mente en blanco. Cuando volvió a abrirlos, Tensing anunció su plan en voz alta, para que también Nadia y Alexander comprendieran.

– Si me prestas algunos guerreros, prometo que regresaré al Valle de los Yetis y me quedaré aquí durante seis años. Con humildad, ofrezco reemplazarte, honorable Grr-ympr, así puedes irte al mundo de los espíritus en paz. Cuidaré de tu pueblo, le enseñaré a vivir lo mejor posible, a no matarse unos a otros, a utilizar los recursos del valle. Entrenaré al yeti más capaz para que al cabo de seis años sea el jefe o la jefa de la tribu. Esto es lo que ofrezco…

Al oír aquello Dil Bahadur se puso de pie de un salto y enfrentó a su maestro, pálido de horror, pero el lama lo detuvo con un gesto: no podía perder la comunicación mental con la anciana. Grr-ympr necesitó varios minutos para asimilar lo que decía el monje.

– Sí -aceptó con un hondo suspiro de alivio, porque al fin estaba libre para morir.


Apenas tuvieron un momento de privacidad, Dil Bahadur, con los ojos llenos de lágrimas, pidió una explicación a su amado maestro. ¿Cómo podía haber ofrecido algo así a la hechicera? El Reino del Dragón de Oro lo necesitaba mucho más que los yetis; él no había terminado su educación, el maestro no podía abandonarlo de esa manera, clamó.

– Posiblemente serás rey antes de lo planeado, Dil Bahadur. Seis años pasan rápido. En ese tiempo tal vez podré ayudar un poco a los yetis.

– ¿Y yo? -exclamó el joven, incapaz de imaginar su vida sin su mentor.

– Tal vez eres más fuerte y estás mejor preparado de lo que crees… Dentro de seis años pienso dejar el Valle de los Yetis para educar a tu hijo, el futuro monarca del Reino del Dragón de Oro.

– ¿Qué hijo, maestro? No tengo ninguno.

– El que tendrás con Perra -replicó Tensing tranquilamente, mientras el príncipe se sonrojaba hasta las orejas.

Nadia y Alexander seguían la discusión con dificultad, pero captaron el sentido y ninguno de los dos manifestó asombro ante la profecía de Tensing respecto a Perra y Dil Bahadur o su plan de convertirse en mentor de los yetis. Alexander pensó que un año antes habría calificado todo eso como demencia, pero ahora sabía cuán misterioso es el mundo.

Valiéndose de la telepatía, las pocas palabras que él había aprendido en el idioma del Reino Prohibido, las que Dil Bahadur había captado en inglés y la increíble capacidad para las lenguas de Nadia, Alexander logró comunicar a sus amigos que su abuela había hecho un reportaje para el International Geographic sobre un tipo de puma que existía en Florida y que había estado a punto de desaparecer. Estaba confinado a una región pequeña e inaccesible, no se había mezclado y, al reproducirse siempre dentro de la misma familia, se había debilitado y embrutecido. El seguro de vida de cualquier especie es la diversidad. Explicó que si hubiera, por ejemplo, una sola clase de maíz, muy pronto las pestes y las alteraciones del clima acabarían con ella, pero como existen centenares de variedades, si una perece, otra crece. La diversidad garantiza la sobrevivencia.

– ¿Qué pasó con el puma? -preguntó Nadia.

– Llevaron a Florida a unos expertos que introdujeron en la zona otros felinos similares al puma. Se mezclaron y en menos de diez años la raza se había regenerado.

– ¿Crees que eso ocurre también con los yetis? -preguntó Dil Bahadur.

– Sí. Han vivido demasiado tiempo aislados, son muy pocos, se mezclan sólo entre ellos, por eso son tan débiles.

Tensing se quedó pensando en lo que había dicho el muchacho extranjero. En todo caso, aunque los yetis salieran del misterioso valle, no tendrían con quien mezclarse, porque seguramente no había otros de su especie en el mundo y ningún ser humano estaría dispuesto a formar una familia con ellos. Pero tarde o temprano deberían integrarse al mundo, era inevitable. Habría que hacerlo con prudencia, porque el contacto con la gente podría ser fatal para ellos. Sólo en el ambiente protegido del Reino del Dragón de Oro eso era posible.

En las horas siguientes los amigos comieron y descansaron brevemente para reponer sus agotados cuerpos. Al saber que había pelea por delante, todos los yetis querían ir, pero Grr-ympr no lo permitió, porque no podía quedar la aldea sin varones. Tensing les advirtió que podrían morir, porque enfrentarían a unos malvados seres humanos llamados «hombres azules», que eran muy fuertes y tenían puñales y armas de fuego. Los yetis no sabían lo que eran esas cosas, y Tensing se lo explicó lo más exagerado que pudo, describiendo el tipo de herida que producían, los chorros de sangre y otros detalles para entusiasmar a los yetis. Eso renovó la frustración de los que debían quedarse en el valle: ninguno quería perder la ocasión de divertirse peleando contra los humanos. Desfilaron uno a uno delante del lama dando saltos y gritos espeluznantes y mostrando sus dientes y su musculatura para impresionarlo. Así Tensing pudo seleccionar a los diez que tenían el peor carácter y el aura más roja.

El lama revisó personalmente las corazas de cuero de los yetis, que podían mitigar el efecto de una puñalada, pero eran inefectivas contra una bala. Esas diez criaturas, apenas un poco más inteligentes que un chimpancé, no podrían vencer a los hombres del Escorpión, por feroces que fueran, pero el lama calculaba el elemento de sorpresa. Los hombres azules eran supersticiosos y si bien habían oído hablar del «abominable hombre de las nieves» nunca habían visto uno.

Por orden de Grr-ympr, esa tarde habían matado un par de chegnos para dar la bienvenida a los visitantes. Con gran repugnancia, porque no concebían el sacrificio de ningún ser vivo, Dil Bahadur y Tensing recogieron sangre de los animales y pintaron el pelaje hirsuto de los guerreros seleccionados. Utilizando tiras de piel, los cachos y los huesos más largos, fabricaron unos aterradores cascos ensangrentados, que los yetis se colocaron con chillidos de gusto, mientras las hembras y los críos saltaban de admiración. El maestro y su discípulo concluyeron complacidos que el aspecto de los yetis era como para asustar al más bravo.

Los hombres pretendían que Nadia permaneciera en la aldea, pero fue inútil convencerla y por fin debieron aceptar que fuera con ellos. Alexander no quería exponerla a los peligros que los aguardaban.

– Es posible que ninguno salgamos con vida, Águila… -argumentó.

– En ese caso yo tendría que pasar el resto de mi existencia en este valle sin más compañía que los yetis. No, gracias. Iré con ustedes, Jaguar -replicó ella.

– Al menos aquí estarías relativamente a salvo. No sé lo que vamos a encontrar en ese monasterio abandonado, pero seguro no será nada agradable.

– No me trates como a una niña. Sé cuidarme sola, lo he hecho por trece años, y creo que puedo ser útil.

– Está bien, pero harás exactamente lo que yo diga -decidió Alex.

– Ni lo sueñes. Haré lo que me parezca adecuado. Tú no eres un experto, sabes tan poco de pelear como yo -replicó Nadia, y él debió admitir que no le faltaba razón.

– Tal vez lo mejor sea partir de noche, así llegaremos al otro lado del túnel al amanecer y aprovecharemos la mañana para llegar hasta Chenthan Dzong -propuso Dil Bahadur y Tensing estuvo de acuerdo.

Después de llenarse las barrigas con una suculenta cena, los yetis se echaron por tierra a roncar, sin quitarse los nuevos yelmos, que habían adoptado como símbolo de valor. Nadia y Alexander estaban tan hambrientos, que devoraron su porción de carne asada de chegno, a pesar de su sabor amargo y de los pelos chamuscados que tenía adheridos. Tensing y Dil Bahadur prepararon su tsampa y su té; luego se sentaron a meditar de cara a la inmensidad del firmamento, cuyas estrellas no podían ver. Por la noche, cuando descendía la temperatura en las montañas, el vapor de las fumarolas se convertía en una neblina espesa que cubría el valle como un manto algodonoso. Los yetis nunca habían visto las estrellas y para ellos la luna era una inexplicable aureola de luz azul que a veces aparecía entre la niebla.

Загрузка...