CAPÍTULO ONCE – EL JAGUAR TOTÉMICO

En la ciudad de Tunkhala reinaba gran confusión. Los policías interrogaban a medio mundo, mientras destacamentos de soldados partían hacia el interior del país en jeeps y otros a caballo, porque ningún vehículo con ruedas podía aventurarse por los senderos verticales de las montañas. Monjes con ofrendas de flores, arroz e incienso se aglomeraban ante las estatuas religiosas. Sonaban las trompetas en los templos y por todas partes ondeaban banderas de oración. La televisión transmitió el día entero por primera vez desde que fue instalada, repitiendo mil veces la misma noticia y mostrando fotografías de las muchachas desaparecidas. En los hogares de las víctimas no cabía ni un alfiler: amigos, parientes y vecinos llegaban a presentar sus condolencias llevando comida y oraciones escritas en papel, que quemaban ante las imágenes religiosas.

Kate Cold logró comunicarse por teléfono con la embajada americana en India, para solicitar ayuda, pero no confiaba en que ésta llegaría con la prontitud necesaria, si es que llegaba. El funcionario que la atendió dijo que el Reino Prohibido no estaba bajo su jurisdicción y que además Nadia Santos no era ciudadana americana, sino brasilera. En vista de ello, la escritora decidió convertirse en la sombra del general Myar Kunglung. Ese hombre contaba con los únicos recursos militares que existían en el país y ella no estaba dispuesta a permitir que se distrajera ni por un instante. Se arrancó de un tirón el sarong que había usado en esos días, se puso su ropa habitual de exploradora y se montó en el jeep del general, sin que nadie pudiera disuadirla.

– Usted y yo nos ponemos en campaña -le anunció al sorprendido general, quien no entendió todas las palabras de la escritora, pero sí comprendió perfectamente sus intenciones.

– Tú te quedas en Tunkhala, Alexander, porque si Nadia puede hacerlo, se comunicará contigo. Llama otra vez a la embajada en India -ordenó a su nieto.

Quedarse cruzado de brazos esperando resultaba intolerable para Alex, pero comprendió que su abuela tenía razón. Se fue al hotel, donde había teléfono, y consiguió hablar con el embajador, quien fue un poco más amable que el funcionario anterior, pero no pudo prometerle nada concreto. También habló con la revista International Geographic en Washington. Mientras aguardaba hizo una lista de todos los datos disponibles, aun los más insignificantes, que pudieran conducirlo a una pista.

Al pensar en Águila le temblaban las manos. ¿Por qué la Secta del Escorpión la había escogido justamente a ella? ¿Por qué se arriesgaban a secuestrar a una extranjera, lo cual sin duda provocaría un incidente internacional? ¿Qué significaba la presencia de Tex Armadillo en medio del festival? ¿Por qué el americano iba disfrazado? ¿Eran guerreros azules los de las máscaras barbudas, como creía Águila? Ésas y mil preguntas más se agolpaban en su mente, aumentando su frustración.

Se le ocurrió que si encontraba a Tex Armadillo podría tomar la punta de un hilo que lo conduciría hasta Nadia, pero no sabía por dónde comenzar. Buscando alguna clave, revisó cuidadosamente cada palabra que había intercambiado con ese hombre o que había logrado oír cuando lo siguió a los sótanos del Fuerte Rojo, en India. Anotó en su lista sus conclusiones:

– Tex Armadillo y la Secta del Escorpión estaban relacionados.

– Tex Armadillo nada ganaba con el secuestro de las muchachas. Ésa no era su misión.

– Podría tratarse de tráfico de drogas.

– El rapto de las chicas no calzaba con una operación de tráfico de drogas porque llamaba demasiado la atención.

– Hasta ese momento los guerreros azules nunca habían secuestrado muchachas en el Reino Prohibido. Debían tener una razón poderosa para hacerlo.

– La razón podía ser justamente que deseaban llamar la atención y distraer a la policía y a las fuerzas armadas.

– Si se trataba de eso, su objetivo era otro. ¿Cuál? ¿Por dónde atacarían?

Alexander concluyó que su lista aclaraba muy poco: estaba dando vueltas en círculos.

A eso de las dos de la tarde recibió una llamada telefónica de su abuela Kate, quien estaba en una aldea a dos horas de la capital. Los soldados del general Myar Kunglung habían ocupado todos los villorrios y revisaban templos, monasterios y casas en busca de los malhechores. No había nuevas noticias, pero ya no cabía duda de que los temibles hombres azules se encontraban en el país. Varios campesinos habían visto de lejos a los jinetes vestidos de negro.

– ¿Por qué buscan allí? ¡Por supuesto que no se ocultan en esos lugares! -exclamó Alexander.

– Andamos tras cualquier pista, hijo. También hay soldados rastreando los cerros -le explicó Kate.

El joven recordó haber oído que la Secta del Escorpión conocía todos los pasos del Himalaya. Lógicamente los hombres se esconderían en los más inaccesibles.

El muchacho decidió que no podía quedarse en el hotel esperando. «Por algo me llamo Alexander, que quiere decir defensor de hombres», murmuró, seguro de que su nombre también incluía defender a las mujeres. Se puso su parka y sus botas de alta montaña, las mismas que usaba para trepar por las rocas con su padre en California; contó su dinero y partió a buscar un caballo.

Salía del hotel cuando vio a Borobá tirado en el suelo cerca de la puerta. Se inclinó a recogerlo, con un grito atravesado en el pecho, porque pensó que estaba muerto, pero apenas lo tocó el animal abrió los ojos. Acariciándolo y murmurando su nombre, lo llevó en brazos a la cocina, donde consiguió fruta para alimentarlo. Tenía espuma en la boca, los ojos rojos, el cuerpo cubierto de arañazos, cortes sangrantes en las manos y las patas. Se veía extenuado, pero apenas comió una banana y tomó agua, se reanimó un poco.

– ¿Sabes dónde está Nadia? -le preguntó, mientras limpiaba sus heridas, pero no pudo descifrar los chillidos ni los gestos del mono.

Alex lamentó no haber aprendido a comunicarse con Borobá. Tuvo oportunidad de hacerlo cuando estuvo tres semanas en el Amazonas y Nadia ofreció muchas veces enseñarle el idioma de los monos, que se compone de muy pocos sonidos y, según ella, cualquiera puede aprender. A él, sin embargo, no le pareció necesario, pensó que de todos modos Borobá y él tenían muy poco que decirse y siempre estaba Nadia para traducir. ¡Y ahora resultaba que el animal seguramente tenía la información más importante del mundo para él!

Cambió la pila de su linterna y la puso en su mochila junto al resto de su equipo de escalar. El equipo era pesado, pero bastaba una mirada a la cadena de montañas que rodeaba a la ciudad para comprender que era necesario. Preparó una merienda de fruta, pan y queso, luego pidió prestado un caballo en el mismo hotel, donde tenían varios disponibles, ya que era el medio de transporte más usado en el país. Había montado en los veranos, cuando iba con su familia al rancho de sus abuelos maternos, pero allí el terreno era plano. Supuso que el caballo tendría la experiencia que a él le faltaba en subir cerros escarpados. Se acomodó a Borobá dentro de la chaqueta, dejando sólo su cabeza y brazos afuera, y partió al galope en la dirección que éste le señaló.


Cuando la luz comenzó a disminuir y la temperatura a descender, Nadia comprendió que su situación era desesperada. Después de enviar a Borobá en busca de socorro, se quedó vigilando desde arriba la abrupta ladera que se extendía abajo. La desbordante vegetación que crecía en los valles y cerros del Reino Prohibido era menos copiosa a medida que se subía y desaparecía por completo en las cimas de las montañas. Eso le permitía ver, aunque no con claridad, los movimientos de los hombres azules que salieron a buscarla apenas comprobaron que ella había huido. Uno de ellos descendió hacia donde habían dejado los caballos, seguramente a dar aviso al resto del grupo. Nadia no tenía duda de que había varios más, a juzgar por la cantidad de provisiones y arreos que había visto, aunque era imposible calcular su número.

Los demás guerreros recorrieron los alrededores de la cueva, donde estaban las muchachas secuestradas a cargo de la mujer de la cicatriz. No pasó mucho tiempo antes que se les ocurriera revisar la cima. Nadia se dio cuenta de que no podía quedarse en aquel sitio, porque sus perseguidores no tardarían en seguirle el rastro. Dio una mirada en redondo y no pudo evitar una exclamación de angustia. Había muchos sitios donde ocultarse, pero también era muy fácil perderse. Por fin escogió un barranco profundo, como un tajo en la montaña, que había al oeste de donde se encontraba. Parecía perfecto, podría esconderse en las irregularidades del terreno, aunque no estaba segura de si después sería posible salir de allí.

Si los hombres azules no la encontraban, tampoco lo haría jaguar. Rogó que no se le ocurriera venir solo, porque jamás podría enfrentar sin ayuda a los guerreros del Escorpión. Conociendo el carácter independiente de su amigo y cómo se impacientaba con la forma indecisa de hablar y conducirse de los habitantes del Reino Prohibido temió que no pidiera ayuda.

Al ver que varios hombres subían, debió tomar una resolución. Vista desde arriba, la grieta cortada en la montaña que había escogido para ocultarse parecía mucho menos profunda de lo que era en realidad, como pudo comprobar apenas empezó el descenso. No tenía experiencia en ese terreno y temía la altura, pero recordó cuando debió trepar por las laderas empinadas de una cascada en el Amazonas, siguiendo a los indios y eso le dio valor. Claro que en esa ocasión iba con Alexander, en cambio ahora estaba sola.

Había bajado apenas dos o tres metros, pegada como una mosca a la pared vertical de roca, cuando cedió la raíz de la cual se sostenía, mientras tanteaba con el pie buscando apoyo. Perdió el equilibrio, trató de agarrarse, pero había manchones de hielo. Resbaló y rodó inevitablemente hacia las profundidades. Por unos segundos el pánico la dominó, estaba segura de que iba a morir; por eso fue una sorpresa increíble cuando aterrizó encima de unos matorrales, que amortiguaron milagrosamente el golpe. Magullada y llena de cortes y peladuras, quiso moverse, pero un dolor agudo le arrancó un grito. Vio con horror que su brazo izquierdo colgaba en un ángulo anormal. Se había dislocado el hombro.

En los primeros minutos no sintió nada, su cuerpo estaba insensible, pero pronto el dolor fue tan intenso, que creyó que iba a desmayarse. Al moverse el dolor era mucho peor. Hizo un esfuerzo mental por permanecer alerta y evaluar su situación: no podía permitirse el lujo de perder la cabeza, decidió.

En cuanto pudo calmarse un poco, elevó los ojos y se vio rodeada de rocas cortadas a pique, pero arriba estaba la paz infinita de un cielo azul tan límpido, que parecía pintado. Llamó en su ayuda a su animal totémico, y mediante un gran esfuerzo psíquico logró transformarse en la poderosa águila y volar fuera del cañón donde estaba atrapada y por encima de las montañas. El aire sostenía sus grandes alas y ella se desplazaba en silencio por las alturas, observando desde arriba el paisaje de cumbres nevadas y, mucho más abajo, el verde intenso de aquel hermoso país.

En las horas siguientes Nadia evocó al águila cuando se sentía vencida por la desesperación. Y cada vez el gran pájaro trajo alivio a su espíritu.

Poco a poco logró moverse, sujetando el brazo inerte con la otra mano, hasta que pudo colocarse debajo del matorral. Hizo bien, porque los guerreros azules llegaron hasta la cima donde ella había estado antes y exploraron los alrededores. Uno de ellos intentó bajar al barranco, pero era demasiado escarpado y supuso que, si él no podía hacerlo, tampoco podía haberlo hecho la fugitiva.

Desde su escondite Nadia oía a los bandidos llamarse unos a otros en un idioma que no intentó comprender. Cuando por fin se fueron, reinó el silencio más completo en las cumbres y ella pudo medir su inmensa soledad.

A pesar de su parka, Nadia estaba helada. El frío atenuaba el dolor del hombro herido y la iba sumiendo en un sueño invencible. No había comido desde la noche anterior, pero no sentía hambre, sólo una sed terrible. Rascaba los charcos de hielo sucio que se formaban entre las piedras y los chupaba ansiosa, pero al disolverse, le dejaban un gusto de barro en la boca. Se dio cuenta de que la noche se venía encima y la temperatura descendería bajo cero. Se le cerraban los ojos. Por un rato luchó contra la fatiga, pero después decidió que durmiendo el tiempo se le haría más corto.

– Tal vez nunca veré otro amanecer -murmuró, abandonándose al sueño.


Tensing y Dil Bahadur se retiraron a su ermita en la montaña. Esas horas se destinaban al estudio, pero ninguno hizo ademán de sacar los pergaminos del baúl donde se guardaban, pues ambos tenían la mente en otra cosa. Encendieron un pequeño brasero y calentaron su té. Antes de sumirse en la meditación, salmodiaron Om mani padme hum por unos quince minutos y luego oraron pidiendo claridad mental para entender el extraño signo que habían visto en el cielo. Entraron en trance y sus espíritus abandonaron los cuerpos para emprender viaje.

Faltaban alrededor de tres horas para que se pusiera el sol, cuando el maestro y su discípulo abrieron los ojos. Por unos instantes permanecieron inmóviles, dando tiempo al alma, que había estado lejos, de instalarse nuevamente en la realidad de la ermita donde vivían. En su trance ambos tuvieron visiones similares y ninguna explicación fue necesaria.

– Supongo, maestro, que iremos en ayuda de la persona que envió el águila blanca -dijo el príncipe, seguro de que ésa era también la decisión de Tensing, porque ése era el camino señalado por Buda: el camino de la compasión.

– Tal vez -replicó el lama, por pura costumbre, porque su determinación era tan firme como la de su discípulo.

– ¿Cómo la encontraremos?

– Posiblemente el águila nos guíe.

Se vistieron con sus túnicas de lana, se echaron sobre los hombros una piel de yak, calzaron sus botas de cuero, que usaban sólo en largas caminatas y durante el crudo invierno, y echaron mano de sus largos bastones y un farol de aceite. En la cintura acomodaron la bolsa con harina para tsampa y la manteca, base de su alimento. Tensing llevaba en otra bolsa un frasco con licor de arroz, la cajita de madera con sus agujas de acupuntura y una selección de sus medicinas. Dil Bahadur se echó al hombro uno de sus arcos más cortos y el carcaj con las flechas. Sin comentarios, los dos emprendieron la marcha en la dirección en que habían visto alejarse al gran pájaro blanco.


Nadia Santos se abandonó a la muerte. Ya no la atormentaban el dolor, el frío, el hambre o la sed. Flotaba en un estado de duermevela, soñando con el águila. Por momentos despertaba, y entonces su mente tenía chispazos de conciencia, sabía dónde y cómo se encontraba, entendía que quedaba poca esperanza, pero cuando la envolvió la noche su espíritu ya estaba libre de todo temor.

Las horas anteriores habían sido de gran angustia.

Una vez que los hombres azules se hubieron alejado y no volvió a oírlos, trató de arrastrarse, pero rápidamente se dio cuenta de que sería imposible subir por el escarpado precipicio sin ayuda y con un brazo inútil. No intentó quitarse la parka para examinar su hombro, porque cada movimiento era un suplicio, pero comprobó que tenía la mano muy hinchada. Por momentos el dolor la aturdía, pero si le prestaba atención era mucho peor; trataba de entretenerse pensando en otras cosas.

Tuvo varias crisis de desesperación durante el día. Lloró pensando en su padre, a quien no volvería a ver; llamó con el pensamiento a Jaguar. ¿Dónde estaba su amigo? ¿Lo habría encontrado Borobá? ¿Por qué no venía? En un par de ocasiones gritó y gritó hasta que se le fue la voz, sin importarle que la oyera la Secta del Escorpión, porque prefería enfrentarla antes que quedarse allí sola, pero nadie acudió. Algo más tarde escuchó pasos y el corazón le dio un vuelco de alegría, hasta que vio que se trataba de un par de cabras salvajes. Las llamó en el idioma de las cabras, pero no logró que se acercaran.

Su vida había transcurrido en el clima caliente y húmedo del Amazonas. No conocía el frío. En Tunkhala, donde la gente andaba vestida de algodón y seda, ella no podía quitarse el chaleco. Nunca había visto nieve y no sabía lo que era el hielo hasta que lo vio en una cancha artificial de patinaje en Nueva York. Ahora estaba tiritando. En el hueco donde se encontraba prisionera estaba protegida del viento y los matorrales amortiguaban un poco el frío, pero de todos modos para ella era insoportable. Permaneció encogida durante horas, hasta que su cuerpo entumecido se volvió insensible. Por fin, cuando el cielo comenzó a oscurecerse, sintió con toda claridad la presencia de la muerte. La reconoció porque la había divisado antes. En el Amazonas había visto nacer y morir personas y animales, sabía que cada ser vivo cumple el mismo ciclo. Todo se renueva en la naturaleza. Abrió los ojos, buscando las estrellas, pero ya nada veía, estaba sumida en una oscuridad absoluta, porque a la grieta no llegaba el fulgor tenue de la luna, que iluminaba vagamente las cimas del Himalaya. Volvió a cerrar los ojos e imaginó que su padre estaba con ella, sosteniéndola. Pasó por su mente la imagen de la esposa del brujo Walimai, aquel espíritu translúcido que lo acompañaba siempre, y se preguntó si sólo las almas de los indios podían ir y venir a voluntad del cielo a la tierra.

Supuso que ella también podría hacerlo y decidió que en ese caso le gustaría volver en espíritu para consolar a su padre y a jaguar, pero cada pensamiento le costaba un esfuerzo inmenso y sólo deseaba dormir.

Nadia soltó las amarras que la sujetaban al mundo y se fue suavemente, sin ningún esfuerzo y sin dolor, con la misma gracia con que se elevaba cuando se convertía en águila y sus alas poderosas la sostenían por encima de las nubes y la llevaban cada vez más arriba, hacia la luna.


Borobá condujo a Alexander hasta el sitio donde había dejado a Nadia. Completamente agotado por el esfuerzo de recorrer el camino tres veces sin descanso, se perdió en varias ocasiones, pero siempre pudo regresar al sendero correcto. Llegaron al desfiladero que conducía hacia la cueva de los hombres azules a eso de las seis de la tarde. Para entonces éstos se habían cansado de buscar a Nadia y habían vuelto a sus ocupaciones. El tipo patibulario que parecía mandarlos decidió que no podían seguir perdiendo tiempo con la chica que se les había escabullido de entre las garras, debían continuar con el plan y reunirse con el resto del grupo, de acuerdo con las instrucciones recibidas por el americano que los había contratado. Alex comprobó que el terreno estaba pisoteado y había bosta de caballo por todas partes; era evidente que allí habían estado los bandidos, aunque no vio a ninguno por los alrededores. Comprendió que no podía continuar a caballo, le parecía que los pasos del animal retumbaban como una campana de alarma, que sería imposible que, si había algunos montando guardia, no lo oyeran. Desmontó y lo dejó ir, para no revelar su presencia en el lugar. Por otra parte, estaba seguro de que no podría volver por ese camino y recuperarlo.

Empezó a trepar la montaña escondiéndose entre rocas y piedras, siguiendo la manito tembleque de Borobá. Pasó arrastrándose a unos setenta metros de la entrada de la cueva, donde vio tres hombres de guardia, armados de rifles. Dedujo que los demás estarían adentro o se habrían ido a otra parte, porque no vio a nadie más en la ladera del monte. Supuso que Nadia se encontraba allí junto a Pema y las otras chicas desaparecidas, pero él solo y desarmado no podía enfrentar a los guerreros del Escorpión. Vaciló, sin saber qué hacer, hasta que las señas insistentes de Borobá le hicieron dudar de que su amiga se encontrara allí.

El mono le tironeaba la manga y señalaba la punta de la montaña. Una ojeada le bastó para calcular que necesitaría varias horas para alcanzar la cima. Podría ir más rápido sin la mochila a la espalda, pero no quiso desprenderse de su equipo de montañismo.

Vaciló entre regresar a Tunkhala a pedir ayuda, lo cual tomaría un buen tiempo, o continuar en busca de Nadia. Lo primero podía salvar a las cautivas, pero podría ser fatal para Nadia, si ésta se hallaba en apuros, como Borobá parecía indicarle. Lo segundo podría ayudar a Nadia, pero podía ser peligroso para las otras muchachas. Decidió que a los hombres azules no les convenía dañar a las chicas. Si se habían dado el trabajo de secuestrarlas, era porque las necesitaban.

Siguió escalando y llegó a la cima cuando ya era de noche, pero en el cielo brillaba una luna inmensa, como un gran ojo de plata. Borobá miraba a su alrededor confundido. Saltó fuera de la parka, donde estaba protegido, y se puso a buscar frenéticamente, dando chillidos de angustia. Alexander se dio cuenta de que el mono esperaba encontrar allí a su ama. Loco de esperanza, comenzó a llamar a Nadia con cautela, porque temía que el eco arrastrara su voz montaña abajo y, en aquel silencio absoluto, llegara claramente a oídos de los bandidos. Pronto comprendió la inutilidad de continuar la búsqueda sin más luz que la luna en ese terreno escarpado y concluyó que era mejor esperar hasta el amanecer.

Se acomodó entre dos rocas, usando su mochila como almohada, y compartió su merienda con Borobá. Luego se quedó quieto, con la esperanza de que si «escuchaba con el corazón», Nadia podría decirle dónde estaba, pero ninguna voz interior vino a iluminar su mente.

– Tengo que dormir un poco para recuperar fuerzas -murmuró, extenuado, pero no logró cerrar los ojos.

Cerca de la medianoche, Tensing y Dil Bahadur encontraron a Nadia. Habían seguido al águila blanca durante horas. La poderosa ave volaba silenciosamente sobre sus cabezas a tan baja altura, que aun de noche la sentían. Ninguno de los dos estaba seguro de que pudieran verla realmente, pero su presencia era tan fuerte, que no necesitaban consultarse para saber lo que debían hacer. Si se desviaban o detenían, el ave comenzaba a trazar círculos, indicándoles el camino correcto. Así los condujo directamente al sitio donde estaba Nadia y, una vez allí, desapareció.

Un escalofriante gruñido detuvo en seco al lama y su discípulo. Estaban a pocos metros del precipicio por el que había rodado Nadia, pero no podían avanzar, porque un animal que no habían visto jamás, un gran felino, negro como la noche misma, les cerraba el paso. Estaba listo para saltar, con el lomo erizado y las garras desplegadas. Sus fauces abiertas revelaban enormes colmillos afilados y sus ardientes pupilas amarillas brillaban feroces en la vacilante luz de la lámpara de aceite.

El primer impulso de Tensing y Dil Bahadur fue de defensa y ambos debieron controlarse para no recurrir al arte del tao-shu, en el cual confiaban más que en las flechas de Dil Bahadur. Con un gran esfuerzo de voluntad, se quedaron inmóviles. Respirando calmadamente, para impedir que el pánico los invadiera y que el animal percibiera el olor inconfundible del miedo, se concentraron en enviar energía positiva, tal como habían hecho en otras ocasiones con un tigre blanco y con los feroces yetis. Sabían que el peor enemigo, así como la mayor ayuda, suelen ser los propios pensamientos.

Por un instante muy breve, que sin embargo pareció eterno, los hombres y la bestia se enfrentaron, hasta que la voz serena de Tensing recitó en un susurro el mantra esencial. Y entonces la luz de aceite vaciló como si fuera a apagarse, y ante los ojos del lama y su discípulo, en lugar del felino apareció un muchacho de aspecto muy raro. Nunca habían visto a nadie de ese color tan pálido ni vestido de esa manera.

Por su parte Alexander había visto una tenue luz, que al comienzo parecía una ilusión, pero poco a poco se hizo más real. Detrás de esa claridad vio avanzar dos siluetas humanas. Creyó que eran los hombres de la Secta del Escorpión y saltó, alerta, dispuesto a morir peleando. Sintió que el espíritu del jaguar negro venía en su ayuda, abrió la boca y un rugido escalofriante sacudió el aire quieto de la noche. Sólo cuando los dos desconocidos estuvieron a un par de metros de distancia y pudo distinguir mejor sus contornos, Alex se dio cuenta de que no eran los siniestros bandidos barbudos.

Se miraron con igual curiosidad: por un lado, dos monjes budistas cubiertos con pieles de yak; por otro, un chico americano de pantalones vaqueros y botas, con un mono colgado al cuello. Cuando lograron reaccionar, los tres juntaron las manos y se inclinaron al unísono en el saludo tradicional del Reino Prohibido.

– Tampo kachi, tenga usted felicidad -dijo Tensing.

– Hi -replicó Alexander.

Borobá lanzó un chillido y se tapó los ojos con las manos, como hacía cuando estaba asustado o confundido.

La situación era tan extraña que los tres sonrieron. Alexander buscó desesperado alguna palabra en el idioma de ese país, pero no pudo recordar ninguna. Sin embargo, tuvo la sensación de que su mente era como un libro abierto para esos hombres. Aunque no los oyó decir ni una palabra, las imágenes que se formaban en su cerebro le revelaron las intenciones de ellos y se dio cuenta de que estaban allí por la misma razón que él.

Tensing y Dil Bahadur se enteraron telepáticamente de que ese extranjero buscaba a una muchacha perdida cuyo nombre era Águila. Dedujeron naturalmente que era la misma persona que les había enviado el ave blanca. No les pareció sorprendente que esa chica tuviera la capacidad de transformarse en pájaro, como tampoco les sorprendió que el joven se hubiera presentado ante sus ojos con el aspecto de un gran felino negro. Creían que nada es imposible. En sus trances y viajes astrales ellos mismos habían tomado la forma de diversos animales o seres de otros universos. También leyeron en la mente de Alexander sus sospechas sobre los bandidos de la Secta del Escorpión, de la cual Tensing había oído hablar en sus viajes por el norte de India y Nepal.

En ese instante un grito en el cielo interrumpió la corriente de ideas que fluía entre los tres hombres. Levantaron los ojos y allí, sobre sus cabezas, estaba de nuevo el gran pájaro. Lo vieron trazar un breve círculo y luego descender en dirección a un oscuro precipicio que se abría poco más adelante.

– ¡Águila! ¡Nadia! -exclamó Alexander, primero con loca alegría y enseguida con terrible aprensión.

La situación era desesperada, porque bajar de noche al fondo de esa quebrada era casi imposible. Sin embargo, debía intentarlo, porque el hecho de que Nadia no hubiera contestado a los reiterados llamados de Alexander y los chillidos de Borobá significaba que algo muy grave le ocurría. Sin duda estaba viva, puesto que la proyección mental del águila así lo indicaba, pero podía estar mal herida. No había tiempo que perder.

– Voy a descender -dijo Alexander en inglés.

Tensing y Dil Bahadur no necesitaron traducción para comprender su decisión y se dispusieron a ayudarlo.

El joven se felicitó por haber llevado su equipo de montañismo y su linterna, también agradeció la experiencia adquirida con su padre escalando montañas y haciendo rapel. Se colocó el arnés, encajó un pico metálico entre las rocas, comprobó su firmeza, le amarró la cuerda y, ante los ojos atónitos de Tensing y Dil Bahadur, quienes no habían visto nada parecido, a pesar de haber vivido siempre entre las cimas de esas montañas, descendió como una araña por el precipicio.

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