Capítulo 9

Alexander Orlov parecía en estado de choque cuando tuvo que pagar la cuenta. No lo dejó sin reacción el precio de la comida, como sería de esperar en una ocasión de aquéllas y frente al importe exorbitante que el camarero le presentó en una bandeja de plata, sino el torbellino de ideas que le había encendido la imaginación ¿Hitler? ¿Hitler era la Bestia que profetizaba el Apocalipsis de san Juan? ¿Hitler era el Anticristo previsto por el último libro del Nuevo Testamento? La idea le parecía aterradora y al mismo tiempo irresistible. ¿Cómo era posible que un texto bíblico del siglo I contuviese un número cuya guematría fuese la del nombre del mayor genocida de la historia?

Salieron del restaurante en silencio y fueron a pasear al parque que rodeaba el Campo Pequeno. Acababan de restaurar la plaza de toros y el jardín que la rodeaba se presentaba acogedor e incitante, un rincón tranquilo en medio del bullicio urbano. El ruso caminó un largo rato con los ojos fijos en el suelo, hasta que rompió el silencio.

– ¿Está seguro de que el nombre de Hitler corresponde al número seiscientos sesenta y seis?

– He hecho las cuentas varias veces y no hay dudas. Si «a» es igual a cien, «b» a ciento uno y así sucesivamente, la guematría del nombre de Hitler da un triple seis.

– Dios mío, eso es increíble.

– ¿Se da cuenta? ¿Hitler como el Anticristo?

Orlov refunfuñó.

– Pero, finalmente, ¿cuál de ellos es el Anticristo? ¿Hitler o Mahoma?

– ¿Qué le parece?

– Yo creo que Hitler.

Tomás se rio.

– Tiene sentido, ¿no? El hombre que provocó la Segunda Guerra Mundial, el hombre responsable de millones de muertes, el hombre que planeó y ejecutó el Holocausto.

– Y que invadió la Santa Rusia -se apresuró Orlov a añadir-. No se olvide de eso. Invadió la Santa Rusia.

– Sí, Hitler es el candidato perfecto. Su nombre tiene el número de la Bestia y él es la encarnación del mal.

– Sin duda.

– Pero está equivocado.

Una mezcla de sorpresa y decepción pareció pesar sobre Orlov.

– ¿No es Hitler?

– No.

– ¿Seguro?

– Absolutamente seguro.

– Pero mire que es realmente perfecto para ese papel.

– Lo sé. No obstante, no es Hitler el indicado como la Bestia del Apocalipsis.

– ¿Cómo puede estar seguro de eso?

– Lo muestra el contexto de toda la profecía. No se olvide de que éste es un antiguo texto cristiano.

– ¿Cree entonces que el Anticristo es Mahoma?

– No, tampoco.

Orlov inclinó la cabeza.

– Oiga, si no es Hitler, en cierto modo Mahoma tiene bastante sentido, ¿se ha fijado? Él es el principal enemigo del cristianismo. Además, el islam se encuentra por detrás de todos los actos de terrorismo que se cometen en tantos sitios. En Chechenia, en Afganistán, en Iraq, en Irán, en Argelia, el 11-S, todo tiene la marca del islam.

– No diga disparates -le interrumpió Tomás-. Mahoma respetaba a Cristo, lo consideraba un verdadero profeta. Y la intolerancia que hoy se manifiesta por ciertos sectores del islam también existió en el cristianismo. Basta con que recordemos la Inquisición y las cruzadas.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Los pogromos contra los judíos en el mundo cristiano fueron hace mucho tiempo? ¿El Holocausto fue hace mucho tiempo? -suspiró-. La intolerancia cristiana duró demasiado, ¿qué se piensa? Mire, cuando yo era adolescente me acuerdo de haber visto al presidente de la Cámara de Lisboa manifestándose a la puerta de un cine sólo porque en la sala se exhibía una película francesa que presentaba a María como una mujer diferente de la que describe la Iglesia. Me acuerdo también de que, hace algunos años, un humorista gráfico hizo una caricatura del Papa con un preservativo en la nariz y que eso provocó un vendaval de protestas. Me acuerdo también de…

– Como quiera -se impacientó Orlov-. Pero ¿cómo puede estar seguro de que la Bestia no es Hitler ni Mahoma, si sus nombres dan un triple seis, tal como prevén las profecías del Nuevo Testamento?

– Por una razón muy sencilla -dijo Tomás-. El Apocalipsis se escribió en el siglo i y, en el texto, su autor, Juan, desafió a los lectores a resolver un enigma de su tiempo. -Buscó el párrafo inicial-. Recuerde lo que él escribió justo en la apertura del libro: «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan». -Miró a Orlov-. ¿Lo ve? «Las cosas que han de suceder pronto.» Juan estaba refiriéndose a hechos de su tiempo. Hitler y Mahoma son muy posteriores.

– Pero, siendo una profecía, ¿no cree que sería de esperar que el Apocalipsis se refiriese a figuras del futuro?

– No es exactamente así. En el Apocalipsis, Juan está pidiéndoles a los lectores que desvelen el misterio. Los lectores son personas de su tiempo y, si la profecía se refiriese a individuos que iban a vivir mil o dos mil años más tarde, no habría la menor posibilidad de que esos lectores descifrasen el enigma. Sólo tiene sentido que Juan le pidiese a la gente de su tiempo que resolviese el acertijo si la solución fuese contemporánea. Acuérdese de que Juan deja claro que las profecías se refieren a «cosas que han de suceder pronto».

– Entiendo.

Se sentaron en un banco largo, a la sombra de un árbol, y Tomás cogió la estilográfica y el bloc de notas.

– Volviendo al griego, he descubierto otras soluciones.

Escribió en una hoja limpia.


– To mega Therion, es decir, «la gran Bestia». La guematría de esta expresión es un triple seis.

Escribió una palabra más.



– Lateinos es la palabra griega que significa «latino» o «romano». También da un triple seis.

Aún otra palabra más.



– Teitan es el equivalente griego de Titán, uno de los nombres del Sol. Titán es una solución interesante, porque tiene cierto aire pagano, lo que, en aquella época, correspondía a algo anticristiano. Titán era el nombre que los griegos daban al dios Sol o Apolo.

El rostro de Orlov se retorció en una mueca escéptica.

– ¿El Anticristo es el dios Sol? Eso no tiene mucho sentido…

Tomás le hizo un gesto con la mano para que esperase.

– Tal vez tenga más sentido de lo que usted piensa -dijo-. Sigamos, tenga paciencia. -El historiador golpeó el bloc de notas con la estilográfica-. Es importante aclarar primero que, aunque la mayor parte de las versiones existentes del Apocalipsis dan el triple seis como el número de la Bestia, hay algunas versiones que aluden a ese número como el «seis, uno, seis».

– ¿Seiscientos dieciséis?

– Sí. Son versiones aisladas, pero existen.

– Eso no interesa para nada -repuso el hombre de la Interpol-. Los asesinos de los dos científicos dejaron el triple seis al lado de sus víctimas. Por tanto, lo que nos interesa es el seiscientos sesenta y seis, no el seiscientos dieciséis.

– No es exactamente así -insistió el historiador-. Las dos versiones contienen la clave del misterio, pronto se dará cuenta. -Clavó los ojos en Orlov-. A ver si puede responder a la pregunta que le voy a hacer: ¿quién era el principal enemigo de los cristianos en el siglo I, cuando Juan escribió el Apocalipsis?

Los ojos del ruso se perdieron en una expresión meditativa.

– Hmm… Déjeme que le diga…

– Piénselo. -Hizo un gesto con las dos manos, como si transportase algo de un lado para el otro-. Usted está de vuelta en el siglo I. Es cristiano. ¿Cuál es su principal enemigo? ¿Quién es la persona a la que más teme?

– ¿Al Diablo?

– Me estoy refiriendo a una figura humana. No se olvide de que el Apocalipsis dice que es el nombre de un hombre. ¿Quién es él? -Se dio unos golpecitos con los dedos en las sienes-. Piense.

– ¿Pilatos?

Tomás se rio.

– No diga disparates. Pilatos no constituía ninguna preocupación para los cristianos en el momento en que fue escrito el Apocalipsis.

– ¿Herodes?

– Tampoco él era una preocupación para los cristianos del siglo i.

Orlov respiró hondo, dando una señal de que desistía.

– Mire, no lo sé.

El historiador mantuvo los ojos fijos en su interlocutor.

– Nerón.

– ¿Nerón?

– Nerón es la Bestia del Apocalipsis.

Orlov adoptó una expresión de perplejidad.

– Pero ¿por qué Nerón?

– En el Libro de la Revelación, el seis es un número maldito. Nerón era el sexto emperador y tenía la marca del triple seis. -Volvió a coger la estilográfica-. Ahora mire.

Garrapateó en el bloc de notas.



– En griego, Nerón se pronuncia Nerón. El «emperador Nerón» es Nerón Kaisar. Transliterado en hebreo, este nombre da el triple seis. Aún más: si le quitamos la «n» final, queda simplemente Ñero, el nombre romano del sexto emperador. Transliterado en hebreo da seiscientos dieciséis, la versión minoritaria del número de la Bestia.

– ¿Nerón?

– Nerón era kaisar o «emperador» y, por ello, se lo comparaba con el Sol. Séneca llegó a escribir sobre Nerón: «El es el Sol en persona». En ese sentido, Nerón era titán. Pero también era lateinos o «romano», palabras que, en griego, dan una guematría de seiscientos sesenta y seis.

Recapituló todo en una única ecuación.



– O sea, que el emperador Nerón es un romano y equivale al Sol y a la gran Bestia. Él es el Anticristo del Apocalipsis porque, en aquel tiempo, mandaba matar a los cristianos en el circo romano. Era la figura que más temían los cristianos en el momento en que se escribió el Libro de la Revelación.

El rostro de Orlov adoptó una expresión pensativa.

– Ya he entendido -murmuró-. Pero aquí hay algo que no tiene mucho sentido. Si la Bestia del Apocalipsis es Nerón, ¿por qué razón los asesinos de los dos científicos dejaron el número de la Bestia junto a los cuerpos de sus víctimas?

El historiador alzó dos dedos.

– Sólo veo dos hipótesis -dijo-. La primera es más simple. El triple seis es, simbólicamente, el número del Diablo. Si los asesinos pertenecen a una secta, como acabó concluyendo de inmediato la Interpol, es natural que quieran firmar sus actos con ese valor simbólico. En ese contexto, es evidente que el triple seis no corresponde a Nerón, sino al Diablo.

– Esa interpretación es obvia -comentó Orlov-. ¿Cuál es la segunda hipótesis?

– La segunda hipótesis es más elaborada y audaz, pero temo no disponer aún de todos los datos para formularla.

– Oiga, no me va a dejar así de intrigado. Diga lo que tiene in mente.

– Usted no se lo va a creer.

– Vamos, hable.

El historiador suspiró. Era enormemente reacio a adelantar conclusiones sin disponer de toda la información que consideraba necesaria. Pero tal vez podía dar una pequeña pista.

– Aquí va, pues -dijo-. Creo que, al dejar el triple seis al lado de las víctimas, los asesinos estaban lanzando una especie de anuncio.

– ¿Un anuncio? ¿Qué anuncio?

Tomás vaciló, aún más indeciso. ¿Debería realmente decirlo? Le faltaban algunas certidumbres, había huecos que llenar. Lo cierto, sin embargo, es que el ruso lo observaba con expectativa y se veía claro que no se separaría de él si no revelaba su conclusión, aun siendo preliminar. Tendría que darle algo más, por pequeño que fuese. Así pues, venciendo finalmente su vacilación, levantó la punta del velo bajo el cual se ocultaba el misterio.

– El anuncio del fin del mundo.

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