Capítulo 38

– ¿Tomás?

La voz, tensa y afligida, surgió de la nada.

– ¿Tomás?

Sintió un líquido fresco que le caía por los ojos. La negrura de la oscuridad se volvió clara.

– Hmm -gimió levemente.

– Está despertando -dijo la misma voz, muy cerca-. ¿El médico? -preguntó, proyectándose ahora en una dirección diferente, como si hablase hacia un lado o hacia atrás-. ¿Cuándo llega?

– Ya viene -repuso una segunda voz más alejada, con un acento australiano arrastrado-. No worries, mate.

– Tomás, ¿te encuentras bien?

La primera voz parecía ahora otra vez muy cerca. En el sopor del despertar, Tomás entreabrió los ojos muy despacio y sintió que la luz le invadía los sentidos.

– Hmm -volvió a gemir.

Una sombra indefinida se recortaba justo enfrente y llenaba su visión, aún desenfocada. Era una figura humana que, inclinada sobre él, con una de las manos le sujetaba la cabeza y movía la otra delante de su nariz.

– ¿Estás viendo mi dedo?

Tomás fijó la vista en el objeto erguido frente a él.

– Síííí.

El dedo osciló hacia la derecha y hacia la izquierda.

– ¿Y ahora? ¿Aún lo ves?

– Síííí.

El hombre inclinado sobre su cuerpo suspiró de alivio.

– ¡Uf! Menos mal.

– Haw, she'll be right, mate -dijo la segunda voz, despreocupada.

En el sopor del despertar, Tomás hizo un esfuerzo por desvelar la confusión que le nublaba las ideas y entender lo que estaba pasando a su alrededor. Con los ojos entreabiertos, identificó finalmente la voz y la figura que se curvaba sobre él. Era Filipe. Sonrió con debilidad al reconocer a su amigo. Después observó más allá de él y se dio cuenta de la presencia de un hombre uniformado atrás, de pie, mirando por encima del hombro de Filipe. Un policía.

Tranquilizado, y con la mente gradualmente más clara, Tomás respiró hondo, apoyó los codos en el suelo árido e incorporó el tronco. Sintió un dolor desgarrador en la pierna izquierda que subió por su cuerpo con la fuerza de un trueno.

– ¡Ay! -gritó viendo literalmente las estrellas.

– Estate quieto -le recomendó Filipe, apoyándole el cuerpo-. No te muevas, Casanova.

– Joder -farfulló, con los ojos y los dientes apretados debido al dolor-. Me duele mucho -gimió-. Por debajo de la rodilla.

– Estate quieto -insistió su amigo-. Creo que te has roto la pierna.

El dolor brutal tuvo el poder de despertarlo totalmente. Fue como si la neblina se hubiese despejado de repente y ahora lo viese todo claro. En cuanto se le calmó el dolor, Tomás estiró el cuello e intentó observar la pierna izquierda.

– ¿Está mal?

– ¿Qué? ¿La pierna? -Filipe miró la pierna-. Te va a quedar bien, no te preocupes. Ya viene ahí el médico de la Policía. -Meneó la cabeza y sonrió-: Nunca he visto a un tipo con tanta suerte como tú.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

Filipe se rio.

– ¿Por qué? ¿Aún tienes la osadía de preguntar por qué?

– No veo de qué…, ay…, te sorprendes.

Su amigo le señaló el enorme peñasco justo al lado.

– Mira: ¿te has fijado bien dónde te caíste? Fueron casi diez metros, ¿qué te crees? Te caíste desde casi diez metros de altura y sólo te rompiste una pierna.

– ¡Estás bromeando!

Filipe apuntó con la cabeza hacia un lado. Tomás miró en aquella dirección y vio un cuerpo tumbado en el suelo.

– Entonces pregúntale a tu amiguito a ver si estoy bromeando.

– ¿Quién es ése?

– Es el ruso con quien te caíste desde ahí arriba.

– ¿Cómo está él?

– ¿Qué te parece?

– ¿Está muerto?

– Más muerto que Tutankamón. -Hizo una mueca-. Tú también lo estarías si no hubieses caído encima de él. El cuerpo del tipo amortiguó tu caída, en eso tuviste suerte.

– Caramba -exclamó Tomás-. ¿Has visto las vueltas que da la vida? Vino detrás de mí para matarme y acabó salvándome la vida.

– Sí, ha sido un tipo legal. Ha dado la vida por ti. -Le guiñó un ojo-. Espero que le devuelvas la gentileza y aparezcas por lo menos en la misa que recen por él, ¿no?

– Vete a la porra. -Miró una cantimplora apoyada en el suelo-. Oye, me estoy muriendo de sed.

Filipe desenroscó el tapón de la cantimplora y le dio de beber. Sorbió el agua con la avidez de un hambriento delante de un banquete. Bebió un trago tras otro hasta que se vació la cantimplora y se sintió medio saciado, pero no del todo; al final, había quedado seriamente deshidratado mientras huía de Igor.

– Caramba -exclamó Filipe al comprobar que la cantimplora se había vaciado-. Realmente tenías mucha sed, Casa- nova. ¿Quieres más?

Tomás hizo un gesto afirmativo.

– Sí -murmuró después, casi sin aliento.

Filipe se dirigió al policía que observaba la escena detrás de él.

– ¿Tiene más agua?

– Creo que sólo en los coches patrulla, que están al otro lado -dijo el australiano-. Voy a buscarla.

El policía dio media vuelta. Tomás vio cómo se alejaba.

– ¿Cómo se enteró la policía de todo esto?

– Es una larga historia.

– Sabes que me gustan las historias largas.

Filipe frunció el ceño.

– ¿Quieres que te la cuente ahora?

– ¿Y por qué no?

Su amigo suspiró.

– La Policía ha estado vigilándonos desde el principio -reveló-. La casa de James tiene micrófonos instalados por todas partes, y ellos siguieron todos los detalles.

Tomás miró interrogativamente a su amigo, con una expresión de perplejidad impresa en el rostro.

– Pero ¿qué demonios de historia es la que me estás contando?

– Bien, estoy contándote lo que ocurrió.

– Pero ¿cómo se enteró la Policía de esto?

– Fui yo quien les di el aviso.

– ¿Avisaste a la Policía? -Meneó la cabeza-. No consigo entenderlo -exclamó, intentando reordenar las ideas-. ¿No eras tú el que decías que, frente a los gigantescos intereses que estaban en juego, no se podía confiar ni en la Policía?

– Lo dije, y es verdad.

– ¿Entonces? ¿Cómo es que aparece la Policía en medio de todo esto?

– Las circunstancias cambiaron y fue necesario alertarlos. Colocaron micrófonos en la casa y observaron la llegada de los gánsteres, además de estar atentos a la conversación que la sucedió.

– Pero ¿por qué razón no los detuvieron enseguida?

– Por varios motivos, Casanova. Era necesario grabar la conversación para reunir elementos que los incriminasen. Por otro lado, teníamos la esperanza de que los rusos revelasen en un descuido quiénes les daban las órdenes.

– Cosa que no llegaron a revelar.

– Pues no, pero al menos lo intentamos. El plan era dejarlos hablar a sus anchas, por lo menos mientras no hubiese un peligro inminente para nuestra seguridad. Después deberíamos llevarlos hasta las Olgas, donde los capturarían a la salida de Walpa Gorge. -Apuntó en una dirección-. Hay allí un claro que habría sido propicio para la intervención, ¿lo ves? El problema fue que un policía resbaló allí arriba, cuando vigilaba nuestro paso por el desfiladero, y los rusos descubrieron la trampa. -Sonrió-. Escapamos por poco, ¿eh?

Tomás esbozó el gesto propio de quien aún no logra entender lo ocurrido.

– Disculpa, pero sigo sin comprender qué te llevó a llamar a la Policía, después de estar años huyendo de ella.

Filipe carraspeó, pensando por dónde empezar. Concluyó que no hay mejor forma de iniciar una narración que empezar por el principio.

– Oye, Casanova, vamos a retroceder en el tiempo -propuso-. Cuando Howard y Blanco aparecieron muertos el mismo día con un triple seis al lado, y James y yo descubrimos que si habíamos escapado se debía al hecho de habernos ausentado inesperadamente de casa, los dos concluimos que teníamos que desaparecer del mapa. La industria del petróleo había descubierto que éramos una amenaza y, por lo visto, había decidido eliminarnos.

– Todo eso ya lo sé.

– El problema es que desaparecer del mapa, como te puedes imaginar, no resulta tan sencillo. Es fácil decirlo, pero no es fácil hacerlo. La verdad es que la industria petrolera dispone de enormes recursos y no les iba a resultar difícil a los tipos que estaban detrás de todo lograr localizarnos, sobre todo porque nuestros recursos son irrisorios cuando se comparan con los suyos. James y yo tenemos algún dinero, pero nada que nos permitiese escapar de un enemigo de tal envergadura.

– Entonces, ¿qué hicisteis?

– Concluimos que teníamos que conseguir un aliado, y deprisa. Una posibilidad obvia era dirigirnos a la Policía, pero, como ya te he dicho, enseguida nos dimos cuenta de que no habría Policía en el mundo que pudiera protegernos durante mucho tiempo. Estuvimos pensando sobre ello, y fue entonces cuando James se acordó del aliado perfecto, alguien que podría tener la voluntad y los recursos para protegernos y hasta para ayudarnos a concluir nuestras investigaciones.

– ¿Quién?

Filipe sonrió, como si quisiera hacer durar el misterio.

– ¿No llegas a imaginarlo?

– Yo, no.

– Piensa bien -lo desafió-. ¿Quién podrá estar interesado en hacer lo posible por frenar el calentamiento global?

– ¿La humanidad?

– Claro que el interés es de la humanidad, idiota. Pero ella no actúa espontáneamente, ¿no? Me estoy refiriendo a un grupo organizado.

Tomás amusgó los ojos, en un esfuerzo por adivinar la respuesta.

– Sólo consigo ver a los ecologistas.

Su amigo se rio.

– Esos hablan mucho, no hay duda, pero no disponen de los recursos necesarios para ayudarnos. Yo estoy hablando de un aliado muy poderoso, lo bastante fuerte para hacer frente a la industria petrolera.

– No imagino quién puede ser.

– Anda, haz un esfuerzo.

Tomás se encogió de hombros.

– ¿El Ejército de los Estados Unidos?

Filipe volvió a soltar una carcajada.

– Graciosillo -comentó-. Vamos, ¿no llegas realmente a imaginar a nadie?

– Ya te he dicho que no. Anda, suéltalo. ¿Quién es vuestro poderoso aliado secreto?

Filipe se inclinó sobre Tomás y le susurró la respuesta al oído.

– La industria aseguradora.

– ¿Quién?

– La industria aseguradora.

Tomás frunció el ceño, desconfiado, y miró a su amigo, intentando descubrir si estaba bromeando. Por la expresión del rostro, sin embargo, dedujo que hablaba en serio.

– ¿Esos embusteros?

Una carcajada más de Filipe.

– Tal vez sean unos embusteros, no lo sé, pero puedes estar seguro de que gracias a ellos aún estamos vivos y hemos podido proseguir con nuestras investigaciones durante todo este tiempo.

– No llego a entender -balbució Tomás-. ¿Qué interés podían tener las aseguradoras en salvaros el pellejo?

– Al salvarnos el pellejo, como tú dices, la industria aseguradora estaba salvando su propio pellejo.

– ¿Cómo es eso?

Su amigo adoptó un tono condescendiente.

– Como casi siempre ocurre, Casanova, todo tiene que ver con el dinero. -Abrió bien los ojos para enfatizar la idea-. Con el dinero y sólo con el dinero.

– No te entiendo.

– Es muy sencillo -dijo Filipe-, En los años ochenta, la industria aseguradora estadounidense pagó una media de menos de dos mil millones de dólares anuales por daños que había provocado el mal tiempo. Pero de 1990 hasta 1995 esos costes se elevaron a más de diez mil millones de dólares anuales, valor que volvió a subir después de 1995. Las inundaciones y las tormentas cada vez más extremas causaron perjuicios muy graves, y las aseguradoras acabaron pagando la factura más pesada. La situación se agravó tanto que las mayores aseguradoras del mundo firmaron un pacto en el que introdujeron consideraciones climáticas en sus evaluaciones de riesgo. Viven ahora en un clima de pánico latente y temen que el calentamiento global produzca fenómenos meteorológicos catastróficos. Según ciertos cálculos, bastan algunos grandes desastres provocados al extremarse las condiciones atmosféricas para que toda la industria entre en bancarrota. -Hizo una pausa, tratando de enfatizar la idea-. ¿Entiendes, Casanova? Toda la industria aseguradora se enfrenta a la posibilidad de una quiebra por culpa del calentamiento global.

– Caramba -exclamó Tomás-. No tenía idea.

– La Lloyds de Londres preguntó hace unos años a un grupo de expertos si las tormentas, las sequías y las crecidas cada vez más violentas se debían al calentamiento del planeta. En ese momento los expertos dijeron que no podían probar que el planeta estaba, en efecto, calentándose, pero que, cuando lo pudiesen probar, las aseguradoras estarían en apuros. -Balanceó la cabeza-. El calentamiento global ahora ya está probado, lo que significa que están en apuros.

– Ya veo.

– De modo que, cuando james y yo nos pusimos en contacto con determinados miembros de las mayores compañías de seguros del mundo, y les explicamos nuestra investigación y la persecución a la que nos estaba sometiendo la industria petrolera, se aferraron a nosotros como si hubiesen encontrado un tesoro. Fueron las aseguradoras las que proporcionaron los medios que nos permitieron desaparecer del mapa y proseguir las investigaciones en secreto. Nos consiguieron una nueva identidad, nos dieron documentos, dejaron disponible una cuenta casi inagotable y nos escondieron donde no nos podrían encontrar los tipos del petróleo: a mí en Siberia y a James aquí, en el desierto australiano.

– Que es donde habéis estado todo este tiempo.

– Sí -confirmó Filipe-. Mejor dicho, a veces hemos tenido que viajar. Necesitábamos ir a un sitio u otro para investigar determinado asunto u obtener cierto componente, ese tipo de cosas. La nueva identidad y el fondo de investigación fueron muy útiles para ello. Pero, en lo esencial, nos mantuvimos escondidos, y sólo dos o tres ejecutivos poderosos de las grandes compañías de seguros conocían nuestro paradero.

– ¿Y la Policía?

– Nada. No le dijimos nada a nadie. La Policía ni siquiera tenía conocimiento de que nosotros estábamos vivos. En lo que se refiere al resto del mundo, James y yo no existíamos.

Tomás hizo un gesto con la mano en dirección al lugar adonde el policía había ido a buscar agua.

– Así pues, ¿cómo se explica que ellos estén aquí?

– Ahora te lo explico -le dijo su amigo-. Lo que ocurrió fue que yo concluí la investigación sobre el estado de las reservas mundiales de petróleo y, poco después, James terminó los trabajos de desarrollo del hidrógeno como fuente energética del futuro. Por fin estaban creadas las condiciones para que avanzáramos. Por un lado, el mercado se acerca al momento en que va a comprobar que no hay petróleo suficiente para satisfacer sus necesidades. Por otra parte, ya tenemos preparada la alternativa que resolverá este problema. Esto significa que es éste el momento justo, pero aún nos faltaba sortear un último obstáculo.

– ¿Cuál?

– Neutralizar a los jefes de los asesinos. Había que desenmascarar a los autores morales de los asesinatos de Howard y de Blanco, so pena de que toda la operación se encontrase bajo una permanente amenaza. James y yo mismo jamás habríamos podido volver a dormir tranquilamente. Habríamos vivido siempre con miedo a que los homicidas del triple seis se nos apareciesen por la noche junto a la cabecera de la cama. Era imperioso neutralizar esta amenaza.

– Fue entonces cuando llamasteis a la Policía.

– Ten calma -insistió Filipe, indicando que ya llegaría a esa parte-. Decidimos tenderles una trampa a los asesinos. Utilizando un canal en Internet que sabíamos que estaba sometido a vigilancia, James me mandó un e-mail con la cita bíblica.

– La del Séptimo Sello.

– Esa. El me mandó el e-mail y esperamos a ver qué ocurría.

Tomás miró a su amigo con una expresión intrigada.

– Pero ¿por qué razón no me contaste todos esos detalles cuando nos encontramos?

– Disculpa, pero tuve que ser prudente. El éxito de la operación dependía del sigilo. Además, y vas a tener que comprenderlo, tú acabaste siendo blanco de sospechas.

– ¿Yo?

– Claro, Casanova. Fíjate en que, en un primer momento, escribimos un e-mail en Internet para atraer al asesino. Semanas después, ¿qué aparece en el sitio del instituto? Un mensaje tuyo buscándome.

– Ah, ya entiendo -exclamó Tomás, cayendo en la cuenta-. Dedujiste que los asesinos se habían puesto en acción.

– Al principio, no. Reconozco que no establecí inmediatamente la relación. Como te he contado en otra ocasión, lo que ocurrió fue que tu mensaje me despertó añoranza por mi país y por mis tiempos de juventud, y por eso quise verte. Además, creí que, como tú no tenías relación alguna con el mundo del petróleo, no habría ningún problema en que nos encontrásemos. Podría hasta haber alguna utilidad en ello.

– ¿Y cuándo entendiste que nuestro encuentro estaba relacionado con la persecución de los asesinos del triple seis?

– Cuando nos persiguieron en Oljon -dijo Filipe-, me resultó extraña la aparición de los hombres armados en el campamento yurt horas después de que tú llegaras. La desconfianza se convirtió en certidumbre cuando vi que nos seguían por todos lados en la isla. Íbamos a un sitio y ellos venían también, íbamos a otro, ellos iban también. No era normal, parecía que alguien los estaba informando. Ese alguien sólo podías ser tú.

Tomás levantó el brazo derecho y se miró el dorso de la mano.

– Y lo era -confirmó-. El chip que me implantaron aquí en la mano los informaba, por lo visto, de nuestros movimientos.

– Yo no sabía nada del chip. Sólo sabía que los tipos lograban encontrarnos cori una facilidad sorprendente. Por ello decidí separarme de ti en el Baikal. Intuía que, si me alejaba de ti, me alejaría también de aquellos gorilas. Y tenía razón.

Tomás frunció el ceño.

– Al final, como amigo me saliste rana. Los tipos mataron a Nadia y casi me matan a mí también.

– Pero yo no podía saberlo -se apresuró Filipe a aclarar-. Tienes que entender que en ese momento todo me parecía sospechoso, y yo admitía como muy probable que estuvieses confabulado con esos tipos, ¿entiendes? No se me pasó por la cabeza que tú y Nadia podíais correr un verdadero peligro. Creía que estabas implicado en la trama, por lo que no os harían ningún daño.

– Ya te entiendo. Sólo la muerte de Nadia te demostró que no era así.

Filipe meneó la cabeza.

– No, todo lo contrario -exclamó-. Cuando supe que ella había muerto y que tú estabas vivo, se me afianzó la idea de que te encontrabas hundido en la mierda hasta el cuello. ¿De qué otro modo se podría explicar el hecho de que te hubieran dejado vivo? Tu supervivencia me parecía una prueba de tu culpabilidad.

Tomás sonrió.

– ¡Qué confusión!

– Por eso te atrajimos hasta Australia. Pero esta vez nos preparamos con cuidado. Nos pusimos primero en contacto con la Interpol, que nos revelo que jamás te había contratado, lo que pareció confirmar nuestras peores sospechas en relación contigo. De ahí que las compañías de seguros hubiesen montado un fuerte dispositivo de seguridad en Sídney, organizando a toda la gente a nuestro alrededor. Por la misma razón, se había contactado con la policía australiana. Hasta contratamos a un tipo para que te siguiera ostensiblemente por la ciudad para estudiar tu comportamiento.

– No me digas que fue aquel tipo…

– Ese mismo. -Filipe sonrió-. Queríamos ver cómo reaccionabas al darte cuenta de que te estaban vigilando. -Encogió el cuello y abrió las manos, en una expresión de perplejidad-. Incluso me quedé conversando un largo rato contigo, a la espera de que pasase algo. Pero, para nuestra decepción, no ocurrió nada en Sídney.

– Fue entonces cuando comenzaste a tener dudas.

– No, de ninguna manera. Concluí que los asesinos querían llegar también hasta James, por lo que decidimos embarcarnos en el juego y avanzamos hacia el plan B. Te traje aquí, a Yulara, y fuimos a aquella casa, a la espera de los acontecimientos. Queríamos ver si atraías de nuevo a los gánsteres y pillábamos a toda aquella gente de una vez.

– ¿No crees que eso fue un poco arriesgado? ¿Y si los tipos hubiesen llegado allí y nos hubiesen matado inmediatamente?

– Claro que fue arriesgado, pero ése era el precio que teníamos que pagar por vernos definitivamente libres de nuestros perseguidores. Si no hacíamos eso, ¿qué otro cebo tendríamos para capturar a los asesinos? Era ahora o nunca.

– Tienes razón.

– Además, se trataba de un riesgo controlado. La Policía tenía micrófonos por toda la casa, además de agentes escondidos en las inmediaciones. El plan era atraer a esos tipos a la casa, haceros confesar todo allí dentro y después llevaros hasta las Olgas, so pretexto de que las pruebas de la «energía a hidrógeno» se habían hecho aquí, y que era aquí donde estaban guardados los resultados. -Volvió a señalar un punto en la parte de atrás-. Sería en aquel claro donde se procedería a vuestra captura.

– ¿Y si los tipos no querían ir a las Olgas y decidían matarnos dentro de la casa?

Filipe se encogió de hombros.

– Ya te he dicho, Casanova, que era un riesgo que teníamos que correr. De cualquier modo, no te olvides de que la Policía australiana estaba escuchando la conversación y tenía hombres en los alrededores. Si por casualidad surgía algún problema, ellos podían intervenir en el lapso de apenas un minuto.

– Ya, ya entiendo -observó Tomás-. De ahí que estuvieses tan tranquilo cuando apareció Orlov…

– Claro.

– ¡Y yo, como un tonto, admirando tu valentía!

Filipe se rio.

– Con las espaldas cubiertas, querido amigo, todos somos muy valientes.

– Ya veo, ya veo.

– De cualquier modo, cuando apareció el gordo…

– Orlov.

– Cuando apareció con sus matones, enseguida me di cuenta, por la conversación dentro de casa, de que finalmente no estabas implicado con ellos.

– ¿Lograste darte cuenta de eso? -bromeó Tomás-. Eres un genio.

– Lo soy, ¿a que sí?

– Eres un genio, pero las cosas se pusieron feas.

– No es posible tenerlo todo. Pero estamos todos vivos, eso es lo que interesa.

Tomás observó el cuerpo de Igor, tendido de bruces a un metro de distancia.

– ¿Y los otros rusos? ¿Qué fue de ellos?

– Murieron éste y otro más; uno acabó herido, y al cuarto lo pillaron ileso.

– ¿Cómo acabó Orlov?

– ¿El gordo asqueroso?

– Ese.

– Ese es el herido. Le dispararon en un brazo.

– ¿Ya ha contado algo?

– Aún no -dijo Filipe-. Pero quédate tranquilo, que los australianos van a hacerlo cantar como un canario.

Oyeron unas voces que se acercaban y ambos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde venían los sonidos. Era el médico acompañado por dos policías, uno de ellos con una cantimplora en la mano. Los tres se acercaron a los portugueses. El médico, un hombre de barba rubia con un estetoscopio al cuello, miró a Tomás con una expresión inquisitiva.

– ¿Fue usted el que cayó desde allí arriba?

– Parece que sí.

El médico adoptó un gesto reprobador.

– Ustedes están todos locos -exclamó-. Nadie debería haber movido al herido. -El australiano se arrodilló junto a Tomás y le analizó el cuerpo con mirada experta-. ¿Le duele alguna parte en especial?

– Sí. La pierna izquierda.

El médico centró su atención en la pierna. Después de observarla detenidamente, se volvió hacia uno de los policías, que miraba a Tomás con curiosidad.

– ¿La camilla?

– Ya la traen, doc.

El médico volvió a observar la pierna.

– Voy a tener que arreglarle esto -dijo.

Estudió con atención la posición de Tomás y después, con mucho cuidado, le tocó la pierna y la giró. En ese instante Tomás volvió a ver las estrellas.

– ¡Aaaay!

Загрузка...