El cajón parecía haberse atascado, pero, con un tirón fuerte y rotundo, Cummings logró finalmente abrirlo. Puso las manos dentro y sacó un cuaderno grueso, de tapa dura negra, como los que se usan en los registros contables. Después se incorporó y les mostró el cuaderno a sus invitados.
– Aquí está, old chap -anunció con su habitual tono afectado-. El Séptimo… humpf… Sello.
Sin contener la curiosidad, Tomás se levantó del asiento y se acercó al inglés. Cogió el cuaderno y lo hojeó con cuidado. Estaba escrito con bolígrafo, lleno de ecuaciones y esquemas, y con un texto manuscrito de letra difícil de leer. Lo intentó con un fragmento, pero se detuvo a mitad de la primera línea.
– Está en español -exclamó sorprendido.
– Right ho -confirmó James-. Lo escribió Blanco.
– Pero ¿tú entiendes español?
– Good Heavens, no. -Casi parecía escandalizado por la idea-. Blanco es que…, humpf…, no lograba razonar en inglés, poor chap. Primero tomaba apuntes en su… humpf…, en su lengua, y después una vez registrado todo, traducía al inglés más adelante. -Señaló un párrafo posterior-. ¿Lo ves? Esta parte está en inglés.
Tomás devolvió el libro y, al volverse, distinguió un bulto verduzco al otro lado de la ventana. Observó y vio que era una piscina, sucia y descuidada, que James tenía en el patio de la casa. El agua estaba cubierta de polvo rojo, de ese polvo que se levantaba de la tierra y lo cubría todo, como las nubes más al fondo.
Miró mejor, intrigado.
Las nubes eran polvo que se agitaba en el aire, como si lo levantase el soplo violento de una tormenta. Pero el cielo se veía azul límpido; no podía ser ninguna tormenta. Amusgó los ojos y distinguió un punto en medio de la nube de polvo, como si asomase una pulga de la neblina.
– James -llamó, sin apartar los ojos de la ventana-. ¿Sueles tener visitas?
– Sí -confirmó el inglés-. El dueño de la tienda de comestibles me manda todos los días a un chico con… humpf… comida y bebidas.
– Ah, entonces el que viene es él.
El profesor de Oxford se acercó y miró la nube de polvo que se acercaba.
– No es posible.
– ¿Hmm?
– El chico del tendero. El… humpf… ya vino aquí esta mañana.
Filipe se levantó de golpe del sofá y se unió a sus amigos; todos miraron por la ventana con una expresión de sobresalto.
– Entonces, ¿quién viene por ahí?
La nube creció rápidamente, y deprisa pudo verse que no era sólo una nube, sino dos.
Salieron de casa, algo temerosos, los dos portugueses con la memoria bien fresca acerca de lo que había pasado en el Baikal. Tomás miró alrededor, calculando de dónde podría venir ayuda o por dónde podrían escapar, pero estaban en medio del desierto y no había ni un alma cerca.
– ¿No será mejor que nos metamos en el todoterreno? -preguntó señalando el Land Rover.
– Ya no tenemos tiempo -dijo Filipe-. De cualquier modo, no debe de ser nada especial. Hemos tomado todas las precauciones, ¿no?
– Bien… sí. Pero en Rusia yo también las había tomado y después pasó lo que pasó, ¿no? Y en Sídney también…
– Ahora es diferente. Hemos tenido mucho más cuidado.
El rugido de los motores acelerados reverberó por el desierto y los dos jeeps se acercaron rápidamente. Disminuyeron la marcha ya cerca de la casa y se separaron, uno para un lado y el otro para el otro; giraron en un movimiento de tijera y convergieron con gran aspaviento frente a la casa. Los motores rugían cuando llegaron a su destino y frenaron en medio de una nube de polvo tan grande que los tres hombres, inmóviles en el patio, tuvieron que taparse la cara, cerrar los ojos y contener la respiración, mientras el viento soplaba llevándose lejos todo aquel polvo.
El polvo se asentó y se oyeron las puertas que se abrían. De la nube que se deshacía asomaron unos bultos, como si fuesen espectros surgiendo de la niebla. Los bultos se acercaron, despacio, y llevaban entre los brazos algo que parecían unos palos largos. Miraron mejor y los corazones se dispararon, desenfrenados. No eran palos.
Eran armas.
Los recién llegados venían armados; en las manos no llevaban unas armas cualesquiera; traían escopetas automáticas, claramente de arsenal militar. Los tres retrocedieron un paso y después otro, recelosos, hasta toparse con la fachada de la casa. No tenían hacia dónde huir.
Un bulto más macizo se distinguió entre los demás. Caminaba pesadamente y, al salir de la nube de polvo, Tomás logró por fin distinguir sus facciones.
– ¡Orlov!
El ruso se detuvo. Tenía la cara empapada de sudor; estaba claro que aquél no era el clima que más le gustaba.
– Hola, profesor. ¿Usted por aquí?
– Eso pregunto yo -exclamó el historiador, aún sorprendido-. ¿Cómo supo que yo estaba aquí?
– Digamos que tengo mis medios.
Filipe le tocó el brazo a Tomás.
– ¿Quién es?
Tomás dio un paso hacia un lado, facilitando el encuentro entre las dos partes.
– Ah, disculpa. -Señaló al ruso-. Este es Alexander Orlov, mi contacto de la Interpol. -Enseguida su mano apuntó a Filipe-. Orlov, éste es Filipe Madureira, mi amigo, el mismo que usted andaba buscando. -Hizo un gesto hacia el inglés-. Y éste es james Cummings, el físico de Oxford que también estaba desaparecido.
El físico y el geólogo avanzaron, extendiendo las manos para saludar al recién llegado, pero Orlov alzó la escopeta automática y los frenó con un gesto brusco.
– Quédense donde están -ordenó.
– ¡Orlov! -se escandalizó Tomás-. ¿Qué está usted haciendo?
– Quietos.
– Pero ellos no son los asesinos -dijo en un esfuerzo por aclarar el malentendido-. Ya se lo expliqué.
Los otros hombres armados se acercaron; eran tres y establecieron un perímetro de seguridad en el patio. Ya sin paciencia para soportar aquel calor opresivo, el ruso hizo un gesto con el arma apuntando hacia la puerta de la casa.
– Entren.
Tomás no entendía la actitud del hombre de la Interpol.
– Pero ¿qué está usted haciendo? Ya le he dicho que ellos no son los asesinos.
Orlov volvió el arma en dirección a Tomás, que se resistía a dar crédito a lo que veían sus ojos.
– Usted también, profesor. Adentro.
Estupefacto, casi sin reacción, Tomás obedeció y entró en la casa; tenía la impresión de que un autómata se había apoderado de su cuerpo.
El interior estaba fresco, para alivio del enorme ruso, que señaló el sofá. Los tres se sentaron, muy juntos, como si los uniese un instinto de defensa. Del grupo, Filipe parecía el más sereno; cruzó las piernas, poseído por una extraña calma, y fijó los ojos en el hombre que los amenazaba.
– Usted no es de la Interpol, ¿no?
Los labios de Orlov se curvaron en una sonrisa maligna.
– Su amigo es listo -observó dirigiéndose a Tomás-. Eso no me sorprende, por otra parte. Sólo un hombre listo logra escapárseme durante tanto tiempo. -Acarició el arma, como si la preparase para el trabajo-. Pero tengo novedades para usted. -La sonrisa se ensanchó en el rostro seboso-. La listeza se ha agotado.
– ¿No es de la Interpol? -preguntó el historiador, perplejo-. ¿Usted no es de la Interpol?
Orlov miró a Tomás con una expresión burlona.
– ¿Usted qué cree?
La verdad cayó sobre Tomás, siniestra y terrible. Había estado todo aquel tiempo trabajando para un desconocido y nunca había sospechado nada; el hombre no era quien él pensaba.
– Pero, entonces, ¿quién es usted?
– ¿Es tan difícil de entender?
Filipe se inclinó hacia delante.
– Ya me he dado cuenta de quién es usted -dijo-. Lo que me gustaría saber es quién le paga.
El ruso volvió el arma hacia el geólogo.
– Tú, listillo. Estate quieto.
– ¿Por qué razón he de quedarme quieto? -preguntó Filipe-. Nos va a matar de todos modos.
Los ojos de Orlov recorrieron los tres rostros ansiosos que estaban frente a él.
– Tal vez.
– Entonces tenemos derecho a saber la verdad.
De los tres hombres que habían venido con Orlov, dos entraron también en la casa y comenzaron a registrar los rincones. Uno de ellos fue a la cocina y apareció en la sala con varias latas de cerveza australiana fría en las manos.
– Smotri, chto ya nashol v jolodilnike -dijo en ruso, exhibiendo lo que acababa de encontrar-. Jolodnoe pivkó.
– Dáy mne odnó -farfulló Orlov pidiendo una lata.
El hombre le entregó la cerveza y el voluminoso ruso la bebió hasta el final, casi de un solo trago. Al final se enderezó, eructó con violencia y se rio.
– Ah, qué maravilla. -Ya saciado y de mejor humor, se sentó en un sillón, suspiró y encaró a los tres académicos que lo observaban intimidados-. Así que ustedes piensan que tienen derecho a saber la verdad, ¿no?
Filipe mantenía la sangre fría, lo que suscitó la profunda admiración de Tomás.
– Si tuviese la amabilidad de explicarnos en nombre de qué vamos a morir -dijo el geólogo, muy controlado, casi desafiante-, se lo agradecería.
– Usted sabe muy bien en nombre de qué -replicó el ruso-. ¿Para qué quiere saber si quien pagó el cheque fue el país A o la sociedad B, la empresa C o la organización D? -Se encogió de hombros-. Eso no interesa para nada. -Alzó el dedo pulgar-. Lo que interesa, lo que realmente interesa, es que ustedes han estado jugando con fuego y ha llegado la hora de que pongamos fin al jueguecito.
– Pero ¿quién ha dado la orden? -insistió el geólogo.
– Quizá fue un país, tal vez fue una petrolera, tal vez fue un grupo de intereses, tal vez no fue nadie. -Cogió la lata vacía y se la mostró a uno de sus compañeros-. Igor -llamó pidiendo una nueva cerveza-. Dáy mne yeshó odnó. -Se volvió hacia los tres prisioneros y retomó su discurso-. ¿Qué interesa quién dio la orden? -apuntó a Filipe y a Cummings-. Lo que interesa es que ustedes deberían haber tenido un poco de juicio. Cuando liquidamos a sus dos amigos, deberían haber aprendido la lección y haberse quedado quietecitos. -Meneó la cabeza-. Pero no. No pudieron quedarse quietos, ¿no? No pudieron parar con sus maquinaciones, ¿no? Nos obligaron a ir otra vez detrás de ustedes. -Adoptó una expresión de impotencia, como un padre que, contrariado, se ve en la obligación de castigar a un hijo que se ha portado mal-. Y ahora aténganse a las consecuencias. ¿O pensaban que se iban a escapar?
Igor se acercó con una nueva lata en la mano, que le entregó a su jefe. Orlov volvió a bebérsela de un trago y a soltar un brutal eructo al acabarla.
– Disculpen -se rio.
Filipe no se dio por vencido.
– ¿Cómo diablos supo usted dónde estábamos?
El ruso señaló a Tomás con el pulgar.
– A través de nuestro profesor. El ha sido nuestro agente infiltrado.
Los ojos de Filipe y Cummings se posaron en Tomás, acusadores. El historiador reaccionó casi anestesiado; con los ojos desorbitados, sintiéndose aún más estupefacto de lo que alguien podría haber pensado alguna vez que sentiría, abrió la boca, pero tardó un buen rato antes de lograr emitir algún sonido.
– ¿Yo? -Miró a Orlov con una expresión absolutamente pasmada-. ¿Yo? -Se volvió a los dos compañeros, como si les implorase que creyesen en él-. ¡Yo no he hecho nada!
– Por favor, profesor. -El ruso parecía divertirse-. Vamos, no sea tímido. Confiéselo todo.
Tomás sintió que el rubor de la irritación le invadía el cuerpo.
– ¿Usted está loco? -dijo casi rugiendo-. Pero ¿qué es eso de que yo he estado informándolo? ¿Cuándo he hecho eso?
– Oh, no se ofenda. Cuando yo era joven, en la época de la Unión Soviética, chivarse era algo totalmente normal, algo mundano.
– ¿Chivarse? -Esbozó una mueca de repugnancia y desprecio, el miedo vencido por el desdén que ahora le provocaba el hombre que tenía enfrente-. Usted está loco, Orlov. Loco perdido.
El ruso soltó una sonora carcajada, sólo interrumpida por un nuevo eructo, la cerveza aún hacía notar su efecto en el estómago.
– ¿Así que estoy loco?
– Sí, loco. Ya no hace más que desvariar.
– ¿Y si pruebo que usted denunció a su amigo? ¿Y si lo pruebo?
Esta vez le tocó a Tomás reírse.
– Nadie puede probar algo que nunca ha ocurrido.
– ¿Ah, no? ¿Y si yo se lo pruebo?
– Pues pruébelo, espero ver cómo lo hace.
Orlov puso la escopeta en posición horizontal y tocó con el cañón el brazo derecho de Tomás.
– Muestre su mano.
– ¿Mi mano?
– Sí, muéstrela.
Sin entender adonde quería llegar el ruso, extendió el brazo y mostró la mano derecha. Orlov le cogió la mano, la analizó durante unos segundos y apretó en un punto.
– ¿Siente algo aquí?
Una sensación molesta recorrió la mano del historiador.
– Sí, ése es el sitio donde me magullé el otro día. Tuve un accidente y me quedó una herida en esa mano.
– Un accidente, ¿eh? ¿Y si yo le digo que aquí hay un pequeño transmisor alimentado con una batería de litio?
– ¿Un transmisor?
– Se llama Proyecto Iridium. Este chip usa una identificación de radiofrecuencia para emitir una señal GPS que captan más de sesenta satélites que operan en el planeta. Gracias a esa señal, los satélites pueden identificar el lugar donde usted se encuentra con un margen de error de apenas unos centímetros.
Tomás analizó su mano, completamente atónito.
– ¿Un transmisor? -repitió, intentando aún digerir lo que acababa de decirle el ruso-. Pero…, pero ¿cómo? ¿Cómo me han puesto aquí un emisor?
Una sonrisa condescendiente llenó el rostro de Orlov.
– ¿Y, profesor? ¿No se acuerda del día en que lo llamé por primera vez? ¿Se acuerda de eso?
– Sí. Estaba en el hospital, esperando a mi madre.
– ¿Se acuerda de lo que ocurrió esa noche?
El historiador hizo un esfuerzo de memoria.
– ¿Esa noche?
– Sí. ¿No se acuerda de lo que ocurrió? Usted subió al coche para ir a Lisboa y… ¡pumba!, ¿dónde despertó?
El recuerdo llenó su memoria en ese instante. Vio al hombre de bata blanca y bigote fino al lado de la cama y a la enfermera pecosa justo detrás.
– En la clínica -exclamó-. Desperté en la clínica.
– ¿Y qué estaba haciendo allí?
– Tuve un accidente. Mi coche chocó con un poste.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Se acuerda de haber visto el coche chocando con el poste?
– Bien… No, no me acuerdo.
– Entonces, ¿cómo sabe que chocó con el poste?
– Me lo dijeron.
Orlov sonrió, con una expresión sarcàstica que destellaba en sus ojos azules.
– Se lo dijeron, ¿no?
Tomás miró al ruso, vacilante.
– ¿No fue así? ¿No tuve un accidente?
Orlov apuntó a la mano derecha de su prisionero.
– ¿Cómo cree usted que el transmisor fue a parar ahí? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?
El historiador observó la mano con ojos escrutadores, como si intentase ver a través de la piel.
– ¿Me pusieron este implante en la clínica? ¿Fue eso? ¿El accidente fue una farsa? ¿No tuve ningún accidente?
El ruso le hizo una seña para que volviese a su lugar. Tomás se acomodó de nuevo en el sillón.
– Creo que ahora puede imaginar lo que ocurrió esa noche, no es difícil. Lo cierto es que, aun antes de nuestro primer encuentro, ya teníamos su posición en el mapa perfectamente identificada. Gracias a ese transmisor, lo seguimos por Siberia hasta Oljon y lo sorprendimos después en la taiga, ¿recuerda?
– Cabrones -farfulló Tomás-. Fueron ustedes…
– Lo lamento por su amiga. -Señaló a Tomás-. Y usted se salvó simplemente porque aún nos hacía falta. ¿Sabe por qué? -Miró a Filipe-. Para llegar a él. Su suerte fue que se hubiesen separado en el Baikal, por la noche. El GPS sólo nos daba su posición, no la de su amigo. Cuando lo descubrimos con la muchacha en las márgenes del Baikal, pero sin su amigo, entendimos que tendríamos que dejarlo suelto, con la esperanza de que nos llevase hasta él. -Hizo un gesto hacia Cummings-. Conseguir la pista del inglés ya fue el colmo de la suerte. Nunca pensamos que también nos condujese hasta él. -Sonrió-. Pero nos condujo. -Hizo un gesto admirativo con la cabeza-. Usted sería un agente cojonudo, ¿lo sabía? En la época de la Unión Soviética, seguro que lo habría reclutado el KGB. -Suspiró-. Pero la Unión Soviética ya se ha acabado y me temo que usted tendrá que seguir su ejemplo.
– ¡Hijo de puta!
– ¿Qué pasa, profesor? ¿Estamos bajando de nivel?
– ¿Por qué no nos mata ya?
Orlov balanceó la cabeza, como si estudiase esa posibilidad.
– Es una alternativa -dijo-. Pero antes de pasar a la parte más desagradable de nuestra conversación, hay algunas cosas que me gustaría entender, si no les importa.
– ¿Qué cosas?
El ruso desvió los ojos de Tomás y fijó su atención en Filipe y Cummings, las personas que podrían darle las respuestas que buscaba desde hacía mucho.
– ¿Qué es eso del Séptimo Sello?