La canoa cortaba el agua con silenciosa rapidez, con los remos danzando alternadamente a babor y a estribor, con los remeros jadeantes por el esfuerzo de mantener el ritmo; un-dos, un-dos, fuerza, fuerza, un-dos, siempre adelante, fuerza, un poco más, un-dos, un-dos.
Diez minutos seguidos remando tuvieron, sin embargo, su precio. Tomás sintió que los músculos de los hombros y del cuello le pesaban como piedras y los brazos casi se le dormían entumecidos. Desvaneciéndose su energía y los pulmones afanosos de aire, el combustible del miedo agotado por el esfuerzo desesperado de fuga, ambos acabaron por disminuir la cadencia con la que empujaban el agua con los remos; el kayak, deslizándose ahora más despacio, dejó de ser un proyectil disparado por el lago y se convirtió en una frágil y delicada cáscara de nuez, de repente infinitamente sensible al tierno ondular del Maloye Morye, el estrecho entre la isla y el continente.
– ¿Dónde están? -murmuró Tomás entre dos bocanadas de aire, con el corazón golpeteando de cansancio.
– ¿Quién? ¿Filhka y Borka?
– Sí.
– No lo sé. Andan por ahí.
Recuperando el aliento, el historiador miró alrededor e intentó vislumbrar algún movimiento, pero la oscuridad en torno a la canoa era opaca; sólo conseguía distinguir algunos puntos luminosos enfrente, probablemente casas aisladas en medio de la estepa o de la taiga. A lo lejos, las luces de Juzhir y la llama vacilante de la hoguera del Jamagan, destacando la Shamanka, les mostraban que la costa de Oljon continuaba peligrosamente próxima. El agua parecía petróleo de tan irnpenetrablemente negra; reflejaba sólo las pocas luces que rodeaban el lago, hachotes trémulos que ondulaban al antojo nervioso de las olas.
Al cabo de algunos minutos de descanso, volvieron a remar, pero ya sin el vigor frenético que los había impulsado minutos antes. En la mente de ambos se repetía incesantemente el sonido escalofriante que habían oído después de abandonar la Shamanka, el silbar siniestro y bajo de las balas segando el aire a su alrededor, como dagas invisibles que disecaban el viento, recordándoles que los mayores peligros nunca se hacen anunciar con alharaca, sino que aparecen calladamente, con insidiosa brusquedad, invisibles y traicioneros.
Perdieron la cuenta del tiempo que pasaron remando. Vista desde la playa del campamento yurt, a la luz acogedora del atardecer, la costa que se erguía al otro lado del Maloye Morye parecía al alcance de un brazo, tan tentadoramente próxima; pero ahora allí, ciegos por la noche y hambrientos por el ansia de devorar el camino, con la espalda dolorida y el miedo rumiándoles en el estómago, la extensión se hacía insoportable. ¿Estarían cerca? ¿Estarían lejos? Contemplando las luces, la distancia parecía permanecer siempre igual; o tal vez no: si se miraba con atención, la hoguera del Jamagan no pasaba de ser un temblequeo casi insignificante, una estrella que centelleaba en el horizonte, indicio seguro de que la Shamanka ya había quedado bien atrás.
El kayak chocó de repente con algo invisible y los dos se sobresaltaron. ¿Habrían encallado? ¿Se habrían estrellado contra una roca? Nadezhda se inclinó y palpó la madera a ciegas, intentando comprobar si había agua, si el embate había rajado la base de la canoa.
– ¿Qué ha sido? -susurró Tomás, ansioso.
La mano de Nadezhda recorrió toda la madera, pero el interior del kayak permanecía seco, lo que la hizo suspirar de alivio.
– Está todo bien -aseguró.
– Entonces, ¿qué ha ocurrido?
La pregunta era buena, sobre todo porque el kayak seguía inmovilizado. La rusa se incorporó con cuidado y se inclinó hacia delante, con la intención de palpar el exterior de la canoa.
Sumergió la mano en el agua fría, a proa, y la recorrió de un lado para el otro, sin entender todavía lo que había ocurrido. Como no detectó nada, se inclinó un poco más y hundió el brazo en el agua, medio con miedo, hasta que los dedos tocaron una superficie suave y granulosa.
– Arena -exclamó ella-. Hemos dado contra un banco de arena.
– Oh, no. ¿Y ahora?
– Blin! Tenemos que salir de aquí.
Tomás se mantuvo en equilibrio en la canoa y, con el remo, inspeccionó el fondo. En efecto, allí había arena y todo indicaba que la proa había encallado, dado que la popa flotaba pero la parte delantera parecía enclavada en algo.
– ¿Crees que hemos llegado a la playa? -aventuró él.
– Es posible. ¿Consigues ver algo?
Ambos abrieron mucho los ojos, intentando vislumbrar señales de la costa. Ya se habían habituado a la oscuridad, pero era difícil, sin referencias de luz, avizorar algo más allá de las tinieblas densas que tenían enfrente. Era como si estuviesen rodeados por el abismo, incapaces de reconocer un dedo a poca distancia de la nariz, totalmente perdidos en aquella sombra espesa. Y, no obstante, era imperativo que descubriesen dónde estaban. Tomás volvió a experimentar el suelo con el remo, pero esta vez tocó la parte situada delante de la canoa; la arena parecía allí mucho más próxima que en la popa. Sintiéndose más confiado, se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones hasta encima de las rodillas y, con preparativos de auténtico aldeano, se acercó a la proa.
– Déjame pasar -pidió.
– Ten cuidado, Tomik.
Metió el pie en el agua, con mucho miedo, y el frío le recorrió el cuerpo y le hizo doler los oídos. Sumergió la pierna con cuidado y pisó la arena aun antes de que el agua le llegase a la rodilla. Después apoyó el otro pie y, con enorme cautela, se separó de la canoa y avanzó, paso a paso, hasta que el agua le cubrió sólo los pies y después ni siquiera eso.
– Es la playa -comprobó con alivio-. Hemos llegado al otro lado.
Volvió hacia atrás y ayudó a Nadezhda a salir del kayak.
Caminaron los dos cogidos de la mano hasta la playa, como ciegos explorando sin bastones un camino desconocido, y sólo se detuvieron cuando dejaron la arena y sintieron la hierba de la estepa siberiana arañándoles las plantas de los pies.
– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Tomás, que se puso de nuevo los calcetines y los zapatos.
– Creo que es mejor que vayamos hasta Sajyurta.
– ¿A pie?
Nadezhda emitió un chasquido irritado con la lengua.
– ¿Ves por aquí alguna parada de autobús?
– No.
– Entonces, ¿por qué haces esa pregunta idiota, Tomik? Claro que tenemos que ir a pie.
Tomás se levantó, impaciente.
– Muy bien -dijo-. ¿Vamos?
La rusa se quedó sentada en la hierba.
– Oye, ¿tú consigues ver algo en la oscuridad?
– Yo, no.
– Entonces siéntate y calla.
Dormían agarrados el uno al otro, unidos en un abrazo cálido que los protegía del frío agreste de la noche en la estepa, cuando notaron la claridad azulada que poco a poco iba pintando el cielo. El primero en entreabrir los ojos fue Tomás, y su movimiento despertó a Nadezhda.
Amanecía en el Baikal y los primeros rayos de la aurora despuntaban al otro lado de Oljon, recortando la sombra negra y larga de la isla en el añil oscuro del firmamento. Miraron alrededor y vieron por primera vez el escenario de la costa donde habían acabado encallando; los rodeaba la estepa, con la taiga y las montañas creciendo delante, la costa rasgada por sucesivas ensenadas, bahías y cabos; aquí lenguas de playa, allí peñascos escarpados. Buscaron en la tierra y en el agua señales de sus compañeros, pero sólo vislumbraron la sombra del kayak abandonado balanceándose frente a la playa, como un tronco perdido, oscilando al ritmo cadencioso de las olas que se deshacían y rehacían en la arena.
– Es mejor que vayamos andando -sugirió Tomás.
Esta vez Nadezhda coincidió con la sugerencia y se levantó. La luz de la alborada era aún tenue, pero suficiente para vislumbrar el camino. Sentían frío y hambre y urgía que se pusiesen en marcha. Pisaron la hierba baja de la estepa y torcieron hacia el suroeste, siguiendo la línea de la costa siempre que era posible, buscando caminos interiores cuando hacía falta.
– ¿Aún está lejos el sitio al que vamos?
– ¿Sajyurta? Son unos cuarenta kilómetros.
Tomás reviró los ojos.
– ¡Joder! Eso es una maratón. -Escrutó el horizonte-. ¿No hay nada antes de Sajyurta?
– Que yo sepa, no.
– ¿Ese pueblo no es el sitio donde cogimos el ferry para Oljon?
– El mismo. Podemos coger allí un autocar e ir hacia Irkutsk.
– Pero ¿no es peligroso? Los tipos que andan detrás de nosotros pueden estar vigilando ese pasaje…
– ¿Y cuál es la alternativa, Tomik?
– No lo sé. Dímelo tú.
Nadezhda señaló las montañas al noroeste.
– Podemos ir en aquella dirección hasta que lleguemos a Manzurka -sugirió-. Pero son unos ochenta kilómetros.
– ¿Y si subimos la costa?
– Aún es peor. La próxima población es Baikalskoe, a unos trescientos kilómetros.
Tomás frunció los labios.
– Bien, entonces es mejor que nos arriesguemos por el pueblo del ferry -dijo con resignación-. Hasta es posible que consigamos hacer autostop antes de llegar allí, quién sabe.
La estepa no era lisa, sino ondulada, y los obligaba a escalar elevaciones y a descender declives. Aparecían pequeños arbustos dispuestos a espacios regulares, como si los hubiesen cultivado; se veían cardos y salvias y un toque de amarillo de los girasoles otorgaba color al paisaje acastañado y seco.
– ¿Aquí no vive nadie? -se exasperó Tomás al cabo de apenas media hora de marcha.
– Niet -confirmó Nadezhda sin apartar los ojos del suelo-. El suelo es muy pobre, ¿no ves? La estepa tiene poca agua. Como esto es casi un desierto, nadie quiere venir aquí.
Pequeños montes les obstruían a veces el paso, obligándolos a sortear los obstáculos para poder seguir adelante. La conversación entre ambos era esporádica, como espasmos. Tenían hambre y se sentían cansados, querían salir de allí lo más pronto posible, pero se veían forzados a conformarse con la situación.
En Tomás anidaba, sin embargo, un resentimiento que hasta ese instante había decidido callar, pero ahora, con tanto andar y sin nada que decirse, se sentía tentado a manifestar aquel resquemor que lo martirizaba a fuego lento.
– ¿A ti te gusta Filipe? -aventuró.
Nadezhda se encogió de hombros.
– No me quejo -dijo-. Siempre ha cumplido con lo acordado. Además, está haciendo algo importante, ¿no te parece?
– Claro -asintió Tomás-. Pero lo que yo quiero saber es si realmente te gusta.
– Oh, eso.
Caminó callada.
– ¿Y ?
– Los hombres son hombres. A vosotros os gusta el sexo, a mí me gusta el sexo. ¿Qué hay de malo?
– Pero ¿te gusta Filipe?
– Me gustan todos los hombres con los que salgo. Siempre que paguen, todo está bien.
Tomás se quedó un instante rumiando esta última afirmación.
– ¿No te gustaría salir de esa vida?
– ¿Qué vida? ¿La de profesional del sexo?
– Sí.
– Blin! -lo increpó-. Pero ¿cuál es tu problema?
– Ninguno. Sólo tengo curiosidad, nada más que eso. -La miró con intensidad-. ¿Estás obligada a esa vida?
Nadezhda se rio.
– Quieres salvarme, ¿eh?
– Sí, ¿por qué no?
La rusa se quedó unos instantes callada, analizando el suelo que pisaba.
– Eres un encanto, Tomik. Pero no necesito salvarme.
– ¿Crees que no?
– Sé que no. Nadie me obliga a llevar la vida que llevo. Lo hago porque me gusta el dinero y porque me da placer. Si yo quisiese acabar hoy mismo, acabaría. -Lo miró con jovialidad-, ¿Sabes lo que quiere decir mi nombre?
– ¿Nadia quiere decir algo?
– No, tonto. Nadezhda. ¿Sabes lo que quiere decir?
Tomás contrajo el rostro en una expresión de ignorancia.
– No tengo la menor idea.
– Nadezhda significa «esperanza». -Sonrió con alegría-. Esperanza. ¿Entiendes, Tomik? Yo tengo esperanza. -Miró el horizonte con actitud soñadora-. Cuando termine la facultad, el próximo año, ¿sabes qué voy a hacer? Voy a conseguir un Iván cualquiera y me iré a vivir con él a Crimea. -Sacudió su pelo cobrizo, en un gesto despreocupado-. No te preocupes por mí.
– ¿Y la mafia te deja?
– Pero ¿qué mafia? Llevo la vida que quiero llevar y la dejaré cuando quiera dejarla. Aquí no hay mafias que me den órdenes. Hago lo que quiero con mi cuerpo y quien lo quiera tiene que pagar. -Señaló a Tomás-. Y tú, con esa charla de cura, entérate ya de que se acabaron los favores, ¿has oído? A partir de ahora, si quieres follar, tendrás que pagar. No eres más que los otros.