Capítulo 10

– Hoy vamos a pasear.

La invitación que le hizo Tomás a doña Graça, cuando ésta despertó, la dejó sorprendida.

– ¿Pasear? -preguntó aún somnolienta-. ¿Ir a pasear adonde?

Tomás subió las persianas y dejó que el sol invadiese la habitación. Hacía un día espléndido y la soleada Coímbra resplandecía de vida; la mañana se había despertado acogedora e incitante, mecida por el gorjear meloso de los mirlos y por la brisa tibia que subía del río. Al otro lado de la ventana se extendía el caserío a horcajadas, con sus paredes blancas y tejados rojos recortados en el azul profundo del cielo. Las murallas antiguas abrazaban la urbe con celos, posesivas; parecían un castillo medieval erguido como una corona en el extremo del burgo. Eran al fin las paredes gastadas de la vieja universidad, la torre del campanario sobresaliendo como la joya más vistosa.

– ¿Ha visto, madre, el día que hace? -Hizo un gesto señalando la ventana-. Vamos a salir, a dar vueltas por ahí, a respirar aire puro, a tomar un poco de este sol.

Doña Graça, aún medio cubierta por las sábanas, lo miró con una expresión inquisitiva.

– ¿Tú te encuentras bien, hijo?

Tomás se acercó a la cama.

– Oiga, madre, ¿cuánto tiempo hace que no sale de casa?

– Pues…, en fin, no lo sé…

– Usted, madre, no sale de casa desde que se perdió y la llevaron al hospital. Ya va para dos semanas.

– ¿Y?

– Pero, madre, ¿cómo puede usted vivir así?

– Ah, ya estás tú con tus historias. Doña Mercedes me hace las compras, gracias a Dios. No necesito andar vagando por ahí.

– ¡Ya ni siquiera va a misa, madre!

– ¿Y eso a ti qué te importa? Rezo aquí en casa y ya es suficiente.

El hijo se volvió hacia el ropero y abrió la puerta, revelando los cajones y las ropas colgadas en perchas.

– ¿Qué quiere ponerse?

– ¿Para ir adonde?

– Para que salgamos, madre.

Doña Graça apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama.

– ¿Tu padre también viene?

– Olvide a padre. Vamos fuera a tomar sol y a respirar aire puro. ¿Qué quiere ponerse, madre?

– Tráeme algo bonito. -Señaló un vestido colgado en el ropero; era de color rosado y tenía volantes blancos en los tirantes-. Dame ése, lo compré en Lisboa el día en que tú te doctoraste.

Tomás sacó el vestido y lo colocó encima de la cama.

– Entonces póngaselo. Vaya a lavarse y échese perfume. La quiero guapa, ¿ha oído?

Graça miró el vestido.

– Pero ¿adónde vamos?

El hijo salió de la habitación para dejarla sola; antes de cerrar la puerta, repitió una vez más lo que le había dicho al despertar.

– Hoy vamos a pasear.


El automóvil avanzó despacio entre el tráfico del final de la mañana. Al pasar entre la Casa do Sal y la Conchada, giró a la derecha y subió como si fuese a los hospitales de la universidad. Hacía calor dentro del Volkswagen y Tomás abrió la ventanilla para dejar entrar el aire; un vientecito fresco recorrió el coche, suave y agradable, refrescando el interior y endulzando el paseo. Rodearon la rotonda de Coselhas y, al acercarse a la Quinta de Santa Comba, se internaron por una callejuela y fueron a desembocar en una hermosa plazoleta, un lugar tranquilo y apacible, donde las copas de los árboles acariciaban el tejado de las grandes viviendas y el tiempo parecía haberse hecho más lento.

– ¿Y si parásemos aquí? -propuso Tomás estacionando el coche sin esperar la respuesta.

– ¿Aquí? ¿Para qué?

– ¿No ve todo este verdor? Es bonito, ¿no?

Doña Graça miró a su alrededor.

– Sí, parece agradable.

– Vamos a andar un poco a pie. Venga, que le va a hacer bien.

Ayudó a su madre a bajarse del coche y caminaron reposadamente por entre los árboles. Era un sitio ameno; el aire fluía puro, perfumado por los pinos mansos y animado por el concierto de los insectos, las cigarras se desafiaban chirriando por el bosque vecino, invisibles pero ruidosas. Pasaron delante de un muro invadido por las plantas, los setos bien recortados en los extremos, y Tomás se detuvo frente al portón.

– Mire qué extraño -comentó-. ¿Ya ha visto cómo se llama este sitio?

La madre estiró el cuello, intentando leer las palabras pintadas en el azulejo.

– El Lu…, Lu… ¿Qué dice aquí?

– El Lugar del Reposo -leyó Tomás-. Qué curioso. Debe de ser para que las personas descansen.

Doña Graça adoptó una expresión de perplejidad.

– ¿Un sitio para descansar? Pero ¿descansar de qué? -Miró en dirección al bosque-. ¿Será para reposar después de los paseos?

– Debe de ser eso -se apresuró el hijo a decir-. Venga, vamos a mirar qué hay allí dentro.

Cruzaron el portón y caminaron por las piedras colocadas entre el césped. El verdor relucía en las puntas, eran gotas de agua que brillaban al sol, indicio seguro de que habían hecho el canal de riego hacía poco tiempo. Golpearon la puerta de la vivienda y una muchacha con cofia y bata blanca vino a recibirlos con una sonrisa simpática.

– Hola, buenos días.

– Hemos venido a ver la casa -dijo Tomás-. ¿Podemos entrar?

– Adelante, por favor.

La muchacha los guio durante la visita. Comenzaron por la cocina, donde dos mujeres se atareaban en torno a grandes cacerolas bienolientes, y pasaron después por el salón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien ordenado, aunque un poco sombrío. En el salón, estaba encendido el televisor y varias personas reposaban en los amplios sofás, algunas con los ojos fijos en la pantalla, otras tejiendo, dos durmiendo con la boca abierta.

Doña Graça tiró a su hijo del brazo.

– Oye, Tomás, ¿has visto?

– ¿Qué, madre?

– Son todos viejos -susurró para que no la escuchasen los que estaban cerca-. Aquí sólo hay viejos.

– Pero la casa es agradable, ¿no?

– Sí, eso sí. Pero sólo hay viejos, ¿te has fijado?

– ¿Y? Aquí usted podría hacer un montón de amigos.

– ¿Yo?

– Sí, ¿por qué no? Son todas personas de su edad.

– Nada, no son nada de mi edad. Éstos son todos vejetes, ¿no lo ves?

Tomás se rascó la cabeza, algo desconcertado.

– Usted, madre, aquí estaría muy bien -insistió-. Parece una vivienda agradable y aquí viven personas de su edad. Se entretendría con amigas nuevas, ya iba a ver.

– ¿Estás tonto o qué? ¿Para qué me hace falta a mí venir a este sitio?

– Es mejor que estar sola en casa. Fíjese: aquí no tiene que preocuparse por nada. Hay personas que la cuidan y existe un montón de gente con la que puede conversar. -Bajó la voz, pero puso más intensidad en las palabras-. ¿Es o no es mejor que estar sola encerrada en casa?

– Vamos, no digas tonterías.

– En serio, aquí se ocupan de usted.

– Yo no necesito que se ocupen de mí. Para eso me basta con doña Mercedes, que Dios la bendiga. Además, están mis vecinas, que son unas santas y que me ayudan siempre que lo necesito.

La muchacha con cofia y bata blanca los interrumpió.

– ¿Vamos al piso de arriba?

– Ah, gracias, es muy amable, pero no vale la pena -se disculpó doña Graça-. ¿Sabe? Nosotros ya…

– Vamos arriba, vamos -intervino Tomás, encaminándose hacia el pasillo-. Ya que estamos aquí, lo vemos todo.

Doña Graça suspiró y se resignó a seguir a su hijo y a la anfitriona. Cogieron el ascensor y salieron a un pasillo largo, resonando los pasos por la tarima de madera clara, seguramente de haya.

– Ay, no sé si podré -dijo la madre, desanimada al comprobar la extensión del pasillo-. Ya estoy cansada, Tomás. Mira que no tengo tu edad, hijo.

– Falta poco -dijo la muchacha de blanco, señalando la tercera puerta a la derecha-. Estamos a punto de llegar.

Recorrieron los últimos metros del pasillo y entraron en una habitación. No era muy espaciosa, pero presentaba un aspecto aseado. El mobiliario de pino era de estilo antiguo; la habitación disponía de ropero, televisor, un sofá y una cama grande, un ramo de flores sobre la escribanía, todo muy bien arreglado.

– Es agradable la habitación, ¿no? -preguntó Tomás, que se acercó a la ventana y observó el exterior-.¡Vaya! Tiene vistas al bosque y todo.

Doña Graça se acercó también y miró. El bosque era el pequeño pinar por donde habían pasado hacía poco.

– Bien, ¿ya podemos irnos? -preguntó ella algo impaciente.

– ¿No le gusta la habitación, madre?

– Ah, es muy agradable, eso sí. Pero ya me siento un poquito cansada, ¿sabes? Quiero ir a casa.

Tomás tragó saliva. Llegaba la hora de enfrentar a su madre con la realidad y necesitaba armarse de valor para hacerlo.

– Oiga, madre -comenzó diciendo-. Doña Mercedes me ha dicho que no puede ocuparse de usted por un tiempo.

– ¿Ah, no? Ayer mismo la he visto y no me ha dicho nada. ¿Qué le ocurre?

– Es un…, pues… un problema familiar que le ha surgido de repente.

– Debe de ser el marido. El pobre hombre sufre de gota, pobre, y doña Mercedes ha estado muy preocupada por eso. ¿Acaso él ha tenido otra crisis?

– Sí, debe de haber sido eso.

– Voy a telefonearle ya.¡Pobre mujer! Incluso el otro día me llegó a contar que…

– Madre, madre -interrumpió Tomás-. El problema es que usted va a estar un tiempo sin que nadie la atienda.

– ¿Y ?

– ¿Y? ¿Quién le hará las compras? ¿Quién le preparará la comida? ¿Quién le limpiará la casa?

– Ah, se lo pido a la vecina. Maria Clotilde es una joya de chica y ya me ha dicho que siempre que…

– Oiga, madre, sus vecinas se van todas de vacaciones durante un tiempo.

Doña Graça abrió mucho los ojos, incrédula.

– ¿Mis vecinas se van todas de vacaciones? ¿Adónde se van de vacaciones?

Tomás empezaba a transpirar.

– Qué sé yo, madre. Se van al Algarve o a Brasil, no lo sé ni me interesa.

– Todo eso me parece muy extraño. Mira: Maria Clotilde anda siempre angustiada, pobre, porque su marido está en el paro.¡De Dulce, la del segundo piso, mejor ni hablar! La pensión no le alcanza y no tiene dinero ni para pagar la comunidad. Mira, salvo que sea esa…, esa…, ¿cómo se llama esa mal encarada del primero izquierda, la que heredó de su tía? Graciete. Salvo que sea ella.

– Doña Graciete ya ha muerto, madre.

– ¿Graciete ha muerto?

– Hace cinco años.

– Debes de estar equivocado. Si ella hubiese muerto, tu padre y yo ya lo sabríamos.

Tomás se sentía a punto de estallar. Tenía que resolver el problema y tenía que hacerlo de inmediato.

– Madre, eso no importa -dijo encarándola, apoyándole las manos en los hombros-. Usted no puede ir a casa porque allí no hay nadie que la atienda. Tenga paciencia, va a tener que quedarse un tiempo aquí.

Doña Graça miró a su hijo, confundida.

– ¿Qué me estás diciendo?

– Que tiene que quedarse aquí, madre. Sólo por un tiempo, quédese tranquila.

Ella miró a su alrededor, cohibida.

– Pero…, pero ésta no es mi casa. Yo quiero ir a casa.

– No la puedo llevar a casa porque allí no hay nadie que la cuide. Tiene que quedarse aquí un tiempo. Sólo unas semanitas…

El labio inferior de doña Graça comenzó a temblar y un brillo húmedo le inundó los ojos verdes. El rostro se contrajo en una expresión desesperada de súplica, de pánico.

– Yo quiero ir a casa -lloriqueó angustiada-. Hazme el favor, llévame a casa.

Del cuero cabelludo del hijo brotaron más gotas de sudor que pronto se escurrieron por las sienes y finalmente por la cara. Esos momentos estaban siendo penosos. Consideró la posibilidad de volver atrás en la decisión que había tomado: ¿qué derecho tenía, al fin y al cabo, para obligar a su madre a hacer algo contra su propia voluntad? ¿No era ella una persona adulta? De pequeño siempre había sido su madre la que le daba órdenes: ¿cómo era posible que los papeles se hubiesen invertido? Incluso tal situación le parecía contra natura. Desde que se había hecho adulto, los padres respetaban su espacio, y él el de ellos, naturalmente. Podía ocurrir que Tomás diese un consejo a su padre o a su madre, pero jamás se había atrevido a darles una orden, eso sería impensable; ellos eran soberanos, dueños de su voluntad, y en cierto modo preservaban incluso una vaga autoridad sobre él. ¿Cómo podía forzar ahora a su madre a vivir donde ella manifiestamente no quería? ¿Con qué derecho la obligaba a salir de su propia casa? ¿No era ella dueña de su destino? ¿Cómo se atrevía a tratarla como a una niña?

En el instante en que decidió retroceder, sin embargo, evaluó las consecuencias que tendría hacerlo. Vio a su madre encerrada en casa, sola durante la noche, su estado degradándose; podía resbalar y golpearse la cabeza en algún sitio, podía dejar el gas encendido o la plancha enchufada sobre la ropa, podía salir a la calle y perderse nuevamente. No, definitivamente no. Ella no se encontraba en condiciones de quedarse sola,ni tenía cómo cuidar de sí misma. La realidad, la terrible realidad, es que aquél era un camino sin retorno y le correspondía a él asumir sus responsabilidades y decidir lo que nunca había imaginado que tendría que decidir.

No podía volver atrás.

– Yo quiero ir a casa.

Tomás miró a su madre y se quedó sin saber qué decirle. Tal vez fuese mejor no decirle nada. Eso es, concluyó: no decirle nada, renunciar a seguir hablando. Al fin y al cabo, jamás llegaría a convencerla, eso era evidente. Sin pronunciar una palabra más, salió de la habitación a paso rápido y desapareció por el pasillo.

Huyó.


Reapareció minutos más tarde con una maleta que doña Graça, entre la visión que las lágrimas enturbiaban, reconoció con sorpresa como suya. Su vieja maleta de viaje. Tomás había ido al coche a buscar el equipaje que había preparado a escondidas esa mañana, mientras su madre aún dormía. Al volver a entrar en la habitación, la encontró sentada en la silla enjugándose los ojos con un pañuelo, la directora al lado, acuclillada, intentando consolarla.

– Madre, aquí le he traído su ropa -dijo mostrándole la maleta-. Si necesita alguna cosa más, dígamelo. -Colocó la maleta sobre la cama y la abrió-. Puedo traerle sus libros, las fotos…, lo que quiera.

– Yo lo que quiero es volver a mi casa -se quejó ella con un trémulo hilo de voz.

Esforzándose por ignorar las lamentaciones, Tomás comenzó a colgar vestidos en el ropero y a guardar prendas en los cajones.

– Sólo se quedará aquí unas semanas, madre -dijo mientras colgaba un vestido de una percha-. Después ya veremos, ¿de acuerdo?

– ¿Dónde está tu padre? Cuando se entere, ya verás.

– Fue él quien me pidió que la alojase en una buena residencia.

– No lo creo. Tu padre nunca te pediría una cosa así.

– Pero me lo pidió. Me rogó que la protegiese.

Doña Graça alzó el dedo, temblando de furia, de rebeldía, de indignación.

– ¿Con qué derecho me haces esto? Tú…, tú…, mi propio hijo… ¿Con qué derecho?¡No me vas a abandonar aquí!

– Es sólo por unas semanas.

– Ni un día, ¿has oído?¡Ni un día!

– Madre, cálmese.

– Yo quiero ir a casa. Si tengo que morir, quiero morirme en casa. Llévame a casa, por favor.

– Ahora no puede ser -murmuró Tomás, aún atareado con las ropas, una forma de no tener que mirar a su madre-. Dentro de una semana, tal vez.

La vieja mujer se recostó en la silla, el saco de furia parecía haber estallado y se desinflaba, se vaciaba como un globo. Se sentía demasiado cansada, deshecha por dentro, le faltaban fuerzas hasta para indignarse.

– Yo quiero ir a casa -gimió.

La directora, aquella atractiva mujer de los ojos color chocolate que había conocido cuando había ido a visitar la residencia por primera vez, una tarjeta en el pecho con el nombre Maria Flor indicaba su nombre, se mantenía acuclillada junto a doña Graça y seguía la conversación en silencio. Viéndola desistir de luchar, se inclinó hacia delante, le murmuró algo al oído y se incorporó. Le hizo una seña a Tomás y se apartaron los dos yendo hacia la puerta.

– ¿Usted no le comunicó a su madre que venía aquí?

– No, no le dije nada. Nunca lo habría aceptado.

Maria se cruzó de brazos y lo miró con desaprobación.

– Pero debería haber hablado con ella.

– Créame que ya he hablado muchas veces con ella sobre este asunto. Muchas veces. El médico también le habló. Lo cierto es que se negaba a venir, ¿qué podía hacer yo? ¿Cree que debía arrastrarla a la fuerza hasta el coche?

– ¿Y ella necesitaba realmente venir?

– Oiga, he estado bastante tiempo dejando que las cosas se diesen sin roces, ¿sabe? Ella no quería venir y yo no quería forzarla, de modo que fui aplazando la decisión. -Bajó los ojos-. Pero las cosas se precipitaron hace dos semanas. Mi madre salió a hacer la compra y se perdió en la ciudad. Nadie sabía quién era y ella hablaba de manera inconexa. Tuvieron que llevarla a la comisaría y después al hospital, donde afortunadamente una enfermera la reconoció. Fue en ese momento cuando tomé conciencia de que había que resolver el problema de una vez por todas.

La directora suspiró.

– Lo comprendo -dijo, y se enderezó, adoptando una postura profesional-. Necesito saber algunas cosas sobre ella y usted va a tener que rellenar una ficha, ¿de acuerdo?

– Como quiera.

– Por lo que he podido observar, ella no tiene deterioro funcional, ¿no?

– Así es. Tiene total autonomía de movimientos, aunque pase mucho tiempo durmiendo. Lo más complicado es realmente su constante pérdida de memoria. A veces acaba absolutamente desorientada. Por ejemplo, es frecuente que se olvide de que mi padre ya ha muerto.

– Eso es normal. Los recuerdos más recientes son siempre los primeros en desaparecer. -Observó a doña Graça de reojo-. Su madre sólo tiene setenta años, ¿no?

– Sí.

– Me parece incluso demasiado pronto para que tenga este tipo de problemas…

– ¿Sabe? Esto comenzó después de la muerte de mi padre.

– Hmm… Ya veo. -Amusgó sus ojos castaños y frunció su boca carnosa-. Una vez tuvimos aquí a una pareja que estaba muy unida. Los dos se pasaban la vida entre besos y susurros, iban juntos a todas partes y hasta tuvimos que poner las camas una al lado de la otra para que durmiesen cogidos de la mano. Eran muy cariñosos. Un día ella tuvo un ataque al corazón y la llevaron al hospital, donde falleció días después. La familia se quedó presa del pánico, temiendo la reacción que él tendría cuando se enterase de la noticia, y nos pidió que no le dijésemos nada. Pero una semana más tarde hubo una enfermera que se fue de la lengua y le contó la verdad. -Una pausa-. Él murió al día siguiente.

La historia quedó cerniéndose en el aire, insidiosa, como una neblina obstinada, una sombra agorera que no desaparece.

– ¿Eso ocurrió aquí?-preguntó Tomás.

– Sí -repuso Maria-. Fue hace unos años. El caso conmovió a todo el personal de la residencia. Pero lo importante es que nos mostró el efecto que puede tener la muerte de un miembro de la pareja sobre el otro cuando los dos están muy unidos y viven juntos hace bastante tiempo. -Volvió a mirar a doña Graça-. Fue probablemente lo que ocurrió con su madre. La muerte de su marido debe de haber sido un golpe muy grande y desencadenó un proceso degenerativo prematuro.

Tomás se quedó sin saber qué decir. En cierto modo, había reconocido en aquella historia la relación existente entre los padres y los acontecimientos del último año; hacía mucho que había relacionado la muerte de su padre con la rápida degradación del estado de su madre, y el episodio que había contado la directora le confirmaba lo que ya él había presentido.

Acuciado por los remordimientos, pidió permiso y volvió junto a su madre. Le murmuró palabras de consuelo, sin saber cuál de los dos tenía más necesidad de que lo reconfortaran, si la madre que no podía ir a casa, si el hijo que la forzaba a quedarse en la residencia. Se sentía un miserable, un crápula, un cobarde. Le besó el rostro mojado y, rehaciendo el poco valor que le quedaba, dio media vuelta y salió de la habitación, preparándose para irse. Cuando iba a abrir la puerta del ascensor, ya en el pasillo, oyó la voz de su madre tras él.

– ¿Tomás?

– ¿Sí, madre?

– Llévame a casa.

El hijo respiró hondo.

– Madre, no vamos a empezar de nuevo, ¿no?

Doña Graça miró hacia el fondo del pasillo.

– Entonces me voy a tirar por las escaleras.

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