La luz del sol penetró por el cortinaje y despertó a Tomás. Soñoliento, consultó el reloj y comprobó que aún era de madrugada. Miró hacia la ventana, tan sorprendido con la claridad diurna que la mente despertó por completo. ¿Sol a esta hora? Considerando que ya había llegado el verano, eso sólo podía significar que el tren se había desplazado hacia el norte durante la noche, lo que le provocó curiosidad.
Sintió la respiración pesada de Nadezhda en el cuello y se movió con mucho cuidado, para no despertarla. Se deslizó levantándose de la litera, se vistió y descorrió la puerta del cuarto del compartimento para ir al cuarto de baño, siempre con gestos silenciosos. El Transiberiano parecía un tren fantasma, el pasillo del vagón de primera clase a aquella hora matinal. Ni la provodnitsa daba señales de vida. Cuando regresó, se sentó junto a la ventana y corrió ligeramente el cortinaje, mirando hacia fuera.
Una planicie colorida se extendía hasta donde la vista alcanzaba, los verdes y amarillos de la taiga mezclándose con los azules cristalinos de los lagos y riachos que cruzaban el bosque de pinos, de alerces, de abetos. Se descubrían en diferentes sitios una casucha de madera, un establo o un cobertizo o, si no, la desolación industrial de fábricas abandonadas, las paredes sucias, los metales oxidados, las chimeneas negras. Pronto reaparecían, sin embargo, las aldeas pintorescas; se veían animales pastando en grandes prados o solamente el dédalo de coníferas extendiéndose por el horizonte, las copas aguzadas recortando el azul profundo del cielo limpio. A veces venían nubes grises que descargaban agua, pero era sólo por breves momentos; luego volvía el sol, más brillante si era posible, el reflejo de la luz límpida refulgiendo en las hojas mojadas como el centellear ofuscador de las piedras preciosas.
– Dobroye utro, Tomik -dijo una voz amodorrada, dando los buenos días.
Tomás desvió la atención del paisaje.
– Hola, princesa. -Se incorporó y fue a besar a la rusa, que lo observaba desde la litera, la cabeza envuelta en la manta caliente, los cabellos cobrizos desparramados por la almohada, los párpados aún entreabiertos-. ¿Ya te has despertado?
– Extendí la mano y vi que habías desaparecido -murmuró con una queja, simulando un puchero-. ¿Qué estás haciendo ahí?
El portugués volvió junto a la ventana y, descorriendo la cortina, dejó ver el paisaje.
– Estaba admirando el campo -dijo-. ¿Sabes dónde estamos?
Nadezhda estiró la cabeza y, abriendo con dificultad los ojos, observó el panorama. Se sentía aún despertando, con la mente lenta y perezosa, y le llevó unos minutos reconocer aquellos parajes.
– Ya hemos pasado las estepas -comprobó-. Eso significa que el Volga ha quedado atrás. -Reflexionó un instante más-. Debemos de estar en la región del Viátka.
– Es bonita.
Ella se acurrucó aún más bajo las mantas.
– Pero ten cuidado, Tomik. -Advirtió con la voz ronca del sueño-. No veas de más, puede ser peligroso.
– ¿Peligroso? ¿Por qué?
– Este es el sector de Kirov. -Amusgó los ojos, adoptando una actitud sigilosa-. Zona militar. -Hizo una pausa, para acentuar el efecto-. Todo esta parte estuvo cerrada a los visitantes durante muchos años y aún hoy es algo sensible.
Tomás miró furtivamente la puerta de la cabina como si temiese la entrada de alguien.
– ¿Estás hablando en serio?
La rusa se rio.
– Claro -dijo-. Pero no te preocupes, Tomik. Estamos en el Transiberiano y nadie nos va a molestar.
Aún inquieto, Tomás observó de reojo el paisaje.
– Después de lo que vi en la estación aquella, cuando fuimos a comprar la cena, ya nada me sorprende. -Se desinteresó del paisaje y se pasó la mano por el estómago-. Oye, ¿no tienes hambre?
– ¿Quieres comer?
– Bien, lo lógico es que tomemos el desayuno…
Nadezhda se sentó en la litera y se desperezó, destapándose el pecho. Los ojos de Tomás se desviaron, casi sin querer, hacia los senos desnudos, llenos y atrevidos, los pezones grandes y rosados, gordos como chupetes. La rusa notó su mirada golosa y, tras un largo bostezo, sonrió.
– No sé bien en qué clase de desayuno estás pensando -observó maliciosa-. Pero lo que yo quiero ahora es comidita caliente. ¿Vamos al vagón restaurante?
– ¿Qué? ¿Esa bazofia? ¿No es mejor que esperemos a la próxima parada y bajemos a comprar algo, como hicimos ayer?
– ¿Estás loco, Tomik? La próxima parada es Ekaterinburg.
– ¿Y?
– No llegaremos a Ekaterinburg hasta el atardecer.
El portugués se enderezó, sorprendido.
– ¿Tanto tiempo?
– Sí, el Transiberiano no vuelve a parar hasta allí.
Tomás analizó las opciones que tenían. No las había. O, mejor dicho, había dos: o bien pasaba hambre, o bien se sometía a la carta del vagón restaurante. El estómago le dictó la decisión final.
– Vamos al restaurante.
Eran aún las seis de la mañana y casi tuvieron que arrancar al malhumorado cocinero de la cama. Se instalaron junto a una de las ventanillas del vagón restaurante y encargaron esas filloas que llaman blini, mermelada, pan y tostadas; él regó el desayuno con un ácido sok de naranja; ella con una taza de leche caliente. El vagón iba vacío, lo que no era de extrañar a esas horas de la mañana; los demás pasajeros del tren seguían durmiendo.
Como se sentían a gusto, se quedaron pegados a la ventanilla, perezosos y relajados, disfrutando del sol bajo del sureste; era débil, pero no dejaba de entibiar la piel.
– ¿Y? -provocó ella-. ¿Te gustó nuestro juego de anoche?
– Me gustó tanto que sería capaz de repetir.
Nadezhda se rio.
– No pierdes una oportunidad, ¿eh? -Bebió un sorbo de leche-. ¿Y dormiste bien?
– Me costó dormirme.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
Tomás se encogió de hombros.
– Qué sé yo. -Se rascó la barbilla, meditativo-. Me quedé pensando en lo que me contaste ayer.
– ¿Mi investigación en Siberia?
– Sí.
– ¿Qué tiene de especial?
– No lo sé… Hay algo de extraño en todo eso.
– ¿Extraño? ¿Qué es extraño?
Tomás respiró hondo, decidido a despejar sus dudas.
– Mira, la cuestión es ésta -dijo, las palabras más firmes, el tono resuelto-. ¿Por qué razón estaba Filipe interesado en ese asunto?
– Por el estudio internacional en el que se hallaba metido. ¿Qué tiene eso de extraño?
– Pero ¿qué estudio era ése?
– No me lo explicó bien -admitió la rusa-. Pero lo que me pareció entender es que Filhka y otros científicos querían medir los cambios climáticos y prever su evolución. Por eso me contrató. Como yo estaba terminando Climatología en la facultad, supongo que me veía en la posición ideal para participar en ese estudio.
Tomás torció la boca, intrigado.
– Pero eso no tiene mucho sentido -exclamó.
– ¿Qué es lo que no tiene sentido?
– Que Filipe estuviera metido en un estudio como ése. -Meneó la cabeza-. No tiene sentido.
– ¿Por qué?
– Porque ese ámbito no tiene ninguna relación con sus intereses profesionales. Filipe es un geólogo consultor de la industria energética, no un climatòlogo.
– Disculpa, Tomik, pero la relación me parece obvia.
– ¿Obvia? ¿En qué?
La rusa adoptó una actitud impaciente, mirándolo como una profesora mira a un alumno que no conoce el tema más elemental.
– ¿Tienes idea de lo que está ocurriendo con el clima de nuestro planeta?
– Bien, sé lo que dicen los periódicos.
– Está subiendo la temperatura.
Nadezhda señaló hacia arriba, como si indicase una dirección.
– Se ha disparado -exclamó-. En un siglo ya ha subido un grado y medio.
El historiador esbozó una mueca escéptica.
– ¿Llamas «dispararse» a una mera subida de un grado y medio? ¿No te parece que estás exagerando un poco?
– Blin! -dijo ella en voz muy alta-. Un grado y medio es mucho, ¿qué te piensas? ¿Tienes alguna noción de cuál es la diferencia de temperatura media entre la última era glacial y ahora?
– Qué sé yo.
– Di un numero.
– Unos diez o veinte grados, creo.
La rusa meneó la cabeza y los labios espesos se curvaron en una sonrisa sin humor.
– Cinco grados -dijo-. Cinco. -Se inclinó hacia delante-. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Basta que bajemos cinco miserables grados para que el planeta quede congelado. Ahora imagina lo que ocurrirá si, por el contrario, subimos cinco grados…
– ¿Nos asamos? -se rio Tomás.
– Tomik,¡esto no es una broma! -protestó ella-. Si la temperatura media del planeta sube cinco grados, y va a subir, puedes estar seguro de que habrá regiones que se volverán inhabitables, sin ninguna duda. Mira, sólo para que lo tengas en cuenta, acuérdate de eso: desde que en 1850 se comenzaron a hacer registros de las temperaturas, once de los doce años más calurosos de los que se tiene memoria se produjeron después de 1995. Las consecuencias de la continuación de esta tendencia son catastróficas. Para empezar, el nivel del mar subirá, lo que, como podrás deducir, se revelará como algo desastroso.
– Sí -continuó Tomás, considerando el problema-. Si el hielo de los polos se derrite, el nivel del mar subirá, eso es evidente. El problema es saber cuánto.
– Mira, cincuenta centímetros bastan para tragarse la Polinesia entera.
El historiador se encogió de hombros.
– Es lamentable para los polinesios -concedió-. Pero cincuenta centímetros no me parecen nada dramático para el resto del mundo.
– Cincuenta centímetros bastan para sumergir parte de la costa de tu país -dijo ella apuntándolo con el dedo-. Desde principios del sigloXX, y debido al calentamiento global, el nivel del mar ya ha subido diecisiete centímetros. Pero el problema es que subirá más que eso.
– ¿Cuánto?
– La información paleoclimática es muy clara. La última vez que las regiones polares estuvieron más calientes que ahora, de manera constante, fue hace ciento veinticinco mil años, cuando las temperaturas eran tres grados Celsius más altas que ahora, debido a diferencias en la órbita de la Tierra. En ese momento, el hielo polar retrocedió y el nivel de las aguas subió en todo el planeta entre cuatro y seis metros.
– ¿Cuánto? -se sorprendió Tomás-. ¿Seis metros?
– Sí -confirmó ella-. Y en el momento el hielo no se derritió del todo. Si llega a derretirse, se calcula que la subida alcanzará los siete metros -estimó, alzando la mano con la palma hacia abajo, como si mostrase así el nivel de la aguas subiendo-. Serán tragadas muchas islas y parte de la costa de todos los continentes.
– Pero ¿hay realmente tanta agua congelada en los polos como para hacer que el nivel del mar suba siete metros?
– Claro que la hay. La Antártida, por ejemplo, es un continente entero lleno de hielo, a veces con un espesor superior a cuatro kilómetros. Si todo ese hielo se derrite, será terrible. Y además también está Groenlandia.
El historiador dobló los labios mientras cavilaba en el problema.
– Pues sí -asintió-. Eso es complicado.
– Y lo peor es que el problema más grave no está en el hielo de los polos. Si el derretimiento de ese hielo contribuye a la subida de las aguas en siete metros, hay que considerar también una mayor subida del nivel del mar debido a otro fenómeno.
– ¿El nivel del mar va a subir más de siete metros?
– Claro.
– Pero ¿por qué?
– En razón de una ley física -dijo ella-. ¿Nunca has oído decir que el calor dilata los cuerpos?
– Sí, en el instituto.
– Pues será eso lo que ocurrirá. Las mediciones efectuadas desde 1961 muestran que la temperatura media global de los océanos ya ha aumentado hasta profundidades de tres mil metros, y que el mar está absorbiendo la mayor parte del calor del planeta.
– ¿Y?
– El problema es que el aumento del calor dilatará toda el agua existente en el planeta. La dilatación será imperceptible en un metro cúbico de agua, pero te aseguro que se va a notar cuando estemos hablando de los trillones de metros cúbicos de toda el agua de los océanos. Y será justamente esa dilatación acumulada la que hará que el nivel de las aguas del mar suba más de siete metros.
– ¿Cuánto más? ¿Ocho metros? ¿Nueve?
– Te he dicho que, según el análisis paleoclimático, la subida del nivel del mar alcanzará los seis metros en caso de que el aumento de las temperaturas globales llegue a los tres grados, ¿no? Pero en el Plioceno, cuando el clima también era tres grados más caluroso que ahora, esa subida llegó a los veinticinco metros.
– ¿Qué?
– Tomik, los cálculos actuales apuntan a un calentamiento entre uno y seis grados este siglo, probablemente más cerca de los seis. Eso significa un verano permanente por todas partes, con grandes extensiones de tierra invadidas por el mar, los continentes casi reducidos a islas, las regiones tropicales transformadas en desiertos, sequías cada vez más graves, tormentas crecientemente violentas, incendios forestales generalizados, erosión de los suelos, alteración de los ciclos climáticos, destrucción de cosechas y proliferación de las enfermedades tropicales. La malaria, por ejemplo, se difundirá por Europa, y lo mismo ocurrirá con otras pestes ahora sólo conocidas en el Tercer Mundo.
– ¡Joder!
– ¿Y sabes por qué razón todo eso es inminente?
– Sí, los periódicos y la televisión hablan de eso -dijo él-. Debido a los humos de la contaminación.
Nadezhda dijo que no moviendo la cabeza.
– Respuesta equivocada.
Tomás esbozó una expresión admirativa.
– ¿No es la contaminación?
– Depende de lo que entiendas por contaminación.
– Contaminación es todo el humo que sale de los tubos de escape y de las chimeneas, supongo.
– Pues que sepas que esos humos traban el calentamiento.
– Disculpa, pero estás equivocada. Incluso el otro día leí una noticia en la que decía que el humo de los automóviles y de las fábricas provoca el calentamiento global.
– Estás confundiendo las dos cosas -aclaró ella-. Pero eso es normal, mucha gente lo mezcla todo.
– No te entiendo.
– Al contrario de lo que se piensa, el humo de los tubos de escape y de las chimeneas de las fábricas no provoca el calentamiento del planeta. Todo lo contrario. Hay estudios que demuestran que esa contaminación hace bajar la temperatura.
Tomás meneó la cabeza, negándose a aceptar esa afirmación.
– Disculpa, Nadia, pero lo que dices no tiene ningún sentido. Siempre he oído decir que los humos provocaban el calentamiento global.
Nadezhda suspiró.
– No es exactamente así -insistió ella-. Lo que provoca el calentamiento del planeta no es el humo. Es la quema de los combustibles fósiles.
Tomás frunció la boca y el rostro exhibió una expresión vacía.
– ¿No es todo lo mismo?
– Oye, Tomik -dijo ella intentando reordenar sus pensamientos-, cuando se quema combustible en el motor de un automóvil o en la chimenea de una central térmica, se liberan tres cosas: energía, dióxido de carbono y aerosoles. La energía es el objetivo del ejercicio, dado que los combustibles fósiles se queman para obtenerla. -Hizo un gesto rápido con la mano, como si sacudiese algo-. Todo lo demás son consecuencias indeseables. El dióxido de carbono es el que desencadena el aumento de la temperatura, puesto que se trata de un compuesto que, al ser liberado en la atmósfera, permite la entrada del calor del sol, pero no lo deja salir, con lo que transforma el planeta en un invernadero gigantesco. Los aerosoles, a su vez, provocan la contaminación del aire que, curiosamente, tiene un efecto opuesto al del dióxido de carbono. La liberación de aerosoles ha llevado a la aparición en las grandes ciudades de nubes de smog, las cuales comenzaron a funcionar como un gigantesco espejo, reflejando los rayos solares en el espacio, lo que producía un efecto de enfriamiento que compensaba el calentamiento provocado por el dióxido de carbono. ¿Me sigues?
– Más o menos -repuso él, vacilante-. En pocas palabras, lo que estás queriendo decirme es que el dióxido de carbono aumenta la temperatura, pero los aerosoles la disminuyen. ¿Es eso?
– Es eso. Ocurre que, como la contaminación ha aumentado muchísimo y ha convertido en irrespirable el aire de las ciudades, en la década de los ochenta se introdujeron alteraciones técnicas que redujeron la emisión de aerosoles. Pero, al contrario del dióxido de carbono, que perdura en la atmósfera durante siglos, los aerosoles sólo se mantienen durante algunas semanas. Con la reducción de su emisión, han cesado las lluvias ácidas y el aire se ha vuelto más puro, pero el problema es que ha desaparecido el efecto de enfriamiento provocado por los aerosoles, mientras que se ha mantenido el efecto de calentamiento del dióxido de carbono. En conclusión: sin el freno del enfriamiento que generaba el smog, se han disparado las temperaturas desde 1980.
Tomás se rascó la cabeza.
– Entiendo. -La miró como quien ha tenido una idea, pero sin estar muy seguro de que fuese buena-. Eso significa que el calentamiento global tiene una solución fácil, ¿no?
– ¿Cuál?
– Que se recuperen los aerosoles.
Nadezhda hizo una mueca.
– No sirve. Sería cambiar una muerte por otra. En vez de morir asados, moriríamos asfixiados.
El historiador consideró esa perspectiva.
– Pues no es una buena salida, desde luego que no -concluyó-. En ese caso, sólo nos queda parar la emisión de dióxido de carbono.
– Es lógico.
– ¿Y es posible parar?
– En teoría, sí. Basta con que dejemos de quemar combustibles fósiles. Pero, en la práctica, las cosas son mucho más complicadas. Los combustibles fósiles constituyen la fuente energética en la que se asienta la economía mundial y lo que se está produciendo no es una disminución en la emisión de dióxido de carbono, sino una aceleración.
– ¿Por qué? ¿Nadie ve lo que está pasando?
– Los países en vías de desarrollo se niegan a detener la emisión de dióxido de carbono, dado que necesitan de los combustibles fósiles para desarrollar sus economías. El caso más preocupante es el de China, donde el automóvil está sustituyendo a la bicicleta como principal medio de transporte. -Hizo una pausa, como subrayando lo que iba a decir-. Tomik, en China hay mucha gente. -Desorbitó los ojos-. ¿Te imaginas a toda esa población yendo en coche?
Tomás consideró la idea.
– Pues sí, es un gran problema, sí.
– Y lo que está en cuestión no son sólo los automóviles. Lo peor es que los chinos han decidido basar su infraestructura en el carbón, que emite mucho más dióxido de carbono que el petróleo. Se han propuesto construir más de trescientas nuevas centrales de carbón hasta 2020. Es una catástrofe. Según nuestros cálculos, ese año China será la mayor estufa de todo el planeta.
– ¡Entonces esto no va a parar!
– Pues parece que no.
La rusa cogió un bolígrafo y escribió tres letras en el mantel de papel que cubría la mesa.
– ¿Sabes qué es esto?
– No.
– Son las iniciales de «partes por millón» o ppm. Es una forma de medir el dióxido de carbono en la atmósfera. Establece la relación entre el número de moléculas de gas con efecto invernadero y el número total de moléculas de aire seco. Por ejemplo, 200 ppm significa que hay doscientas moléculas de gas con efecto invernadero en cada millón de moléculas de aire seco.
– Muy bien. ¿Y?
– Nuestro planeta tuvo, en sus orígenes, una atmósfera repleta de dióxido de carbono, como Venus, lo que imposibilitaba la aparición de vida animal en la Tierra. Ocurre que el mar y las plantas son absorbentes naturales del dióxido de carbono, por lo que ambos empezaron a actuar y, a lo largo de millones de años, hicieron disminuir el dióxido de carbono en la atmósfera. Los estudios paleoclimáticos muestran que el dióxido de carbono es responsable de la mitad de las alteraciones térmicas del pasado. Cuando había mucho dióxido de carbono en la atmósfera, la temperatura tendía a subir. Cuando disminuía, la temperatura tendía a bajar. Ya hace quinientos años que el dióxido de carbono alcanzó el mínimo de 270 ppm. Pero la expansión de la presencia humana, con la consecuente destrucción de los bosques y la quema de leña, a la que se añadió después la quema de carbón y de petróleo para la obtención de energía, hizo aumentar el dióxido de carbono hasta los 380 ppm actuales.
– ¿Eso es mucho?
– Es sólo el valor más alto de los últimos seiscientos cincuenta mil años.
– Caramba. ¿Y tú dices que continúa creciendo?
– ¡Continúa, y mucho! Si solidificásemos todo el dióxido de carbono que lanzamos actualmente a la atmósfera, crearíamos una montaña de dos kilómetros de altura. Una montaña por año, Tomik. -Suspiró-. Pero lo peor ocurrirá cuando un día superemos el valor crítico.
– ¿Qué valor crítico?
– Los 550 ppm. -Abrió los brazos, como si abarcase un gran objeto-. Imagina que estás en la cumbre de una montaña y comienzas a empujar una gran piedra, primero con poca fuerza, pero aumentándola gradualmente. Al principio la piedra no se mueve, ¿no? Pero, cuando la fuerza con que se empuja supera un valor crítico, la piedra empieza a moverse. Primero despacio, hasta que adquiere una dinámica propia y ya no necesita que se la empuje para rodar cuesta abajo, provocar un alud y destruir una aldea al fondo del valle. -Amusgó los ojos-. Fíjate, fue al superar un valor crítico de fuerza cuando logré hacer que la piedra se moviera. Después la catástrofe se produjo ya sin mi ayuda. -Golpeó con el dedo en la mesa-. De esto estoy hablando. A medida que lanzamos carbono a la atmósfera estamos empujando el clima a que supere un valor crítico. La mayoría de los científicos considera que el valor crítico son los 550 ppm de carbono. Cuando superamos ese valor crítico, nos asamos.
– Tenemos actualmente 380 ppm, ¿no? -confirmó Tomás-. Eso significa que aún estamos lejos de los 550 ppm. -Se encogió de hombros-. Aún tenemos tiempo más que suficiente para parar antes de alcanzar ese valor.
– Me temo que no va a ser tan sencillo.
– ¿Entonces?
– En primer lugar, nadie sabe a ciencia cierta cuál es el valor crítico. Hay quien piensa que ya lo hemos superado y que la catástrofe es ahora inevitable. Un estudio publicado en Estados Unidos en 2009, sostiene que seguirá habiendo cambios térmicos aun mil años después de haberse interrumpido del todo las emisiones de dióxido de carbono. Y hay quien considera que el umbral crítico está en los 400 o en los 450 ppm, aunque el consenso científico apunte, en realidad, a los 550 ppm. Pero, aunque el valor crítico sea éste, tenemos que acordarnos de que el efecto es acumulativo. Si, gracias a algún milagro, lográsemos parar ya hoy con la emisión de dióxido de carbono, aun así su concentración atmosférica se mantendría durante un milenio, dado que ése es el tiempo que tardan el mar y las plantas en reabsorber esa cantidad del compuesto.
El rostro de Tomás se contrajo en una estudiada expresión de asombro.
– ¿Cuánto?
– Un milenio.
– Joder.
– Fíjate en que, como el efecto es acumulativo, estamos sintiendo ahora la concentración generada en los últimos cincuenta años. La actual concentración se sentirá en los próximos años. Si parásemos hoy con la emisión de dióxido de carbono, aun así la concentración mantendría una media de un ppm y medio por año, hasta alcanzar los 450 ppm en 2100. -Levantó el índice en señal de advertencia-. Eso si parásemos hoy.
– Ya veo.
– Lo peor es que ya no logramos parar. China se está industrializando y la India también, y esos dos países necesitan combustibles fósiles para su desarrollo. Por otro lado, los grandes productores mundiales de dióxido de carbono, los Estados Unidos y Europa, se han habituado a las comodidades que proporciona la actual economía energética y no prescinden de ella, dado que tienen que asegurar la continuación de su crecimiento económico. Y está también nuestra Santa Rusia, el segundo mayor productor del mundo de dióxido de carbono, con sus graves problemas de contaminación y con su tecnología obsoleta, que seguirá emitiendo este compuesto como quien produce panecillos. ¿Sabes en qué resulta la suma de todo esto?
– En más calor.
– En mucho más calor -confirmó ella acentuando el «mucho»-. Los estudios paleoclimáticos muestran que en el Plioceno, cuando los niveles de dióxido de carbono llegaban a los actuales 380 ppm, la temperatura del planeta era casi unos tres grados más calurosa. Pero, como la tendencia mundial es de aceleración en las emisiones de dióxido de carbono, tenemos que prepararnos para algo mucho más grave. Al ritmo actual, la concentración atmosférica de este compuesto alcanzará los 1.100 ppm en 2100.
– ¡Dios mío!
– Los modelos climáticos consideran imperativo que estabilicemos la situación en los 450 ppm. Eso acarrearía un calentamiento moderado, con alguna línea de la costa sumergida en el mar, un aumento de la desertificación, una intensificación de la violencia de las tormentas y más incendios forestales, pero nada demasiado serio. Podríamos sobrevivir. El problema es que los 450 ppm ya no son posibles, dado que sólo nuestras actuales emisiones van a elevar acumulativamente la concentración de dióxido de carbono hasta ese valor en 2100. Pero como a las actuales emisiones tenemos que añadir además las futuras, yo diría que la situación ya está descontrolada.
Tomás se mordió el labio, angustiado.
– Y de qué manera -asintió sombríamente-. Estamos cercados.
– ¿Entiendes ahora cuál es la relación entre el negocio del petróleo y el calentamiento del planeta?
– Sí.
Nadezhda contempló melancólicamente el paisaje que desfilaba veloz al otro lado de la ventanilla. La taiga se extendía por la línea del horizonte en un inmenso y plácido océano de coníferas; las copas cónicas y estrechas apuntadas al cielo eran agujas verdes clavadas en el vacío azul. Con los ojos fijos en el bosque inmenso, imaginó el terrible destino al que permanecía ajeno aquel maravilloso pulmón; imaginó el fuego que lo consumiría un día, como si aquellos árboles esbeltos fuesen víctimas inocentes haciendo fila para la hoguera, condenados a las llamas eternas del infierno que se acercaba, furtivo y despiadado.
– Filhka tenía una manera terrible de describir lo que aún nos espera en este siglo. -Meneó la cabeza-. Usaba una palabra aterradora.
– ¿Cuál?
La rusa respiró hondo y volvió a encarar a Tomás.
– Apocalipsis.