El cartel a la salida de la autopista señalaba el familiar peaje de Alverca cuando Tomás, con una mano en el volante y la otra ultimando los preparativos para la llamada, acomodó el auricular y marcó los números.
El móvil sonó al otro lado de la línea.
– Hola, profesor -saludó la voz que lo atendió-. ¿Ya está de vuelta?
– ¿Cómo está, Orlov?
– ¡Muerto de hambre! -se lamentó el ruso-. Aún no he cenado. -Suspiró-. Cuénteme, pues. ¿Se encontró con su amigo?
– Sí.
– ¿Dónde está?
– No lo sé.
Orlov chascó la lengua disgustado.
– Oiga, profesor -dijo con un tono de infinita paciencia-. Usted tiene que contarnos algo, ¿no? Al fin y al cabo, fue la Interpol la que pagó todos los gastos de su viaje. Si pagamos, tenemos al menos el derecho de saber lo que pasó.
– Sin duda -reconoció Tomás-. El problema es que no les puedo decir dónde se encuentra porque yo mismo no lo sé.
– ¿Cómo es eso? ¿No ha estado con él?
– Claro.
– ¿Dónde?
– En Rusia.
Orlov se rio.
– ¿Su amigo se ha escondido en mi tierra? -Soltó una rápida risotada-. Debería haberlo imaginado. ¿Sabe?, cuando leí que había cursado la carrera en Leningrado, presentí que podría haber huido hacia allá. Al fin y al cabo, ya conocía el sitio, ¿no? Pero después dejé a un lado ese presentimiento y me pregunté dónde me escondería si estuviese en el lugar del tal Filipe Madureira. ¿En un lugar frío? ¿Iba a pasar el resto de mis días en medio del hielo? Hmm…¡Ni pensarlo! -Se rio de nuevo-. ¡Me iba a las Antillas!
– Pues sí, pero la verdad es que me he encontrado con Fi- lipe en Rusia.
– ¿Dónde fue el encuentro? ¿En San Petersburgo?
– En Siberia.
El ruso silbó al otro lado de la línea.
– No es de sorprender que nadie haya tenido noticias de él durante todo este tiempo -observó-. ¿El tipo se fue a Siberia?
– Sí.
– ¿Y aún está allí?
Tomás carraspeó.
– Oiga, Orlov. No es posible mantener esta conversación por teléfono. ¿Cuándo podemos encontrarnos?
– Hoy.
– Hoy no puedo. Mi avión aterrizó esta mañana en Lisboa, he ido corriendo a ver a mi madre a Coímbra y ahora estoy de vuelta en Lisboa. Estoy molido y necesito dormir. No imagina lo que ha sido mi vida en los últimos días.
– Muy bien, mañana entonces -dijo Orlov-. Pero usted tiene que darme algo palpable. Mi jefe en Lyon ya me ha estado dando la tabarra. Está impaciente, quiere resultados muy deprisa y necesito presentarle algún informe.
– Dígame dónde nos podernos encontrar.
– A mediodía en el Victor, ¿puede ser?
– ¿Victor? ¿Quién es ése?
– Es un restaurante en Alcabideche, cerca de Cascais. ¿Lo conoce?
A pesar de la fatiga, Tomás no pudo contener una sonrisa, tan previsible era Orlov. Le habría resultado muy raro que el ruso no hiciese referencia a un restaurante en la conversación.
El aroma cálido de la carne asada llenaba el gran salón del Victor, algunas de cuyas mesas ya estaban ocupadas. Aún era temprano, faltaban dos minutos para mediodía, pero los camareros se atareaban de un lado al otro con bandejas en equilibrio sobre las manos y botellas de vino envueltas en servilletas. El ambiente era tranquilo, perfumado por los aromas deliciosos de las especias y por el olor que hacía la boca agua de los alimentos a la lumbre; la media luz amarillenta que iluminaba los rincones parecía acariciar la cerámica de la decoración, otorgando al restaurante el aspecto acogedor de las bodegas.
Tomás observó a los clientes de reojo y, al no identificar a Orlov, se internó en el salón y, metiéndose por el pasaje más apartado a la derecha, desembocó en el segundo salón. Se encontró con el volumen macizo del ruso en una mesa preparada en un rincón, su corpachón inclinado sobre el plato, gotas de sudor que se escurrían por su mejilla ardiente, la boca embadurnada de grasa.
– ¿Ya está comiendo? -preguntó el recién llegado al acercarse a la mesa.
– Hmpf -gruñó Orlov, que se levantó asustado, como si fuese un niño pillado in fraganti en la despensa con la mano metida en el frasco de los caramelos-. Hola, profesor. -Hizo un gesto desmañado señalando los platos dispuestos sobre la mesa-. Disculpe, pero no aguantaba el hambre. Cuando entré y me llegó este olorcito…, mire, no resistí.
– Ha hecho muy bien, no se preocupe -lo tranquilizó Tomás, que ocupó su lugar en la mesa-. La comida se ha hecho para ser comida.
– ¿Le apetece?
La mesa estaba cubierta con una variedad de entrantes, todos ellos irresistiblemente deliciosos, formidables bombas de colesterol. Se veían morcillas, chorizos, dátiles con beicon, jamón con melón, queso de la Serra mantecoso, huevas en aceite, almejas a la Bulháo Pato, [3] coquinas, un centollo gratinado, una botella de vino Dáo ya por la mitad y un vaso al lado con el vidrio ya embadurnado de grasa.
– ¡Qué bien se trata, hombre!
– Oh, se hace lo que se puede, se hace lo que se puede.
Tomás se sirvió unas almejas, lo que constituyó una señal para que Orlov se lanzase de nuevo sobre los manjares, metiendo la cuchara en los entrantes y reaprovisionando su plato compulsivamente.
– Lo primero que quiero hacer es darle cuenta de un homicidio -anunció Tomás yendo derecho al grano.
Orlov suspendió momentáneamente la cuchara en el aire: eran huevas chorreando aceite.
– ¿Un homicidio? ¿Qué homicidio?
– Fui a Siberia con una muchacha llamada Nadezhda, una amiga de Filipe que fue mi contacto en Moscú. Ella fue una especie de guía, ¿entiende? Ocurre que, al regresar, nos persiguieron unos hombres armados que la mataron.
– ¿Qué demonios de historia es ésa? ¿Lo persiguieron unos hombres armados?
– Ahora se lo explico. Pero primero me gustaría informarle sobre el homicidio. Mataron a la muchacha en una floresta, junto a la margen norte del lago Baikal, y su cuerpo aún debe de estar allí.
– Si es así, la Policía rusa ya ha ido seguramente a recoger el cadáver.
– No, porque todo ocurrió en un lugar yermo en medio de la floresta y yo no alerté a las autoridades.
– ¿Ah, no? ¿Y por qué?
– Vaya, porque no quería más complicaciones. Si hubiese ido a la Policía, no habría salido de Rusia hasta dentro de unos meses.¡Y esto si hubiese podido salir! En una de ésas, hasta me acusaban de homicidio y yo acababa en la prisión o en un campo de trabajos forzados.
– Sí, no es imposible.
– Por tanto, al hablar con usted estoy alertando a la Interpol acerca de lo sucedido. Supongo que ustedes pueden hablar con la Policía rusa, y yo estoy disponible para hacer las aclaraciones necesarias.
Orlov adoptó una actitud pensativa.
– Eso va a ser complicado -consideró-. Oiga, póngalo todo por escrito, que yo enviaré el informe a Lyon. Al margen de eso, voy a efectuar unos contactos informales con unos amigos míos de la Policía rusa para ver qué se puede hacer.
– Se lo agradezco.
– Pero lo que me está contando me deja un poco preocupado. ¿Así que hubo hombres armados que lo siguieron y mataron a su guía?
– Sí.
– ¿Quiénes eran esos tipos?
– Son probablemente los mismos que liquidaron al científico estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. O son los mismos, o están bajo el mando de la misma persona u organización. En todo caso, este homicidio se encuentra evidentemente relacionado con los asesinatos que usted está investigando.
– ¿Cómo diablos lo sabe?
– Esos tipos iban detrás de Filipe.
– ¿Y? Podía ser un ajuste de cuentas local. Su amigo ha tenido en esta historia un comportamiento sumamente sospechoso, qué quiere que le diga.
Tomás inspiró despacio, sin saber aún por dónde debería comenzar.
– Oiga, esta historia es muy complicada -dijo-. Filipe formaba parte de un grupo de científicos que estaba investigando el calentamiento global y su relación con los combustibles fósiles. En 2002, como sabe, asesinaron a dos de esos científicos. Los otros dos, Filipe y el tal Cummings, tuvieron que esconderse para escapar de los asesinos.
– Eso es lo que dice su amigo -observó Orlov, haciendo una mueca de escepticismo-. ¿Quién me asegura a mí que ellos no tuvieron que esconderse para escapar de la justicia? ¿Eh? Si son tan inocentes como afirman, ¿por qué razón no se han presentado aún ante la Policía?
– Por la sencilla razón de que la Policía no los puede proteger. No puede hacer nada por ellos.
El ruso se rio con sarcasmo.
– Qué disparate -exclamó-. Claro que puede. -Golpeó la mesa con el dedo, para enfatizar su idea-. Si no se han presentado a la Policía, no le quepa la menor duda, es porque no tienen la conciencia tranquila.
– Oiga, no es tan simple. Los asesinos están al mando de una organización muy poderosa. Tal vez es más que una organización. Son países.
– ¿Países? ¿De qué habla?
– Es como se lo estoy diciendo. No hay Policía capaz de hacer frente a los intereses que están en juego.
– ¿Quién lo dice?
– Se lo digo yo y lo dice Filipe.
– Pero ¿qué intereses tan poderosos son ésos?
– Son los intereses del mayor negocio del mundo.
– ¿La droga?
– El petróleo.
– ¿Los intereses ligados al petróleo están detrás de los asesinatos de los profesores Dawson y Roca? -dijo, sorprendido, Orlov-. Eso no tiene ningún sentido.
– Por el contrario, todo el sentido está allí -insistió Tomás-. El descubrimiento de la relación entre el calentamiento global y los combustibles fósiles pone a la industria del petróleo en un grave peligro. Están en juego billones de dólares y la supervivencia de multinacionales y hasta de países. Esos intereses han dictado la política internacional, con la industria petrolífera financiando campañas presidenciales en los Estados Unidos y viendo sus intereses estratégicos defendidos de manera intransigente por la Casa Blanca. Sin petróleo, las empresas petrolíferas no pueden sobrevivir. Y sin petróleo se acaba también el poder de los países de Oriente Medio. ¿Qué van a exportar Arabia Saudí y Kuwait, por ejemplo, cuando el mundo ya no quiera el petróleo? -Arqueó las cejas-. ¿Arena? ¿Camellos? -Meneó la cabeza-. Sin petróleo, muchos países de la OPEP dejan de tener futuro. Y mi pregunta es ésta: ¿cómo cree que esos países y esas multinacionales van a enfrentarse, o están enfrentándose, con todos aquellos que ponen su futuro en entredicho? ¿Cree que se van a quedar quietos? ¿Que se van a arrimar a un árbol y a hacer como si nada? -Inclinó la cabeza, como si estuviese mostrando otro camino-. ¿O harán algo? ¿O actuarán para poner fin a la amenaza?
Orlov masticaba dos dátiles con beicon, pero sus ojos estaban fijos en los rincones del salón con una expresión meditativa.
– ¿Usted cree realmente que son los intereses del petróleo los que están detrás de todo esto?
– Después de todo lo que he visto y oído, no me quedan demasiadas dudas.
– Esa acusación es muy grave.
– Oiga, Orlov, ¿se ha fijado en que los intereses del petróleo están en todas partes? Son una red inmensa y se extienden de la Casa Blanca a Oriente Medio. -Bajó el tono de voz, casi con miedo a que lo escuchasen desde las mesas de al lado-. Estamos frente a fuerzas muy poderosas y profundamente motivadas para defender a cualquier precio un negocio tremendamente lucrativo. Si tienen que apartar a cuatro o cinco personas que se les atraviesen en el camino, no veo que eso constituya un problema para esos intereses.
El ruso meneó la cabeza, con el escepticismo impreso en su rostro.
– Aun así, sigo pensando que no tiene sentido.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué razón estarían los intereses del petróleo detrás de esos cuatro científicos en particular? A fin de cuentas, existen muchos científicos estudiando las relaciones entre el calentamiento global y los combustibles fósiles. ¿Por qué perseguir a esos cuatro?
– Porque han hecho un descubrimiento que, por lo visto, despacha de una vez el negocio del petróleo.
Orlov frunció el ceño.
– ¿Qué descubrimiento?
Su interlocutor se encogió de hombros.
– Filipe no me lo explicó.
– ¿Por qué? ¿El no confía en usted?
– No es eso. Ha dicho que lo contará todo cuando llegue el momento oportuno.
– ¿Cuándo será eso?
– No tengo la menor idea.
El ruso se acarició la barbilla.
– ¿Por dónde anda ahora su amigo?
– No lo sé. Ni siquiera sé si aún está vivo.
– Debe de estar vivo, seguro.
– Espero que sí. Pero lo único que sé es que estábamos los dos en Siberia cuando aparecieron los hombres armados y, en cuanto comenzaron a perseguirnos, tuvimos que separarnos.
– ¿Adonde ha ido él?
– No lo sé. Filipe huyó con un amigo ruso, yo me escapé con la guía que conocí en Moscú. Más tarde, en las márgenes del Baikal, los hombres armados nos encontraron y mataron a la guía. No sé si han atrapado también a Filipe, no tengo ni idea.
– Si lo hubiesen atrapado, probablemente ya lo sabríamos -conjeturó Orlov-. Pero, si las cosas son como usted dice, atraparlo es mera cuestión de tiempo. Su amigo sólo tiene una posibilidad de librarse de este embrollo. ¿Sabe cuál es?
– ¿Hmm?
– Que nosotros nos reunamos primero con él.
– ¿Nosotros, quiénes? ¿Usted y yo?
– Nosotros, la Interpol. -Hizo girar el tenedor en el aire-. ¿Quedaron en volver a encontrarse?
– Sí, Filipe dijo que se pondría en contacto conmigo.
– Entonces tal vez le convendría llevarme con usted, ¿no cree?
– Eso depende de las condiciones que Filipe imponga. Está convencido de que ninguna Policía del mundo es capaz de protegerlo de quien lo persigue.
– Tal vez -consideró Orlov-. Pero la Interpol es su mejor esperanza. Me parece aconsejable que yo vaya con usted al próximo encuentro.
– No sé si habrá próximo encuentro. Pero, como le he dicho, todo depende de las instrucciones que Filipe me dé.
– Como quiera -se rindió Orlov, que levantó la mano para llamar al camarero-. Pero después no se quejen.
Los entrantes se habían acabado y mandó traer el cabrito asado.
Tomás pasó el resto del día tratando los asuntos que había dejado pendientes. Cuando salió del restaurante, telefoneó desde el coche al doctor Gouveia para cambiar impresiones sobre el estado de su madre y después se dirigió a la facultad. Tenía una reunión de la comisión científica, pero, una vez allí, y aunque su cuerpo estuviera presente, la verdad es que no logró estar atento a los trabajos; las preocupaciones lo llevaron lejos de allí, los ojos de Tomás registraban lo que ocurría en la sala de reuniones y la mente deambulaba por las imágenes dolorosas de lo sucedido en la taiga de Baikal. Asistió a la reunión como un sonámbulo y, como un sonámbulo, pasó después por la Gulbenkian para comprobar la llegada de documentación sobre los últimos bajorrelieves asirios adquiridos recientemente en Amán para el museo de la fundación.
Ya era de noche cuando el profesor de Historia entró por fin en su solitario piso. Encontró todo desordenado, como lo había dejado antes de irse a Rusia, casi dos semanas antes, y le vino a la mente una palabra para describir lo que tenía delante: pocilga. Los hombres, concluyó al recorrer desanimadamente con los ojos el caos de desorden y suciedad en que se habían transformado los aposentos en que vivía, no han sido hechos para vivir solos, como siempre le habían dicho las mujeres de su vida; él, en cierto modo, no era más que un niño, un bebé eternamente dependiente de una madre, un hombre a la espera de quien tuviese la paciencia de ordenarle la vida. Su piso era, al fin y al cabo, el espejo fiel de aquello en que se había transformado su existencia, una incesante cabalgata de un lado al otro, encadenado por sucesivas responsabilidades y ansiando una libertad redentora. Tal vez su destino no estuviese en aquel confinamiento exiguo entre cuatro paredes, consideró, sino que habría de extenderse por las vastas estepas y taigas del mundo, como si encarnase el espíritu chamánico del viento.
Comió una pizza que trajo de un take away por donde había pasado en el trayecto hacia su casa y, al final, con los dedos aún sucios de grasa, dio un salto al despacho y se sentó frente al ordenador. Su buzón de correo electrónico estaba casi bloqueado; centenares de e-mails se habían acumulado a lo largo de los últimos días, desde que se había ausentado. La abrumadora mayoría la integraban mensajes con virus o anuncios publicitarios. Algunos contenían vídeos que sus amigos hacían circular por la red, justamente los que más sobrecargaban la memoria de la dirección y, como era inevitable, fueron los primeros que borró. Restaban algunos mensajes sueltos que se revelaron genuinos: unos de la facultad, otros de la Gulbenkian, dos del Centro Getty, uno del museo de Bagdad, tres de un instituto hebreo en Jerusalén.
Y uno de «elseptimosello».
Su corazón se aceleró cuando reparó en ese mensaje. Su sentido inmediato era que Filipe estaba vivo. Movió el ratón e hizo clic para abrir el e-mail. El contenido era de una sencillez apabullante. El mensaje, en efecto, venía firmado por Filipe y, además de la indicación de top secret en el extremo superior, daba una fecha y una hora, dos valores en grados que supuso que eran coordenadas en un mapa y, además, una palabra cuyo verdadero significado se le escapaba en ese instante.
Centrepoint.