Capítulo 17

El sol se recogía despacio por detrás de los montes, a la izquierda, pintando el poniente de un violeta luminoso; pero el atardecer en Oljon adoptaba sobre todo el frío tono del azul grisáceo, oscureciendo las montañas nevadas y la taiga más allá de Maloye Morye, el estrecho que separa la isla de la costa continental que rodea el Baikal.

Sentados en sillas dispuestas sobre la arena, los dos portugueses contemplaban las olas dóciles del lago con dos bebidas en la mesa: un kvas de poca graduación alcohólica para Tomás; un mors escarlata para Filipe. Nadezhda había ido a dar una vuelta al campamento y los había dejado solos, intercambiando recuerdos de sus tiempos en el instituto, reminiscencias de muchachos que compartían complicidades antiguas, relatos de las tropelías y amoríos que le habían valido a Tomás su apodo. Y durante una pausa del relato jocoso de episodios casi olvidados, cuando ya parecía que no tenían más tema que alimentase la conversación y las palabras se les morían en la boca seguidas de silencios embarazosos, el recién llegado tocó por fin el tema que lo había llevado hasta allí.

– ¿Por qué viniste a parar a este sitio?

Filipe soltó un chasquido con la comisura de los labios.

– Es una larga historia -dijo, como si la tarea de contarla fuese inaccesible para él-. ¿Y tú, Casanova? ¿Qué estás haciendo tú aquí?

– Es otra larga historia -se rio Tomás, haciendo eco a la respuesta que había recibido.

– Me gustan las largas historias, sobre todo cuando no son mías. Cuéntame la tuya.

Tomás observó con atención a su viejo amigo del instituto.

Filipe mantenía la expresión de chico travieso que siempre le había chispeado en los ojos pálidos, pero ya había arrugas surcándole la cara y el pelo rebelde tirando a rubio se le había vuelto parcialmente gris. Era como si lo hubiesen metido en una máquina del tiempo: un día parecía fresco, al otro apareció gastado. De un modo extraño, era simultáneamente la misma persona y alguien diferente.

– No hay mucho que contar, pero lo poco que sé es inquietante -observó Tomás, regresando al presente. Afinó la voz y se concentró en lo que tenía que decir. Había llegado el momento de abrir el juego-. En 2002 asesinaron a dos científicos casi al mismo tiempo, un estadounidense en la Antártida y un español en Barcelona. Ambos tenían tu nombre en sus agendas y había un papelito con un triple seis al lado de sus cuerpos tiroteados. -Observó a Filipe de reojo, evaluando el modo en que reaccionaba a lo que le estaba relatando. Sin sorpresa, vio que enderezaba el cuerpo, la sonrisa se le evaporaba del semblante, el rostro se ponía serio-. En el momento en que ellos murieron, tú desapareciste de circulación y no volvieron a verte. En las agendas de las víctimas constaba igualmente el nombre de un científico inglés que también se esfumó por aquel entonces. Nadie más volvió a oír hablar de vosotros. -Filipe le parecía tenso escuchando el relato, casi alerta, no había duda de que el asunto le concernía-. Hace algunas semanas, y después de mucho tiempo sin una sola pista sobre vuestro paradero, interceptaron un e-mail que te envió el inglés con un mensaje un poco extraño. El mensaje mencionaba el séptimo sello. Al consultar el Nuevo Testamento, comprobamos que el triple seis y el séptimo sello constituyen dos elementos simbólicos de gran importancia en el último de los textos bíblicos, el Apocalipsis. -Abrió las manos con las palmas hacia arriba, como si expusiese una evidencia-. Como debes comprender, todos estos hechos hicieron alzar muchas cejas y suscitaron una inmensa curiosidad sobre lo que tienes que decir.

Filipe se mordió el labio y lo miró, escrutador.

– ¿Curiosidad por parte de quién?

– Anda, de la Policía, claro.

– ¿Qué Policía?

– La Interpol.

Su amigo lo estudió inquisitivamente.

– ¿Ahora eres policía?

Tomás soltó una carcajada.

– Claro que no. Doy clases de Historia en la Universidade Nova de Lisboa.

– Entonces, ¿cuál es tu papel en esta historia?

– Los tipos de la Interpol contactaron conmigo para que los ayudase a esclarecer el caso. Tan sencillo como eso.

– Pero ¿por qué contactaron contigo justamente? ¿Qué tienes tú de tan especial que pueda serles útil?

– Ellos sabían de nuestra relación en la época de Castelo Branco. Además, como criptoanalista y experto en lenguas antiguas, me necesitaban para desvelar ese misterio del triple seis bíblico.

– A ver si comprendo. -Lo apuntó con el dedo-. ¿Tú estás trabajando para la Interpol?

– Sí, me contrataron para asesorarlos en esta investigación.

– ¿Y por eso estás aquí?

– Sí.

Filipe se calló un instante, evaluando la situación.

– Confieso que todo esto es un poco inesperado, no te imaginaba metido en todo este lío. -Alzó las cejas y miró a su amigo-. Dime una cosa: ¿tú crees que yo maté a los dos científicos?

– No, no lo creo -vaciló-. Mejor dicho: ni lo creo ni lo dejo de creer. En realidad, no tengo elementos suficientes para formarme una opinión sobre este asunto.

– ¿Y qué piensa la Interpol?

Tomás inspiró despacio, sopesando las palabras.

– Ellos quieren saber más -dijo por fin-. Pero no niego que el descubrimiento de la relación entre los científicos asesinados y tú, y el hecho de que hayas desaparecido en el mismo momento en que ellos murieron ha dejado a los tipos de la Interpol…, ¿cómo te lo diría?, los ha dejado…, en fin, llenos de sospechas, ¿no? Y la comprobación de que hay un vínculo entre el séptimo sello, mencionado en el e-mail que recibiste, y el triple seis, encontrado junto a las dos víctimas, ambas expresiones provenientes del mismo texto bíblico, no ha ayudado mucho a quitarte de la lista de los sospechosos, como has de comprender.

Filipe amusgó los ojos, escrutando a su viejo amigo del instituto, atento a su reacción a la pregunta que tenía que hacerle.

– Oye, la Interpol no sabe que yo estoy aquí, ¿no?

– No, he cumplido a rajatabla con tus instrucciones, quédate tranquilo.

– ¿No le has dicho a nadie que venías hacia aquí?

– No, nadie sabe nada.

– ¿Seguro?

– Es decir, la Interpol sabe que estoy de viaje para encontrarte, claro, pero no les he dicho adónde iba.

Filipe pareció relajarse, aunque no demasiado.

– Si me hubiese enterado de que estabas detrás de ese asunto, no te habría dicho que vinieses.

– ¿Por qué?

– Porque esta historia es muy peligrosa, Casanova. Al venir aquí, y estando tú al tanto de algunos acontecimientos y a la orden de una organización policial, se ha creado un problema de seguridad, ¿entiendes?

– No, no entiendo.

– Tu presencia aquí es un riesgo.

– Entonces, ¿por qué me dijiste que viniese?

Su amigo suspiró.

– Yo no sabía nada de tu conexión con la Interpol. -Miró distraídamente el vaso rojo con mors que tenía en la mano-. Echaba de menos a mi país, hace mucho tiempo que no te veía, y cuando me encontré con tu mensaje en el sitio del instituto, cedí a la nostalgia. Ha sido una estupidez, pero ya está hecha.

Filipe se calló, pensativo y preocupado. La presencia de su viejo amigo tenía repercusiones que inicialmente no había considerado y necesitaba analizar la situación.

– No entiendo -dijo Tomás rompiendo con el silencio embarazoso-. Si eres inocente, ¿por qué razón tienes miedo de la Interpol?

Filipe alzó una ceja, como si la pregunta fuese absurda.

– ¿Yo te he dicho que fuese inocente?

La frase quedó suspendida entre los dos, como una nube negra antes de deshacerse en tormenta.

– ¿No lo eres?

Filipe sonrió sin ganas y, apartando los ojos del horizonte, bebió un trago de mors.

– Esta historia es muy complicada -dijo sombríamente-. Muy complicada.

Se hizo una pausa. La conversación parecía avanzar a trompicones, llena de sobreentendidos e insinuaciones, silencios comprometedores y sentidos ocultos, como si lo más revelador no fuese lo que se decía, sino lo que quedaba sin decirse.

– ¿Tienes alguna responsabilidad en esas dos muertes? -arriesgó Tomás.

Silencio.

– En la vida siempre tenemos responsabilidades por todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

Nuevo silencio.

Esta última respuesta arrastraba aún más sobreentendidos, pero Tomás no se dio por satisfecho; necesitaba romper aquella niebla de sutilezas que le encapotaba el entendimiento, y así aclarar las cosas.

– Pero ¿fuiste tú quien… quien provocó esas muertes?

Un suspiro más de Filipe.

– Tal vez sea mejor que te cuente la historia desde el principio.

– Sí, tal vez sea mejor.

Filipe se llevó el vaso a la boca y bebió la mitad del mors-, era como si buscase aliento allí para iniciar su relato.

– Toda esta situación comenzó en 1997, en Japón -dijo, con su mente viajando en el tiempo-. Como consultor de la Galp y del Gobierno portugués para el área energética, formé parte de la comitiva de Portugal que fue a participar en la gran conferencia climática de Kioto. -Miró a Tomás-. Ya debes de haber oído hablar de esa conferencia, supongo.

– Sí, fue aquella que acabó con un acuerdo sobre el medio ambiente, ¿no?

– Justamente -confirmó-. El llamado Protocolo de Kioto. -Afinó la voz-. Lo que ocurrió en Kioto fue que la mayor parte de los países desarrollados asumió el compromiso solemne de, hasta 2012, reducir las emisiones globales de dióxido de carbono hacia valores inferiores los de 1990. Había señales de que el planeta se estaba calentando debido a la quema de los combustibles fósiles, y Kioto señaló la voluntad internacional de controlar la situación.

– Gracias a Dios.

– Fue lo que pensó la gran mayoría de los científicos. -Alzó las manos y los ojos al cielo, en un gesto teatral-.¡Gracias a Dios que se hacía algo! -Encaró a Tomás-. Pero hubo algunos expertos que participaron en esa conferencia y que se dieron cuenta de que todo aquello no era más que una fachada. Por pequeños detalles de comentarios entre delegaciones y por la forma en que cada delegación anunciaba generosas intenciones generales, pero evitaba comprometerse en medidas específicas que incluyesen costes, esos especialistas llegaron a la conclusión de que, a la hora de la verdad, los políticos darían largas y postergarían el problema, legándoselo a sus sucesores.

– ¿Por qué?

– Por las ramificaciones del protocolo, claro. Es que lo esencial de los cortes en las emisiones de dióxido de carbono recayó en el mundo industrializado. La Unión Europea se comprometió a reducir sus emisiones en un ocho por ciento; Japón en un seis por ciento; y los Estados Unidos, que son el mayor emisor de dióxido de carbono del planeta, en un siete por ciento.

– ¿Eso es poco?

– No, es magnífico -hizo una pausa para acentuar la frase siguiente-: si se hiciese.

– ¿Y no era así?

Filipe meneó la cabeza.

– No -murmuró-. Había tres problemas. El primero es que los estadounidenses no se atrevían a enfrentar los intereses instalados. Reducir la emisión de dióxido de carbono implica atacar tres industrias de gran importancia en Estados Unidos: la industria petrolera, la industria automovilística y la industria del carbón. Los ocupantes de la Casa Blanca no se atreven, lisa y llanamente, a enfrentarse a esos colosos.

– Entiendo.

– El segundo problema estaba aquí, en Rusia. El calentamiento global es una catástrofe para muchos países, pero no para éste. -Señaló en dirección a las montañas y a la taiga, al otro lado del lago-. Aquí en Siberia, por ejemplo, los inviernos más moderados y cortos sólo tienen ventajas agrícolas. Además, si la tundra se derrite, será más fácil y barato explotar el petróleo ruso del Ártico. El hielo queda más fino y las perforaciones se vuelven más sencillas. El petróleo corresponde a un tercio de las exportaciones de Rusia, por lo que este país, que es el tercero entre los mayores emisores mundiales de dióxido de carbono, no tiene ningún interés en poner fin al calentamiento del planeta. Por el contrario, sólo tiene que ganar con ello.

– Bien, una posición como ésa mina cualquier esfuerzo por controlar las cosas.

– Sin duda -coincidió Filipe-. Pero aún había un tercer problema. Kioto impuso muchas obligaciones al mundo industrializado, que es el que emite la mayor parte del dióxido de carbono que está causando el calentamiento global, pero ignoró a los países en vías de desarrollo.

– Eso me parece lógico, ¿no? -intervino Tomás-. Si el mundo industrializado es el que está causando el problema, es el mundo industrializado el que tiene que resolverlo.

Su amigo hizo una mueca.

– No es del todo así -corrigió-. Los países en vías de desarrollo amenazan con convertirse en grandes emisores de dióxido de carbono.

Tomás se rio.

– ¿Estás insinuando que países como Mozambique son una amenaza para la estabilidad climática del planeta?

– Mozambique, no. Pero China y la India, sí. -Se inclinó en la silla-. A ver si entiendes una cosa: todo acto económico es un acto de consumo energético. -Señaló el vaso con el líquido anaranjado en las manos de Tomás-. Por ejemplo, ese kvas. El kvas es una bebida dulce y poco alcohólica hecha con cebada y centeno. Eso significa que han hecho falta tractores para cultivar y recoger la cebada y el centeno. Pero los tractores se mueven a gasóleo. Después ha habido que destilar la bebida. Para hacerlo se ha usado energía eléctrica, gran parte de la cual se produce recurriendo a combustibles fósiles. A continuación ha sido necesario fabricar la botella, y eso ha exigido calor generado en los hornos por los combustibles fósiles. Finalmente, se ha transportado la botella de kvas hasta el supermercado y de ahí hasta este campamento yurt, y ello sólo ha sido posible consumiendo más combustible. -Golpeó con el índice el vaso de Tomás-. Si hace falta energía para producir esa parte insignificante de kvas que tienes en la mano, imagina la energía que es necesaria para generar cada uno de los trillones de bienes que toda la humanidad produce diariamente: hamburguesas, patatas, frutas, juguetes, ropa, automóviles y…¡yo qué sé!

– Lo que quieres decir es que cada bien que consumimos resulta de una cadena de operaciones que consumen energía.

– Así es. O, en otras palabras, la actividad económica y la energía son dos caras de la misma moneda.

– El yin y el yang.

– Una no existe sin la otra. -Volvió a recostarse en la silla, ya puesto el énfasis en su idea-. Esto significa que el crecimiento económico requiere energía y esta energía genera crecimiento económico, un proceso que nadie desea ver interrumpido. Repara en este ciclo: la riqueza despierta el deseo de hacer compras, las compras generan demanda, la demanda requiere más fábricas y más materia prima, las fábricas y la materia prima producen más bienes, la producción de bienes genera crecimiento económico, el crecimiento económico despierta el deseo de hacer compras, las compras generan demanda…, y así sucesivamente. -Al volver al punto de partida, sonrió-. Actividad económica y energía son dos caras de la misma moneda.

– Lo he entendido. Pero ¿qué tiene que ver eso con China y con la India?

– La fuerte relación entre la energía y el crecimiento económico es algo que apenas entienden los ciudadanos europeos o estadounidenses. Estamos de tal modo habituados a la abundancia que no vemos que los dos cosas son en realidad la misma. Aceptamos todo como quien acepta el aire que respira, es como si fuese un derecho adquirido. Pero quien vive en los países más pobres tiene perfecta conciencia de la importancia de la energía para conseguir que la vida vaya hacia delante. Les falta todo y sobre todo les falta energía, razón por la cual le dan mucho valor. Ellos saben que necesitan de la electricidad para iluminar el aula o para hacer funcionar una bomba de agua potable, y saben que necesitan del gasóleo para hacer que se mueva el tractor que requiere la cosecha que les saciará el hambre, o ir en camioneta hasta el pueblo y vender sus productos en el mercado. Los países más pobres tienen perfecta noción de la importancia de la energía para generar el crecimiento económico.

– ¿Y entonces?

Filipe deslizó la mano por los rizos de su pelo claro.

– Ocurre que China y la India están decididas a romper las barreras del desarrollo. -Señaló hacia atrás, en dirección al sur-. Veamos el caso de nuestros vecinos chinos. Durante décadas, la China de Mao Tse Tung cultivó un enorme desprecio por la industria automovilística, que consideraba un símbolo de la burguesía decadente. Todo el mundo andaba a pie o en bicicleta, y la pobreza era generalizada. Pero cuando Mao desapareció, las cosas cambiaron. El nuevo liderazgo chino entendía que tenía que generar crecimiento económico y el país empezó a valorar lo que antes despreciaba. Los chinos produjeron y vendieron automóviles por primera vez en 2002, entrando en tal frenesí consumista que la General Motors previo que una quinta parte de su producción estaría cubierta por el mercado chino. Todos los años hay más automóviles en China, hasta el punto de que el país tiene ahora siete de las diez ciudades más contaminadas del mundo. Millones y millones de chinos consideran que tener un automóvil es un símbolo de estatus social. -Inclinó la cabeza-. ¿Llegas a imaginar el impacto que ello tiene en la economía energética mundial?

– Bien, significa que hay un jugador más en este mercado, ¿no?

– Casanova, no estoy hablando de un país cualquiera. Estoy hablando de un país con mucha gente. Más de mil millones de personas. -Subrayó la cantidad, sílaba a sílaba, y sus ojos se desorbitaron-. Son más de mil millones de personas que quieren andar en coche, son más de mil millones de personas que quieren consumir combustible, son más de mil millones de personas que emiten enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera.

Tomás se rascó la cabeza.

– Nadia ya me había hablado de eso-dijo-. Es un problema, ¿no?

– ¡Un problemón! China ya ha superado a los países industrializados en la demanda de electricidad y de combustibles industriales y el país es, en este momento, el segundo mayor consumidor de energía del mundo, y se está preparando para superar en breve al primero, los Estados Unidos. Los chinos están devorando los recursos energéticos con una ansiedad increíble. Para alimentar esa hambre insaciable, han entrado con fuerza en el mercado de consumo del petróleo, desequilibrando la oferta y la demanda, y están invirtiendo fuertemente en el carbón, el combustible fósil que más gases emite e intensifica el efecto invernadero. Dentro de un tiempo, China será responsable de dos quintas partes de todo el carbón quemado en el planeta y una séptima parte de toda la electricidad producida, gran parte de ella generada por la quema de carbón o de petróleo. En resumidas cuentas, China emitirá en breve una quinta parte de todo el dióxido de carbono lanzado a la atmósfera.

– Caramba.

– Ahora añade a China todos los países que se quieren desarrollar. Añade la India, Rusia y América Latina. Todos aspirando a tener automóviles, frigoríficos, aire acondicionado, televisores…,¡todo! Imagina el impacto que esto tiene en la producción de calor y en el consumo de los recursos energéticos existentes.

– Sí, esto va a ser complicado.

– ¿Complicado? -Filipe casi se escandalizó con la elección de la palabra-. Caminamos alegremente hacia la catástrofe, aceleramos por la autopista del suicidio y ni siquiera nos damos cuenta de ello. El consumo de energía y la emisión de dióxido de carbono no se están reduciendo, sino acelerándose. Y acelerándose exponencialmente. Toda la economía energética, de la producción al consumo, se está poniendo patas arriba, con el equilibrio de la oferta y de la demanda al borde de la ruptura. Además, el clima se muestra totalmente alterado. El calentamiento de los últimos cincuenta años se ha duplicado en intensidad en relación con los últimos cien años, y el nivel del mar ha subido diecisiete centímetros en el sigloXX. Llueve más en el este del continente americano y en el norte de Europa, y llueve menos en el sur de Europa, en África y en Asia. Desde la década de los setenta ha aumentado la actividad de los ciclones en el Atlántico Norte, y en 2005 se ha producido el primer huracán en la costa occidental de Europa, el Vince, que entró en el norte de Portugal ya como tormenta propia de los trópicos. Desde que hay registros meteorológicos, nunca se había visto un huracán en esos parajes. Y lo mismo ocurre en el Atlántico Sur. Un huracán llamado Catarina cruzó la costa brasileña en 2004, un fenómeno tan inédito que a los meteorólogos brasileños les llevó algún tiempo creer en lo que les mostraban las fotografías del satélite. -Hizo una breve pausa-. El panel intergubernamental de científicos creado por la ONU estableció en 2007 que las temperaturas del planeta subirán en este siglo entre uno y seis grados, y que, en general, los fenómenos meteorológicos se volverán más extremos: lluvias más fuertes, sequías más graves, vientos más violentos, tormentas más brutales. -Meneó la cabeza-. Y lo peor es que el clima podrá estar a punto de cruzar un valor crítico, ¿entiendes? Un valor más allá del cual se desencadenan fenómenos que volverán inhabitables importantes partes del planeta.

– ¿Qué valor crítico? ¿Estás hablando de los 550 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera?

– También estoy hablando de eso, pero estoy hablando sobre todo de lo que ocurrirá cuando se supere determinada temperatura.

– Bien, supongo que todo se volverá gradualmente más caluroso, ¿no?

– No, no es así. La naturaleza está concebida de tal forma para que, en ciertos puntos críticos, se produzcan alteraciones abruptas. Y son los valores térmicos los que determinan muchas veces esas alteraciones. Por ejemplo, el agua se mantiene líquida a medida que la temperatura baja, pero, cuando se llega al grado cero, se vuelve de repente sólida. ¿Lo ves? El grado cero es un valor crítico, a partir del cual todo cambia.

– Sí, lo entiendo. Pero ¿adónde quieres llegar?

– Lo que estoy intentando explicarte es que lo mismo ocurre con el clima. A partir de cierta temperatura, las cosas cambian radicalmente y el planeta puede volverse inhabitable para gran parte de la vida actualmente existente, incluida la humana.

Tomás adoptó una expresión escéptica.

– Espera -dijo-. Una cosa es que sepamos que el agua se vuelve repentinamente sólida con grado cero; otra es decir que las alteraciones del clima serán tan bruscas que la propia supervivencia de la humanidad está amenazada. ¿No crees que estás exagerando un poco?

La primera respuesta fue un suspiro paciente. Filipe se levantó de la silla y se desperezó.

– Ven, Casanova -dijo comenzando a caminar por la arena de la playa-. Voy a mostrarte una cosa.

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