VIII

Anochecía. El mar oscuro y allá arriba, otra vez, las estrellas, apretadas como la caligrafía de un manuscrito indescifrable. Una leve brisa con olor a pinos y eucaliptos, casi imperceptible, rozaba el agua con extrañas fosforescencias de plata. Gerta y André llevaban un rato tumbados boca arriba en la arena, sin hablar, como en la cubierta de un barco, mirando al otro lado de la isla la ciudad brillante de Cannes con luces rojas y azules refulgiendo en el horizonte. Tenían puestos los jerséis que habían metido en la mochila en el último momento por recomendación de Ruth. Os vendrá bien por la noche, había dicho. Gerta podía oler la lana de la manga de André, bajo su cabeza.

Era una isla de pescadores, pequeña y tranquila, apenas ciento cincuenta hectáreas de pinos mediterráneos, con algunos faluchos atracados, redes puestas a secar y olor a puerto viejo. Un lugar perfecto para el reposo del guerrero. André había llegado cansado de España y con dinero fresco del reportaje que le había vendido al Berliner Illustrierte. Los francos le quemaban en las manos, no servía para rico. Así que en cuanto se enteró de que Willi Chardack y otros conocidos pensaban hacer una excursión a las islas Lérins, en la Costa Azul, no se lo pensó. Le propuso a Chim y a las chicas que se sumaran al viaje. A Ruth le pareció una buena idea pero no podía ir. Acababa de firmar un contrato con el cineasta Max Ophüls para un pequeño papel en una película, Divine, que empezaban a rodar en París. Chim, por su parte, había aceptado un encargo de la revista Vu sobre los artistas de la Rive Gauche que debía haber entregado ya. Así que André miró a Gerta, el mentón huesudo, el ceño un poco fruncido, pensándoselo.

– Vale ¿por qué no? -sonrió concesiva.

Hicieron todo el viaje hasta Cannes en autostop, de un humor excelente, bromeando, robando fruta de los huertos, cenando en las cantinas de carretera, dejando atrás pequeños pueblos con olor a retama dulce. Horizontes nuevos que abren el apetito y las ganas de reír fuerte, de respirar al sol, de perderse por el mundo. Les embargaba una especie de exaltación vital. Los caminos invisibles de la vida. Desde el puerto de Cannes tomaron un barquito de pesca hasta la isla de Santa Margarita con el sol dardeando en el agua. Existe una franja entre mar y tierra, como también hay una franja ambigua, oscura, pero deslumbrante entre el cuerpo y el alma, pensó Gerta y le vino a la cabeza la imagen blanca de la ropa tendida a secar en el tejadillo de la terraza. El alma de Karl. La de Oskar. Y la suya.

Creyó que había llegado al paraíso. Una isla de piedras calientes y cormoranes, con olas que lanzaban lengüetazos verdosos y chasqueaban sobre la arena. Un lugar tranquilo, sin reuniones en la alta madrugada, ni eco de pasos que la siguen a una hasta la puerta de su casa, ni cristales rotos, ni animales muertos, ni cruces gamadas. Una isla. Un trozo de tierra alejado de un mundo a punto de saltar por los aires. Mar y arena. Geografía pura.

Montaron la tienda de campaña junto a las ruinas del castillo de Fort Royal, un antiguo fortín gótico que sirvió de hospital a los heridos de la guerra de Crimea. Por las noches encendían una pequeña hoguera para preparar la cena. El fuego estaba entre ellos.

– En esas ruinas vivió un prisionero misterioso -dijo Gerta, y a su alrededor se creó el silencio que precede a los grandes relatos nocturnos. Entonces en aquel círculo de brasas ella contó la historia del hombre de la máscara de hierro.

Nadie supo nunca a ciencia cierta quién era, ni cuál fue su crimen para ser aislado de esa manera. Llevaba una careta de terciopelo con herrajes articulados de metal que le permitían comer con la máscara puesta. Iba acompañado siempre por dos guardianes que tenían orden de matarlo si se la quitaba. Algunos aseguraban que era el hermano gemelo del Rey Sol; otros, que era su hermano bastardo, hijo de Ana de Austria y el cardenal Mazarino. El caso es que fue llevado hasta la Provenza con el máximo secreto, en un carruaje cerrado recubierto de molesquín y desde allí lo trajeron hasta esta isla en una pequeña embarcación cubierta. Cuentan que era más alto de lo común y de una extraordinaria elegancia. Vestía con los mejores paños. Había órdenes estrictas de no negarle nada. Se le ofrecían los manjares más suculentos. Todo lo que pedía. Y nadie podía permanecer sentado ante él. Por las noches tocaba la guitarra con una melancolía que hacía estremecer a las piedras. Fue enterrado sin cabeza, para evitar que pudiera ser reconocido ni siquiera muerto.

– Se llevó su secreto a la tumba -concluyó Gerta.

André le pasó la cantimplora, mirándola de un modo distinto, extasiado por su voz. Su rostro con el brillo de las llamas parecía tallado en bronce, la cabeza echada hacia atrás mientras daba un trago, el codo alzado, apuntando al cielo. Una gota de agua resbalándole por la barbilla. Pensó que aquella mujer tenía un don para contar. Era un río. Sus palabras tenían tacto, poder de sugestión. Se hallaba dentro de la aureola que rodeaba el fuego de ramitas del campamento.

¿Es posible enamorarse de una voz? Hasta ese momento a André nunca le habían parecido eróticas las palabras. Nunca había pensado que hablar pudiera ser mejor que follar, por ejemplo. Él no era muy bueno con las palabras. Sentía que lo podían acorralar, follando, sin embargo, estaba seguro de no acabar así. Los conversadores seducen, las palabras te colocan contra las cuerdas.

– Sabes muchas cosas -dijo.

– Alejandro Dumas -respondió ella sonriendo-. Leí el El Vizconde de Bragelonne, cuando era adolescente. Es el tercer y último libro de la saga de Los Tres Mosqueteros. ¿A ti no te gusta leer?

– Bueno sí, pero sólo libros de guerra…

– Ah… -Ella levantó las cejas con un gesto que podía interpretarse como suave ironía.

Se inclinó para avivar el fuego y André pudo ver claramente el triángulo de piel desnuda hasta el principio del escote. Tersa, bronceada, con olor limpio a salitre y notó que la erección empezaba a presionarle ostensiblemente a través de la tela del pantalón. Quería acostarse con aquella mujer. Quería recorrer su cuerpo de arriba abajo, abrirle los muslos y adentrarse en ella, en sus pensamientos para callarlos con un beso y otro y otro, hasta cambiarle el ritmo de la respiración, hasta que ya no pudiera pensar en nada. Quería hacer todo eso de una maldita vez y dejar de sentirse como se sentía, arrinconado por las palabras. Aquella noche descubrió el poder de seducción de una metáfora. En algún lugar de su cabeza empezó a abrirse paso un rasgueo de guitarra tan melancólico que estremecía hasta las piedras.

– Buenas noches -se despidió ella de pie, sacudiéndose los restos de arena del pantalón.

André se quedó mirándola mientras se iba, la espalda firme de nadadora, los movimientos elásticos bajo la camiseta de algodón, un contoneo peculiar en la cadera al caminar, como girándose un poco hacia un lado. Arrogancia, orgullo, vanidad… sabiduría antigua de mujer que se sabe observada. Acercó una rama a las brasas para encender un cigarrillo, aspiró una bocanada y la vio desaparecer bajo la frágil piel de lona de la tienda de campaña.

Fueron los tiempos del desorden, de la exaltación física, nadar hasta caer extenuados en la arena, broncearse al sol, hacer fotos, explorar las ruinas del castillo, cenar sardinas en lata con pan, tumbarse a última hora, mirando la línea del horizonte, el sol quemando la noche hasta hacerla desaparecer en la superficie del mar, las cabezas muy juntas, el olor de los eucaliptos y del salitre en la piel. Se enamoraron en el sur de Francia, recordaría más adelante Ruth Cerf, tratando de reconstruir el hilo frágil de sus vidas ante un periodista americano, se volvieron inseparables en la isla de Santa Margarita. Tiempos de un mundo fuera del mundo, de horarios trastocados, de días sin fecha, de risas compartidas al cabo del gesto, complicidades suyas en las que no cabía nadie más. Willi Chardack y Raymond Gorin lo comprendieron enseguida. ¿Cómo no iban a entenderlo? Se retiraban discretamente a su tienda mientras ellos hablaban en voz baja, creando a su alrededor la profundidad de campo justa. Había un espacio secreto entre los dos, la distancia mínima, como dos páginas de un libro cerrado. La cicatriz de una pedrada que él tenía en la ceja izquierda. La marca de una vacuna en el brazo de ella, una aureola pálida en forma de media luna, justo donde la jeringuilla inoculó el suero y marcó su piel, años atrás, cuando tenía ocho años en el gimnasio de un colegio en Stuttgart. La lista de las heridas. Su talón de Aquiles sobresaliendo como una isla al final del saco de dormir. Un pequeño costurón en el dorso de la mano de André.

– Es mi línea de la suerte -bromeó-. Nací con seis dedos. Me lo extirparon al poco de nacer. La comadrona le aseguró a mi madre que era una señal de fortuna. Ya ves… Va a resultar que tenía razón.

Nos enamoramos siempre de una historia, no de un nombre, ni de un cuerpo, sino de lo que está inscrito en él. A la sombra de los eucaliptos, Gerta fregaba con arena el fondo de una cazuela donde calentaban el té. Bajo sus dedos rechinaba el cobre. Estaba descalza, acuclillada con una camisa vieja desabrochada encima del bañador, el pelo muy rubio en las puntas por efecto del sol y la intemperie, sin rastro ya del tono rojizo de la henna. El sol había secado en su rodilla una costra que empezó a sangrar de nuevo al flexionar las piernas para agacharse. Se había lastimado al resbalar en el verdín de las rocas. Siguió con los ojos el recorrido lento de aquel hilo de sangre hasta el empeine del pie. Era bonito el color escarlata que la coagulación oscurecía sobre la piel cubierta por un vello muy fino. Él se agachó a su lado, sin decir nada, acercó su boca a la rodilla de ella y lamió su sangre. Lo que le hubiera gustado decir no podía decírselo a una mujer cuya apertura era como una herida abierta, cuya juventud aún no era mortal. Así que se inclinó hacia adelante y bajó la boca hasta su herida. Sangre. La profundidad de campo mínima. Sentía el cuerpo vacío. Lo único que estaba vivo en él era la conciencia del deseo. Ese sabor de la sangre de ella es lo último que recordaría muchos años después, cerca de Hanoi, a un kilómetro del fuerte de Doai Than durante una emboscada del Viet Minh en una carretera sembrada de minas. Pero entonces ya no era un muchacho enamorado, sino un veterano reportero con más de cinco guerras a cuestas, demasiado cansado de vivir sin ella.

– Ven -dijo Gerta, tomándolo de la mano.

Se puso en pie despacio, sin abrazarla todavía, la boca muy cerca de la suya, la distancia mínima, pero sin tocarse, hasta que ninguno de los dos pudo aguantar más esa proximidad, los ojos abiertos, mirándose muy de cerca, el último sol filtrándose entre las hojas de los árboles cuando él la atrajo hacia su pecho, apretándola dentro, sintiendo latir sus músculos elásticos y firmes bajo la camisa cuando le cubrió la cara con la mano y le introdujo sus dedos salados en la boca. Caminaron entrelazados hasta la tienda, sin dejar de buscarse, con ansia de hambre atrasada, los labios de uno ávidos de la saliva del otro y de oxígeno, los dientes entrechocando de pura impaciencia.

– Despacio… -acertó a decir ella, apartándose unos centímetros para respirar. Sus dedos rascando la arena en el pelo de André. Los rodeaba el mar con todos sus misterios.

Se zambulló en ella como en el pozo de una gruta. Moviéndose muy lento, a conciencia, firme, sin prisas, como ella le había pedido, intuitivo, atento a cada uno de los impulsos del cuerpo que sentía vivo bajo el suyo, desnudo, con olor a sexo joven y a mar. Saliva. Sal. Sangre. Fluidos corporales que se convertían en las únicas razones de peso que un hombre necesita para estar vivo, dentro de aquel vértigo que a ella le hacía sentirse a punto de caerse de algún lugar muy alto donde flotaba semiinconsciente, pronunciando en voz muy baja, palabras casi inaudibles, como si rezara. Yaveh, Elohim, Siod, Brausen… Se aferró a su cuerpo, apretándolo más intensamente entre los muslos, a punto de caerse de allá arriba donde estaba, sin aliento, quienquiera que seas y dondequiera que estés… Lo miraba al fondo de aquellos ojos de gitano guapo y entonces lo vio incorporarse un poco y alzar una mano como quien pide una tregua. Espera, susurró. No te muevas, quieta, por favor, ni respires, apretados los dientes, concentrado al máximo, tratando de recuperar el control del cuerpo. Lo sentía muy adentro, mojado de ella, bien duro, quieto. De pronto se hundió de nuevo, despacio, esta vez hasta la empuñadura, todavía más hondo. Él la miraba muy cerca mientras la besaba y se aguantaba el placer a duras penas, prolongando al máximo cada estremecimiento, atento al cuerpo de ella, tenso, mojado, acelerando el ritmo en cada embestida, apretándola más intensamente, llevándola a ese lugar inexistente donde cualquier mujer desea ser llevada, aunque niegue con la cabeza y se queje como una leona herida y bendiga o maldiga o blasfeme con el pensamiento y con los ojos y con la voz. Elohim, Siod, Dog, Brausen, no te pido que me salves. No necesito tu bendición. Él la miraba muy cerca, desarmado, como se mira a una prisionera. La besó en la boca estremeciéndose hasta el fondo de los huesos mientras ella acababa entrecortadamente su plegaria, como en sueños, con palabras que le nacían de algún lugar muy recóndito, en yiddish, sólo te pido que esto sea verdad… y en ese preciso momento ella lo sintió salir y estallar fuera en el último instante, sobre su vientre.

– Gracias -dijo en voz muy baja, acariciándole la espalda suavemente, sin especificar si se las daba a él solo o también al señor de los ejércitos, al dueño insensato del azar y de las noches hermosas, al legislador implacable de las causas y de sus últimas consecuencias, al Dios de Abraham y de todos los judíos.

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