XX

«Tengo veinticinco años y sé que esta guerra es el fin de una parte de mi vida, el fin tal vez de mi juventud. A veces me parece que con ella terminará también la juventud del mundo. La guerra de España nos ha hecho algo a todos. Ya no somos los mismos. El tiempo en el que vivimos está tan lleno de cambios que es difícil reconocerse en cómo éramos todos nosotros hace apenas dos años. No puedo ni imaginar lo que queda por venir…» Estaba arrebujada en una manta, con el cuaderno rojo apoyado en las rodillas y la última luz desvaneciéndose en el horizonte. Ésa era la hora del día que mas le gustaba. Si hubiera sido escritora habría elegido ese momento para empezar sus novelas, entre el día y la noche, un territorio exclusivamente suyo para dejar errar sus pensamientos. Ningún amante podría traspasar jamás esa frontera. Desde aquel altozano veía las partes bombardeadas a lo largo del declive formado por los tejados, las hectáreas de huerta destruida junto a la granja. Contemplaba el lugar martirizado en que se encontraba, en España. Apoyó de nuevo el plumín sobre la superficie blanca del papel y continuó escribiendo. «Durante los últimos meses he recorrido esta tierra de un lado a otro, empapándome de sus enseñanzas. He visto gentes inmoladas y quebrantadas, mujeres enteras, hombres con visiones extrañas y trágicas y hombres con sentido del humor. Es tan misterioso este país, tan suyo, tan nuestro. Lo he visto endulzarse y desmoronarse bajo cada bombardeo, y levantarse de nuevo cada mañana con las cicatrices frescas. Aún no estoy del todo harta de mirar, pero llegaré a estarlo. Eso lo sé.»

El hospital de campaña ocupaba parte de la explanada, tendido en la oscuridad, para no llamar la atención de la aviación enemiga. Muchos refugiados dormían envueltos en mantas bajo las lonas de los camiones. Los niños se apiñaban sobre montones de sacos con los pies vendados. El gobierno intentaba evacuar desde Almería a todos aquellos que pudieran aguantar el viaje en autobús, tren o barco, pero la situación se había desbordado.

Capa llegó el 14 de febrero cuando lo peor ya había pasado. Había volado en avioneta desde Toulouse a Valencia. Muchos de sus colegas continuaban en la ciudad a la espera de un pase. La Oficina de Prensa no daba abasto para atender todas las peticiones, con las mesas repletas de máquinas de escribir y pilas desordenadas de papel carbón y cuartillas sucias. Así que ante la dificultad de conseguir otro medio de transporte, decidió contratar un taxi por su cuenta, tomar la carretera de Sollana pegada a los arrozales y seguir después por la ribera baja del Júcar hacia Andalucía. No sabía hasta qué punto la guerra espoleaba sus sentimientos. Aparte del chofer, estaba a solas con su propio personaje dispuesto a serle fiel hasta las últimas consecuencias, en esa especie de limbo en que la vida es la leyenda que uno se forja. La Leica al hombro, la vista clavada en la aguja del cuentakilómetros. Al llegar vio a Gerda a contraluz extendiendo una sábana a clareo en la hierba mientras Ted Allan preparaba tiras de calamina para vendas en una cubeta.

– No sabía que te habías hecho enfermera -dijo con un puntito de acritud en el tono. La sonrisa de medio lado, entre suave y cauta. Estaba dolido con ella aunque no tenía ninguna razón demasiado concreta para estarlo y eso todavía lo indisponía más.

– Llegas demasiado tarde -respondió ella con un sutil cruce de espadas, sin especificar si se refería a cubrir el éxodo de los refugiados andaluces o al resto de su vida.

Capa no podía aguantar ese doble lenguaje cuando ella se atrincheraba tras la muralla de su orgullo. Con el uniforme de miliciana, la cara pálida y aquella altivez de guerrera medieval, su belleza resplandecía hasta un punto que le resultaba del todo insoportable. La miró, esperando que dijera algo más. Pero no había más que decir. De momento.

El hielo fue templándose en los dos días siguientes a pesar del frío con la franca camaradería canadiense de Ted y Norman. Desde que los proyectiles incendiarios habían empezado a caer en la ciudad, decidieron trasladarse con los camiones y las tiendas a una antigua alquería de las afueras. El edificio estaba algo ruinoso. Faltaban peldaños en las escaleras y la barandilla estaba descolgada. Algunas habitaciones del ala este se hallaban destechadas, como pajareras. Se abría una puerta, y aparecía el paisaje, pero la cocina había sobrevivido intacta. Allí es donde el doctor Bethune preparaba sus mezclas de citrato de sodio para conservar la sangre con la que realizaba las transfusiones. A Capa le gustaba bromear con los niños, les hacía teatrillo de sombras en las paredes, moviendo los dedos con un pañuelo blanco. Gerda lo veía hacer el payaso y sonreía.

La segunda noche se quitó las botas y entró en su tienda, agachada, a cuatro patas, sin más preámbulos y apenas sintió su mano rozándole la piel, supo que iba a ocurrir exactamente lo que deseaba que ocurriera. El sabor masculino de los labios, su boca susurrándole palabras dulces y obscenas, muy abajo, entre sus piernas, moviéndose despacio, seguro, prolongando hasta el límite cada caricia, volviéndola loca hasta hacerla claudicar de todos sus principios. Miró hacia arriba en el último momento, hacia el techo de la tienda, buscando algún lugar donde agarrarse, pero no encontró ningún asidero. Se sintió más vulnerable que nunca. Ser libre, defender la propia independencia, no pertenecer a nadie, enamorarse hasta no poder soportarlo. Qué complicado era todo.

Ya se lo había dicho la Camila, una gitana adivina y dinamitera, medio sorda, con espaldas recias que había llegado desde Cádiz.

– Niña, cuesta más trabajo querer a un hombre que volar un tren.

Sabía lo que decía. Había volado unos cuantos. Tendría unos cincuenta años, falda negra y cabello oscuro muy tirante, peinado con la raya al medio y recogido atrás en un moño con una peineta dorada. Una mujer dura como una mula, con manos de granito. Ataba a los chiquillos con cuerdas a la cintura y cuando éstos se quejaban, exhaustos, y decían que no podían seguir caminando, los golpeaba con un extremo de la cuerda, como a las cabras, para obligarlos a continuar. Pero luego, cuando se daba cuenta de que de veras no podían andar más, se los cargaba a la espalda por pares y subía así las montañas con ellos a cuestas, haciendo todos los viajes arriba y abajo que fueran necesarios. Capa la provocaba constantemente con alguna broma cuando la veía beber vino de la bota sin respirar, como un peón caminero. Se entendía bien con ella a pesar de la sordera y de que hablaba un andaluz cerradísimo. El alma gitana.

Gerda había extendido la mano ante ella como si fuera un juego. La mujer se la abrió y le pasó el pulgar por la palma con mucho cuidado. La retuvo así un rato entre las suyas y se la volvió a cerrar, sin decir nada. Tomaban café alrededor de una fogata. Ella y Capa se iban a la mañana siguiente muy temprano y querían despedirse. Habían decidido continuar hacia el puente de Arganda, donde se estaban librando violentos combates.

– ¿Qué es lo que has visto, Camila? -preguntó Capa con el cigarrillo colgado en la comisura del labio.

– Muy templada, tu chica, húngaro, pero cuídate de sus mordiscos. -Capa todavía lucía en el cuello las señales recientes de la última batalla amorosa, un moratón oscuro de color berenjena justo debajo de la oreja izquierda.

– Ha debido de ser un vampiro -bromeó él, imitando con los brazos el vuelo de un murciélago-; una vampiresa probablemente, y de las más peligrosas. Tadarida Teniotis.

– Será una buena esposa si consigues meterla en vereda.

– ¡Por los cojones! -soltó Gerda en perfecto español. Todos rieron su salida. Resultaba divertido oírla escupir palabrotas de arriero con aquella gracia extranjera tan elegante. Despojaba cualquier interjección canallesca de su sentido original para convertirla en puro desafío. Era como ver a una gata de angora cazando ratones con artes de animal callejero.

– ¿Y que hay del futuro? -Quiso saber Ted, que ya había tenido ocasión de conocer la precisión de la gitana con sus buenaventuras. Estaba sentado junto a Gerda, entre curioso y tímido con las rodillas flexionadas y la cabeza baja. Siempre se ruborizaba en presencia de ella, pero adoraba a Capa como a un hermano mayor. Un día de nieblas tristes no muy lejano en París, los dos muy borrachos, se ampararían mutuamente, dándose alcohol y conversación, mientras aguardaban el amanecer más crudo de sus vidas. El canadiense era franco y leal. Se hubiera dejado matar antes de traicionar a ninguno de los dos. La guerra le estaba desgarrando por dentro el delicado tapiz de sus afectos. Su pregunta era valorativa, una pregunta de ángel de la guarda que tal vez había previsto o intuido muchas de las cosas que estaban a punto de suceder-. ¿No vas a aventurarnos nada?

– Nada.

– Puede decir lo que sea -la animó Gerda respetuosa, siempre la trataba de usted-. No creo en esas cosas.

– ¿Y en qué cosas crees entonces, niña?

– En mis ideas.

– Las ideas, las ideas… -repitió la Camila para sí como si rezara.

– Nos has dejado intrigados -protestó Capa guiñándole un ojo a la gitana. Pensaba que lo que se estaba callando era sin duda algún lance del corazón.

– Sí -insistió Gerda-, dígame lo que leyó en mi mano. Me gustaría saberlo.

– Nada -repitió ella agriamente, con expresión severa, moviendo la cabeza hacia los lados mientras se levantaba para irse-. No he visto nada, chiquilla.


Salieron con el alba naciente de un día nublado, entre lechadas de cal sobre los charcos, bajo un cielo de tonalidades indecisas que despedía la misma tristeza que esos cuartos de hotel difuminados por el humo del tabaco de ayer, a los que uno sabe que nunca va a regresar.

El paisaje habría sido apacible de no ser por los baches y los constantes topetazos. Durante todo el camino hacia el oeste se fueron encontrando largas hileras de camiones militares cargando bultos bajo sus lonas desgastadas, viejos Packards y carros de combate. A medida que se iban acercando al frente del Jarama, aumentaba el trasiego. A un lado y a otro de la carretera de grava se veían negras columnas de humo suspendidas entre el cielo y la tierra. Los sublevados estaban intentando cortar la carretera Madrid-Valencia para dejar a la capital sin su principal vía de abastecimiento. Pero los republicanos habían conseguido salvar la ruta defendiendo con uñas y dientes el puente de Arganda. Gerda y Capa llegaron al anochecer al cuartel general que habían establecido las Brigadas Internacionales en Morata de Tajuña, un llano rodeado de trigales que no tardarían en ser segados por la metralla. Pero a aquella hora el campamento se hallaba tranquilo.

Hay voces que sacuden los árboles igual que una descarga de fusilería. La voz que oyeron Gerda y Capa la noche de su llegada era de esas. Ol'Man river / That ol'Man River… Mas de doscientos hombres estaban sentados a lo sioux, formando un círculo cerrado, casi ceremonial.

– Carajo, con el negro… -exclamó Capa francamente conmovido-. Era Paul Robeson, un gigante de New Jersey de casi dos metros con un pecho ancho y combado de jugador de rugby que le daba a su vozarrón una resonancia de tubo de órgano. Se hallaba erguido de pie en medio del llano, rodeado de un público de sombras que estalló en una ovación cerrada cuando aquel nieto de esclavos remató la faena con un re bemol grave que se elevó por encima de todas las fronteras.

Cientos de rostros tensos, quietos, traspasados por la emoción escuchaban con el aliento contenido aquel espiritual negro venido de los campos de algodón a orillas del Mississippi. Gerda sintió que aquella música le llegaba a las entrañas sin quebrarle los huesos igual que los salmos. Había algo profundamente bíblico en ese canto solitario. La oscuridad, el olor de los campos, la reunión de gente venida de todas partes. Todos muy jóvenes, casi niños, como Pati Edney, inglesa de dieciocho años, enamorándose subida al estribo de una ambulancia en el frente de Aragón o John Cornford un muchacho de veintiún años, con cazadora de aviador y sonrisa de crío que fumaba sin parar cigarrillos sin filtro y que hubiera sido un excelente poeta si una bala no le hubiera reventado los pulmones en la sierra de Córdoba. Gerda y Capa habían coincidido con algunos en Leciñena y con otros en Madrid, cuando los fascistas llegaron a la orilla del Manzanares y se integraron en la brigada del general Lucakz. Gerda recordaba perfectamente el rostro del escritor Gustav Regler izado en camilla por dos milicianos, entre los escombros de un bombardeo; un muchacho albanés muy alto emborrachándose con Capa después de los combates de la Casa de Campo porque se había enamorado hasta los huesos de una mujer casada, mucho mayor que él; el americano Ben Leider con gafas de aviador, posando con toda su escuadrilla delante de un Policarpov I-15, con el que defendió Madrid hasta que su aparato fue derribado. Cada vez que algún caza biplano salía de misión saludaba desde el aire su tumba en el cementerio civil de Colmenar de Oreja; Frida Knight, que echaba miguitas de pan a las palomas en la Plaza de Santa Ana y se ponía furiosa cuando las espantaban los obuses de los fascistas; Ludwig Ren con el hombro izquierdo punteado de cicatrices rosas de fusil ametrallador; Simone Weil, mirando desconcertada a través de sus lentes de intelectual la crueldad de la contienda; Charles Donelly escribiendo poemas en el llano de Morata a la luz de un candil, con un lápiz de carpintero en la oreja; Alec McDade ingenioso y flemático, haciendo reír a todos con su típico humor british, comiéndose una lata de atún sentado en la acera mientras las bombas de la aviación franquista peinaban las cornisas de la Gran Vía. Americanos de la Brigada Lincoln, búlgaros y yugoslavos de la Dimitrov, polacos de la Dombrowski, alemanes de la Brigada Thälmann y de la Edgar André, franceses de la Marseillaise, cubanos, rusos… Gerda esperaba ver por allí a Georg. Sabía por su última carta que llevaba tres meses luchando en España, pero el azar no quiso tender sus puentes para que se encontraran.

– Me gusta la música negra -dijo Gerda.

El canto les había enardecido con su carga de emoción colectiva, de puños alzados a la altura de la sien, «¡Salud!» «¡Salud!»…

Iban caminando hacia la tienda. La llanura se aclaraba alrededor de los dos conforme los ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, las tiendas de lona levemente onduladas por la brisa de los trigales, la noche apisonada y fría, purificando los sonidos, los olores, mientras el murmullo del campamento se iba apagando como cubierto por una campana de cristal. Los dos caminando de la mano, una clase especial de compenetración, casi geológica, nocturna. Capa pensó que aquella tierra era tan hermosa que uno podría morir en ella.

– Si te ofreciera mi vida, la rechazarías ¿verdad? -dijo. No era una queja ni un reproche.

Ella no contestó.

Capa jamás había querido tanto a nadie y eso le hacía ser consciente de su propia mortalidad. Cuanto más aumentaba la independencia de ella, cuanto más inalcanzable se mostraba ante él, más aumentaba su necesidad de tenerla. Por primera vez en su vida se volvió posesivo. Detestaba su autosuficiencia, cuando ella elegía dormir sola. Entonces no conseguía apartarla de su cabeza, pensaba obsesivamente en cada milímetro de su piel, en su voz, en las cosas que decía hasta cuando discutía por cualquier tontería, la forma cómo entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, con el ceño un poco fruncido como una santa o una virgen andaluza.

Se giró hacia ella y le tocó la muñeca con suavidad.

– Cásate conmigo.

Gerda se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. No era desconcierto. Estaba sólo un poco conmovida. Meses antes hubiera aceptado feliz.

Lo miró con fijeza y ternura, uno frente al otro, reprimiendo el consuelo de una caricia, como si estuviera en deuda con él o le debiera una explicación. Sentía la impotencia de todo cuanto no le era posible decir, buscando alguna palabra que pudiera salvarla. Recordó un viejo proverbio polaco. «Si a una alondra le cortas las alas, será tuya. Pero entonces no podrá volar. Y lo que tú amas es su vuelo.» Prefirió no decir nada. Bajó los ojos, para que al menos su piedad no lo humillase, se soltó de él y siguió caminando sola hacia la tienda, notando bajo sus pisadas la poderosa densidad de la tierra, con una pena honda que le rompía el alma por dentro, pensando que iba a serle muy difícil querer a nadie como quería a aquel húngaro que la miraba resignado, como si leyera sus pensamientos, con aquella sonrisa medio triste, medio irónica, sabiendo que ése había sido siempre el pacto entre ellos. Aquí, allá, en ninguna parte…

Загрузка...