XXIII

Parecía distinta, más joven. Estaba tumbada en la cama boca abajo, con una camisa militar masculina de grandes bolsillos. La barbilla apoyada en una mano y un libro en la otra, iba pasando despacio las páginas. Hay hombres que no han nacido para aceptar las cosas tal como son, pensó, tipos perdidos en un mundo que nunca estuvo a su altura, individuos que no actúan siempre según las reglas de la moral, sino según ciertas leyes de una ética caballeresca, hombres que le plantan cara a la vida peleando a su manera, lo mejor que saben contra el hambre, el miedo o la guerra.

El peligro jamás había detenido a John Reed, al contrario, era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas más intrincadas al cubrir sus crónicas. Una vez en el frente de Riga le sorprendió un bombardeo de la artillería alemana. Un proyectil estalló a pocos metros de su posición y todos lo dieron por muerto, pero a los pocos minutos apareció caminando en medio de una densa columna de humo y polvo, medio sordo, con las manos en los bolsillos. Gerda se dio cuenta de que llevaba más de cinco minutos, absorta, mirando la porosidad del papel, acariciando la piel de la encuadernación, como si estuviera navegando por un mar muy lejano. Fue entonces, al darle la vuelta a la hoja, cuando se encontró con la fotografía que Capa había dejado como marca de lectura en la página 57. La tomó en sus manos y la puso bajo la luz del quinqué para observarla mejor:

Un bebé desnudo y robusto tumbado sobre un diván. Las cejas muy perfiladas y oscuras, la tez morena, los ojos grandes, de carbón, negrísimos, y tanto pelo en la cabeza que parecía que ya hubiese estudiado el bachillerato. Guapo para comérselo a bocados. Hay fotos que ya contienen dentro todas las posibilidades del futuro, como si la vida no tuviera otro sentido que confirmar esos trazos apenas apuntados: la sonrisa gitana, la frente escéptica, los seis dedos de la suerte. En el reverso ponía una fecha: 22 de octubre de 1913. Gerda sonrió para sí. Otro que tampoco se conformaba con las cosas tal como eran. Otro que tal.

Durmió toda la noche inquieta. Soñó que los dos caminaban muy temprano por un mercado de París con aquella luz transparente de cuando acababan de conocerse y la guerra todavía no había empezado y ella soñaba con ser Greta Garbo y él llevaba sobre el hombro al Capitán Flint… Durmió como si en ello le fuera la vida o quizá como si deseara cambiar la vida, empujarla más allá de sus escasas posibilidades. Dio vueltas y vueltas en la cama, de una ciudad a otra, cruzando otoños desesperantes y lloró en sueños con los ojos cerrados atravesada en diagonal sobre la cama, con la rodilla izquierda encogida debajo del estómago hasta que se despertó con el primer trazo oblicuo de luz en la almohada y el reloj puesto en su hora.

La de la verdad.


25 de julio de 1937. Domingo.

«Cuando pienso en el número de personas extraordinarias que han muerto en el transcurso de esta guerra, me parece que de una manera o de otra, no es justo seguir viva todavía», escribió esa mañana en su cuaderno.

Hacía varios días que el ejército republicano al mando de Líster había emprendido una fuerte ofensiva en Brunete, donde se cruzaban las dos rutas vitales en el abastecimiento de las tropas franquistas destacadas en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria. El ataque cogió desprevenidos a los fascistas y los milicianos consiguieron avanzar deprisa hasta Quijorna y Villanueva de la Cañada, pero los sublevados recibieron pronto refuerzos masivos y en medio de una meseta requemada con temperaturas de 40° a la sombra, comenzó la batalla.

Nadie sabía con exactitud el territorio que controlaba, ni de quién era cada pueblo o cada parte del pueblo. Se combatía casa a casa. La confusión era tal que a veces los dos bandos bombardeaban por error sus propias posiciones. Casas ardiendo al sol, tanques maniobrando por las calles, francotiradores fascistas apostados en las ventanas, callejuelas estrechas cortadas, campanarios blancos, voluntarios franceses y belgas avanzando por un trigal…

Las noticias publicadas por la prensa eran demasiado confusas. Franco había dado la batalla por ganada, pero los republicanos no la daban por perdida. Gerda también albergaba esperanzas en la victoria. Quería esas fotos. Como fuera.

– No puedo cargar sola con la Eyemo y la Leica, Ted, necesito que me ayudes -le dijo por teléfono a su ángel de la guarda. Serían las ocho de la mañana-. He conseguido un coche. Anda, Teddy, di que sí, por favor… Sólo por esta vez. Mañana regreso a París.

¿Quién hubiera podido negarse? y menos que nadie Ted Allan que le habría bajado la luna en una bandeja de oro si se la hubiera pedido.

Apenas encontraron movimiento de vehículos en la carretera. A partir de Villanueva de la Cañada, no se veía ni siquiera una nube de polvo en la lejanía. Rocas carcomidas como piedra pómez, rastrojos secos, un silencio de canícula que se extendía entre los barbechos. Mala señal. El conductor francés se negó a seguir ni un metro más y desde allí tuvieron que continuar a pie a través de los trigales. No era el tipo de terreno que uno asocia con emboscadas, pero entre aquellas espigas de oro varios hombres podían esconderse sin que nadie los viera. Sobre la una de la tarde llegaron al campamento del general Walter, un polaco bolchevique de hombros cuadrados, curtido en la estrategia del ejército rojo durante la revolución rusa. Cuando los vio aparecer entre los trigales con sus cámaras al hombro y las camisas empapadas de sudor, ondulándose vaporosos como un espejismo del desierto, casi los echa a patadas.

– Pero estáis locos ¿o qué? -les increpó con expresión severa antes de despotricar contra los periodistas y la madre que los parió a todos-. En cinco minutos esto va a ser el infierno.

Sólo se equivocó en treinta segundos. El tiempo justo para entregarles un Mauser a cada uno y que fuera lo que tuviera que ser. En menos de nada la artillería franquista abrió fuego y diez bombarderos Heinke1 cubrieron el cielo de la estepa castellana. Quedaba por delante el día sin término, de pronto empezaron a estallar bombas por todas partes, cada cual se parapetó donde pudo mientras los aviones insurgentes descendían en picado, cosiendo de metralla aquella tierra carcomida por el tiempo. Gerda y Allan se metieron en el primer hoyo que encontraron, un socavón poco profundo. El tufo a cordita era insoportable. Los cazas alemanes ametrallaban el campo sin piedad en vuelo rasante.

– Tenemos que salir de aquí -le gritó Ted inclinándose por encima de su hombro. Con aquel estruendo era imposible oír nada-. Nos van a abrasar.

Ráfagas cortas seguidas de otras más largas, repiqueteando en la tierra por todas partes, fogonazos, chasquidos contra las piedras, estampidos rebotando en los tímpanos.

Gerda abrió la boca para que el ruido no le rompiera los oídos. Veía la guerra en blanco y negro a través del objetivo de la cámara, sin parar de hacer fotos. Eso le ayudaba a aguzar la concentración y a mantener el miedo a raya. En un momento el reflejo del sol rebotó en la arista metálica de su cámara y debió de alertar a uno de los cazas biplanos que descendió en picado hacia su posición. Estaba fascinada con la vertical trazada por aquel pájaro siniestro que parecía que iba a estrellarse contra el suelo. Ted se cubrió instintivamente la cabeza con las manos, pero ella sacó medio cuerpo fuera y grabó el reguero de polvo que provocaba el impacto de balas a escasos metros sobre la tierra ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta…

– Si salimos de ésta, tendré algo que mostrar al Comité de No-Intervención -dijo mientras cambiaba deprisa el carrete tumbada de espaldas contra la tierra. El rostro contraído por el sol, los dientes apretados, los dedos ágiles. Eran las mejores fotos de su vida.

Pero Ted le arrebató la cámara de las manos. Le dolían los pulmones de respirar humo y ahogaba la tos como podía.

– Déjalo ya, hay que salir antes de que nos frían a tiros. -Intentaba usar la Eyemo como escudo para protegerla de las esquirlas y de los trozos de roca que saltaban por todas partes. Miraba a un lado y a otro, buscando algún lugar más seguro. Pero no había a donde ir.

Las detonaciones sueltas eran enlazadas entre sí por un continuo tableteo de ametralladora y nuevamente los morteros. El día del fin del mundo. Y entonces cundió la desbandada. Ante el aluvión de fuego artillero, los soldados se dejaron llevar por el pánico. Rompieron filas y emprendieron la huida campo a través en dirección a la carretera. El espectáculo era desolador, con las ametralladoras fascistas jugando con ellos al tiro al blanco. En cuanto salían, eran acribillados como conejos. No tenían escapatoria. El general Walter al frente de la 35.ª División luchaba como podía por remontar la situación de combate, pero en el sector oeste la desbandada continuaba. Gerda vio a tres milicianos saltar en pedazos por los aires a causa de una explosión. Fue entonces cuando salió del refugio, sola, resoplando furia y humillación, jurando en yiddish por el dios de los ejércitos, con el Mauser dirigido contra quienes salían corriendo. Ted intentó detenerla, sujetándola de la camisa sin poder frenarla. «Hay que pararlos, no ves que los están machacando vivos», dijo. «Espérame», gritó entonces él, cargando su rifle para cubrirla. Jamás la había visto con tal fuerza y entereza. La camisa desgarrada, el fusil en ristre y un hombro en claro. Impetuosa, enardecida, implacable, arrancándose aullidos de las entrañas a puros gritos en la última batalla que había que perder con rabia y desencanto y una indiscutible osadía de corazón, hasta que a fuerza de redaños, entre los dos consiguieron que las tropas volvieran a reagruparse en sus posiciones.

Hacia las cinco y media de la tarde los aviones empezaron a retirarse, dejando en la tierra batida un silencio hueco, la extrema soledad de los campos.

Era un milagro haber salido vivos de aquello. Gerda miró a Ted fijamente, con una mezcla de ternura y orgullo. Le cogió la cara entre sus dos manos y lo besó suavemente en los labios. Sólo eso. Apenas unos segundos. Por ser su ángel de la guarda.

– Gracias -le dijo bajito.

Y él sintió una llamarada de fuego subiéndole a la cara, pero se limitó a sonreír un poco, de aquel modo suyo que era a un tiempo ausente y tímido.

La meseta estaba sembrada de cadáveres y heridos gimientes demasiado destrozados para levantarse. Algunos eran evacuados en tanques, otros, en mantas de lona arrastradas por mulos. Gerda y Ted empezaron a caminar por la carretera cubiertos de polvo, con las caras tiznadas de negro-humo, en dirección a Villanueva de la Cañada, oyendo el ruido de sus propios pasos sobre la gravilla, con ganas de seguir callados en el respeto a tantas vidas truncadas en la meseta un día de mierda. Vieron granjas ardiendo en la distancia, explosiones lejanas, un paisaje desolador.

Una hora después caminaban extenuados en el atardecer. Oyeron a lo lejos el ronroneo de un motor y detrás de una curva divisaron el coche del general Walter, un vehículo negro con el capó abollado. Le hicieron señales con la mano para que parase. Estaban muertos de sed y ya no podían con su alma. El general no iba dentro, pero el coche estaba repleto de heridos amontonados en el asiento trasero, así que se subieron de pie a cada uno de los estribos laterales.

En el trayecto se cruzaron con varios blindados en retirada y carros de combate ligeros. Se encontraban en una zona de terreno quebrado con cerros como castillos medievales. Gerda respiraba hondo, mirando al frente agradeciendo la fruición de la brisa en la cara, sin salir de su asombro por no tener ni un rasguño, pensando en darse una ducha nada más llegar a Madrid, con esa euforia extraña de la supervivencia, la Leica al hombro, el pelo hacia atrás, agradeciéndole la vida a su estrella. Había comprado una botella de champán para despedirse de todos en la Alianza. Se iba a la mañana siguiente. Y entonces, en cuestión de una décima de segundo, el coche dio un volantazo y ella vio de refilón el morro de uno de los tanques viniéndosele encima. Era un T-2613, el blindado más potente del mundo. Quiso apartarse para esquivarlo, pero algo se lo impidió. Las cadenas de hierro le pasaron por encima. Diez toneladas de metal. El peso la tenía aprisionada por el abdomen y no la dejaba moverse, tirando de ella hacia abajo, como si estuviera en el fondo del lago en Leipzig y el lodo se le enrollara en las piernas, sin permitirle salir a la superficie. Sabía que debía relajarse, respirar despacio e impulsar el cuerpo hacia arriba. Casi podía ver la casita del lago con la luz encendida, muy cerca, la mesa con el mantel de lino, un búcaro con tulipanes y el libro de John Reed. Oyó gritos, voces venidas de muy lejos, un ronroneo lejano de aviones, oyó a Ted que la llamaba como desde otra orilla, Gerda, Gerda… con un tono trémulo atravesado por una aguda inflexión de alarma. Le pareció que estaba anocheciendo demasiado pronto y tenía mucho frío. Hacía todos los esfuerzos que podía por no hundirse, por sacar la cabeza fuera del agua, pero cada vez le costaba más seguir nadando…

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