XV

Caminos desiertos. Casas abandonadas. Puertas Y ventanas cerradas a cal y canto. Reses sueltas vagando sin rumbo por las calles. Un pueblo fantasma. La clase de lugar donde el sentido común le dice a cualquiera que debe parar el coche y dar media vuelta.

Habían salido de Madrid con la primera claridad del alba, bien provistos de carnés de prensa y los salvoconductos necesarios, con dirección al cuartel general republicano de Montoro, muy cerca de Córdoba, a casi tres jornadas de viaje. Desde allí continuaron hasta Cerro Muriano. Era un día con olor a melaza, con un sol tibio caldeando las paredes de las casas y la sangre de los geranios adornando los balcones. Uno de esos días en que la maquinaria de la guerra se para unos minutos antes de tomar de nuevo su impulso implacable. Gerda y Capa se pararon también a beber agua de la fuente y se sentaron en el peldaño de una puerta, aprovechando la tregua, preguntándose qué demonios había ocurrido allí para que no quedara nadie. No había signos de violencia por ningún lado, ni cosechas quemadas, ni cristales rotos, pero en la plaza del pueblo lo único que se oía eran las esquilas desnortadas de las cabras. Todos habían huido. Hombres mujeres Y niños. A pie sobre los lomos de los burros, en coche…

Pocas horas antes el general insurgente, Queipo de Llano, había jurado por la radio que sus hombres no tardarían en llegar al pueblo para cobrarse su derecho de pernada.

La gente cree que lo peor de la guerra son los cadáveres con las tripas al aire, los charcos de sangre y todo lo que se puede abarcar al primer golpe de vista, pero el horror a veces está en segundo plano, como la mirada perdida de una mujer que acaba de ser violada y se aleja cojeando sola entre las ruinas con la cabeza baja. Eso Gerda y Capa aún no lo sabían. Eran demasiado jóvenes. Aquel era su primer conflicto. Todavía pensaban que la guerra tenía un lado romántico.

A primera hora de la mañana los reporteros alemanes Hans Namuth y Georg Reisner que también suministraban material a Vu y Alliance Photo y el periodista suizo Franz Borkenau habían fotografiado el éxodo aterrorizado de los habitantes de Cerro Muriano, bajo un cielo cubierto de aviones franquistas mientras en la radio Queipo de Llano continuaba amenazando a las mujeres. Si algo le reventaba a Capa era llegar a los sitios después de que lo hubieran hecho otros. Pero en una guerra nunca está claro el antes ni el después.

Dejaron el coche en el pueblo y continuaron andando carretera arriba, siguiendo las indicaciones del mapa hacia el lugar donde les habían dicho que estaba acampada una milicia de la CNT. Por el camino sacaron fotos de los últimos aldeanos que se habían quedado rezagados. Rostros silenciosos, mujeres cargando a sus niños en brazos, ancianos con los ojos enrojecidos mirando siempre atrás. La mirada de la mujer de Lot antes de convertirse en estatua de sal. Gente que huye.

Capa observó a Gerda caminando en silencio por el lado opuesto de la carretera. Ella no miraba atrás. La cámara sobre el pecho, el pelo caído sobre la frente, corto, muy rubio, quemado por el sol, la camisa gris, las piernas delgadas enfundadas en unos pantalones de lona metidos por dentro de las botas militares, haciendo crujir la gravilla de la carretera. Vista de espaladas, tan ágil y menuda, parecía un niño-soldado. Capa la había visto detenerse al lado de la cuneta, mirando alrededor con la cautela de un cazador avispado, haciendo sus cálculos, preparando mentalmente la foto. A medida que se acercaban al frente, su paso se hacía más rápido, como si se esforzara por llegar a una cita. Él también hacía sus propios cálculos y según esas cuentas ella llevaba una semana de retraso desde que le había bajado la última regla.

Desde su aterrizaje forzoso en Barcelona, se mostraba más silenciosa, encerrada en sí misma, igual que si hubiera ocurrido algo o hubiese comprendido de repente esa característica prodigiosa que tienen algunos lugares para transformar a las personas por dentro. Leía constantemente todo lo relativo a la historia de España, su geografía, sus costumbres… Estaba descubriendo el país al mismo tiempo que se descubría a sí misma. Capa advertía el proceso de autoeducación de ella, la veía cambiar cada día, la barbilla voluntariosa los pómulos afilados los ojos más transparentes como las uvas con la luz de la vendimia, sigilosos, protegiendo algo dentro. Temía esas sutiles diferencias que ocurrían al margen de él, en el interior de su mirada. Pensaba que las mujeres tenían una capacidad de transformación infinitamente superior a la de los hombres y eso era en el fondo lo que más temía, que aquellos cambios pudieran acabar distanciándola de él. Ya no lo necesitaba, ni le pedía consejo como al principio. Hasta las fotos que hacía iban emancipándose de él, adquiriendo su propio enfoque. Se movía siempre en relación con las cosas, explorando sus límites, el perfil de una mandíbula, el corte en picado de un precipicio… Cada vez más autónoma, más dueña de sus actos. Fue entonces cuando Capa supo, con la certidumbre seca de una revelación, que no sería capaz de soportar la vida sin ella.

Llegaron a la loma de La Malagueña al mediodía. La milicia de la CNT había planeado lanzar en los próximos días una ofensiva sobre la ciudad de Córdoba, situada a unos trece kilómetros al sur. Sin embargo la desorganización era casi completa. No había cadena de mando. Los soldados parecían reclutas novatos con más coraje que adiestramiento militar. Un pequeño grupo de milicianos de Alcoy confraternizaba con los periodistas que habían ido a cubrir el ataque en un ambiente relajado, jugando a las cartas y bebiendo animadamente.

– Lo peor de la guerra es aguantar el tedio de la espera, muchacho -le dijo un periodista veterano al ver la decepción en su rostro. Era Clemente Cimorra, el corresponsal de La Voz, que ambos habían conocido en el Chicote, aunque ahora no llevaba su transistor colgado de la oreja. Pero no tuvieron que esperar mucho. A los pocos minutos se reanudaron los combates. Era la primera refriega que presenciaban a una distancia tan corta. El grupo estaba compuesto por algunos periodistas y cincuenta milicianos cuya misión era defender al regimiento de artillería de Murcia, situado detrás de la primera línea de la columna de infantería alcoyana. Capa insistió para que Gerda no se quedase en la loma.

– Demasiado peligroso -dijo dando el asunto por zanjado.

– No me vengas con esas ahora -le repicó ella ofendida-. Ya lo hemos hablado muchas veces.

Se había puesto en pie mientras buscaba el encendedor en el bolsillo del pantalón. Se acercó a los labios un cigarrillo recio, sin filtro. Capa seguía mirándola con la misma dureza, sin dar su brazo a torcer.

– Ni hablar.

– ¿Pero quién te has creído que eres? ¿Mi padre? ¿Mi hermano? ¿Mi niñera? ¿O qué? Ahora lo miraba de frente, desafiante, los ojos brillantes con ascuas de fuego.

– No quiero que te ocurra nada -dijo él en tono conciliador y después con aquella sonrisa suya de medio lado, entre irónica y cálida, añadió-: no es que me importe mucho, pero me jodería quedarme sin manager.

– Pues tendrás que acostumbrarte.

Sonó como la amenaza que era. Capa desvió la mirada. Era rápida en sus respuestas y no estaba hecha para dejarse tomar ventaja por nadie. Capa la observó minuto y medio sin abrir la boca. Resuelta firme desafiante capaz como nadie de sacarlo de sus casillas.

– De acuerdo -dijo-. Allá tú. -Quería a aquella judía flaca, obstinada, egoísta e insoportable. La quería hasta el tuétano de los huesos.

Echaron a andar detrás de la columna por la loma arriba, sobre los rastrojos de color ocre, salpicados de piedras y de árboles amputados por el reciente encarnizamiento de obuses ligeros. A lo lejos se perfilaba la cresta azulada de la sierra. Capa caminaba delante, deteniéndose a trechos para comprobar si ella podía apañárselas con los desniveles del terreno. Le dio la mano para ayudarla a subir a una roca, pero ella rehusó su ayuda.

– Puedo yo sola -dijo con un impulso típico de su carácter.

La veía por el rabillo del ojo, subiendo lo más empinado de la loma, sin abrir la boca. Ni una queja, ni un comentario, silenciosa, lanzando miradas alrededor entre foto y foto.

– Haz exactamente lo que yo haga. No te despegues de mí. Observa bien el terreno. Busca siempre algún talud donde protegerte. Hay que avanzar a saltos, por etapas. -Capa le daba instrucciones sin mirarla, como si hablara solo, en un tono áspero y acre, malhumorado-. Y nunca levantes la cámara al sol cuando haya aviones volando cerca, ¡coño!

«Cerro Muriano, 5 de septiembre de 1936. Dos muchachos muy jóvenes… casi dos críos», escribió Clemente Cimorra en su crónica del día, convirtiéndolos, sin que ellos lo supieran, en protagonistas de la jornada, «sin nada más en las manos que sus cámaras fotográficas, una Leica y una Rolleiflex. Espían los movimientos de un avión que aletea en vertical sobre sus cabezas. Él y ella, los dos muchachos que ahora me acompañan consiguen sacar las fotos de la propia llama del suceso. Se arrastran por los sitios más batidos por las balas… Esto de la intrepidez periodística no es un mito, créanme. Es la bravura de la juventud generosa que busca el documento. Son de los nuestros. Gente de gauche…».

El ataque se interrumpió por la tarde, entre la una y las tres. Aprovecharon para reponer fuerzas en el campamento base. Se sentaron juntos. Capa no le quitaba la vista de encima a Gerda. Su pecho torneado bajo la camisa gris hizo que de pronto sintiera una fuerte presión en la ingle. Cada vez le pasaba eso con más frecuencia. Como si el riesgo avivara sus reflejos físicos al máximo, lo mismo para ponerse a salvo detrás de un talud, que para desear abrazarla bien fuerte, porque el día menos pensado podía estar muerto, como el reportero francés de L'Humanité, Mario Arriette, que había sido abatido en el frente de Aragón, pocos días después de que ellos abandonaran Leciñena. O tal vez sería ella la que estuviera muerta y entonces él no podría aguantarlo y se moriría también de desesperación y de angustia y de culpa y no se perdonaría el no haberle dado un guantazo bien dado cuando aún estaba a tiempo. Era lo que llevaba queriendo hacer durante todo el día. Plis, plas, una bofetada limpia y seca, nada más. Para que entrara en razón. Porque una cosa era cubrir la retaguardia de la guerra y él ahí nunca le había puesto ninguna pega. Pero otra, muy distinta era la primera línea de fuego, tirarse a campo abierto, arrastrarse de bruces por el suelo, para pasar debajo de los tiros, rebozados de tierra hasta las orejas, tratando de avanzar a duras penas hasta el próximo muro de piedra para intentar ver lo que había del otro lado. Pero allí estaba ella con cara de pocos amigos, la frente toda arañada y los pantalones sucios de tierra, más distante que nunca, llena de razón, con la arruga de Kierkegaard entre ceja y ceja, y lo único que se le ocurría a él era querer besarla hasta hacer desaparecer aquella línea de dureza en su rostro. No podía evitarlo. Ante ella era incapaz de mantener el rencor más que un breve instante. Deseaba apretarla bien fuerte entre sus brazos hasta que se olvidara de todas las palabras impertinentes que se habían dicho y de todas las que se podían llegar a decir, porque lo único que contaba a fin de cuentas era aquella necesidad física de contacto en víspera de la batalla. Calidez. Presión. Ternura. Paz. Pero ella parecía sólo atenta a su comida. Galletas de cáñamo y queso fresco. Limpió la navaja con un pedazo de pan y volvió a guardársela en el bolsillo, sin pronunciar una palabra. Plomo en el horizonte.

Por la tarde cada uno se fue por su lado. Capa decidió quedarse con los milicianos de Alcoy en una trinchera cercana a la loma, pensando que quizá allí tendría más oportunidades de sacar la foto de acción que buscaba. Ella prefirió avanzar unos kilómetros con el resto de los periodistas por si se producía la anunciada avanzadilla de la artillería republicana contra las tropas del general Varela, acuartelado en Córdoba. Entre los periodistas extranjeros había un muchacho canadiense de diecinueve años, Ted Allan, con el que había hecho buenas migas, un chico tímido y patilargo, de ojos claros, que se parecía un poco a Gary Cooper en Tres lanceros bengalíes.

Fue él quién oyó la primera ráfaga lejana en la loma de La Malagueña. Ta-ta-ta-ta-ta-ta… Seguida a continuación de un silencio hueco. Después otra ráfaga más corta ta-ta-ta-ta… y otro silencio. Estaban en el valle y el sonido llegaba amplificado por las colinas de alrededor.

– Es un fusil ametrallador Breda, italiano -dijo-. Y parece fuego cruzado.

Era joven pero había hecho el servicio militar en zapadores y sabía de lo que hablaba. Podía detectar la salida de los disparos a varios kilómetros de distancia por la duración del eco. Miró instintivamente el reloj. Las cinco de la tarde. Todos temieron que las tropas enemigas se hubieran infiltrado detrás de las líneas republicanas y dispararan contra ellos por detrás y por delante, atenazándolos con una pinza. La milicia de Alcoy sólo estaba equipada con fusiles Mauser y ametralladoras ligeras.

Gerda notó una punzada en el estómago. Todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo, antes incluso de invocar mentalmente a su Dios: Yahvé, Siod, Elohim, Brausen… Un resorte reflejo, sin intervención de la voluntad, igual que protegerse con los brazos ante un golpe. Se quedó quieta, mirando a un lado y a otro sin saber qué hacer. Pálida. Ofuscada. Tenía la boca seca y las manos heladas. Su primer impulso fue echar a correr en dirección a la loma. Pero el muchacho la sujetó fuerte por los hombros.

– Tranquila -le dijo-. No podemos cruzar campo a través. Para volver, tenemos que esperar a que oscurezca y dar la vuelta por el pueblo.

Gerda se apartó unos pasos hacia un roquedo. Se sentía mal. Notaba un nudo muy apretado en la boca del estómago, apoyó los brazos en la piedra y vomitó todo lo que había comido.

Poco a poco las ráfagas fueron espaciándose más. La espera. El silencio de los campos después del combate. El cielo oscuro. La silueta sombría de la sierra. Vio la primera estrella tumbada en la hierba, con la espalda pegada al suelo como cuando era niña Y se tranquilizó. A su alrededor todo estaba tan quieto como una pintura falsa. El muchacho seguía a su lado, callado. Un ángel de la guarda silencioso.

Llegaron al campamento de noche cerrada Y a doscientos metros Gerda ya reconoció la voz de Capa aunque su tono sonaba seco igual que un volcán apagado, y no podía entender bien lo que decía. Al parecer discutía con alguien.

– ¿No querías una foto? Pues ya tienes tu jodida foto -le espetó con más ira que desprecio el capitán de la brigada en el momento en que Gerda, Ted y los demás llegaban a la explanada. Era un tipo fornido, de brazos recios, con la piel renegrida por la intemperie. Lo miraba con deliberada fijeza, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria o estuviera haciendo un esfuerzo por contenerse y no partirle la cara de un puñetazo.

Capa lo observaba evasivo, la nuca con un gesto que evidenciaba su desconcierto, como el boxeador que ignora la campana, noqueado, con recursos físicos apenas suficientes para afrontar la situación con entereza. Sin duda había estado bebiendo. Apenas podía sostenerse en pie Y tenía una mirada extraña que Gerda nunca le había visto antes, entre abatido y hosco, como si hubiera cruzado una frontera sin retorno posible, la camisa desabrochada, por fuera del pantalón, el pelo revuelto. Gerda no lo había visto así ni siquiera cuando murió su padre.

– ¿Pero qué es lo que ha ocurrido? -quiso saber.

– Pregúntaselo a él -respondió el capitán.

Загрузка...