XXI

El viejo caserón aún resistía en pie después de varios meses de asedio. Estaba situado en el número 7 de la calle Marqués del Duero y había sido expropiado a los herederos del marqués Heredia Spínola para convertirse en sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. El edificio crujía por todas sus costuras, era feo, demasiado solemne, decorado con muebles fúnebres y gruesos cortinones de terciopelo, pero albergaba dentro toda la vida de una ciudad oculta. Los salones de la Alianza eran un jubileo continuo de actores, periodistas, artistas, escritores tanto españoles como extranjeros, sobre todo poetas como Rafael Alberti, que era su secretario. Entre el invierno y la primavera fueron pasando por allí Pablo Neruda, que seguía siendo cónsul de Chile en Madrid, César Vallejo, peruano de verso libre, Cernuda, elegante con el pelo siempre recién peinado y el bigote recortado, León Felipe, que llevaba cada día el recuento del número de muertos que causaban los bombardeos aéreos, Miguel Hernández, el poeta pastor de Orihuela, con la cara renegrida por los soles de la guerra cuando regresaba del frente, el cráneo rapado y los andares campesinos, sin levantar apenas los pies del suelo.

Gerda pasó en silencio ante los murales del siglo XVIII que decoraban los pasillos medio en penumbra. Cuando llegó a su alcoba en el segundo piso, abrió la puerta del armario de nogal y descubrió colgados de la varilla una colección de trajes de época que habían pertenecido a varias generaciones de grandes de España: levitas austeras, encajes de baile, uniformes de almirante de paño azul y botones dorados, rasos desteñidos, muselinas con olor a alcanfor.

– ¡Es fantástico! -le dijo a Capa con los ojos agrandados, como una niña.

Entre cuatro o cinco, concertados repentinamente en la misma idea, empezaron a sacar aquellas reliquias polvorientas, haciéndolas resbalar sobre el pasamanos de caoba encerada con un revuelo de polillas. Poco después, el gran salón de los espejos se había convertido en un teatro improvisado, todo el mundo disfrazado, interpretando el papel que le había tocado representar. Capa vestido de académico con levita y camisa de encaje, Gerda contoneando las caderas bajo un vestido rojo de volantes y una mantilla española, Alberti enrollado en una sábana blanca, con una escarola en la cabeza transformada en corona de laurel, el fotógrafo Walter Reuter fumando en pipa con una casaca de teniente de coraceros, el cartelista José Renau vestido de obispo con las velludas piernas asomando debajo del amaranto, Rafael Dieste actuando de maestro de ceremonias, dirigiendo todo aquel cotarro. La alarma antiaérea de cada noche los sorprendió jugando como críos, armados de cascanueces tirándose bolas de papel, entregados a un alboroto de batalla infantil. Estaban rodeados de muerte por todas partes. Era su manera de defenderse de la guerra.

Toda la ciudad era una gran trinchera, llena de calles cortadas por las barricadas y de cráteres provocados por las bombas. Por Alcalá, Goya, la calle Mayor o la Gran Vía no se podía transitar; en las de orientación norte-sur, como Recoletos o Serrano, había que circular por la acera correspondiente a las fachadas que miraban al este y nunca se debían cruzar las plazas diametralmente, sino bordeándolas, pegándose siempre a los portales para refugiarse en ellos si fuera necesario. Eran las normas dictadas por el general Miaja cuando se hallaba al frente de la Junta Delegada para la Defensa de Madrid. Estaban pegadas en un tablón, a la puerta de la Alianza, bien visibles. A pesar de que hacía varias semanas que había empezado la evacuación de la población civil hacia Valencia, seguía habiendo problemas de abastecimiento y los madrileños tenían que aguantar largas colas de pie ante las oficinas de racionamiento y las tiendas de comestibles. Pero los teatros y los cines continuaban abiertos como si nada. El Rialto, el Bilbao, el Capitol, el Avenida… Una ciudad asediada no podía perder la esperanza. La gente iba a ver Mares de China, en el Bilbao, y no sabía que lo peor les estaba esperando a la salida, en la calle Fuencarral. Pero después de los tifones, los piratas malayos, los coolies y el tiroteo lejano de aquella China de celuloide, la guerra de verdad no impresionaba tanto. Jean Harlow estaba en algún lugar cerca de un río sucio fangoso y amarillo y la última esperanza era el sonido de fondo de una misteriosa sirena de barco. Los sueños.

La Alianza era el corazón cultural del frente. Por la tarde las habitaciones del primer piso se convertían en la redacción improvisada de la revista El Mono Azul, destinada a subir la moral de los combatientes y en el salón de los espejos, la compañía teatral, Nueva Escena, dirigida por Rafael Dieste, preparaba sus adaptaciones con montajes aclimatados a la guerra. La cena se servía a las nueve en una gran mesa corrida a la luz de los candelabros. El menú casi nunca pasaba de la mísera ración de alubias que permitía el racionamiento, pero la vajilla era exquisita, de cristal de bohemia y porcelana de Sévres.

A última hora se celebraban veladas musicales y jóvenes poetas con los ojos afiebrados recitaban sus versos hasta que el alba iba tintando de rosa las noches cañoneadas de aquel Madrid heroico. Gerda y Capa pronto se convirtieron en la pareja más querida. Ellos que en París nunca habían dejado de ser refugiados, extranjeros que vivían de prestado, en el ambiente de la Alianza empezaron a sentirse como en casa. Con su español vacilante se incorporaban al coro para cantar con más ímpetu que nadie las canciones de la resistencia: de las bombas se ríen / de las bombas se ríen / de las bombas se ríen / mamita mía / los madrileños / los madrileños… la voz honda, el corazón en su sitio. Se empaparon del humor español, tan crudo a veces. Eran capaces de reírse cuando el plato de la cena estaba vacío o cuando Santiago Ontañón decía que las alubias tenían gusanos que los miraban fijamente o cuando al poeta Emilio Prados le daba por cantar la Marsellesa con acento andaluz o cuando Gerda decía que fumaba «yerbos» o cuando Capa muy serio se ponía hablar con las marquesas de los cuadros.

– ¿Y por qué es usted revolucionario, señor Capa, si puede saberse? -le preguntaba María Teresa León, la mujer de Alberti, imitando la voz polvorienta de una de aquellas damas del Antiguo Régimen que adornaban las paredes.

– Por decoro, señora marquesa. Por decoro -respondía él.

La Alianza fue su hogar español, su única familia.

A veces también se dejaba caer por allí el escritor americano Ernest Hemingway, con su boina y sus gafas de intelectual con montura metálica. Estaba preparando una novela sobre la guerra civil e iba a todas partes con una vieja máquina de escribir. Solía acompañarlo el corresponsal de The New York Times, Herbert Matthews, uno de los reporteros más perspicaces que había en España y Sefton Delmer, del londinense Daily Express, un tipo de metro ochenta, fornido y colorado, con pinta de obispo inglés. Los tres formaban una especie de curioso trío de mosqueteros, al que pronto se unió Capa, desde el día en que encargó una paella para todos en las cuevas de Luis Candelas, bajo el arco de Cuchilleros.

Gerda por su parte era la estrella de la Alianza. Su magnetismo seducía a todo el mundo con aquella sonrisa de dientes luminosos y su facilidad para imitar cualquier acento y entenderse en cinco idiomas además del capanés, como llamaba Hemingway a la jerga extraña que hablaba Capa. Salía de la Alianza temprano, a pie, dejando a su espalda el edificio martirizado de la Biblioteca Nacional, pasaba por Cibeles y luego continuaba en coche, desde Alcalá o Gran Vía en dirección al frente. Trabajaba durante todo el día, asomada con su cámara a los precipicios de la muerte que llegaban hasta las trincheras del Hospital Clínico, a apenas unos cientos de metros de los primeros bares de Madrid. Manejaba la cámara como un fusil de asalto. Capa la veía cambiar la película, recostada contra un talud mientras le estaban disparando, las aletas de la nariz dilatadas, la piel sudorosa, segregando adrenalina por todos los poros, sin abrir la boca, lanzando intensas miradas en torno entre foto y foto.

Se arriesgaban cada vez más. Pero eran demasiado guapos, demasiado jóvenes, con una especie de desenfado deportivo. A nadie se le ocurría temer por ellos. Tenían el aura de los dioses. Los soldados se alegraban al ver llegar a Gerda como si su presencia les sirviera de talismán. Si la pequeña rubia -como la llamaban- estaba cerca, las cosas no podían ir tan mal. Algunos meses después, Alfred Kantorowicz le confesaría, cuando volvieron a coincidir al sur de Madrid, en La Granjuela, que nunca había visto a sus brigadistas tan limpios y bien afeitados como cuando ella rondaba con su cámara por allí cerca. La barahúnda de los hombres alrededor de los espejos y las fuentes de agua era constante. Los corresponsales extranjeros se peleaban por poder cederle el lugar o poder llevarla en sus vehículos. André Chamson la invitó a viajar a bordo de la limusina requisada que le habían adjudicado. Ella correspondía a todos con aquella peculiar sonrisa suya irónica y afectuosa al mismo tiempo, amable con todos, pero sin abdicar de nada. El general Miaja le regaló la primera rosa de abril, durante una entrevista, mientras recorrían juntos los jardines de la Alianza. También charlaba a menudo con Rafael Alberti en la biblioteca de la casona. Ella le enseñó al poeta a revelar sus primeros negativos en el sótano del edificio, donde habían instalado un pequeño laboratorio. Hasta María Teresa León la adoraba con una mezcla de instinto maternal y rivalidad femenina.

En público tenía un encanto que tentaba a todos. Eso era algo que Capa había admirado en ella desde el principio, pero ahora no estaba tan seguro. Empezaba a dudar de todo. La relación entre ellos había vuelto a la intermitencia de los primeros tiempos. Eran amigos del alma, compañeros inseparables, colegas, socios. Y a veces -sólo a veces- dormían juntos. Como pareja se habían replegado a la aparente inocencia de un territorio neutral. Pero él era demasiado orgulloso para ser un amante secreto. No podía soportarlo. Cuando ella estaba atrincherada en la muralla de su independencia o mantenía una conversación en privado con alguien y él estaba a su lado, en un grupo más amplio, se ponía a contar en voz alta chistes que a él mismo no le hacían ninguna gracia, presa de una extraña locuacidad. Siempre hacía lo mismo cuando se sentía desplazado. Interpretaba todos y cada uno de los gestos de ella como si se tratara de un código en clave. Sospechaba que lo había sustituido por otro. En una ocasión la había visto en el vestíbulo, agarrando por las solapas a Claud Cockburn, el corresponsal del London Worker, al tiempo que se reía mucho de algo que él le había susurrado al oído. Durante días se dedicó a seguir al periodista y a hacerle la vida imposible. Pero a qué demonios estaba jugando ella. Ya no confiaba en las muestras de cariño que Gerda le profesaba cuando le acariciaba el pelo al pasar por su lado o al apoyarse en su hombro cuando les coincidía sentarse juntos. O está conmigo o contra mí, pensaba.

Pero cuanto más luchaba contra la presencia de ella, más se obsesionaba con su cuerpo, la planicie de su estómago, la curva leve del tobillo, el hueso saliente de la clavícula. Ésa era su única geografía. Necesitaba acostarse con ella no una noche, sino todas las noches, tumbarla boca arriba en una de aquellas camas con dosel, abrirle los muslos y adentrarse en ella, domándola a su ritmo, hasta hacerle perder el dominio, hasta suavizar aquellas aristas de dureza que se le ponían a veces en el rostro y que tan distante la hacían parecer. Igual que el viento va puliendo las rocas desnudas. La última vez fue así. Fuerte, violento. Cayeron los dos de rodillas, él con la cabeza metida debajo de la camisa de ella y el sabor salado de sus dedos en la boca antes de empezar a dar rienda suelta a su deseo. La sujetó del pelo y tiró de él fuerte hacia atrás, las facciones trastornadas, furioso, voraz, con besos convertidos en mordiscos y caricias detenidas en el límite mismo del arañazo. Le hizo el amor salvajemente, como si la odiara. Pero lo que odiaba era el futuro.

– Me largo -le dijo con la cabeza baja, sin mirarla, antes de salir descalzo de su habitación.

Era lo único que podía hacer. Estaba volviéndose loco. Además ella sabía apañárselas muy bien sola.

Estaba centrada en su trabajo más que nunca. Tenía la costumbre de levantarse temprano y regresar con la última luz del día. Al amanecer recorría el parque del Oeste y todo el intrincado sistema de trincheras excavado alrededor de la Ciudad Universitaria. De regreso del frente caminaba por la avenida del quince y medio, cruzándose con los viandantes, sorteando con indiferencia el cadáver de algún ciudadano desafortunado, curtida ya de espantos ante la muerte, con una coraza que se le había ido formando sin darse cuenta a lo largo de casi un año de guerra. Se paró de pronto ante la cartelera de un cine. Allí estaba Jean Harlow, una muchacha, medio mala, medio buena, mitad ángel, mitad vampiresa, como cualquier personaje susceptible de redención y a su lado Clark Gable, su salvador, sonriente, brutal, tierno, el hombre que debía ponerla a prueba, apartarla, rebajarla un poco, despreciarla y al mismo tiempo responder a su amor con un amor encarnizado, de la misma naturaleza. La historia de siempre. Todo ese interior violento y complicado para defenderse de la propia ternura. El cine con su tributo de sueños y sombras.

A mediados de marzo los sublevados intentaron un nuevo asalto sobre Madrid desde el nordeste. Pero el ataque de las tropas italianas enviadas por Mussolini fue contestado con una gran contraofensiva que terminó con la victoria republicana en Guadalajara. Gerda recorrió las zonas conquistadas, circulando por carreteras estrechas, llenas de barro, con un gran trasiego de camiones y carros de combate. Ese día llegó a la Alianza cansada y pálida, con el trípode de la cámara agujereado de balas fascistas.

Cuando Rafael Alberti se inquietó por el peligro que había corrido, ella le respondió señalando un palo del trípode.

– Mejor aquí que en mi corazón. -Pero no estaba muy segura de ello.

Cenó con todos como siempre y al terminar escucharon en la radio al locutor Augusto Fernández dando el parte de guerra. Eran buenas noticias sin duda. La batalla de Brihuega había sido la victoria republicana más clara hasta el momento. Decidieron celebrar una fiesta en el salón de los espejos, pero Gerda no quiso ir. Todos le insistieron, Rafael Dieste, Cockburn, que no desaprovechaba ocasión para cortejarla, Alberti, María Teresa León, todos… pero ella rehusó con una sonrisa tibia. Se retiró a su cuarto. Estuvo despierta hasta tarde marcando cuidadosamente sus negativos. No lo hacía como Capa con un corte en forma de cuña, sino con un hilo de coser, igual que los directores de cine. Ese trabajo manual la relajaba. Sentía en el alma cierta turbiedad de río fangoso y amarillo achicándose en la noche. Desde que Capa se había ido, ya no le interesaba la vida social.

Jean Harlow en Mares de China.

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