VII

Se quedó parada ante la puerta con la llave en la mano. El cajetín de la cerradura estaba forzado y había astillas de madera por el suelo. Antes de tener tiempo para pensar nada, notó el latido de la sangre en la sien izquierda, una inquietud imprecisa como cuando venía caminando y le parecía oír unos pasos a su espalda. Todo su cuerpo se tensó como un arco, la precaución instintiva de la liebre que olfatea al cazador. Demasiadas veces había temido aquella situación como para no reconocerla. La llevaba grabada a fuego en la memoria desde que pisó por primera vez la celda de la Wächterstrasse. Notaba un golpeteo sordo en los tímpanos, monótono, como el oleaje. A muchos metros de profundidad, bajo el agua del lago había sentido algo parecido. Buceando se puede llegar a escuchar hasta la circulación de la sangre por las venas, pero ningún sonido del exterior llega a alcanzarte. Si alguien la hubiera llamado en ese momento no habría sido capaz de oír su propio nombre. Tal vez ni el sonido de un disparo.

Apretó instintivamente la bolsa de la cámara contra el vientre y empujó despacio la puerta con el pie.

– ¿Ruth? -llamó-. ¿Estás ahí?

Conforme se adentraba por el pasillo, su imaginación iba encadenando la secuencia de los hechos muy lentamente: la cerradura reventada, el tris-tras del papel al rasgarse, montones de libros destripados por el pasillo, las fotografías de las paredes arrancadas, el jarroncito de cristal hecho trizas, cajones volcados, una cuenta de su collar de ámbar rodando desde su habitación, aquellas cruces gamadas pintadas en las paredes. «¡Sucias judías!» La historia de siempre… Había un olor extraño en toda la casa. Oyó en la cocina el borboteo de una olla hirviendo. Pero un segundo antes de destaparla ya supo lo que iba a encontrarse. El Capitán Flint flotaba dentro con el cuello partido y la lengua fuera. No gritó. Se limitó a apagar el fuego y a cerrar los ojos. Una punzada de vergüenza y humillación le galopó hasta la garganta, provocándole una arcada. Necesitaba un cigarrillo. Se sentó a fumarlo sentada en el suelo con la espalda pegada a la pared debajo de la esvástica. Las rodillas flexionadas, la frente apoyada en la mano. De pronto tuvo la certeza de que aquello no iba a acabar nunca, de que siempre iba a ser así. O blanco o negro. O esto o lo otro. Con quién estás, en qué crees, a quién odias. Quién te mata. Oía dentro de su cabeza el eco sordo de un serrucho: «Je te connais, je sais qui tu es

Toda la angustia metafísica que sentía en las reuniones del Capoulade se convertía ahora en odio puro. Preciso. Neto. No se trataba de ideología, sino de instinto, de necesidad de romperle el cráneo a alguien, de pelear sabiendo bien por qué se pelea, de reavivar los reflejos, los mecanismos elementales de defensa y conservación, tensar los músculos, aprender a montar y a desmontar un arma, afinar la puntería…

– Eres tú o ellos, truchita -evocó la voz de Karl en el tejadillo de la terraza mientras trataba de instruirla por si llegaba el momento.

El recuerdo le removió algo dentro. Echaba de menos a sus hermanos. Notó un cosquilleo blandito en el costado antes de que las lágrimas empezaran a enturbiarle la vista. Maldita sea, se dijo. Maldita judía estúpida. ¿Le vas a dar a estos hijos de puta la satisfacción de hacerte llorar? Golpeó el suelo con el puño, bruscamente, con una rabia inesperada dirigida más contra sí misma que contra nadie y con el mismo impulso se puso en pie, sacó la cámara de la bolsa, acercó el ojo al visor, buscó foco, ajustó el diafragma, encuadró primero la cabeza doblada del loro, un primer plano de la lengua y empezó a disparar. El gesto duro, las aletas de la nariz dilatadas, sin que le temblara el pulso, los nudillos blancos cada vez que apretaba el obturador. Clic. Clic. Clic. Clic. Clic…

Cuando llegaron Ruth y Chim no necesitaron preguntar qué había pasado. La encontraron inclinada sobre la mesa de la cocina, la camisa remangada por encima de los codos, el ceño fruncido, concentrada en recomponer con un bote de cola los libros que todavía se podían salvar. Estaba pálida y tenía una expresión tensa, obstinada, disciplinada, como si aquella tarea manual fuera lo único que le ayudara a controlar las emociones. No se movió cuando llegaron, ni dijo nada. Chim se acercó para abrazarla sorteando los destrozos, pero ella lo frenó con la mano. No necesitaba el consuelo de nadie.

– ¿Se han llevado algo? -preguntó.

– Nada imprescindible. -Su voz no sonaba frágil, sino sombría. Sus zapatillas de tenis y la ropa que estaba colgada en el armario del fondo era lo único que había sobrevivido intacto a aquella razia-. Han abrasado vivo al Capitán Flint.

– Tenéis que dejar la casa -intentó razonar Chim-, pueden volver en cualquier momento.

– ¿Y de que serviría? -respondió Gerta-. Si te buscan, te encuentran. Lo único que podemos hacer es estar preparadas en caso de que vuelva a ocurrir. -Ruth sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo, pero esta vez no le llevó la contraria a su amiga.

– No tenían por qué haberlo matado -dijo-. Era un loro viejo y simpático, se iba con cualquiera.

Gerta volvió la cabeza hacia la pared para que no la vieran y tragó saliva, pero en seguida se repuso. Permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en una mano, mientras Chim trataba de convencerla. Pero de nada valieron sus razonamientos para hacerlas desistir. Al menos consiguió que aceptasen de buen grado que él se quedara a dormir aquella noche. No pensaba dejarlas solas.

Dedicaron el resto del día a reparar los desperfectos con la pasión frenética de quien en realidad intenta arreglar el mundo. Taponaron los huecos de la cerradura con masilla. Ruth metió la máquina de escribir en una bolsa de cuero, para llevarla a un taller del Marais donde trabajaba un amigo suyo. Chim se encargó de llevarse al Capitán Flint envuelto en una toalla. Gerta con todo su carácter y su sangre fría no había tenido corazón para hacerlo. Parecía más menudo, así, con las plumas ensopadas. Chim lo miró con afecto, recordando sus andares cascorvos, haciendo de las suyas por la salita. No había aprendido a hablar pero en ocasiones tenía la virtud de escuchar con un uso de razón que para sí quisieran muchos seres humanos. Fue sólo un momento de duelo. Después se encaramó en lo alto de una escalera con un gorro de papel de periódico en la cabeza y una brocha en la mano, absorto en dejar la pared del pasillo inmaculada como un trozo de eternidad. Sus brazos estaban salpicados de pequeñas gotitas de pintura. Al final del día las cosas parecían estar más o menos en su sitio. Se diría que la casa había resistido bien el primer embate. Todo estaba impregnado de olor a pintura y disolvente. Abrieron las ventanas y se pusieron a respirar con fruición aquel aire incierto de comienzos del verano.

El ambiente político no podía estar más caldeado. La negativa de Inglaterra a ayudar a Francia para detener la remilitarización hitleriana del Rin hacía pensar a los franceses que habían sido abandonados por su principal aliado. Por otra parte los constantes movimientos de tropas de Mussolini en la frontera de Abisinia no ayudaban precisamente a tranquilizar los ánimos. Apenas había un domingo en que las calles de París no fueran recorridas por una manifestación de protesta. Cientos de miles de personas salían regularmente a la calle con banderas, pancartas y consignas de lo que muy pronto cuajaría en la formación del Frente Popular. Chim, Henri Cartier-Bresson, Gerta, Fred Stein, Brassai, Kertész… fotógrafos de todas partes de Europa, captaban ese fervor trepados a las cornisas, subidos a los árboles o encima de los tejados: estudiantes, obreros del barrio de Saint-Denis, corros discutiendo acaloradamente en el barrio del Marais… Algo estaba a punto de suceder. Algo serio, grave… y querían estar allí para captarlo con sus cámaras. Leica, Kodak, Linhoff, Ermanox, Rolleiflex de dos lentes reflex… visores luminosos, zoom, carga semiautomática, filtros, trípodes… Iban cargados con todo al hombro. No eran más que fotógrafos, gente que se dedica a mirar. Testigos. Pero vivían sin saberlo entre dos guerras mundiales. La mayoría estaban acostumbrados a cruzar las fronteras clandestinamente. Ya no eran alemanes, ni húngaros, ni polacos, ni checos, ni austriacos. Eran refugiados. No pertenecían a nadie. A ninguna nación. Nómadas, apátridas que se reunían casi todas las semanas en algún local para leer en voz alta fragmentos de novelas, recitar poemas, representar obras de teatro de Bertolt Brecht contra el nazismo, o pronunciar conferencias. Les unía un vago romanticismo. Dame una fotografía y te construiré el mundo. Dame una cámara y te mostraré el mapa de Europa, un continente enfermo que emerge del ácido en la cubeta del revelado con todos sus contornos amenazados: el rostro de un anciano en Notre Dame; una mujer vestida de luto ante una lápida del cementerio judío, los ojos entornados, bisbiseando una plegaria; y apenas poco después un niño levantando las manos en el gueto de Varsovia; un soldado con los ojos vendados, dictándole una carta a un compañero; siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones en blanco y negro; Gerta acuclillada en una trinchera con la cámara colgada al cuello, una ligera distorsión focal al encuadrar un puente en llamas, la geometría del horror. No faltaba mucho para que aquel mundo pasara a ser uno de los escenarios de la guerra.


En la rue Lobineau, los sábados, cada quince días había un rastrillo de mercancías exóticas, especias de las Indias, perfumes en botellitas de muchos colores, telas de color índigo, henna para el pelo, pájaros tropicales, como el Capitán Flint. Siempre que pasaban delante de aquel puesto, Gerta se acordaba de él. Miraba aquellas aves de plumaje verde y anaranjado, pensaba en la ilustración de un libro que leía de niña, el color aguamarina de la portada y un pirata en primer plano con un loro en el hombro. Siempre la traicionaba la imaginación. Tenía una mente narrativa, Long John Silver, La isla del tesoro y todo eso. Era demasiado sugestionable. Se crió en un mundo que estaba a punto de extinguirse y el episodio del Capitán Flint le había impresionado más de lo que estaba dispuesta a reconocer. No sólo por el afecto que le había tomado, ni por la familiaridad de verlo todos los días andando por la casa, sino porque había sido un acto sin sentido. Absurdo. Una barbarie innecesaria. Sin embargo nunca se le cruzó por la cabeza la idea de reemplazar al viejo loro real de las Guayanas. Ella no era de ésas. No sentía necesidad de ocupar los huecos que iban quedando vacíos en su corazón. Paseaba entre los tenderetes, aspirando aquella caótica marea de aires, el olor del jengibre y de la canela, los gritos de los vendedores, el chillido de los pájaros, capturando imágenes como una exploradora en un mundo que no conocía.

Chim había conseguido que Fred Stein se instalara en una habitación libre de la casa. Era un tipo silencioso y tímido con un sentido innato de la composición fotográfica. El hecho de que fuera también alemán y refugiado ayudó a vencer la resistencia de Gerta y Ruth para alojarlo. Por otra parte tampoco les venía mal una ayuda para el alquiler. Después del incidente del apartamento con los fascistas de la Croix de Feu, se sentían más seguras con un hombre en casa aunque se negaran a reconocerlo. Todo el mundo sospechaba que los principales grupos antisemitas franceses estaban directamente conectados con Alemania y eso no resultaba precisamente tranquilizador, sobre todo teniendo en cuenta el pasado de Gerta.

Fred tenía una manera distinta de abordar la fotografía, quizá menos intuitiva, pero más sensorial, otra vuelta de tuerca más para captar el instante cotidiano. Cuando fotografiaba a un pájaro de aquellos con vistosos plumajes, uno podía entender de un solo golpe de vista toda la secuencia, cómo había sido atrapado en una selva tropical y luego metido en una jaula de bambú para entrar en el río del comercio, a lo largo de incontables jornadas, hasta llegar a un tenderete de la rue Lobineau.

Gerta absorbió también el punto de vista de Fred a la hora de encuadrar, como una perspectiva distinta a la que André le había enseñado, en cierto sentido, complementaria, menos exacta, pero más evocadora. La lógica no siempre servía a la hora de la verdad, como se encargaban de demostrar los hechos un día sí y otro también. Estaba intentando descubrir por sí misma qué era exactamente lo que quería transmitir con su mirada. Aún no había perdido del todo la inocencia. A pesar de todo, seguía siendo la niña que de noche se tumbaba boca arriba en el tejadillo de la terraza en la casa de Galitzia, respirando el aire limpio de las estrellas, flotando en mitad de la oscuridad, la espalda fresca bajo la blusa del pijama. Qué distinto fue nadar después, de mujer, tocada por los dedos fríos del lago. Era una nadadora espléndida. Podía cruzar el río de una orilla a otra en un tiempo récord. Por eso en casa le llamaban «truchita».

Cada día, a última hora, en su cuarto de París, cruzaba la frontera hacia aquellos recuerdos y antes de dormirse volvía a ser esa cría de diez años que estaba de pie en una fotografía en el muelle con un bañador rojo, la espalda mojada, las puntas rubias de las trenzas, goteando como pinceles, las piernas muy flacas, de pajarito, pensando siempre en su estrella. Se la imaginaba de un color verde-lima como un caramelo de menta. Guardaba el recuerdo en la boca hasta que se disolvía poco a poco en el sueño con el aliento fresco. Cuando a la mañana siguiente salía temprano a hacer fotografías por el barrio, sentía en los músculos toda la energía concentrada del agua fría en cada brazada, como si estuviera nadando hacia el futuro. Algún tiempo después en la penumbra roja del lavabo viendo aparecer las líneas y formas del fondo de las cubetas de revelado, descubriría que también la imagen puede traicionar. Basta un falso movimiento, la lenta configuración de un rostro, el escorzo de un cuerpo al caer, una camisa demasiado limpia para un soldado que lleva muchas horas de combate a cuestas. Pero esos detalles y otros, mas o menos evidentes, no podía saberlos aún. Le faltaba experiencia y profundidad de campo, esa costra de tiempo que en pocas horas puede envejecer la mirada de una muchacha de veintipocos años.

La profundidad de campo es algo que no se puede prever. Llega cuando llega. Algunos no logran alcanzarla en toda una vida. Otros nacen con los días contados y tienen que apurarse para conseguirla en el corto plazo que les queda. Gerta era de estos últimos, una corredora de fondo. Apuraba los días como los cigarrillos, esperando el momento. Se quedaba quieta, apoyada en el alféizar de la ventana, con una camiseta negra de tirantes y el sol en la piel de los hombros. 24 de junio de 1935. Solsticio de verano. Mediodía. Ni una brizna de aire. De pronto vio un cuadrado de luz al extremo de la calle y sintió un hormigueo en el estómago. Enfocó con más precisión: la camisa blanca remangada sobre los brazos, el pelo mojado, el equipaje al hombro, la piel tostada por el sol de España. Fue una sensación parecida a cuando un barco da un bandazo y el suelo cambia de inclinación. La cogió por sorpresa aquel desorden de latidos, pero no era el momento de pararse a analizar sus emociones. Ni siquiera quiso esperar a que subiera. Bajó las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos y él la alzó en brazos en el portal como hacía su padre siempre que regresaba a casa después de un viaje, dándole una vuelta por el aire en círculo, sonriendo a medias, seguro de sí mismo, fraternal como siempre. André, y su manera de llegar en el momento menos pensado, con aquellos ojos de hacerse perdonar. Guapo hasta doler, pensó ella. El jodido húngaro.

Загрузка...