XVI

Un miliciano baja corriendo la ladera de una loma cubierta de rastrojos. La camisa blanca remangada por encima de los codos, la gorra de soldado echada hacia atrás, un fusil en la mano y tres cartucheras de cuero alcoyano en la bandolera. El sol de las cinco de la tarde proyecta su sombra alargada hacia atrás. Un pie ligeramente levantado del suelo. El pecho al aire. Los brazos en cruz. Cristo crucificado. Clic.

Más tarde en la penumbra roja de un cuarto oscuro en un laboratorio de París, fue emergiendo el rostro de ese hombre desde el fondo de la cubeta. Las cejas muy pobladas, las orejas grandes, la frente alta, el mentón echado hacia adelante. El miliciano desconocido.

La fotografía fue publicada por la revista Vu en el número especial de septiembre sobre la guerra civil española y al año siguiente en Regards, en París-Soir y en un especial de la revista Life con un pie de foto en el que se explicaba cómo la cámara de Robert Capa captaba a un soldado español en el momento preciso en que un proyectil le atravesaba la cabeza y caía abatido en el frente de Córdoba. La imagen causó sensación en todo el mundo por su visceral perfección. Cientos de lectores enviaron cartas conmocionadas a los periódicos. En los hogares europeos y norteamericanos de clase media nunca se había visto una imagen semejante.

Muerte de un miliciano tenía dentro todo el dramatismo del cuadro de los fusilamientos de Goya, toda la rabia que luego mostraría el Guernica, todo el misterio que ata el alma de los hombres por dentro y les obliga a pelear sabiendo por lo qué pelean. El peligro, la melancolía, la soledad infinita, los sueños rotos, el instante mismo de la muerte en un abandonado páramo español. Su fuerza, como todos los símbolos no radicaba sólo en la imagen, sino en lo que ésta tenía de representación.

¿Y quién podía ser imparcial ante la barbarie? ¿De qué manera pasar entre los muertos con los ojos cerrados y las botas limpias? ¿Cómo no tomar partido? Hay fotos que no están hechas para recordar, sino para comprender. Imágenes que se convierten en símbolos de una época aunque nadie sepa eso cuando las hace. Un tipo está tirado contra el talud de una trinchera, oye una ráfaga de ametralladora, levanta la cámara sin mirar siquiera. Lo demás es misterio. «La fotografía premiada nace en la imaginación de los editores y cobra relieve en la mirada del público que la ve», reconoció Capa ante los micrófonos de la radio WNBC de Nueva York casi diez años después, cuando ella estaba ya en la orilla negra del éter, y lo escuchaba a millones de años luz, asomada a un balcón de su estrella.

«En una ocasión yo hice también una foto que fue mucho más valorada que las demás. Y cuando la hice, desde luego, no sabía que era especial. Fue en España. Muy al principio de mi carrera como fotógrafo. Muy al principio de la guerra civil…»

La gente siempre quiso creer ciertas cosas sobre la naturaleza de la guerra. Ocurre así desde Troya. El heroísmo y la tragedia, la crueldad y el miedo, el coraje y la derrota. Todos los fotógrafos odian esas imágenes que los persiguen como fantasmas durante toda su vida por el misterio y la adversidad escénica que encierran. Eddie Adams vivió siempre atormentado por la instantánea que sacó en 1968 a un general de la policía de Saigón en el preciso momento en que le está disparando un tiro a quemarropa en la sien a un prisionero del Viet Cong con las manos atadas a la espalda. La víctima contrae involuntariamente el gesto por el impacto justo un segundo antes de que el cuerpo empiece a caer. El fotógrafo Nick Ut, de Associated Press, nunca pudo olvidar la imagen de una niña vietnamita de nueve años quemada con napalm, corriendo desnuda por una carretera cerca de la aldea de Trang Bang. En 1994 Kevin Carter tomó en África la foto de una cría sudanesa desfallecida de hambre y acechada por dos buitres en un descampado, a menos de un kilómetro del puesto de reparto de comida de la ONU. Ganó el Pulitzer con esa foto y al mes siguiente se suicidó. Robert Capa jamás pudo superar la Muerte de un miliciano, la mejor fotografía de guerra de todos los tiempos. La foto que le cuarteó el alma.

Gerda estaba acurrucada de medio lado con la mejilla izquierda sobre la manta de lona, el brazo izquierdo flexionado debajo de la cabeza a modo de almohada, el rostro vuelto hacia Capa. Los ojos abiertos, clavados en él.

– Adivina qué hora es…

Era una manera como otra cualquiera de romper el hielo.

– No sé… ¿todavía es ayer? -Lo vio pasarse una mano por la cabeza, confuso, como si los efluvios del alcohol no se hubieran evaporado del todo de su mente o como si hablase en sueños.

Ella le tocó en el hombro. Mantenía los ojos abiertos para contemplar las chispas de electricidad de su pelo negrísimo en la oscuridad de la tienda.

– André… -dijo muy bajito.

El nombre le cogió por sorpresa. Hacía mucho que no le llamaba así. El tono tan cálido removió algo dentro de él. Inesperadamente se volvió frágil, igual que cuando de niño se sentaba en las escaleras de casa y acariciaba el lomo de un gato hasta que los gritos se iban aplacando poco a poco y volvía de puntillas a su cuarto, con el corazón encogido.

– ¿Sí…?

– ¿Qué fue lo que pasó?

– No quiero hablar de ello.

– Es mejor que lo hagas ahora, André. No es bueno quedárselo dentro ¿Pediste a los hombres que escenificaran un ataque?

– No. Estábamos haciendo el tonto, eso es todo. Tal vez me quejé de que todo estuviera demasiado tranquilo y no hubiera nada interesante que fotografiar. Algunos muchachos entonces empezaron a bajar corriendo la ladera y yo también me eché a correr con ellos. Subimos y bajamos la loma varias veces. Estábamos todos de buen humor. Nos reíamos. Dispararon al aire. Saqué varias fotografías. -Capa se quedó muy quieto, el gesto de la boca se le había crispado-…La puta foto.

– ¿Y qué ocurrió entonces?

Calló durante demasiados segundos para que la pausa fuera natural.

– Ocurrió que de repente todo era real. Teníamos una ametralladora franquista en la ladera de enfrente. Tal vez llamamos su atención con nuestras voces. Yo no oí los disparos… Al principio no los oí… -Miraba a Gerda con los ojos muy fijos, con lealtad y franqueza, pero al mismo tiempo a la defensiva.

Aquella mirada ella no la tenía codificada. Le dio un poco de miedo, o más bien, de aprensión. No sabía cómo interpretarla. Apartó los ojos.

– Ya es suficiente. No sigas si no quieres. -De pronto se había acordado de algo que también ella prefería olvidar-. No es necesario que me lo cuentes, de verdad. No me lo cuentes.

– Me has preguntado. Ahora tienes que escucharme. -En la voz de Capa no había recriminación ni ensañamiento, pero tampoco piedad.

– ¿Dónde estabas tú?

– Un poco más adelante, a un lado, en el cerro que llaman de la Coja. La segunda ráfaga fue más corta. Uno de los muchachos salió para cubrir la retirada de los de más y la ametralladora abrió fuego. Yo levanté la cámara por encima de mi cabeza y también disparé. -Se quedó callado unos segundos, como si se estuviera esforzando en desmenuzar un pensamiento difícil de concretar-. Fotografiar a las personas es obligarlas de algún modo a afrontar cosas con las que no contaban. Las sacas de su camino, de sus planes, de su trayectoria normal. A veces también es obligarlas a morir.

– No fue culpa de nadie, André. Ocurrió. Eso es todo -dijo Gerda, y nada más decirlo, se quedó paralizada por la coincidencia. Eran exactamente las mismas frases que había empleado Georg en Leipzig, cuando sucedió lo del lago. Las mismas palabras dichas en voz baja. El libro de John Reed sobre el mantel de lino, el búcaro con tulipanes y la pistola. Nunca había hablado de eso con nadie más.

– Lo hice mecánicamente, sin pensar -continuó él-. Cuando lo vi en el suelo, creí que no estaba muerto. Pensé que estaba fingiendo. Era un juego. De repente se hizo un silencio. Todos me miraban a mí. Entre dos milicianos lo arrastraron como pudieron hasta la trinchera, uno de ellos también fue alcanzado cuando volvió a recoger su fusil. Fue entonces cuando comprendí lo que había sucedido. Los fascistas lo acribillaron. Pero yo lo maté.

– No fuiste tú, André -lo consoló ella, aunque en el fondo sabía tan bien como él, que de no haber estado allí con su cámara, aquello no habría ocurrido.

– No sé quién era realmente. Tengo el traqueteo de la ametralladora aquí clavado -dijo, señalándose la frente-. Ni siquiera sé su verdadero nombre, vino voluntario desde Alcoy con un hermano pequeño de la misma edad que Cornell. Apreté mecánicamente el disparador de la cámara y él cayó de espaldas, igual que si hubiera disparado un arma y le hubiera alcanzado en la cabeza. Causa y consecuencia.

– Es la guerra, André.

Capa se dio la vuelta hacia la pared. Gerda no podía verle la cara. Sólo la espalda y los brazos desnudos. Como si con esa posición quisiera poner una barrera entre ellos. Ahora él se hallaba al otro lado de un puente roto donde ella no podía alcanzarle. No estaba inmóvil ni dormido. Su espalda se agitaba en silencio. La sacudida de la noche en el cuerpo. Quienes lloran consumen más energía que con ningún otro acto. También ella tenía cosas en las que mejor no pensar. Aún no había amanecido. El cuerpo de él se recortaba sobre la lona oscura de la manta. Al principio Gerda vaciló ante la idea de poner una mano sobre su hombro, pero finalmente no lo hizo. Hay momentos en los que un hombre necesita valerse solo.

Se quedó en la otra orilla de la tienda, cubriéndole la espalda lo que quedaba de noche, pero sin rozarlo. Apaciguándolo cuando él se despertaba sobresaltado por una pesadilla, hasta que se fue calmando poco a poco mientras ella seguía a su lado, con los ojos abiertos hasta el alba, pensando también en sí misma, en la soledad que se mete en los huesos a veces como una enfermedad incurable, en las cosas que rompen la vida y no tienen remedio. No volvieron hablar sobre esa foto. Tampoco volvió a llamarlo nunca André.

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