XIX

Nunca había visto los cafés tan llenos. Ni siquiera en París. Había que aguardar un buen rato de pie hasta encontrar asiento. Los tranvías pasaban abarrotados hasta los topes. Desde que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia, muchos corresponsales habían sido evacuados a la ciudad con la población civil que huía de los bombardeos de Madrid. La carretera hasta el puerto de Contreras estaba guardada por los hombres de la columna del Rosal. Ojos negros, andar campesino, patillas de hacha, pañolones de colores vivos y pistola al cinto. Anarquistas de los de verdad. Españoles de una casta muy brava. Ayudaban a las mujeres con los críos, los cargaban a pares sobre sus espaldas, pero para los hombres que habían abandonado las barricadas no tenían piedad. Los miraban coléricos, con el desprecio del toro hacia la oveja mansa. Fulgor puro. No les perdonaban que huyeran dejando la capital abandonada a su suerte. A muchos les obligaban a volver atrás. Sin embargo a los niños que venían hambrientos y enfermos, con sus saquitos al hombro, les mostraban sonrientes, ya de noche, desde lo alto, las luces de la ciudad.

– Alegra esa cara, chavalote -decían-. Ahí sí que vas a hartarte de comer arroz.

Valencia, cuajada de luces, brillante, tendida frente al mar. Un sueño.

Gerda acababa de llegar. Miró hacia un lado y hacia otro sin encontrar una sola mesa libre. El café Ideal Room, con sus grandes ventanales abiertos a la calle de la Paz, era el preferido por los corresponsales de guerra. Estaba siempre lleno de periodistas, diplomáticos, escritores, espías y brigadistas de todos los puntos cardinales que se arremolinaban bajo sus ventiladores de aspas, con sus cazadoras de cuero, los cigarrillos rubios y las canciones del mundo.

Hubo un revuelo entre las mesas al ver entrar a una mujer sola. La boina calada y un revólver a la cintura.

– Gerda, ¿pero que haces tú aquí? -oyó que le decía en alemán un tipo alto que se acababa de poner en pie al fondo del local.

Era Alfred Kantorowicz, un viejo amigo de París. Habían compartido muchas horas en las tertulias del Capoulade, un tipo alto y bien parecido, con gafas redondas de intelectual. Fue él quien había conseguido poner en marcha la Asociación de Escritores Alemanes en el Exilio, junto a Walter Benjamin y Gustav Regler. Gerda había asistido con Chim, Ruth y Capa a muchas de aquellas reuniones en las que leían poemas y representaban pequeñas piezas teatrales. Ahora Kantorowicz era comisario político de la 13.ª Brigada.

Se sentó a su lado en la mesa y se presentó ante los demás brigadistas, como enviada especial de Ce Soir.

– Una publicación nueva -explicó con humildad.

La revista todavía no había sacado su primer número a los quioscos, pero todos habían oído hablar de ella porque estaba en la órbita del Partido Comunista y la dirigía Louis Aragon.

La atmósfera cosmopolita se notaba en el humo: Gauloises Bleues, Gitanes, Ideales, caliqueños, Pall-Mall y hasta cigarrillos Camel y Lucky Strike. Aquella tribu formaba un mapa como los afluentes de un río venido de muy lejos. Franceses, alemanes, húngaros, ingleses, americanos… Entonces no importaban las fronteras. En España se quitaron la ropa de sus países para cambiarlas por el mono azul o la camisa verde olivo. Borrar las naciones. Ésa fue la enseñanza de la guerra. Para ellos España era el símbolo de todos los países porque representaba la idea misma de un universo escarnecido. Había obreros metalúrgicos, médicos, estudiantes, linotipistas, poetas, científicos como el biólogo Haldane, flemático y sentencioso con una cazadora de aviador comprada en una tienda de Picadilly Circus. Gerda se sintió como en casa. Eligió un Gauloises Bleues entre todos los cigarrillos que le ofrecían y dejó que el humo le entrara en los pulmones como cada una de las palabras y de las sensaciones que recorrían su cuerpo.

– ¿Y Capa? -preguntó extrañado al cabo de un rato el alemán. Estaba acostumbrado a verlos siempre juntos.

Gerda se encogió de hombros. Un silencio largo. Kantorowicz no le quitaba la vista del triángulo tibio del escote.

– No soy su niñera -respondió muy digna.

Valencia era cortés, generosa y aromática. La cara más amable de la guerra por aquellos días. Todos estaban de paso hacia alguna parte y apuraban la espera lo mejor que podían. A primera hora cruzaban la plaza de Castelar con sus grandes agujeros redondos que daban aire y luz al mercado subterráneo de las flores para dirigirse al hotel Victoria, donde se alojaba el gobierno de la República, por si había alguna noticia de última hora. Los corresponsales acostumbraban a comer en el hotel Londres, sobre todo los jueves que había paella. El maître de frac, se acercaba compungido a las mesas del comedor y decía:

– Dispensen el servicio y la cocina… Desde que lo dirige el Comité esto ya no es lo que era.

Los valencianos eran gente amable, pegada a la vida, un poco gritona siempre con algún chiste subido de tono en la recámara. A Gerda, que ya se manejaba más o menos bien con el idioma, le costaba entender lo que decían, pero enseguida aprendió a intercalar el che en su vocabulario y la gente la adoptaba instintivamente. Hay personas que se hacen querer sin pretenderlo. Se trata de algo innato igual que el modo de reírse como quien comparte una broma en voz baja. Gerda era de ésas. Tenía una facilidad extrema para los idiomas. Interpretaba cada acento con la soltura de un músico que improvisa nuevas melodías. Decía palabrotas con una gracia elegante que seducía a cualquiera. Escuchaba con la cabeza un poco inclinada, el aire cómplice, como un chico travieso. No era una mujer especialmente bonita para el canon femenino, pero la guerra le había aportado una belleza distinta, de superviviente. Demasiado flaca y angulosa, con unas cejas altas e irónicas, vestida siempre con un mono azul o camisa militar, con un encanto que tentaba a todo el mundo. La ausencia de Capa abrió la veda para sus pretendientes y ella empezó a descubrir el placer de ser cortejada. Los camareros le reservaban la mejor mesa. Los hombres establecían en su presencia una rivalidad sorda, competían por invitarla a una copa, por ofrecerle una primicia, por hacerla reír o llevarla a bailar a algunos de los salones de la calle Trinquete de Caballeros.

EL BAILE ES LA ANTESALA DEL PROSTÍBULO: CERRÉMOSLO, rezaba en la puerta un cartel rojinegro, avalado por las siglas de la FAI.

– El dueño de esto no será anarquista -comentó Gerda cuando alguien le tradujo la consigna.

Vaya que si lo es. Anarquista y de los duros, uno de los fundadores de la Federación Anarquista Ibérica.

– ¿Y cómo tiene abierto el local entonces?

– Bueno… como la prohibición emana del gobierno, es su manera de demostrar que a él nadie le da órdenes. Ya sabes: ni Dios, ni amo.

¡Los anarquistas! Tan suyos, tan leales, tan humanos. Españoles hasta el hueso del calcañal. Gerda sonrió para sus adentros.

Otras veces bajaban en grupo a la playa de la Malvarrosa a comer camarones y a mirar los barcos. Lo que más le gustaba a ella era eso. Sentarse en la arena y ver cómo los pescadores del Grao sacaban los veleros del agua con bueyes. Obligaban a avanzar a los bueyes mar adentro hasta las corvas, entonces le uncían los cables de los barcos al yugo de la testuz y los remolcaban hasta la arena. Varias parejas de bueyes arrastrando un barquito de vela fuera del mar, con una hilera de olas luminosas que iban a romperse en la arena. Se quedaba mucho rato sola, fumando y mirando lejos mientras el salitre le refrescaba la piel y los recuerdos.

No todo era tiempo libre. Tenía que sacar adelante sus reportajes. Ahora era periodista gráfica por cuenta propia. Todas sus imágenes llevaban el sello «Photo Taro». Nunca se había sentido tan dueña de sus actos. Se acuclilló bajo un arco del claustro, en el Instituto Luis Vives, las rodillas juntas, las pupilas contraídas como puntas de alfiler. Ante ella se alineaba una columna en formación del ejército popular. Tomó foco en primer plano, perspectiva en fuga. Clic. Como contrapunto a las fotografías de guerra, le gustaba retratar imágenes de la vida cotidiana, una pareja merendando horchata en Santa Catalina, el concurso de bandas de los pueblos bajo un díptico con los retratos de Machado y García Lorca, muchachas haciendo cursillos de instrucción en la plaza de toros. Valencia le llegó muy adentro. La ciudad era abierta, sensual y hospitalaria. Para todos los refugiados que venían hambrientos del frente representaba el paraíso de la abundancia, la tierra prometida, con el escaparate de Barrachina siempre repleto de víveres. Pero el frente se aproximaba cada día más y desde los balcones de la plaza de Castelar empezaban a verse otras cosas: la llegada de los malagueños que huían de los fusilamientos masivos. Gente con las alpargatas en carne viva y el rostro roto por el espanto.

No se lo pensó. La acreditación que tenía sólo era válida para Valencia, así que se presentó con su cámara y sus bártulos al hombro en la oficina de propaganda de la Junta de Defensa para obtener un permiso y poder cubrir el éxodo de los miles de refugiados que iban llegando desde la costa oriental de Andalucía. No era fácil conseguir un pase. Las autoridades estudiaban cada petición con lupa para evitar que algunos se aprovecharan de la situación. En ciertos círculos bohemios europeos se había puesto de moda una especie de turismo de guerra. Gente que buscaba sensaciones fuertes y que pretendía sacarse de encima el tedio de su vida anodina, instalándose a costa de la oficina de prensa en los mejores hoteles de Valencia o Barcelona, igual que si estuvieran en los toros, para ver desde la barrera cómo se mataban los españoles. Eso las autoridades republicanas no lo podían consentir. Así que la mayoría de los corresponsales tenían que esperar para obtener su autorización y plaza en un coche mientras mascullaban sus puros, escribían a máquina compulsivamente y reclamaban en idiomas extranjeros conferencias que nunca llegaban.

Gerda sin embargo consiguió el salvoconducto en menos de diez minutos, ratificado además, con un sello de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Sabía buscarse la vida. Tenía don de gentes, facilidad para entenderse en cinco idiomas, una sonrisa imbatible y una tozudez a prueba de burocracia.

Durante días estuvo viendo pasar refugiados por la carretera de la costa. Primero carros tirados por mulos, luego mujeres y ancianos cargados con hatillos, seguidos de niños sucios y asustados, después gente desesperada, descalza, exhausta, con la mirada ida de a los que ya les da igual ir para adelante que para atrás. Una auténtica riada humana. Ciento cincuenta mil personas que habían dejado su casa y toda su vida, huyendo aterrorizados primero hacia Almería y después hacia Valencia, en busca del refugio republicano más próximo, sin saber que lo peor les esperaba en el camino. El infierno. Tanques franquistas persiguiéndolos por tierra con saña de tiro al blanco. Aviones italianos y alemanes bombardeándolos desde el aire y en los tramos próximos a la costa, las cañoneras arreciando desde el mar. Aquello era una ratonera. A un lado, los acantilados, al otro, una pared de roca viva. No había escapatoria. Las madres les vendaban los ojos a los niños para que no vieran los cadáveres que iban quedando en las cunetas. Doscientos kilómetros a pie sin nada que comer. De vez en cuando se oía un ronroneo de motores y pasaban camiones de milicianos con la lona verde desteñida, sobrecargados hasta los topes, desvencijados, cubiertos de polvo, tristísimos. Los padres les suplicaban de rodillas que les dejaran subir a los críos, aún sabiendo que si los subían, tenían muy pocas probabilidades de volver a encontrarlos. La peor epopeya de la guerra. Muchos refugiados estaban en estado de shock. Otros sufrían colapsos de agotamiento mientras los aviones volvían a la carga, tejiendo desde el aire una intrincada tela de araña. Nadie intentaba protegerse. Ya les daba igual.

Gerda no sabía hacia dónde mirar. Aquello era el fin del mundo. Vio a una mujer muy alta, transportando un saco de harina a lomo de un caballo blanco y apretó el disparador como una autómata. Creyó que estaba delirando. Nadie enterraba a los muertos y tampoco había fuerzas para recoger a los heridos.

Al anochecer oyó un rumor confuso. Vibraciones, crujidos, topetazos, unos faros enderezándose en la oscuridad, a la salida de una curva. Se dirigió hacia la luz como si no quedara más mundo alrededor. Era la unidad móvil de un hospital de campaña. Un hombre con la bata blanca llena de sangre, como el mandil de un matarife, enrollaba una venda alrededor de la cabeza de un anciano. El doctor canadiense, Norman Bethune, parecía un resucitado. Flaco, sin afeitar, con las pupilas enrojecidas. Llevaba tres días enteros sin dormir haciendo transfusiones de sangre y recogiendo a niños del camino.

Gerda nunca había pensado que la tristeza estuviera tan próxima al odio. Subió la mecha del candil con lo que aumentó el diámetro de luz a su alrededor, se echó la manta por los hombros y empezó a caminar hacia la ambulancia. Oyó los quejidos de los enfermos, la voz de una madre hablándole muy bajito a su hijo. La tabla trasera del camión era usada como mesa de operaciones. Si se corta una vena en la oscuridad, en cualquier momento después del anochecer, la sangre se vuelve negra como el petróleo. Lo peor era el olor. En aquel momento hubiera dado cualquier cosa por estar con Capa. Él sabría qué decirle exactamente para serenarla. Tenía el don de hacer sonreír a los demás en los peores momentos.

Estuvo un rato absorta, hasta consumir el cigarrillo, recordando el tacto de sus manos ásperas y seguras, los ojos leales, de spaniel, el gesto de soplarle en el cuello después del amor, su humor autodespreciativo, capaz también de soltar una impertinencia que la pusiera furiosa y de arreglarlo luego otra vez con aquella mirada que lo borraba todo. Tierno, ocurrente, egoísta. «El jodido húngaro de los cojones», pensó de nuevo y casi lo dijo en voz alta para sofocar el sollozo que le subía a la boca. Caminaba sola por la cuneta entre muertos apilados unos sobre otros, pálida, con la mirada perdida.

Creyó que se moriría si no veía pronto un rostro conocido y entonces oyó un chasquido como la opalina de una vela al apagarse, alguien acababa de romper con la uña una ampolla de morfina. Antes de que se diera la vuelta lo reconoció por la espalda. Las piernas largas, los brazos remangados, metidos en la caja de un botiquín, el aire de Gary Cooper.

– Ted -dijo.

El muchacho se volvió. No habían vuelto a verse desde Cerro Muriano. Su ángel de la guarda de diecinueve años había envejecido. Caminó hacia él despacio, apoyó la frente en su pecho y por primera vez desde que estaba en España, se echó a llorar sin importarle que la vieran. En silencio, sin soltar palabra, incapaz de contener las lágrimas, mientras Ted Allan le acariciaba la cabeza despacio, también callado y confuso. La mano derecha entre su pelo rubio y la tela de la camisa. Ese contacto físico era el único consuelo posible en medio de aquel río humano. Parecía que las lágrimas no le salieran del pecho, sino de la garganta, impidiéndole respirar. Estuvo así mucho rato, llorando a lágrima viva después de siete meses de guerra de aguantar aquello sin venirse abajo.

El infierno.

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