IV

Cualquier vida, por corta que parezca, contiene demasiados equívocos, situaciones difíciles de explicar, flechas que se pierden en las nubes como aviones fantasma y si te he visto, no me acuerdo. No es fácil ordenar todo ese material ni siquiera para contárselo a uno mismo. En eso andaban los psicoanalistas con su ronda de los sueños. Las arenas movedizas, las escaleras de caracol, los relojes blandos y cosas así. Pero los sueños de Gerta no se dejaban agarrar ni ponerse un marco. Eran cosa suya. ¿Qué había sido su juventud hasta ahora? ¿Una traición a quienes la rodeaban o el deseo de otra vida?

Había encontrado trabajo como secretaria a tiempo parcial con un salario modesto en la consulta del médico emigrado René Spitz, discípulo de Freud. La interpretación de los sueños ocupaba mucho espacio en los primeros números de sus revistas. Ese mundo no le era del todo ajeno a Gerta. En los ratos de menos trabajo se ponía a leer la relación de casos con tanta avidez como si quisiera descubrir algún secreto sobre su propia vida.

La gente se defiende de los sueños de forma distinta. A veces al llegar a casa se sentaba en la cama con una cajita de dulce de membrillo donde guardaba sus joyas: unos pendientes de ámbar egipcio, fotos, una medallita de plata con el perfil de un barco, el dibujo a plumilla del puerto de Éfeso que le había regalado Georg el último verano. De repente sintió necesidad de agarrarse a esos recuerdos como a un clavo ardiendo, como si eso fuera a protegerla de algo. De alguien. Volvió al mundo de Georg igual que si se hubiera enfundado en una armadura. Hablaba de él a todas horas. Se impuso la disciplina de escribirle con frecuencia. Hacía planes para ir a verlo a Italia. Algo la había alterado por dentro, la había irritado o desconcertado y buscó el refugio de un amor conocido. Eso era su limbo, una zona cautiva entre la verdad y la ficción. ¿Por qué? Ruth la observaba y no decía nada. Conocía sus mecanismos de defensa desde niña.

Cuando Gerta tenía nueve años en el colegio de la Reina Charlotte una de sus profesoras la castigó una mañana sin salir al patio. Ella pretendió que no le importaba lo más mínimo, que en realidad odiaba tener que salir al patio. Cuando por fin Frau Hellen le levantó el correctivo, ella se mantuvo en sus trece. Estuvo un año entero sin salir al recreo, leyendo sola en su pupitre, por no darle la satisfacción de haberla herido con aquel castigo. No es que fuera orgullosa, es que era distinta. Nunca llevó bien el ser judía. Se inventaba historias sobre sus orígenes, como la de Moisés salvado de las aguas, que era hija de balleneros noruegos o de piratas, según la novela que estuviera leyendo, que sus hermanos pertenecían a «los caballeros de la mesa redonda», que tenía una estrella…

Pero había otra clase de sueños, claro que los había. Estaba el lago, la mesa con mantel de lino, un búcaro con tulipanes, el libro de John Reed y una pistola. Eso ya era otro cantar.

Una vez al salir de la consulta sintió a su espalda unos pasos sobre el pavimento, pero al volverse no vio a nadie, sólo una madeja de calles y árboles. Siguió andando desde la Porte d'Orléans, por esa zona de terrenos baldíos, más allá del boulevard Jourdan, sintiendo todo el tiempo a su espalda una inquietud imprecisa, como un chirrido leve de suelas de goma. De vez en cuando una ráfaga de viento levantaba una bocanada de papeles y hojas que casi la elevaba por el aire con sus escasos cincuenta kilos. Caminaba emboscada dentro del abrigo con una boina gris, mirando de refilón los escaparates de las tiendas cerradas, sin ver a nadie reflejado en el cristal. Octubre y sus sombras anhelantes.

Estaba delgada, más que nada por cansancio. Dormía mal, muchos recuerdos se iban desdibujando en su memoria. Le parecía que hacía siglos que había abandonado Leipzig y sin embargo no acababa de encontrar su sitio en aquella ciudad. «Sé que un día llegué a París -le contaría a René Spitz en su consulta una tarde en que cambió la bata de enfermera por el diván-. Sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacían, pensando lo que otros pensaban.» Era verdad. La sensación que más recurrentemente la inquietaba era la de estar viviendo una vida que no era la suya. ¿Pero cuál era la suya? Se miraba con aprensión en el espejo del lavabo, observando cada rasgo atentamente, como si de un momento a otro fuera a sufrir una transformación y temiera no reconocerse. Hasta que un día el cambio se produjo. Se agarró a la pila con las dos manos, metió la cabeza bajo el grifo durante unos minutos y luego se sacudió el agua hacia los lados como un perro bajo la lluvia. Después volvió a mirarse despacio en el espejo. Entonces con sumo cuidado cubrió todo su cabello, mechón a mechón, con barro rojo de henna y se lo peinó hacia atrás con los dedos. Le gustaba el color de la sangre seca.

– Pareces un mapache -le dijo Ruth cuando llegó a casa y la encontró leyendo acurrucada bajo un montón de mantas. El pelo rojo le hacía el rostro más duro y flaco.

Dentro de casa, no tenía reparo en mostrarse tal como era. Pero fuera, en las tertulias de los cafés, se convertía en otra. Desdoblarse, ésa era la primera regla de supervivencia: saber diferenciar la vida exterior de la procesión que va por dentro. Es algo que había aprendido desde muy pequeña, igual que expresarse correctamente en alemán por la mañana en el colegio, y al llegar a casa, hablar en yiddish. Al final del día, en pijama, hecha un ovillo, con un libro en la mano, Gerta no era más que una peregrina ante las murallas de una ciudad extranjera. De puertas afuera, sin embargo, seguía siendo la princesa risueña de ojos verdes y pantalones anchos que tenía encandilada a toda la Rive Gauche.

París era una fiesta. Los dadaístas se sentían capaces de convertir cualquier noche en un espectáculo improvisado con una simple rueda de bicicleta, un botellero y un orinal. Se fumaba, se bebía cada vez más, vodka, absenta, champán… Se firmaba un manifiesto cada día. A favor del arte masivo, de los indios de la Araucanía, del gabinete del doctor Caligari, de los árboles japoneses… Así llenaban el tiempo libre. Los textos de un día se oponían a los de otro. El carrusel de París y Gerta dando vueltas en él, girando sobre sí misma. Firmó manifiestos, asistió a mítines, leyó La condición humana de Malraux, compró un billete para un viaje a Italia que no llegó a hacer nunca, bebió más de la cuenta alguna noche y sobre todo volvió a verlo. A Él. A André. Y hasta soñó con él. Fue una pesadilla, más bien. Él le presionaba el pecho en plena excitación y no la dejaba respirar. Se despertó gritando, con los ojos espantados, mirando fijamente la almohada. No quería moverse, no quería volver a apoyar la cabeza en esa parte de la cama. O tal vez el sueño fue posterior, quién sabe… Tampoco tiene demasiada importancia. El hecho es que volvió a verlo.

Existe la casualidad, claro. También existe el destino. Hay fiestas, amigos comunes que son fotógrafos o electricistas o pésimos poetas. Además ya se sabe que el mundo es un pañuelo y en uno de sus pliegues puede caber un balcón-terraza desde el que se ve el Sena y se oye la voz de Josephine Baker como una calle larga y oscura, exactamente en el momento en que ella se vuelve y el húngaro la toma del brazo para preguntarle.

– ¿Eres tú?

– Bueno -respondió dubitativa-, no siempre.

Ahora reían los dos como si les uniera una complicidad antigua.

– No te había reconocido -se justificó André, mirándola entre asombrado y divertido con el ojo izquierdo un poco guiñado como si fuera a disparar de un momento a otro, igual que un cazador que enfila a su presa-. Te queda bien el pelo así tan rojo.

– Seguramente, sí -dijo ella volviendo apoyar los codos en la balaustrada del balcón. Iba a decir algo sobre el Sena, sobre lo bien que se veía el río esa noche con la luna ahí arriba cuando lo escuchó decir:

– No me extraña que en noches como ésta la gente se tire de los puentes.

– ¿Qué?

– Nada, una especie de verso -dijo.

– Es que no te oí, de verdad, por la música.

– Que a veces quiero matarme, pelirroja, ¿te enteras? -dijo ahora bien alto, mirándola a los ojos y sujetándole fuerte la barbilla, pero sin dejar de sonreír con una punta de sarcasmo en la comisura de los labios.

– Sí, ahora te he oído, pero no hace falta que grites -respondió ella quitándole el vaso, sin inmutarse. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que estaba completamente borracho.

Al rato ya caminaban solos por el ribazo del río y ella lo dejaba hablar entre atenta y condescendiente como si a él le hubiera dado un acceso de fiebre o estuviera enfermo de una cosa sin importancia que se le iba a pasar pronto.

La cosa en sí, se le pasara o no, podría llamarse decepción, orgullo herido, ganas de dejarse querer, cansancio… Acababa de regresar del Sarre de hacer un reportaje para la revista Vu. El Sarre… -dijo como si soñara.

Y Gerta entendió lo que quería decir. O sea, Sociedad de Naciones, carbón, Bonjour, Guten Tag… todo eso. André le contó que había llegado a Saarbrüken la última semana de septiembre con estandartes y carteles con la esvástica por todas partes. Anduvieron un trecho por la orilla un poco tambaleantes, más tambaleante él que ella, mirando la luna, con el cuello del abrigo levantado por el relente del río. Había ido con un amigo periodista llamado Gorta -continuó diciendo- un tipo más parecido a un personaje de Dostoievski que a John Reed, con el pelo largo y liso, a lo sioux. Las nubes de polvo de carbón se colaban por todas partes como un viento en forma de torbellino. Hay vientos constantes y vientos variables, que cambian de dirección y con su fuerza pueden derribar a un caballo y su jinete, vientos que se reorientan en un instante y llegan a cambiar el sentido de las agujas del reloj, vientos que pueden soplar durante años, vientos del pasado que viven en el presente.

El discurso de André no resultaba demasiado hilvanado. Pasaba de una cosa a otra, sin transición, con palabras más bien torpes, sin embargo Gerta, por alguna razón, tenía, al menos aquella noche, el don de poder ver dentro de sus palabras como si fueran imágenes: el primer plano de un ciclista leyendo las listas que los nazis pegaban en los postes de la luz, obreros bebiendo cerveza bajo una cruz gamada o tumbados a la sombra de los contenedores, el gris sucio del cielo, la calle principal de Saarbrüken con los estandartes colgados de los balcones, la gente saliendo de las fábricas, de los cafés, saludándose con el «Heil Hitler», el brazo en alto, la sonrisa casual, inocente, como si dijeran «Feliz Navidad».

Todavía faltaban unos meses para el plebiscito en que el territorio tenía que decidir entre integrarse definitivamente en Francia o pasar a formar parte de Alemania. Pero según las fotografías no había duda. Toda la cuenca carbonífera era territorio ganado para el fascismo. «El Sarre. Aviso. Alta tensión», se titulaba el reportaje. Texto e imágenes firmadas por el enviado especial: Gorta. El nombre de André no aparecía por ningún lado. Como si no fueran suyas las fotos.

– No existo -dijo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, encogiéndose de hombros, pero ella vio perfectamente cómo se endurecían las arrugas verticales que tenía a los lados de la boca-. No soy nadie -sonrió con humor acre-. Sólo un fantasma con una cámara. Un fantasma que fotografía a otros fantasmas.

Tal vez fue en ese momento cuando ella decidió adoptarlo, con aquellos ojos de perro spaniel abandonado a la orilla del Sena. Ahora estaban sentados en un banco de tablas. Oían los árboles, el río. Gerta tenía las piernas flexionadas y estaba abrazada a sus rodillas. Lo más peligroso para algunas mujeres es que alguien les ponga en la mano una varita de hada madrina. Te voy a salvar, pensó. Puedo hacerlo. Quizá me salga caro y es posible que no te lo merezcas, pero te voy a salvar. No hay sensación más poderosa que ésa. Ni el amor, ni la piedad, ni el deseo. Aunque eso Gerta todavía no lo había aprendido, era demasiado joven. Por eso le acarició la cabeza con un gesto a mitad de camino entre revolverle el pelo y tomarle la fiebre.

– No te preocupes -le dijo asomando la barbilla por encima del jersey con voz de hada tierna-. Lo único que necesitas es un manager. -Sonreía. Sus dientes eran pequeños y luminosos, los dos delanteros separados en el centro por una pequeña ranurita. No era una sonrisa de mujer hecha y derecha, sino de niña, o más bien de chico intrépido, una sonrisa aventurera, como la que se esgrime ante un compañero de juegos. Lo miraba ladeando un poco la cabeza, burlona, inquisitiva, mientras una idea corría por su cabeza como un ratón por el techo-. Voy a ser tu manager.

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