II

Sonó el timbre de la puerta y se quedó inmóvil ante el hornillo de la cocina con la tetera en la mano, conteniendo el aliento. No esperaba a nadie. Desde la ventana de la buhardilla una nube gris aplastaba los tejados de la rue Lobineau. El cristal estaba roto y pegado con una tira de esparadrapo que Ruth había colocado cuidadosamente. Compartían aquel apartamento desde su llegada a París.

Gerta se mordió el labio hasta hacerse un poco de sangre. Creía que se había acabado el miedo, pero no. Eso es una cosa que aprendió. Que el miedo, el de verdad, una vez que se ha instalado en el cuerpo ya no se va nunca, se queda ahí agazapado en forma de aprensión, aunque ya no haya motivo y una se encuentre a salvo en una ciudad de tejados abuhardillados, sin calabozos donde apalear a alguien hasta matarlo. Era como si al bajar unas escaleras faltara siempre un peldaño. Conozco esta sensación, se dijo recuperando el ritmo de la respiración, como si la subida de adrenalina le hubiera templado el ánimo. El miedo estaba ahora en las baldosas de la cocina sobre las que se había derramado un poco de té. Ella lo reconoció como quien reconoce a un antiguo compañero de viaje. Sabiendo cada uno dónde está. Tú ahí. Yo aquí. Cada cual en su lugar. Tal vez está bien que sea así, pensó. Cuando sonó el segundo timbrazo, dejó la tetera sobre la mesa muy despacio y se dispuso a abrir.

Un chico flaco con un apunte de bozo sobre el labio superior se inclinó ante ella con una especie de reverencia antes de entregarle la carta. Era un sobre alargado, sin matasellos oficial, pero con el timbre azul y rojo del Centro de Ayuda al Refugiado. Su nombre y la dirección estaban escritos a máquina con letras mayúsculas. Mientras despegaba la solapa, notaba el latido de la sangre en las sienes, lento, como el que debe de sentir un acusado a la espera del veredicto. Culpable. Inocente. No entendía bien lo que decía la carta, tuvo que leerla varias veces hasta que la rigidez de los músculos desapareció y su expresión fue cambiando igual que cuando el sol sale de detrás de una nube; no es que ahora sonriera, es que la sonrisa pasó a habitarla por dentro, a ocupar todos los rasgos de su cara, no sólo la comisura de los labios, sino también sus ojos, su manera de mirar de pronto hacia el techo como si la pluma de un ángel revoloteara por allí. Hay cosas que sólo los hermanos saben cómo decir. Y una vez que las dicen, todo vuelve a su lugar, el universo entero se recoloca. El pasaje de una novela de aventuras leída de críos en voz alta en las escaleras del porche antes de la cena, puede contener un código secreto cuyo significado nadie más es capaz de interpretar. Por eso cuando Gerta leyó: «Ante sus ojos, se perfilaba el curso sinuoso de un río, un recinto fortificado en el cual se elevaban dos catedrales, tres palacios y un arsenal», sintió el calor de la lucecita del quinqué subiéndole por las mangas del jersey, iluminando la ilustración de la portada en la que un hombre con las manos atadas caminaba tras un caballo cabalgado por un tártaro en un paisaje nevado… Entonces supo con toda certeza que el río era el Moscova, el recinto amurallado era el Kremlin y la ciudad era Moscú, tal como aparecía descrita en el primer capítulo de Miguel Strogoff. Y respiró tranquila porque entendió que Oskar y Karl estaban a salvo.

Aquella noticia le hizo sentir una intensa energía interior, una exaltación vital que necesitaba expresar urgentemente. Quería contársela a Ruth, a Willi, a los demás. Se miró en la luna que cubría la puerta del armario. Las manos hundidas en los bolsillos, el pelo rubio y corto alrededor de la cara, las cejas altas. Estuvo estudiándose de un modo reflexivo y cauto, como si de pronto se encontrara frente a una desconocida. Una mujer de apenas metro cincuenta de estatura, el cuerpo pequeño y fibroso como el de un jockey. Ni demasiado guapa, ni demasiado lista, una refugiada más de los veinticinco mil que llegaron a París ese año. Las vueltas de la camisa remangada sobre los brazos, los pantalones grises, huesudo el mentón. Se acercó un poco más al espejo y percibió algo en los ojos, una especie de obstinación involuntaria que no quiso o no supo interpretar. Se limitó a sacar la barra de labios de un cajón de la mesita de noche y abriendo ligeramente la boca, perfiló su sonrisa con un rojo furioso, casi impúdico.

A veces una puede encontrarse a cientos de kilómetros de casa, en una buhardilla del barrio latino, con manchas de humedad en el techo y con cañerías que resuenan como la bocina de un barco, sin saber muy bien qué va a ser de su vida, sin permiso de residencia y sin más dinero que el que de vez en cuando consiguen hacerle llegar sus amigos de Stuttgart; una puede descubrir las razones más antiguas del desarraigo, sentir la misma desolación en el alma que todos aquellos que se han visto obligados a recorrer los mil metros más largos de su vida, y mirarse entonces en el espejo y descubrir que, sin embargo, en su cara hay una voluntad decidida de felicidad, una resolución entusiasta, irreductible, sin fisuras. Tal vez, pensó, esta sonrisa sea mi único salvoconducto. Los labios más rojos de todo París en aquellos días.

Cogió al vuelo la gabardina del perchero y salió a la mañana de las calles.

Desde hacía meses la ciudad del Sena era un hervidero de ideas, un lugar propicio para las ocurrencias más audaces. Los cafés de Montparnasse, abiertos a todas horas, se convirtieron en el corazón del mundo para los recién llegados. Se intercambiaban direcciones, se rastreaban posibilidades de empleo, se comentaban las últimas noticias de Alemania, de vez en cuando llegaba también algún periódico berlinés. La costumbre era hacer toda la ruta, yendo de mesa en mesa, para obtener un resumen completo de los acontecimientos de la jornada. Gerta y Ruth solían citarse en la terraza del Dôme, y era ahí precisamente adonde se dirigía Gerta, con su peculiar manera de andar, las manos en los bolsillos de la gabardina, los hombros encogidos por el frío al cruzar la rue de Seine. Le gustaba aquella luz cenicienta, los horarios generosos, las canaletas de plomo de los tejados, las ventanas abiertas y las ideas del mundo.

Pero París no era sólo eso. Muchos franceses consideraban la avalancha de refugiados como una carga. «Los parisinos te abrazan y después te dejan tiritando en mitad del patio», solía decir Ruth, y no le faltaba razón. El destino de los judíos europeos empezaba a cubrir las paredes de la ciudad como había ocurrido antes en Berlín, en Budapest, en Viena… Al pasar junto a la estación de Austerlitz, donde debía recoger un paquete, Gerta vio a un grupo de jóvenes de la Croix de Feu pegando carteles antisemitas en la pared del metro y se le hizo de noche de golpe. Otra vez un olor acre a polvo de carbonilla le subió a la garganta. Ocurrió de improviso y fue muy distinto al miedo que había sentido en casa al oír el timbre. Se parecía mas bien a un estallido incontrolable, una sensación de aturdimiento que la hizo gritar de un modo seco y fuerte, con una voz que no se parecía en nada a la suya.

Fascistes!, Fils de pute! -se oyó increparlos, alto y claro, en perfecto francés. Eso fue exactamente lo que dijo. Eran cinco. Todos con chaquetas de cuero y botas altas como gallos con sus espolones. ¿Pero dónde demonios estaba su aplomo y su sangre fría?, pensó arrepentida cuando ya era demasiado tarde. Un hombre mayor que salía de la oficina de correos la miró de arriba abajo con reprobación. Los franceses siempre tan comedidos.

El más alto del grupo se volvió envalentonado y empezó a caminar hacia ella a grandes trancos. Pudo haberse refugiado en un comercio o en un café o en el mismo despacho de paquetes postales, pero no lo hizo. No lo pensó. Se limitó a cambiar de dirección, enfilando una calle estrecha con balcones volados. Caminó procurando no acelerar el paso, con el bolso apretado contra el vientre para protegerse instintivamente, atenta a los pasos que oía a su espalda, cautelosa, sin volverse. No había recorrido aún una manzana cuando escuchó perfectamente, palabra por palabra, lo que aquel individuo dijo a su espalda, señalándola. La voz cortante como el borde de un serrucho. Y entonces sí empezó a correr. Con todas sus fuerzas. Sin importarle hacia dónde, como si correr no respondiera a la amenaza precisa que acababa de oír, sino a un tipo de resorte distinto, algo que se hallaba en su interior y la ofuscaba como si estuviera presa dentro de un laberinto. Y lo estaba. Tenía la boca seca y sentía una punzada de vergüenza y humillación subiéndole por el esófago, como cuando de pequeña en el colegio, sus compañeras se reían de sus costumbres. Volvía a ser esa niña de blusa blanca y falda tableada, que tenía prohibido tocar monedas durante el sabbath y que en el fondo de su alma odiaba con todas sus fuerzas ser judía, porque la hacía vulnerable. Ser judía era una bufanda azul manchada de nieve en el umbral de una tienda de especias, y su madre agachada, bajando la cabeza. Ahora sorteaba a los transeúntes que se encontraba de frente bruscamente, obligándolos a volverse para mirarla con asombro: una joven con tanta prisa, sólo puede huir de sí misma. Dobló por un pasaje con mansardas grises y olor a sopa de coliflor que le revolvió el estómago. Y allí no tuvo más remedio que detenerse. Se agarró a la tubería de plomo de una esquina y vomitó de golpe todo el té del desayuno.

Eran más de las doce cuando al fin llegó a la terraza del Dôme. La piel sudorosa, el pelo húmedo echado hacia atrás.

– ¿Pero qué demonios te ha pasado? -le preguntó Ruth.

Gerta hundió las manos en los bolsillos con los hombros encogidos y se arrebujó en uno de los sillones de mimbre, pero no respondió. O al menos no lo hizo de un modo claro.

– Esta noche quiero ir al Chez Capoulade -fue todo lo que acertó a decir-. Si quieres acompañarme, bien. Si no, iré sola.

Su amiga la observó con repentina seriedad. Sus ojos parecían estar opinando, sacando conclusiones por su cuenta. La conocía demasiado bien.

– ¿Estás segura?

– Sí -respondió.

Aquello podía significar muchas cosas, pensó Ruth. Y una de ellas era volver al principio. Caer en el mismo lugar del que pensaban estar escapando. Pero no dijo nada. La entendía. ¿Cómo no iba a entenderla, si ella misma tenía ganas de que se la llevaran todos los demonios cada vez que desde el centro de refugiados de la sección 4, donde colaboraba, se veía obligada a desviar a los recién llegados hacia otros barrios de donde sabía que también serían rechazados porque ya no había manera de proporcionar albergue y comida a todos? El mayor aluvión había llegado en el peor momento, cuando el número de desempleados se había elevado considerablemente. Muchos franceses creían que iban a quitarles el pan de la boca, por eso cada vez se convocaban más manifestaciones antijudías en las calles. Un cerco que desde Alemania se estrechaba peligrosamente por todas partes.

Los refugiados tenían que irse pasando unos a otros el mismo billete de mil francos para presentar ante las autoridades francesas de aduanas, y obtener así el permiso de entrada, justificando ingresos suficientes. Aunque Gerta y Ruth no estaban tan indefensas. Las dos eran guapas y jóvenes, tenían amigos, hablaban idiomas, sabían desenvolverse.

– Lo que te hace falta es un hombre bien templado -dijo Ruth mientras encendía un cigarrillo, de un modo en que resultaba evidente su deseo de cambiar de conversación-. A ver si así se te quitan las ganas de complicarte la vida. No sabes estar sola, Gerta, reconócelo, se te ocurren ideas peregrinas.

– No estoy sola. Tengo a Georg.

– Georg está demasiado lejos. -Ruth volvió a mirarla ahora con un mínimo matiz de reprobación. Siempre acababa haciendo de nurse con ella, no porque fuera unos años mayor, sino porque así habían funcionado siempre las cosas entre ellas. Le preocupaba que volviera a meterse en líos, e intentaba evitarlo lo mejor que sabía, sin darse cuenta de que a veces el destino cruza las cartas y huyendo del perro, encontramos al lobo. Lo inesperado llega siempre sin señales que lo anuncien, de un modo casual, del mismo modo que podría no llegar. Como una cita, una carta. Todo acaba por llegar. Hasta la muerte llega, pero a ésa hay que saber esperarla-. Hoy he conocido a un húngaro, medio loco -añadió con un guiño cómplice-. Quiere hacerme unas fotos. Dice que necesita a una rubia para una sesión de publicidad. Imagínate, una compañía suiza de seguros de vida… -dijo, y su rostro resplandeció con una sonrisa que era una mezcla de guasa y ligera vanidad. Lo cierto es que cualquiera hubiera podido imaginársela perfectamente en uno de esos anuncios. Tenía un semblante saludable y sonrosado, enmarcado por una media melena rubia con la raya a la izquierda y una onda de repostería sobre la frente que le daba un aire de actriz de cine. A su lado Gerta con el pelo cortado a lo garçonne, los pómulos demasiado huesudos y los ojos un punto maliciosos, jaspeados de motas verdes y amarillas no pasaba de ser una belleza rara.

Ahora las dos reían abiertamente recostadas en las sillas de mimbre de la terraza. Eso es lo que más le gustaba a Gerta de su amiga, su facilidad para encontrarle siempre un lado divertido a las cosas, para sacarla de los callejones más negros de su pensamiento.

– ¿Cuánto te va a pagar? -preguntó pragmática, sin olvidar que por mucho que les divirtiera la idea, no dejaban de ser supervivientes. No era la primera vez que prestarse como modelos les solucionaba unos días de alquiler o al menos una cena.

Ruth movió la cabeza hacia los lados, como si sintiera de veras defraudar sus expectativas.

– Es de los nuestros -dijo-. Un judío de Budapest. Está sin un franco.

– ¡Lástima! -concedió Gerta chasqueando los labios de un modo deliberadamente teatral-. ¿Por lo menos será guapo? -bromeó. Ahora volvía a ser la muchacha frívola y alegre del club de tenis de Waldau. Pero fue sólo un reflejo lejano. O tal vez no. Tal vez había dos mujeres luchando en su interior. La adolescente judía que quería ser Greta Garbo, que adoraba la etiqueta, los vestidos caros y los poemas antiguos que se sabía de memoria y la activista, dura y soñadora que deseaba cambiar el mundo. Greta o Gerta. Esa misma noche esta última iba a ganar dos palmos de territorio.

El Chez Capoulade se hallaba en un sótano sin ventilación situado en el número 63 del boulevard Saint Michel. Allí se reunían desde hacía meses militantes de izquierda de toda Europa, muchos de ellos alemanes, algunos del grupo de Leipzig, como Willi Chardack. A última hora el local se hallaba a media luz, la atmósfera de las catacumbas. Estaban todos: los impacientes, los severos, los duros, los partidarios de la acción directa, los confiados. Las miradas encendidas, el gesto crispado, bajando la voz para decir que André Breton había decidido ingresar en el Partido Comunista o para citar un editorial del Pravda, fumando cigarrillo tras cigarrillo, como jóvenes corsarios, citando unos a Marx, otros, a Trostky, en un dialéctica extraña de conceptos y abjuraciones, teorías y controversias. Gerta no participaba en la discusión ideológica. Se mantenía al margen, concentrada dentro de sí misma. No entendía demasiado de todo aquello. Estaba allí porque era judía y antifascista, y tal vez también por una especie de orgullo que no encajaba muy bien con aquel lenguaje de axiomas, citas, anatemas y dialéctica del materialismo histórico. Su cabeza estaba ocupada por otras palabras distintas escuchadas esa misma mañana junto a la estación de Austerlitz. Unas palabras que a ratos conseguía realmente olvidar, pero en el momento menos pensado volvían de nuevo a su mente con el sonido rasante de un serrucho.

Je te connais, je sais qui tu es.

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