XXIV

– Ánimo truchita Ya queda poco… -Era la voz de Karl la que la Jaleaba desde la orilla, mientras Oskar cronometraba el tiempo en un reloj de leontina, de pie en el muelle con diez anos, la nariz llena de pecas y una camiseta de listas marineras.

Debajo del agua a mucha profundidad hay ciudades fantásticas, con cúpulas de arena y brillos extraños que refulgen como el fósforo de los huesos. Gerda sintió un reflejo intenso de dolor y entonces, sacó la cabeza de debajo del agua y sintió el sol pulverizando miles de gotitas minúsculas sobre su piel.

– Venga, que ya llegas…

El cielo limpio, el chasquido del agua en cada brazada, el olor de la dársena de cedro tostándose al sol, la espalda fresca, la presión del elástico del traje de baño rojo en los hombros el gesto de sacudirse el pelo hacia los lados, salpicando agua.

La enfermera volvió a mojar la esponja en la pila y se la pasó de nuevo por la frente y el cuello para refrescarla. Estaba en El Escorial en el Hospital de campaña norteamericano.

– ¿Y Ted? -preguntó-. ¿Está bien?

La enfermera sonrió asintiendo. Era una muchacha rubia con cara de hogaza de pan Y los ojos muy azules.

– Tú también te pondrás bien enseguida -le contestó-. El doctor Douglas Jolly te va a operar. Es nuestro mejor cirujano.

Gerda vio un rectángulo de luz al fondo, en uno de los ventanales de aquel antiguo convento de jesuitas adonde los habían trasladado, pero el dolor se le hizo de nuevo insoportable, el tanque le había destrozado el estómago y tenía todos los intestinos abiertos.

– Me gustaría tener mi cámara -dijo.

Entre dos camilleros la llevaron a la mesa de operaciones, pero antes de llegar volvió a perder el conocimiento. Era de noche y la oscuridad de allá arriba tenía el color de las ciruelas. Sintió el brazo de sus hermanos sujetándola por los hombros en el camino de Reudingen Podía oler la lana de las mangas de los jerséis. Tres niños enlazados por los hombros mirando el cielo. Desde allí iban cayendo de dos en dos, de tres en tres, como puñados de sal, las estrellas.

Una estrella es como un recuerdo, nunca sabes si es algo que tienes o que has perdido.

Volvió a despertarse con el lento parpadeo de la sombra de un ventilador, creyó que era Capa que le estaba soplando en el cuello como solía hacer después del amor. La habían trasladado a la cama. Ahora llevaba puesta sólo una camiseta gris y tenía desnudo el brazo extendido sobre la sábana. Estaba muy pálida y parecía mucho más joven.

Pidió que le abrieran la ventana para poder oír los sonidos de la noche. Su pulso era muy débil. Había visto morir a demasiada gente como para sentir miedo, pero le hubiera gustado tenerlo a él cerca. Capa siempre sabía cómo serenarla. Una vez él había expresado en alto ese mismo pensamiento. Estaban tumbados en la hierba, abrazados, al principio de la guerra.

– Si me muriera en este momento, aquí, tal como estamos ahora, no echaría nada de menos -había dicho. Estaba inclinado sobre su cuerpo y ella podía ver el hueso que tenía en el centro del cuello, subiendo y bajando al tragar saliva, como una nuez. Quería tocarlo con los dedos. Siempre le había gustado esa parte de su cuerpo, sobresaliendo como un farallón. El color de su piel había ido cambiando con la luz de los olivos y su cuerpo había adquirido la textura compacta de la tierra y de las rocas. Le gustaba mucho ese hueso, como la mota central de las margaritas amarillas. Necesitaba dormir. Estaba tan cansada que sólo quería pegar su frente a aquella parte del cuello de él, como encontrar un hueco dentro de un árbol.

La enfermera rubia volvió a acercarse con un botiquín. Le ciñó un cordón alrededor del brazo, rompió con la uña la punta de la ampolla de cristal. Clic. Sonó igual que el disparo de una fotografía. Gerda notó el picotazo de la aguja en la vena. Abrió y cerró la mano varias veces para que el efecto subiera más rápidamente, y antes de volver la cabeza sobre la almohada, la arruga del ceño ya había desaparecido. Su expresión se hizo más dulce, más lenta. No tenía un mundo al que poder regresar. Cada absorción de morfina por el cuerpo le abría otra puerta por la que remontarse hacia el futuro. Descubrió que estaba dotada de una visión tridimensional, una percepción nítida del tiempo. Como si todos los momentos de una vida pudieran constreñirse en un punto inmaterial perdido en el infinito. De pronto se dio cuenta de que él iba a estar siempre en ese punto, sin abandonarla nunca. No fue algo que comprendiera con la inteligencia o el pensamiento, sino con otra parte intacta de su mente. Porque tal vez son los sueños los que inventan el futuro o lo que quiera que sea lo que viene después. Fue con esa parte de la clarividencia que lo vio de pie, con la camisa abierta, la cabeza entre las manos, apretándose fuerte las sienes, mientras leía un ejemplar de L'Humanité. «La primera mujer fotógrafa fallecida en un conflicto. La periodista Gerda Taro ha muerto durante un combate en Brunete», rezaba el titular. Vio todo eso de pronto, y un par de segundos más tarde supo que él cerraría el puño exactamente como lo hizo, antes de estrellarlo con toda su fuerza contra la pared, rompiéndose los nudillos cuando Louis Aragon le confirmó la noticia en su despacho de la redacción de Ce Soir, y lo vio desmoronarse días después en la Gare de Austerlitz, amparado por Ruth, por Chim, por su hermano Cornell y por Henri, cuando llegó el ataúd, y seguirlo junto a decenas de miles de personas, en su mayor parte miembros del Partido Comunista, que acompañaron el cortejo, al compás de la marcha fúnebre de Chopin, una mañana destemplada con el cielo gris plomizo desde la Maison de la Culture hasta el cementerio Pére-Lachaise.

También vio allí a su padre arrodillado ante el féretro, iniciando el kaddisch, la oración hebrea dedicada a los muertos, con una voz honda, como la sirena de un barco llamándola desde lejos. El hebreo es un idioma antiguo que contiene dentro la soledad de las ruinas. Capa sintió un calambre en la espalda cuando lo oyó. Una especie de cosquillas ligeras en alguna parte del recuerdo en la que ella llegaba del frente cubierta de polvo con las máquinas al costado y el trípode en bandolera.

Era difícil aguantar el tipo con la música de los salmos. Por eso Capa no había querido defenderse después, cuando al acabar la ceremonia los hermanos de Gerda se enfrentaron a él, y lo culparon de su muerte y lo acusaron a gritos de haberla metido en una guerra y de no haber sabido protegerla. Fue Karl quien le soltó un violento directo a la mandíbula y él se dejó pegar sin mover un dedo, como si los golpes lo redimieran de algo. También él mismo se culpaba de haberla dejado sola, de no haber estado a su lado en ese último día aciago, se torturaba cada minuto con la culpa hasta el punto de llegar a encerrarse en su estudio durante quince días a cal y canto rechazando la comida, sin querer hablar con nadie.

«El hombre que salió de allí al cabo de dos semanas», escribiría más tarde Henri Cartier-Bresson, con su perspicacia normanda, «era alguien completamente distinto, cada vez más nihilista y mordaz. Desesperado».

Nadie pensó que levantaría cabeza, Ruth llegó a temerse lo peor al verlo vagar por los quartiers de Sena, bebiendo hasta perder toda noción de realidad. Pero Gerda sabía que se recuperaría, como un boxeador contra las cuerdas, noqueado, que en el último momento saca fuerzas de donde no las tiene y se levanta y coge de nuevo su cámara y se larga de nuevo a la guerra porque ya no sabe vivir de otro modo. Ni quiere hacerlo, tampoco. Y otra vez España, hasta la derrota final; el desembarco aliado en las playas de Normandía, con la compañía E del 116.°, en la primera oleada, en Easy Red; los caminos de muerte hacia Jerusalén en la primavera de 1948, cuando Ben Gurion leyó la Declaración de Independencia israelí; las columnas de prisioneros vietnamitas avanzando con las manos atadas a las espalda en el delta del Mekong, Indochina; cada vez más cansado, menos inocente, pensando en ella cada noche, aunque conozca a otras mujeres e incluso corteje a algunas tan hermosas, como Ingrid Bergman. Era un hombre, al fin y al cabo. Desde la orilla oscura de su recuerdo Gerda esbozó una sonrisa cómplice al reconocerlo junto a su amigo Irwin Shaw en el vestíbulo del hotel Ritz. Fue una sonrisa tan natural que la enfermera creyó que estaba despierta. Robert Capa de los cojones, murmuró en voz muy baja.

Vio todo eso en apenas un segundo y también brindó con él con champán, un día de 1947 en el segundo piso del MOMA de Nueva York, cuando él y Chim y Henri Cartier-Bresson y Maria Eisner fundaron la Agencia de fotografía Magnum. ¡Cómo le hubiera gustado estar allí! Pero cuando más cerca se sintió de él fue en la carretera de Doai Than, a pocos kilómetros de Hanoi. Capa llevaba demasiado tiempo destrozándose el hígado, bebiendo hasta no sentir nada, haciendo lo imposible por dejarse matar, harto ya de vivir sin ella. El calor, la humedad, los hoteles sórdidos llenos de chinches, el oro de los arrozales bajo un sol tardío, las frágiles pértigas de los balancines de los pescadores fluctuando sobre los campos, los sombreros como moluscos de las muchachas que pedaleaban descalzas en sus bicicletas por caminos de tierra, el verde joven de las montañas, las agujas doradas de una pagoda, el termo de té helado, el zumbido de los aviones, los soldados del Viet Minh por todas partes, moviéndose entre los juncos crecidos. Saltó del jeep para hacer las últimas fotos de su reportaje titulado «Arroz amargo», como la película de Giuseppe de Santis. Subió despacio una pendiente suave de hierba nueva, sin pisar, para sacar un contraluz de los hombres que avanzaban por el otro lado del dique cuando, de repente, al apretar el obturador, clic, el mundo estalló en pedazos. En Doai Than. Hanoi.

Gerda sintió multitud de huesos de sus pies esparcidos por el aire como grava. Fósforo puro. El cráneo de él reposando contra sus costillas, los metacarpios de su mano izquierda dentro de la mano derecha de ella. El hueso de la pelvis unido a su tráquea por la máxima intimidad. Fosfato cálcico. Fue entonces cuando se dio cuenta de que todo lo vivido cabía en el relámpago de una milésima del firmamento, porque el tiempo no existía. Volvió a abrir los ojos. Eran las cinco de la madrugada. Irene Goldin, la enfermera de ojos azules, se acercó solícita a la cabecera de su cama.

– ¿Han encontrado ya mi cámara? -preguntó ella con un resto de voz.

La enfermera negó con la cabeza.

– Lástima -dijo-, era nueva.

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