XIII

La carretera estrecha. El sol manchando de luz el capó del coche. Un cigarrillo encendido, el codo apoyado en la ventanilla abierta. Capa conducía con precaución a causa de las curvas y de los sucesivos controles. Gerda tenía la cabeza apoyada en el respaldo, mientras el viento seco de los olivares le removía el pelo. Iba silbando el estribillo de una canción que se oía aquellos días por todas partes. Yo me subí a un pino verde / por ver si… lo divisaba / por ver si… lo divisaba. / Y sólo vi un tren blindado / lo bien que… tiroteaba / lo bien que… tiroteaba. / Anda jaleo, jaleo / silba la locomotora / Y Franco… se va a paseo / y Franco… se va a paseo. Viajaban en un coche oficial de prensa por la misma carretera que usaban las columnas motorizadas que se dirigían al frente. La rodilla de ella junto a la caja de cambios, apartándose y alzándose en los baches. Le gustaba esa proximidad de los dos en el interior del coche, recorriendo una tierra que apenas conocían, que todavía no amaban. Durante todo el camino se fueron cruzando con camiones en los que ondeaba la bandera roja y negra de la CNT. De vez en cuando retumbaba, como un trueno muy lejano, el estruendo de un proyectil.

En Huesca el frente se había estabilizado. Todo transcurría con tal lentitud que los milicianos, después de emplazar las ametralladoras en sus puestos, aún tenían tiempo para ayudar a los campesinos a cosechar y trillar el trigo en las explotaciones colectivizadas de los alrededores. Gerda caminaba silenciosa entre los campos amarillos con montones de paja a los lados de los senderos, retratando muchas de esas faenas agrícolas como parte del esfuerzo general en defensa de la República, pero a Capa tanta tranquilidad lo sacaba de quicio. Lo único que quería era fotografiar una victoria republicana de una vez.

Recorrieron varios kilómetros hacia el suroeste, donde les habían dicho que operaba el batallón Thälmann, formado sobre todo por voluntarios comunistas y judíos polacos y alemanes. Eran el germen de las Brigadas Internacionales. La mayoría habían ido para participar en la Olimpiada Obrera que iba a celebrarse en Barcelona como contrapartida a los juegos Olímpicos de Berlín, y que tuvo que ser suspendida por la guerra. Gerda y Capa pensaron que era la ocasión para que alguien que hablara su idioma les pusiera al tanto de cómo estaban yendo las cosas. El español que habían aprendido se reducía a unas cuantas palabras sueltas. Seguían las conversaciones sin entender un carajo, pero les hacía gracia la gesticulación y los exabruptos verbales. Salud. Camarada. Por los cojones. En eso consistía su vocabulario básico para andar por esta tierra irredenta.

Al llegar a Leciñena, a unos veinte kilómetros de Zaragoza, se encontraron a un grupo de combatientes con casco y alpargatas leyendo el Arbeiter-Illustrierte Zeitung. El pueblo era el centro de operaciones de la columna del POUM con la que George Orwell pasaría el invierno siguiente antes de que lo hirieran. Fue un alivio poder intercambiar con ellos impresiones sobre las últimas noticias alentadoras de Madrid, el pueblo armado marchando sobre Alcalá y Toledo, la resistencia de Asturias… Pero tampoco parecía que allí fueran a encontrar la acción que andaban buscando. El asentamiento había sido tomado por un ataque sorpresa nocturno, pero desde entonces se habían registrado muy pocos enfrentamientos y los soldados se limitaban a esperar acontecimientos, hastiados, en medio de un calor de horno que rompía los nervios al más templado. Capa ya no aguantaba más. Las horas muertas le pesaban en los hombros como plomo.

Empujó con el pie media puerta cochera que conducía a través de un pasillo a un antiguo almacén de ultramarinos, convertido en taberna improvisada. Allí todas las tardes, bajo las ristras de ajos que colgaban del techo, los soldados despechugados y sudorosos mataban el tiempo empinando una bota con maña aragonesa ante un almanaque publicitario de jabón Heno de Pravia.

– No se sirve alcohol a mujeres -dijo el tabernero, un tipo bajo y fornido, vestido de paisano, cuando vio a Gerda acodada en la barra, fumando tranquilamente un Gauloises Bleues.

– ¿No ves que es extranjera? -soltó uno de los muchachos del POUM, desde una de las mesas. Si los fascistas le pueden pegar un tiro, también tú le puedes servir un tinto, coño.

Antes de que Capa y ella se percataran del motivo de la discusión, el tabernero ya se había subido a una tarima para ordeñar el odre.

– Prensa internacional -los presentó el cabo que los acompañaba.

Ante tal muestra de extranjería y profesionalidad a la par, el pobre tabernero no sabía cómo excusarse. Se secó las manos en el delantal y les plantó en la barra una botella de tinto y dos tazas desportilladas.

– Ustedes dispensarán, pero los vasos se van rompiendo y como ya no los fabricamos…

– Da igual, Paco. Tampoco te pongas exquisito ahora -le respondió el cabo-. Son de confianza.

La discusión sin embargo estaba en el aire. Pese a las imágenes de las milicianas con fusiles sentadas en los cafés, los comunistas eran partidarios de relegar la participación de la mujer en la contienda a trabajos de retaguardia y ese debate envenenaba las palabras y dividía a los propios republicanos. De hecho, sólo unos meses después, en otoño, el ministro de la Guerra, Largo Caballero, prohibiría ir al frente a las milicianas y les retiraría el uniforme.

– Tiene razón el cantinero -soltó en alemán uno de los voluntarios del batallón Thälmann, un comunista flaco, de gafas, experto en logística-. Os traéis a vuestras mujeres a la guerra como si vinierais de excursión. Hay que joderse, meterlas en este berenjenal. Si ellas quieren ayudar que trabajen de enfermeras, como las negras norteamericanas, que hay mucha venda por cortar en los hospitales.

Era justo lo que le faltaba a Capa para sacarse de encima la tensión de las horas muertas. Se volvió hacia él con una mirada de carbón endemoniado, los músculos tensos, los brazos un poco separados del cuerpo.

– ¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? -le soltó-. ¿Te ha preguntado alguien algo? ¿Te he dicho yo acaso algo de que tu novia te espere en casita haciendo confitura de fresa o tocando el piano? Pues ya ves algunas mujeres prefieren sacar fotos para que el mundo sepa qué está pasando en este país y si no te gusta, te jodes.

– Ya veremos quién se jode cuando le metan un tiro o cuando te lo metan a ti por su culpa. Ya te darás cuenta de que en ciertas situaciones las mujeres no dan más que problemas.

Gerda asistía a la discusión un poco incómoda, sin ganas de meter baza. Si había tipos que vivían en el siglo pasado aunque fueran comunistas, allá ellos.

– Si me pegan un tiro es asunto mío -respondió Capa muy serio sosteniéndole la mirada-. De nadie más. Ella se arriesga como yo. Así que donde yo voy, ella va. Y si te molesta su presencia, ya sabes dónde está la puerta. -Capa señaló hacia la tela de yute montada en bastidor que separaba la trastienda.

Gerda le sonrió. Por cosas como aquella quería a ese húngaro orgulloso de carácter endiablado y escasos modales. Puede que en ocasiones fuera ambicioso y egoísta o se encabezonara en cosas absurdas igual que todos, pero era de fiar y tenía un genio acre que lo hacía comportarse con más audacia que la mayoría de los hombres en situaciones similares. Noble, algo gallito y guapo hasta decir basta, pensó para sí, mientras trataba de fijarlo en la memoria tal como era en aquel momento, la camisa abierta, el semblante hosco, los puños cerrados dentro de los bolsillos, cagándose en el alemán y en la madre que lo parió.

– Tiran más un par de tetas que dos carretas -sentenció un paisano que no hablaba idiomas, pero que borracho y todo, entendió a la primera de qué iba aquel pleito de mastines.

El alemán metió las gafas en el vaso y se bebió el fondo de un trago, muy callado. Ojalá te den candela los nacionales y tengas que tragarte tus palabras, imbécil, es lo que debía de estar pensando, pero no dijo nada.

Sin embargo sería él quien tendría que tragárselas, una a una, muy poco tiempo después, el día 25, a escasos kilómetros, en Tardienta, cuando resultó herido de metralla en la pierna mientras su batallón intentaba volar un tren franquista cargado de municiones y una joven voluntaria inglesa, Felicia Browne, lo rescató de las vías. Lo arrastró a hombros veinticinco metros hasta conseguir ponerlo a salvo detrás de un terraplén, exponiendo su vida ante el fuego cruzado de los fascistas. Pero cuando se dio la vuelta para regresar junto a sus compañeros un legionario de Franco le reventó el esternón con una ráfaga de metralleta. Treinta y dos años. Pintora. Mujer. La primera víctima británica. Hay hombres que necesitan evidencias incontestables para caer de la burra. Otros no lo hacen nunca.

– Es mejor guardarse las agallas para cuando hagan falta -terció un campesino filósofo de unos cincuenta años que asistía a la discusión en segundo plano con un caliqueño colgado de la comisura de los labios-. Aquí todos estamos del mismo lado de la barrera.


Tenía razón, pensó Capa. El incidente le sirvió para constatar algo que ya había aprendido en su primera visita al país. Cuando se trata con españoles las normas que rigen son claras y sin lugar a equívocos. Hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres.

¿Qué podía significar para una pareja joven de fotógrafos aquellos campos resecos que transmitían una sensación de soledad sofocante, especialmente cuando los contemplaban bajo el cielo inmóvil a través del visor de la cámara? Probablemente no supieran todavía qué territorio estaban pisando, pero empezaban a sentir hacia él un afecto inspirado por la admiración hacia el orden austero de la gente, su rudo sentido del humor, la manera recia que tenían los pueblos de estar clavados en la tierra. Tanto Capa como Gerda querían encajar en aquel paisaje. Gradualmente se fueron despegando de sus orígenes como esos ríos que atraviesan a lo largo de su curso muchos países. Querían quitarse de encima la ropa de sus respectivas naciones. Ésa fue la primera enseñanza que les aportó España. Sol y olivos. Las naciones no existen. Sólo existen los pueblos.

Se paseaban al atardecer por la plaza, entre los viejos carteles de toros del año anterior que amarilleaban en las paredes. Fotografiaban a los milicianos escuchando al líder minero asturiano, Manuel Grossi, hablándoles desde el balcón del ayuntamiento. Se sentaban a beber de un botijo que alguien les ofrecía a la puerta de una casa, mientras sonaban siete campanadas en el reloj de la torre, cuyos espolones de cemento seguían en pie, pese a estar medio carcomidos por las esquirlas de mortero. Oían el tintineo lejano de los rebaños de cabras regresando en la tarde y pensaban que se hallaban en medio del desierto. El calor distorsionaba la lejanía con espejismos ondulados. Incluso el cuartel general del POUM parecía un campamento de beduinos, con los vientos de las tiendas bien amarrados. Hasta allí llegó una tarde la noticia del asesinato de Federico García Lorca en las cercanías de Granada. Ese era el rostro de la otra España, la que quemaba libros y gritaba «¡Abajo la Inteligencia!» «¡Viva la muerte!», la que odiaba el pensamiento y fusilaba al amanecer a su mejor poeta.

Gerda y Capa hablaban poco durante aquellas caminatas, como si cada cual necesitara reaccionar por su cuenta ante aquel territorio habitado por perros flacos y mujeres mayores, vestidas de negro, con los rostros cincelados por el cierzo, que tejían capazos de mimbre a la sombra de una higuera. Ella empezaba a descubrir que tal vez el verdadero rostro de la guerra no fuera sólo el tributo de sangre y cuerpos desventrados que pronto iba a ver, sino la sabiduría amarga que habitaba en los ojos de aquellas mujeres, la soledad de un perro que vagaba por las eras, cojeando, con la pata de atrás rota por un balazo, el horror dentro de un cajón de carpintero conteniendo un bultito pequeño envuelto en tela de saco, como un kilo de arroz. Su mirada de fotógrafa se estaba adiestrando e iba adquiriendo poco a poco un extraordinario poder de observación. Levantó con cautela el extremo de la tela por curiosidad y descubrió dentro el cuerpo sin vida de un bebé de pocos meses vestido con una camisita blanca de puntillas que sus padres se disponían a enterrar esa misma tarde. No dijo nada, pero se fue andando sola hasta un terraplén de las afueras, se sentó en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas y estuvo llorando mucho rato con las lágrimas goteándole en el pantalón, incapaz de parar, sin saber muy bien por qué lloraba, completamente sola, mirando el horizonte de aquellos campos amarillos. Acababa de aprender la primera lección importante de su vida como reportera. Ningún paisaje puede llegar a ser tan desolador como una historia humana. Ése iba a ser su sello como fotógrafa. Las instantáneas que su cámara captó aquellos días, no eran las imágenes de guerra que esperaban las revistas militantes como Vu o Regards, pero aquellos encuadres ligeramente inclinados, transmitían mucha mayor sensación de soledad y de tristeza que la guerra misma. El cielo bajo, los soldados moviéndose por la carretera, pequeñas humaredas a lo lejos.

Por la noche se sentaron en círculo en el centro del campamento alrededor del fuego. La cena consistía en conejo aderezado con pimientos verdes y garbanzos en una salsa oscura hecha con vino tinto. Estaba bien guisado, pero ella no quiso probar bocado. Tenía la cabeza en otras cosas. Por eso cuando Capa le propuso seguir camino hacia Madrid al día siguiente, sintió como si él hubiera cortado con un cuchillo las cuerdas invisibles que le impedían respirar.

– Vámonos -le dijo.

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