XI

No estaba claro cómo se había producido la muerte, pero todo indicaba que había sido un suicidio. Gerta se enteró por Ruth. Sabía que André adoraba a su padre. En el fondo era igual que él. Fantasioso, imaginativo, capaz de creerse sus propias mentiras hasta el punto de llegar a convertirlas en verdades. De hecho muchas de las anécdotas con las que a André le gustaba entretener a sus amigos en las tertulias, no eran más que versiones nuevas de las historias que cientos de veces le había oído contar de crío a su padre en el Café Moderno de Pest, cuando acudía a buscarlo por orden de su madre, antes de que se gastara todo el patrimonio familiar en una partida de pinacle.

Dezsö Friedmann al igual que André, era un romántico incurable que había crecido en el interior de la Transilvania profunda al amparo de cuentos campesinos y leyendas medievales. Salió de allí para conocer mundo siendo apenas un adolescente y sobrevivió de ciudad en ciudad por toda Europa, sin un duro, gracias a la picaresca del ingenio, hasta que un día conoció a Julia, la madre de André, y se hizo sastre.

André le escuchaba aquellas aventuras mundanas con los ojos abiertos como platos, entre orgulloso y divertido, como cuando le contó que en una ocasión había utilizado como visado para cruzar la frontera la minuta de un selecto restaurante de Budapest. Se lo imaginaba muy serio, sacando la documentación del bolsillo interior de la chaqueta, con aires de autoridad y se moría de risa. Muchos años después el propio André había utilizado la misma treta para salir de Berlín y también le funcionó. La suerte también se hereda.

Para ser un buen jugador tienes que comportarte como si tuvieras siempre un as en la manga, le decía su padre. Si sabes representar bien el papel de triunfador, acabas ganando la partida. Lo malo es que a veces la vida descubre tu juego antes de lo previsto. Entonces sólo te queda apostar los restos a la última mano. Dezsö la perdió.

El juego es una enfermedad secreta que se lleva en los genes igual que el color del pelo o la fe en los augurios. André tenía ese gen en las venas. Cuando las cosas no le iban bien, se dedicaba a beber y a hacer apuestas. Como solía decir Henri Cartier-Bresson con su ojo de normando infalible: André nunca fue un tipo extremadamente inteligente. Lo suyo no era preguntarse por la raíz intelectual de los conceptos, pero era un jugador increíblemente intuitivo. Se fijaba en detalles que a los demás nos pasaban desapercibidos. Supongo que la experiencia le había aguzado el olfato. Llevaba desde los diecisiete años fuera de casa, de hotel en hotel y después de guerra en guerra. Tenía un don para verlas venir. Era un jugador nato.

Llevaba razón como se demostraría mucho tiempo después, en la madrugada del día 6 de junio de 1944 mientras la niebla rasgaba en jirones el cielo del canal de la Mancha.

Mar. Ruido de mar. Imposible tomar foco con aquel movimiento. Arriba, el golpeteo de las máquinas, la trepidación de la cubierta. Abajo, el abismo espumeante de las olas. André no se lo pensó dos veces. Saltó a la lancha del desembarco con las dos cámaras colgadas al cuello. Una Leica y una Rolleiflex. Después miró hacia la playa tratando de calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. Al frente, seis kilómetros de arena sembrados de minas. Omaha Beach. Nadie les había explicado a aquellos chicos qué demonios tenían que hacer. Sólo que debían salvar a Europa de las garras de los nazis. Mientras se acercaban a la orilla, le guiñó un ojo a un jovencísimo soldado americano de la Compañía E del 116.° Regimiento de Infantería. «Nos vemos allí, muchacho», le dijo para darle ánimos.

Pocos minutos después el mundo estalló en pedazos. La mayoría de aquellos chavales aun no hablan cumplido los veintidós años. Fueron abatidos antes de conseguir poner un pie en la arena. Fogonazos anaranjados en el foco entre miles de partículas de agua pulverizada. Trampas antitanque. Estampidos de mortero. Rugidos de mar. Ordenes de mando casi ahogadas por el viento y los motores de las lanchas. André disparaba sin darle tiempo a ajustar el foco. Instantáneas rápidas, fugaces. Images of war. Después la espuma batida del Atlántico se tiñó de rojo en la mayor carnicería del día D. Dos mil muertos en apenas unas horas.

André fue el único fotógrafo que desembarcó en la primera oleada. Se alistó voluntario con el 116. En Easy Red. «El corresponsal de guerra tiene en las manos su apuesta, su vida», -escribió en el libro Slightly out of focus-. «Y puede ponerla en ese o en aquel caballo o volver a guardársela en el bolsillo en el último minuto. Yo soy jugador. Decidí ir con la primera oleada.» Sobrevivió de milagro intentando avanzar con el agua al cuello y después arrastrándose a lo largo de doscientos metros de arena minada. El juego del gato y el ratón. Claro que entonces ni él se llamaba ya André Friedmann ni ella estaba a su lado. Llevaba muerta siete años. Siete largos años con cada uno de sus días y de sus jodidas noches en las que ni una sola vez dejó de echarla de menos. Tal vez lo único que quería era que alguien por caridad le disparara un tiro de una maldita vez.

Gerta también sabía algo de ese asunto. O esto o lo otro. Aquí o allá. Viva o muerta. A fin de cuentas, la vida era un puro juego de azar. Caminó por los bares del otro lado del Petit Pont y lo vio de espaldas por la cristalera del café. Sabía que lo encontraría allí. Estaba solo, de pie, dentro de un abrigo que parecía de alguien más mucho más corpulento que él, inmóvil, los brazos cruzados encima del mostrador y la cabeza baja, ensimismado, rompiendo sólo su quietud para llevarse la copa a los labios. Todavía no eran las once de la mañana. Triste como un árbol en el que acabaran de abatir a un petirrojo, pensó ella y sintió que las lágrimas empezaban a nublarle la vista. Se maldijo a sí misma como siempre que le ocurría eso, aunque no sabía bien por quién lloraba. Estuvo a punto de largarse por donde había venido. Pero algo superior a su voluntad la retenía allí, así que esperó a que el aire le secara los ojos, respiró hondo, apeló a toda la altivez con que su padre la había educado y fue al encuentro de su hombre con la cabeza erguida y su peculiar manera de andar, aliviada por haberlo encontrado, pero también resuelta a no ceder ante él ni un ápice de su territorio.

– Qué frío -le dijo encogiendo los hombros y se quedó allí de pie, a su lado con los puños cerrados dentro de los bolsillos.

Él levantó las cejas.

– ¿Dónde estuviste? -le preguntó con una modulación algo cerrada.

– Por ahí -dijo ella. Y se quedó en silencio.

Ocurrió así. Sin sorprenderse demasiado el uno del otro, sin grandes palabras ni efusiones innecesarias. De un modo natural, igual que si reanudaran un diálogo interrumpido temporalmente. Cada cual había recorrido su trecho del camino.

– Será mejor que volvamos a casa ¿no? -volvió a decir ella al cabo de un rato. Y empezaron a caminar por la acera despacio, él pegado a las paredes, procurando mantener la línea recta. Ella sujetándolo muy discretamente, para no humillarlo.

Volvieron a vivir juntos. Dejaron el apartamento de la torre Eiffel y se trasladaron al hotel de Blois, en la rue Vavin. Desde la ventana de su cuarto veían la terraza del Dôme. Sólo tenían que asomarse para ver quién estaba en la tertulia y bajar en caso de que la clientela fuera de su agrado. Aunque lo cierto es que entre la campaña electoral y los reportajes para Alliance Photo no tenían demasiado tiempo para tertulias.

En febrero las autoridades francesas decidieron conceder a los periodistas un permiso de trabajo que les asegurara el derecho de residencia. Gerta pensó que era la única manera de legalizar su situación. Consiguió su primera acreditación de prensa, firmada por el jefe de la agencia ABC Press-Service de Amsterdam. En la fotografía de carné aparece muy risueña, con una cazadora de cuero, el mentón un poco levantado y el pelo corto y rubio caído de medio lado sobre la frente. La sonrisa orgullosa. 4 de febrero de 1936. Aquel documento significaba mucho más que una garantía legal. Era su pasaporte como reportera. Empezó a redactar sus primeras crónicas y a vender alguna foto, aunque nunca dejó de pensar por los dos como la manager que había jurado ser. Necesitaban el dinero. Con la información política no les hubiera alcanzado para llegar a fin de mes, así que lo combinaron con otro tipo de reportajes, pequeñas piezas sobre la vida parisina en aquella primavera incipiente cuando todo estaba a punto de suceder. Los mercados callejeros y los suburbios eran los lugares preferidos de André, donde se sentía verdaderamente a gusto. Allí hervía el auténtico caldo de la vida. Escenarios marginales como el cine Crochet, un tablado al aire libre regentado por dos cazatalentos sin escrúpulos. La gente actuaba delante de una cámara con público en directo. Había parejas que imitaban los bailes de Fred Astaire y Ginger Rogers hasta echar los hígados. Gente joven con ambición y ganas de comerse el mundo, pero también viejos reservistas de cabaret, hombres derrotados por la vida, que estaban atravesando una mala racha y buscaban alguna salida. André simpatizaba con ellos. Al final de cada interpretación los espectadores implacables mostraban su aprobación o su rechazo mediante aplausos o abucheos. Él se limitaba a fotografiar emociones como hizo siempre. Sabía lo que buscaba y lo encontraba. En París o en Madrid. En Normandía o en Vietnam. En las celebraciones de la Bastilla o en los suburbios del cine Crochet. Dirigía su objetivo hacia el interior de los rostros. Su cámara atrapaba la emoción y la retenía dentro. Daba igual que se tratara de un anciano agotado, descendiendo del escenario con la cabeza baja en tiempos de paz, que de una miliciana sirviendo sopa de un puchero con un cucharón en plena guerra. El estilo era el mismo. Llegar a donde nadie más podía llegar: una pareja saludando eufórica desde el tablado de baile; dos críos sentados en la acera, jugando a las canicas, detrás de una casa destrozada por las bombas. Una bailarina de ojos negros trazando en el aire un garabato de fuego; dos viejecitos británicos tomando el té en un refugio de Waterloo Road, durante un bombardeo alemán en 1941. La cara y la cruz. Emociones.

Fueron meses de trabajo duro. Las jornadas eran largas y agotadoras. Llegaban al hotel extenuados. Más de una vez se quedaron dormidos sobre la cama sin que les diera tiempo siquiera a quitarse la ropa, vestidos, abrazados, tirados en diagonal sobre la colcha, la mejilla de ella sobre el estómago de él, como dos niños al volver de un viaje. En alguna parte se estaba gestando una guerra igual que un ala de cuervo que entrara por la ventana del ático.

Había demasiadas deudas que zanjar, el material fotográfico era caro, los periódicos pagaban con semanas de retraso. Además estaba Cornell. Después de la muerte del padre de André, su hermano pequeño, Cornell, se había reunido con ellos en París. Era un chaval flaco y tímido de diecisiete años, con hombros huesudos y cara de ardilla. Había ido con la idea de estudiar Medicina, pero acabó como todos, revelando fotos en el bidé del lavabo. Había que conseguir dinero fresco como fuese. Gerta no paraba de darle vueltas en la cabeza. Y entonces, de pronto se le ocurrió. Era exactamente lo que necesitaban. Un golpe maestro.

Inventaron un personaje, un tal Robert Capa, un supuesto fotógrafo americano, rico, famoso y con talento. Al soñador que había en André le fascinó el nombre. Sonoro. Corto. Fácil de pronunciar en cualquier idioma. Además le recordaba al director de cine Frank Capra, que había arrasado en los Óscar con la película Sucedió una noche, interpretada por Claudette Colbert y Clark Gable. Un seudónimo cinematográfico, cosmopolita, sin adscripción clara a ningún territorio, difícil de encasillar en criterios étnicos o religiosos. El nombre perfecto para un nómada sin patria.

También ella cambió su identidad. Mi nombre es Taro. Gerda Taro. Las mismas vocales que Greta Garbo, su actriz favorita. Las mismas sílabas. La misma música. Igual podía ser un nombre español, que sueco o balcánico. Cualquier cosa menos judío.

Si ni siquiera puedes elegir tu propio nombre, qué clase de mundo es éste, decía.

Se trataba una vez más de un juego, una impostura inofensiva, pero sostenida de corazón. Desdoblarse, convertirse en otros, actuar. Igual que cuando de niña imitaba a las actrices del cine mudo en el desván de la casa de Stuttgart.

Los actores estaban claros. Sólo necesitaban un buen argumento para la película y enseguida lo encontraron. André hacía las fotos, Gerda las vendía y el tal Robert Capa se llevaba la fama. Pero como se suponía que era un profesional muy cotizado, Gerda se negaba a vender sus negativos por menos de ciento cincuenta francos. El triple de la tarifa vigente. Otra vez las enseñanzas de su madre volvían a resultar proféticas. También las de Dezsö Friedmann: la apariencia del éxito atrae al éxito.

A veces se planteaban problemas, claro, pequeños desajustes de guión, pero se las arreglaban para resolverlos con ingenio. Si André no lograba sacar una buena fotografía de un mitin del Frente Popular o de la última huelga de la Renault, Gerda siempre lo encubría.

– Ese cabrón de Capa ha vuelto a largarse a la Costa Azul con una actriz. Maldita sea su estampa.

Pero ningún juego es del todo inofensivo. Ni inocente. André interiorizó el papel de Capa hasta los tuétanos. Se lo pegó a la piel como un guante. Se esforzó hasta la extenuación en ser el fotógrafo americano, triunfador y audaz, que ella quería que fuera. Aunque en el fondo más profundo de su alma siempre le quedaba un poso de melancolía por saber de cuál de los dos estaba ella realmente enamorada. André amaba a Gerta. Gerda amaba a Capa. Y Capa al final, como todos los ídolos, sólo se amaba a sí mismo.

Su cámara estaba siempre en el lugar de los hechos, subido al ático de las Galeries Lafayette, en los talleres de la Renault, en las gradas del estadio de Buffalo, donde más de cien mil franceses llenaron el césped para celebrar el éxito de la huelga de los obreros del metal. Oculto entre la multitud, en medio de la calle, en un mitin, buscaba perspectivas nuevas que le permitieran desentrañar aquel tiempo que se le estaba yendo entre las manos.

Días que duraban lo que tarda en volar una golondrina. La actualidad los estaba engullendo sin que se dieran cuenta. Se sentían tan dentro del mundo que bajaron la guardia. Sin embargo había gente que seguía, paso a paso, todos sus movimientos: el primer café del día en la terraza del Dôme; la mano de ella por debajo de la camisa de él en un autobús en Saint Dennos; el amor a toda prisa en un trayecto de taxi, desde el Pont Neuf hasta el club Mac- Mahon; el sol filtrándose entre los dedos de Gerda en las escaleras del hotel Blois, cuando ella le cubrió la cara con las manos y él la fue desnudando deprisa con un brillo de enajenación en los ojos, su boca buscándola con urgencia, impaciente, jadeante, los dedos de ella luchando tenazmente por desabrocharle los botones de la camisa, la lengua de él lamiendo su barbilla altiva, mientras subían abrazados hasta el tercer piso, donde estaba su habitación, apretándose en cada rellano, desfallecidos, cuando por fin lograron meter la llave en la cerradura. Toda una red de espionaje se cernía sobre ellos, pero el amor no ve nada. Es ciego. Sólo Chim de vez en cuando, con su perspicacia de talmudista experimentado, notaba extrañas coincidencias, caras que se repetían con excesiva frecuencia en los mismos lugares, circunvoluciones discretas que no podían augurar nada bueno.

Ellos sin embargo se sentían seguros con sus acreditaciones de prensa recién estrenadas y su flamante identidad. Jóvenes. Guapos. Imbatibles. Como si todo lo anterior pudiera desaparecer de un plumazo. Robert Capa y Gerda Taro en el kilómetro cero de sus vidas. ¿Acaso era posible imaginar un sueño más alto?

El 3 de mayo la coalición de izquierda que formaba el Frente Popular llegó al Elíseo, al igual que había ocurrido poco antes en España, y Robert Capa estaba allí para fotografiar cada momento de aquella euforia. Apenas hacía tres meses que las tropas alemanas habían ocupado tranquilamente Renania, desafiando el Tratado de Versalles. Toda Francia se estremeció. Los parisinos se movilizaron. Miles de ciudadanos anónimos tomaron las calles, y sus rostros, preocupados, tensos o esperanzados se reflejaron en cada una de sus fotografías, cuando abarrotaron la Place de L'Opera para ver los resultados electorales proyectados en una pantalla gigante. Por fin una fuerza capaz de detener el avance del fascismo. Dos tercios de los escaños de la cámara, con los socialistas y su candidato a la cabeza: Léon Blum, el héroe que había logrado sobrevivir al atentado fascista de febrero. Las banderas rojas ondeaban sobre los ministerios. Por todas las placitas de Montparnasse surgían acordeonistas callejeros tocando La Internacional.

En el mes de julio Maria Eisner le pidió a Gerda que negociara con Capa un reportaje por el vigésimo aniversario de Verdún, la batalla más sangrienta de la primera guerra mundial. Las fotos pusieron de manifiesto un escenario desolador: vastas zonas de tierra de nadie cubiertas de árboles carbonizados y cráteres llenos de agua estancada. La ceremonia fue especialmente emotiva. El cementerio militar estaba iluminado por cientos de reflectores. Cada excombatiente se situó detrás de una cruz blanca y depositó un ramo de flores sobre cada tumba. En medio de aquel silencio sobrecogedor, sonó de pronto el disparo de un cañón. En ese momento los focos se apagaron y la multitud quedó a oscuras. No hubo discursos. Sólo la voz de un niño de cuatro años pidiendo la paz para el mundo. Su llamamiento, a través de los altavoces situados en las cuatro esquinas del cementerio, erizó la piel de todos cuantos estaban allí.

No sirvió de nada. Al poco de regresar de Verdún, Gerta y André, o mejor dicho, Gerda y Capa quedaron a cenar con unos amigos para celebrar el aumento salarial aprobado por el Frente Popular. Estaban en el balcón del Grand Monde, donde los camareros preparaban los mejores cocktails de toda la Rive Gauche. Ella llevaba un vestido negro escotado por detrás que le daba un aire de musa de Hollywood; él, corbata y chaqueta clara. Una brisa muy ligera agitaba los árboles de la orilla del Sena. 17 de julio. Música, risas, tintineo de copas y de repente, otra vez, en medio de esa felicidad, el ala de un cuervo.

Desde la cocina del restaurante, a través del minúsculo ventanillo de un aparato de radio se fue abriendo paso la noticia del levantamiento de la legión española en Marruecos, bajo el mando de un tal Francisco Franco, un oscuro general de medio pelo. El remedo español de Hitler y Mussolini.

La cuenta atrás había empezado.

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