Capítulo trece

Daphne dejó el martillo y dio un saltito atrás para admirar el letrero que acababa de clavar en la puerta. NO SE ADMITEN TEJONES (¡Y ESO VA POR VOUS!). Lo había pintado aquella misma mañana.

El día solitario de Daphne


– Súbete al taburete y mira lo que hay en el estante de arriba, ¿quieres, Amy?-dijo Kevin desde la despensa-. Yo sacaré todas estas cajas de aquí.

En cuanto habían regresado del pueblo, Kevin había reclutado a Amy para que le ayudara a hacer inventario de los comestibles. Durante los últimos diez minutos, Amy se había pasado todo el rato intercambiando miradas curiosas entre la despensa donde trabajaba Kevin y la mesa de la cocina en la que Molly estaba preparando el té. Finalmente, ya no pudo contenerse.

– Es curioso que Molly y tú os casarais casi el mismo día que Troy y yo, ¿verdad?

Molly depositó el primer trozo de pastel Bundt en la bandeja victoriana para pasteles y escuchó a Kevin escurriendo el bulto.

– Molly ha dicho que iba a necesitar más azúcar moreno. ¿Hay algo ahí arriba?

– Veo dos bolsas. Hay un libro que yo leí sobre el matrimonio…

– ¿Qué más?

– Unas latas de pasas y un cacharro para la levadura. Pues eso, que ese libro cuenta que a veces hay parejas que, bueno, después de casarse tienen problemas para adaptarse y tal. Porque es que es un cambio muy grande.

– ¿Hay harina de avena? Me ha dicho que también le hace falta.

– Hay una caja, pero no es grande. Troy cree que casarse es fabuloso.

– ¿Qué más hay?

– Cacerolas y trastos. No hay más comida. Pero si tienes problemas para adaptarte o algo… vaya, que puedes hablar con Troy.

Molly sonrió por el largo silencio posterior. Finalmente, Kevin dijo:

– Tal vez podrías ir a ver qué queda en el congelador.

Amy salió de la despensa y miró lastimeramente a Molly. Había algo en la compasión de aquella adolescente y en sus chupetones que la tenía con los nervios a flor de piel.

El té no era ni la mitad de entretenido sin Kevin. La señora Chet, Gwen en realidad, no trató de disimular su disgusto cuando Molly le explicó que Kevin tenía otro compromiso. Tal vez se habría animado si hubiera sabido que Lilly Sherman se alojaba allí, pero Lilly no se presentó, y tampoco iba a ser Molly quien anunciara su presencia.

Molly estaba sacando los cuencos de cerámica para tenerlos a punto para el desayuno del día siguiente cuando Kevin entró por atrás cargado de comida. Evitó a Roo, que intentaba mordisquearle los tobillos, y dejó las bolsas sobre la mesa.

– ¿Para qué sacas todo esto? ¿Dónde está Amy?

– Basta, Roo. He dejado que se marchara. Empezaba a lloriquear por el síndrome de abstinencia de Troy.

Apenas lo había dicho cuando la vio corretear por el patio hacia su marido, que debía de haber olido su rastro en el viento, porque apareció salido de la nada.

– Ahí están otra vez -dijo Kevin.

Su encuentro fue tan apasionado como un anuncio de perfume. Molly observó que Troy hundía la cabeza en el escote abierto de Amy, que echó la cabeza atrás y arqueó el cuello.

Otro chupetón.

Molly cerró de un manotazo la tapa del Tupperware.

– Va a necesitar una transfusión de sangre si Troy no deja de hacerle eso.

– No parece que le importe demasiado. Hay mujeres a las que les gusta que un hombre les deje su marca.

Algo en el modo en que la miraba le produjo un hormigueo en los pechos. No le gustó su propia reacción.

– Y hay otras mujeres que lo consideramos como lo que es: el patético intento de un hombre inseguro de dominar a una mujer.

– Sí, de ésas siempre hay. -Kevin sonrió perezosamente y salió por la puerta lateral a por el resto de la comida.

Mientras descargaba, le preguntó a Molly si quería ir al pueblo a cenar, pero Molly declinó la oferta. Había decidido limitar el contacto con Kevin al que estaba dispuesta a exponerse en un solo día. Así que regresó a su casita, satisfecha de su autodisciplina.


El sol parecía una enorme galleta de limón puesta en el cielo, lo que abrió el apetito de Daphne. «¡Guisantes!», pensó. Adornados con hojas de diente de león. Y, de postre, pastel de queso con fresas.


Ya era la segunda vez que sus criaturas se asomaban ese día a su cabeza. Tal vez ya estaba preparada para volver al trabajo, si no para escribir, sí al menos para hacer los dibujos que quería Helen y poder cobrar el resto de su anticipo.

Entró en la casita y se encontró con la nevera bien provista y un armario lleno de provisiones. Tenía que reconocerlo: Kevin hacía todo lo posible por ser considerado. A ella no le entusiasmaba la idea que él estuviera empezando a gustarle tanto, e intentó compensarlo recordándose a sí misma que Kevin era superficial, egocéntrico, cobraba demasiado, conducía Ferraris, la había secuestrado, detestaba a su caniche y era un mujeriego. Excepto que de mujeriego no le había visto nada. Nada en absoluto.

Porque él no la encontraba atractiva.

Molly se tiró del pelo y soltó un grito apagado por su propio patetismo extremo. Luego se preparó una opípara cena y se comió hasta el último bocado.

Al anochecer se sentó en el porche ante el bloc de papel que había encontrado en un cajón. ¿Qué problema había en mantener sólo un poco más apartadas a Daphne y a Melissa? A fin de cuentas, sólo era un libro infantil. Las libertades civiles de los Estados Unidos de América no dependían de lo cerca que estuvieran Daphne y Melissa.

El lápiz empezó a moverse, primero dubitativo, y luego más rápidamente. Pero el dibujo que apareció no era el que había planeado. Molly se encontró dibujando a Benny en el agua, con el pellejo chorreando sobre sus ojos mientras miraba, boquiabierto, a Daphne, que saltaba desde lo alto de un acantilado. Las orejas pegadas a la espalda, el cuello de cuentas de su chaqueta vaquera abierto como un paracaídas, y un par de sandalias Manolo Blahnik muy elegantes que salían volando de sus patas.

Frunció el ceño y pensó en todas las historias que había leído sobre chicos con parálisis permanente por saltar de cabeza en aguas cuya profundidad se desconoce. ¿Qué clase de mensaje de seguridad les estaría dando a los niños?

Arrancó la página del bloc y la arrugó. Éste era el tipo de problemas en los que nunca pensaban todos aquellos que querían escribir libros infantiles.

Molly se había vuelto a quedar en blanco. En vez de pensar en Daphne y Benny, se encontró pensando en Kevin y en el campamento. Era su patrimonio, no debería vendérselo nunca. Kevin decía que se había aburrido mucho de niño en aquel lugar, pero no tenía por qué aburrirse de mayor. Tal vez sólo le faltaba un compañero de juegos. Su mente evitó pensar en lo que implicaría exactamente jugar con Kevin.

Molly decidió dar un paseo hasta el espacio comunitario. Tal vez dibujaría algunas de las casitas para entretenerse. De camino hacia allí, Roo salió trotando a recibir a Charlotte Long para impresionarla con su imitación del perro muerto. Aunque menos de la mitad de las casitas estaban ocupadas, la mayoría de los residentes parecían haber salido a dar un paseo vespertino, y sus sombras largas y frías caían como susurros sobre la hierba. La vida transcurría más lentamente en el Bosque del Ruiseñor…

La glorieta le llamó la atención.


¡Organizaré una merendola! Invitaré a mis amigas, nos pondremos unos sombreros fabulosos, comeremos helado de chocolate y diremos: «Ma chére, ¿habías visto jamás un día tan her-moo-soo?»


Molly se sentó con las piernas cruzadas sobre la toalla de playa que se había llevado consigo y se puso a dibujar. Varias parejas de paseantes se pararon a observar, aunque, como formaban parte de la última generación con modales, no la interrumpieron. Mientras dibujaba, se encontró pensando en todos sus años de campamento de verano. El frágil hilo de una idea comenzó a formarse en su mente, no sobre una gran merienda, sino sobre…

Molly cerró el cuaderno. ¿De qué servía pensar en algo tan lejano? Birdcage poseía por contrato los derechos para dos libros más de Daphne, ninguno de los cuales sería aceptado hasta que Molly hiciera las revisiones que le habían pedido para Daphne se cae de bruces.

Las luces estaban encendidas cuando Molly regresó a la casita. Le pareció recordar que las había apagado, pero tampoco se preocupó demasiado.

Roo se puso a ladrar enseguida y entró corriendo hacia la puerta del baño. La puerta estaba ligeramente entreabierta y el perro la abrió unos centímetros más empujando con la cabeza.

– Tranquilo, Roo.

Molly acabó de abrir la puerta y vio a Kevin, hermoso en su desnudez, metido en la vieja bañera, con las piernas cruzadas sobre el borde, un libro en las manos y un pequeño puro sujeto en la comisura de sus labios.

– ¿Qué estás haciendo en mi bañera?

Aunque el agua llegaba hasta arriba, no había ni una burbuja de jabón que le escondiera, así que Molly no se acercó.

Kevin se sacó el puro de la boca. No desprendía humo, y Molly se dio cuenta de que no era un puro, sino un palo de caramelo, de chocolate o de regaliz.

Kevin tuvo el descaro de molestarse.

– ¿A ti qué te parece? ¿No podrías llamar, antes de irrumpir de este modo?

– Ha sido Roo el que ha irrumpido, no yo. -El perro salió despacio, una vez cumplido su trabajo, y se encaminó a su cuenco de agua-. ¿Y por qué no utilizas tu propia bañera?

– No me gusta compartir el baño.

Molly no le hizo notar lo que le parecía evidente: que en ese momento estaba compartiendo el baño con ella. Observó que su pecho era tan soberbio mojado como seco. Incluso más. Algo en la manera como la miraba la puso nerviosa.

– ¿De dónde has sacado ese caramelo?

– Del pueblo. Y sólo he comprado uno.

– Muy bonito.

– Sólo tenías que pedírmelo.

– Como si yo supiera que ibas a comprar caramelos. Y estoy segura de que hay una caja de galletas de azúcar de la hermosa fräulein escondida en algún rincón.

– Cierra la puerta al salir. A menos que quieras desnudarte y meterte en la bañera conmigo.

– Muchas gracias, pero parece un poco pequeña.

– ¿Pequeña? No lo creo, cariño.

– ¡Oh, madura!

Una risilla burlona la siguió mientras salía y cerraba con un portazo. ¡Slytherin! Molly se dirigió al dormitorio pequeño. Como había supuesto, la maleta de Kevin estaba allí. Suspiró y se apretó las sienes con los dedos. Su antigua jaqueca volvía.


Daphne dejó la guitarra eléctrica y abrió la puerta.

Benny estaba en pie al otro lado.

– ¿Puedo bañarme en tu bañera, Daphne?

– ¿Y eso por qué?

Benny parecía asustado.

– Porque sí.


Molly se sirvió un vaso de Sauvignon blanco de la botella que encontró en la nevera y salió al porche. La camiseta negra sin mangas que llevaba no abrigaba lo bastante para el fresco del anochecer, pero tampoco se molestó en entrar a por un jersey.

Molly se estaba columpiando cuando apareció Kevin. Llevaba un par de calcetines grises de tenis y un albornoz a rayas verticales marrones y negras que parecía de seda. Era el tipo de albornoz que una mujer le regala a un hombre con el que quiere acostarse. A Molly no le gustó.

– Podríamos preparar una estupenda merendola en la glorieta antes de irnos -dijo Molly-. Lo convertimos en un acontecimiento e invitamos a toda la gente de las casitas.

– ¿Y por qué íbamos a hacer eso?

– Por diversión.

– Suena de lo más emocionante -respondió Kevin, sentándose en la silla de al lado con las piernas extendidas. Los pelos de sus pantorrillas estaban empapados. Olía a Safeguard y a algo más caro. Era como un furgón de seguridad lleno de corazones rotos de mujer.

– Preferiría que no te quedases aquí, Kevin.

– Y yo preferiría quedarme -dijo sorbiendo el vino del vaso que había traído consigo.


– ¿Puedo dormir en tu casa, Daphne?

– Supongo que sí. Pero ¿por qué quieres quedarte?

– Porque en mi casa hay un fantasma.


– No puedes esconderte de Lilly eternamente -dijo Molly.

– No me escondo. Sólo me tomo mi tiempo.

– No sé muy bien cómo se obtiene una anulación, pero diría que esto podría comprometer la nuestra.

– Ya estaba comprometida desde el principio -dijo Kevin-. Por lo que me contó el abogado, las únicas posibilidades para una anulación son el engaño o la coacción. Pensé que tú podrías alegar coacción. Yo seguro que no lo discutiría.

– Pero el hecho de que ahora estemos juntos lo pone en duda.

– Gran problema. Entonces pediremos un divorcio. Tardará un poco más, pero el resultado será el mismo.

Molly se levantó del columpio.

– Aun así, no te quiero aquí.

– La casita es mía.

– Tengo derechos de inquilina.

La voz de Kevin se deslizó sobre ella, suave y sensual.

– Creo que estar cerca de mí te pone nerviosa.

– Sí, claro -dijo ella simulando un bostezo.

Kevin señaló con la cabeza al vaso de vino y dijo con una sonrisa:

– Estás bebiendo. ¿No temes volver a atacarme mientras duermo?

– Ups. Recaída. Y ni siquiera me había dado cuenta.

– O tal vez temes que yo te ataque a ti.

Algo despertó en su interior, pero se hizo la fría y se dirigió hacia la mesa para limpiar las migajas de pan con una servilleta que había dejado allí.

– ¿Por qué iba a temerlo? Tú no te sientes atraído por mí.

Antes de responder, Kevin esperó el rato justo para que ella se pusiera nerviosa.

– ¿Y tú cómo sabes por quién me siento atraído yo?

El corazón de Molly dio una voltereta peligrosa.

– ¡Vaya! Yo ya pensaba que mi dominio de la lengua inglesa iba a separarnos.

– Eres tan impertinente.

– Lo siento, pero me gustan los hombres con una personalidad más profunda.

– ¿Intentas decir que piensas que soy superficial?

– Como un charco en la acera. Pero eres rico y atractivo, así que no pasa nada.

– ¡Yo no soy superficial!

– Llena el espacio en blanco: lo más importante en la vida de Kevin Tucker es…

– El fútbol es mi profesión. Eso no me convierte en una persona superficial.

– Y las cosas más importantes en la vida de Kevin Tucker en segundo, tercer y cuarto lugar son el fútbol, el fútbol y, mira por dónde, el fútbol.

– Soy el mejor en lo que hago, y no voy a pedir disculpas por ello.

– La quinta cosa más importante en la vida de Kevin Tucker es… eh, un momento, ahora vendrían las mujeres, ¿no?

– ¡Las calladitas, así que tú quedas fuera!

Molly ya se preparaba para una réplica mordaz cuando cayó en la cuenta.

– Claro. Todas esas mujeres extranjeras… -Kevin la miró con recelo-. No quieres a alguien con quien puedas comunicarte realmente. Eso podría interponerse con tu obsesión principal.

– No tienes ni idea de lo que dices. Te lo repito, salgo con muchas mujeres americanas.

– Y supongo que son intercambiables. Guapas, no demasiado listas y, en cuanto se vuelven exigentes, les das puerta.

– Los buenos viejos tiempos…

– Te he insultado, por si no te has dado cuenta.

– Y yo te he devuelto el insulto, por si no te has dado cuenta.

Molly sonrió.


– Estoy segura de que no querrás compartir el mismo techo con alguien tan exigente.

– No te vas a librar de mí tan fácilmente. De hecho, vivir juntos podría tener sus ventajas.

Kevin se levantó del columpio y la miró con una expresión que conjuraba imágenes de cuerpos sudorosos y sábanas arrugadas. Entonces, se metió la mano en el bolsillo de su albornoz y rompió el hechizo que probablemente sólo había existido en la imaginación de Molly.

Kevin extrajo una hoja arrugada de papel. Molly reconoció enseguida el dibujo que había hecho de Daphne tirándose al agua.

– He encontrado esto en la papelera -dijo alisando el papel mientras se acercaba a ella y señalando a Benny-. ¿Y éste? ¿Es el tejón?

Molly asintió lentamente, deseando no haber tirado el dibujo en un lugar donde él pudiera encontrarlo.

– ¿Y por qué lo has tirado?

– Cuestiones de seguridad.

– Mmm…

– A veces me inspiro en incidentes de mi propia vida.

– Eso ya lo veo.

– Soy más una caricaturista que una artista.

– Esto tiene demasiados detalles para ser una caricatura.

Molly se encogió de hombros y alargó la mano para recuperar el dibujo, pero Kevin negó con la cabeza.

– Ahora es mío. Me gusta -dijo guardándoselo en el bolsillo. Luego se dirigió hacia la puerta de la cocina y añadió-: Será mejor que me vista.

– Vale, porque quedarte aquí no va a funcionar.

– Ah, sí que me quedo. Es sólo que bajo un rato al pueblo. -Se detuvo y la miró con una sonrisa torcida-. Si quieres acompañarme…

En el cerebro de Molly se disparó una alarma.

– No, gracias, tengo el alemán un poco oxidado, y si como demasiado chocolate se me agrieta la piel.

– Si no te conociera mejor, diría que estás celosa.

– Acuérdate, liebling, de que el despertador suena a las cinco y media.


Molly le oyó llegar pasada la una, por lo que fue para ella todo un placer aporrear su puerta al amanecer. Había llovido toda la noche y mientras Molly y Kevin avanzaban en silencio por el camino, un tono gris rosado dominaba el cielo recién lavado; sin embargo, estaban ambos demasiado dormidos como para apreciarlo. Mientras Kevin bostezaba, Molly se concentraba en poner un pie delante del otro intentando evitar los charcos. Sólo Roo estaba contento de estar ya despierto y en marcha.

Molly preparó tortitas de arándanos mientras Kevin cortaba trozos desiguales de fruta que iba depositando en un cuenco azul de cerámica. Mientras trabajaba, refunfuñaba que alguien con un promedio de pases bien dados del sesenta y cinco por ciento no debería dedicarse a la cocina. Sus quejas se silenciaron, sin embargo, cuando entró Mermy.

– ¿De dónde ha salido ese gato?

Molly esquivó la pregunta.

– Es una gata, y apareció ayer. Se llama Mermy.

Roo lloriqueó y se arrastró bajo la mesa. Kevin cogió un trapo de cocina para secarse las manos.

– Hola, bonita -dijo arrodillándose para acariciar al animal. Mermy se acurrucó inmediatamente junto a él.

– Creía que no te gustaban los animales.

– Me gustan los animales. ¿De dónde has sacado esa idea?

– ¿De mi perro?

– ¿Es un perro? Anda, lo siento. Creía que era un accidente por residuos industriales -dijo mientras pasaba sus dedos largos y delgados entre el pelaje de la gata.

– Slytherin.

Molly tapó el recipiente de la harina de un manotazo. ¿Qué clase de hombre podía preferir un gato a un caniche francés excepcionalmente refinado?

– ¿Qué me has llamado?

– Es una referencia literaria. No lo entenderías.

– Harry Potter. Y no me gustan los motes.

Su respuesta la irritó. Le estaba resultando cada vez más difícil convencerse de que Kevin era sólo una cara bonita.

Los Pearson fueron los primeros clientes. John Pearson consumió media docena de tortitas y una ración de huevos revueltos mientras ponía al día a Kevin sobre su hasta el momento infructuosa búsqueda de la curruca de Kirtland. Chet y Gwen se marchaban aquel mismo día, y cuando Molly echó un vistazo al comedor, observó que Gwen le lanzaba miraditas de «acércate más» a Kevin. Poco después, Molly oyó una discusión en la puerta principal. Apagó el fuego y corrió hacia el vestíbulo, donde el hombre corpulento que había visto en el espacio comunitario el día de su llegada le gruñía a Kevin:

– Es pelirroja. Alta, metro setenta y muchos. Y hermosa. Alguien me ha dicho que la vieron aquí ayer por la tarde.

– ¿Qué quiere de ella? -preguntó Kevin.

– Teníamos una cita.

– ¿Qué clase de cita?

– ¿Está aquí o no?

– Creo que reconozco esa voz ronca -dijo Lilly, apareciendo en lo alto de las escaleras. De algún modo, lograba convertir su sencilla camisa de lino con caracolas de mar y el pantalón corto a juego en algo glamuroso. Bajó las escaleras con aplomo, como la reina de la pantalla que era, pero se detuvo en seco al ver a Kevin-. Buenos días.

Kevin la saludó bruscamente con la cabeza y desapareció hacia el comedor.

Lilly mantuvo la compostura. El hombre que había venido a verla miró hacia el comedor, y Molly observó que se trataba del hombre que había visto salir del bosque en su primer día en el campamento. ¿De qué le conocería Lilly?

– Son las ocho y media -refunfuñó-. Se supone que habíamos quedado a las siete.

– He considerado durante unos segundos la posibilidad de acudir, pero he decidido seguir durmiendo.

El hombre la miró como un león enfurecido.

– Pues vamos. Estoy perdiendo la luz.

– Si la busca bien, estoy segura de que la encontrará. Mientras, desayunaré.

El hombre frunció el ceño.

Lilly se dirigió a Molly con una expresión gélida.

– ¿Sería posible que pudiera comer en la cocina y no en el comedor?

Molly se dijo que podía mostrarse todavía más hostil que Lilly, pero luego decidió que al cuerno, que a ese juego sólo podían jugar dos.

– Por supuesto. Tal vez querrán comer los dos juntos en la cocina. He preparado tortitas de arándano.

Lilly se mostró ofendida.

– ¿Tenéis café? -ladró él.

A Molly siempre le habían atraído los individuos a quienes no les importa ganarse la aprobación de los demás, posiblemente porque ella había pasado mucho tiempo intentando ganarse la de su padre. La indignante excentricidad de aquel hombre la fascinó. También observó que era muy atractivo para su edad.

– Todo el que quiera.

– Pues de acuerdo.

Molly se sintió un poco culpable y volvió su atención hacia Lilly.

– Puede utilizar la cocina con toda libertad siempre que quiera. Estoy segura de que preferirá evitar a sus admiradores a primera hora de la mañana.

– ¿Qué clase de admiradores? -preguntó él.

– Soy bastante famosa -dijo Lilly.

– Oh -replicó el hombre, dando por acabado el tema de la fama-. Ya que insistes en comer, ¿podrías darte un poco deprisa?

Lilly se dirigió a Molly sin duda únicamente con ánimo de ofender al hombre.

– Este hombre atrozmente egocéntrico es Liam Jenner. Señor Jenner, le presento a Molly, la esposa de mi… sobrino.

Era la segunda vez en dos días que se quedaba atemorizada ante un famoso.

– ¿El señor Jenner? -Molly tragó saliva-. No puedo decirle lo encantada que estoy. Hace años que admiro su obra. ¡No puedo creerme que esté usted aquí! Sólo que… en las fotos que siempre sacan de usted, lleva el pelo largo. Ya sé que deben ser de hace años, pero… lo siento. Estoy parloteando. Es que sus obras han significado mucho para mí.

Jenner asesinó a Lilly con la mirada.

– Si quisiera que ella supiera mi nombre, se lo habría dicho yo mismo.

– Qué suerte -le dijo Lilly a Molly-. Ya tenemos a un ganador para el concurso de Don Encanto.

Molly intentó contener la respiración.

– Sí, claro, lo comprendo. Estoy segura de que hay mucha gente que viola su intimidad, pero…

– Tal vez podría usted saltarse la adulación y llevarnos directamente hacia esas tortitas. Molly tomó aire.

– Por aquí, señor.

– Tal vez tendrías que preparar unas tortitas de mala uva para él.

– Lo he oído -murmuró el pintor.

En la cocina, Molly se recompuso lo suficiente como para conducir a Lilly y a Liam Jenner hasta la mesa redonda del saledizo. Luego corrió a rescatar los huevos revueltos que había abandonado y los puso en un plato.

Kevin entró por la puerta y miró hacia Lilly y Liam Jenner, pero aparentemente decidió no hacer preguntas.

– ¿Ya están listos esos huevos?

Molly le entregó los platos y le advirtió:

– Están demasiado hechos. Si la señora Pearson se queja, cálmala con tus encantos. ¿Puedes traer café? Tenemos comensales en la cocina. Te presento a Liam Jenner.

Kevin saludó al artista con la cabeza.

– Había oído en el pueblo que tiene usted una casa en el lago.

– Y tú eres Kevin Tucker -dijo Jenner, sonriendo por primera vez y sorprendiendo a Molly con la transformación de sus marcados rasgos. Realmente muy atractivos. Lilly también lo notó, aunque no pareció tan impresionada como Molly.

Jenner se levantó y le tendió la mano.

– Debería haberte reconocido enseguida. Hace años que sigo a los Stars.

Mientras los dos hombres se estrechaban la mano, Molly observó que el artista temperamental se había transformado en un aficionado al fútbol.

– Has realizado una temporada muy buena.

– Podría haber sido mejor.

– No se puede ganar siempre.

La conversación derivó hacia los Stars, y Molly se quedó observando a los tres tertulianos. Qué extraño grupo de gente reunida en aquel lugar aislado. Un futbolista, un pintor y una estrella de cine.

«Aquí, en la isla de Gilligan.»

Molly sonrió, le quitó los platos de las manos a Kevin, que parecía disfrutar de la conversación, y los llevó al comedor. Por suerte, no hubo quejas por los huevos. Sirvió café en dos tazas, cogió una ración de crema de leche y un sobre de azúcar de más, y lo llevó todo de vuelta a la cocina.

Kevin estaba apoyado en la puerta de la despensa, ignorando a Lilly, mientras hablaba con Liam Jenner.

– … dicen en el pueblo que mucha gente está visitando Wind Lake con la esperanza de poder verle. Aparentemente, ha beneficiado usted el turismo local.

– No por gusto -dijo Jenner cogiendo la taza de café que Molly le había dejado delante e inclinándose a continuación en su silla. Parecía estar a gusto dentro de su pellejo, pensó Molly. Era de constitución robusta, un poco canoso: un artista disfrazado de curtido hombre de los bosques-. En cuanto se difundió el rumor de que me había construido una casa en este lugar, empezaron a aparecer todo tipo de idiotas.

Lilly aceptó la cucharilla que le ofrecía Molly y, mientras removía el café, dijo:

– No parece tener en mucha estima a sus admiradores, señor Jenner.

– Lo que les impresiona es mi fama, no mis obras. Se ponen a parlotear sobre el honor de conocerme, pero las tres cuartas partes de ellos no reconocerían uno de mis cuadros aunque les mordiera el trasero.

Molly, que se sintió aludida, no podía dejarlo así.

– Mamá de mal humor, pintado en 1968, una acuarela muy temprana -dijo mientras vertía el batido para rebozar en la sartén-. Una obra emocionalmente compleja con una engañosa simplicidad de trazo. Prendas, pintado sobre 1971, una acuarela con pincel seco. A los críticos no les gustó, pero estaban equivocados. Entre 1996 y 1998 se concentró en los acrílicos con la serie Desiertos. Estilísticamente, esos cuadros son un pastiche: eclecticismo posmoderno, clasicismo, con un guiño a los impresionistas que se podría usted haber ahorrado.

Kevin sonrió.

– Molly es summa cum laude. En Northwestern. Escribe libros de conejitos. Mi favorito entre sus cuadros es un paisaje, no tengo ni idea de cuándo lo pintó ni de qué dijo la crítica sobre él, pero se ve a un niño en la lejanía, y me gusta.

– A mí me encanta Niña en la calle -dijo Lilly-. Una figura femenina solitaria en una calle urbana, con unos zapatos rojos maltrechos y una expresión de desespero en el rostro. Se vendió hace diez años por veintidós mil dólares.

– Veinticuatro.

– Veintidós -replicó Lilly dulcemente-. Lo compré yo. Por primera vez, Liam Jenner pareció haberse quedado sin palabras. Pero no por mucho tiempo.

– ¿Cómo te ganas la vida?

Lilly dio un sorbo a su café antes de hablar.

– Me dedicaba a resolver crímenes.

Molly estuvo a punto de dejar pasar el regate de Lilly, pero le venció la curiosidad de ver qué pasaba.

– Ella es Lilly Sherman, señor. Jenner. Es una actriz bastante famosa.

Jenner se inclinó en la silla y la estudió antes de murmurar finalmente:

– Ese estúpido póster. Ahora me acuerdo. Usted llevaba un biquini amarillo.

– Sí, bueno, es evidente que dejé atrás los tiempos de los pósters hace ya mucho.

– Dé gracias a Dios por ello. Aquel biquini era obsceno.

Lilly se mostró sorprendida, y luego indignada.

– No veo qué tenía de obsceno. Comparado con hoy, era algo modesto.

Jenner juntó sus tupidas cejas.

– Lo obsceno es que se cubriera el cuerpo con algo. Debería haber salido desnuda.

– Yo me largo -dijo Kevin volviendo hacia el comedor.

Ni una manada de caballos salvajes se hubieran podido llevar a Molly de aquella cocina, y colocó un plato de tortitas delante de cada uno de ellos.

– ¿Desnuda? -La taza de Lilly cayó ruidosamente sobre el plato-. Jamás de la vida. Una vez rechacé una fortuna por posar para Playboy.

– ¿Y qué tiene que ver con esto Playboy? Le estoy hablando de arte, no de excitación-dijo hincando el diente en las tortitas-. Un desayuno excelente, Molly. Deja este lugar y ven a cocinar para mí.

– En realidad soy escritora, no cocinera.

– Libros infantiles… -Su tenedor se detuvo en medio del aire-. Yo había pensado en escribir un libro para niños… -El tenedor se clavó en una de las tortitas del plato de Lilly-. Probablemente no habría habido mucho mercado para mis ideas.

– No si implicaban desnudos -murmuró Lilly.

Molly soltó una risilla.

Jenner le lanzó una mirada intimidatoria.

– Lo siento -murmuró Molly mordiéndose el labio, y soltó un resoplido no muy femenino.

El ceño de Jenner se volvió más feroz. Molly ya iba a volver a disculparse de nuevo cuando observó un temblor ascendente en la comisura de sus labios. O sea que Liam Jenner no era tan irascible como quería aparentar. La cosa se ponía cada vez más interesante.

Jenner señaló la taza medio llena de Lilly.

– Puedes llevarte eso. Y lo que queda de tu desayuno también. Tenemos que irnos.

– Yo nunca dije que posaría para usted. No me cae bien.

– Ni a ti ni a nadie. ¡Y por supuesto que vas a posar para mí! -Su voz se volvió más profunda con el sarcasmo-. La gente hace cola para tener ese honor.

– Pinte a Molly. Fíjese en sus ojos.

Jenner la estudió. Molly pestañeó intencionadamente.

– Son bastante extraordinarios -dijo el pintor-. Su rostro se está volviendo interesante, pero todavía no ha vivido lo bastante para ser realmente fascinante.

– Eh, no hable de mí como si yo no estuviera delante.

Jenner levantó una ceja oscura hacia Molly, y luego llevó de nuevo su atención hacia Lilly.

– ¿Es sólo conmigo, o eres tan testaruda con todo el mundo?

– No soy testaruda. Simplemente protejo su reputación de artista infalible. Tal vez si volviera a tener veinte años, posaría para usted, pero…

– ¿Y por qué iba a interesarme a mí pintarte cuando tenías veinte años? -Jenner parecía auténticamente perplejo.

– Vamos, creo que eso es evidente -dijo Lilly sin pensarlo.

Jenner la estudió unos instantes, con una expresión difícil de interpretar. Luego sacudió la cabeza.

– Por supuesto. Nuestra obsesión nacional por la demacración. ¿No eres ya un poco mayor para seguir tragándote eso?

Lilly plantó una sonrisa perfecta en su cara mientras se levantaba de la silla.

– Por supuesto. Gracias por el desayuno, Molly. Adiós, señor Jenner.

El pintor la siguió con la mirada mientras salía de la cocina con paso majestuoso. Molly se preguntó si él habría notado la tensión que cargaba Lilly sobre sus hombros.

Le dejó con sus propios pensamientos mientras se terminaba el café. Cuando terminó, Jenner recogió los platos de la mesa y los llevó al fregadero.

– Son las mejores tortitas que he comido en muchos años.

Dime qué te debo.

– ¿Qué me debe?

– Esto es un establecimiento comercial -le recordó.

– Ah, sí. Pero no hay nada que cobrar. Ha sido un placer.

– Pues gracias.

Jenner se giró para marcharse.

– Señor Jenner.

– Puedes llamarme Liam.

Molly sonrió.

– Ven a desayunar siempre que quieras. Puedes colarte por la cocina.

– Gracias, tal vez lo haré -asintió lentamente.

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