Capítulo quince

Daphne se roció con su perfume favorito, Eau de Pastel de Fresa, formando una gran nube de gotitas alrededor de su cabeza. Luego encrespó las orejas, se estiró los bigotes y se puso la tiara que estrenaba.

Daphne planta un huerto de calabazas


Tras su chapuzón en el lago, Molly se duchó y se cambió, luego salió al porche y se quedó mirando la mesa donde había dejado el material de dibujo que había comprado aquella mañana. Ya iba siendo hora de ponerse a trabajar en los cambios.

En vez de acomodarse en la mesa, sin embargo, se sentó en el columpio y tomó el cuaderno que había utilizado el día anterior para dibujar a Daphne saltando del precipicio. Molly miró a la lejanía. Finalmente empezó a escribir.


– La señora Pato está construyendo un campamento de verano al otro lado del Bosque del Ruiseñor -les anunció Daphne una tarde a Benny, Melissa, Celia la Ga llina y un amigo de Benny, Corky Mapache-. ¡Y tenemos que ir todos!

– No me gustan los campamentos de verano -gruñó Benny.

– ¿Puedo ponerme mis gafas de sol de estrella de cine? -preguntó Melissa.

– ¿Y si llueve? -cloqueó Celia.


Cuando Molly dejó a un lado su cuaderno, ya había escrito el principio de Daphne va a un campamento de verano. No importaba que apenas hubiera completado dos páginas, y no importaba que se le pudieran agotar las ideas en cualquier momento, ni tampoco que su editora no comprara ese libro hasta que hubiera realizado los cambios que le habían pedido para Daphne se cae de bruces. Al menos había escrito, y eso ya la hacía feliz.

Un aroma a cera de muebles con fragancia de limón la recibió cuando entró en la casa de huéspedes. Habían pasado la aspiradora por la alfombra, las ventanas relucían, y sobre la mesita de té de la sala de estar había un montón de platos de postre de porcelana rosa de Dresden, con las tazas y sus platillos a juego. La estrategia de Kevin de mantener a los amantes separados hasta que terminasen la faena parecía surtir efecto.

Amy apareció por la puerta trasera con un montón de toallas blancas limpias y se fijó en el vestido de verano de color amarillo canario que Molly había personalizado cosiendo cuatro filas de cintas de colores sobre el dobladillo.

– ¡Caramba! Estás magnífica. Bonito vestido. Seguro que llamarás la atención de Kevin.

– No intento llamar la atención de Kevin.

Amy se acarició la pequeña marca de lujuria que tenía bajo la garganta.

– Tengo un perfume nuevo en el bolso. A Troy le vuelve loco cuando me echo un poco en… Bueno, ya sabes. ¿Quieres que te deje un poco?

Molly entró a toda prisa en la cocina para no estrangularla.

Era demasiado pronto para sacar del horno los bollos de albaricoque y el pan de avena con mantequilla que había preparado aquella mañana, así que tomó en brazos a su mascota y se sentó en una de las sillas de la cocina cerca de la ventana salediza. Roo acomodó su moño bajo la barbilla de Molly y apoyó una pata en su brazo. Molly se acercó el animal al pecho.

– Te gusta este lugar tanto como a mí, Roo?

Roo asintió con un lametón.

Molly miró al patio que descendía hacia el lago. Aquellos últimos días en lo que ella ya creía que era el Bosque del Ruiseñor la habían devuelto a la vida. Acarició la barriguita caliente de Roo y tuvo que admitir que estar con Kevin había tenido mucho que ver con ello. Era testarudo y engreído, el colmo de la exasperación, pero la había hecho sentirse viva de nuevo.

Por mucho que la tachara de intelectualoide, Kevin no había tenido ningún problema para estar a su altura. Tal como había observado en otros pocos deportistas que conocía, le vinieron a la mente Dan, junto con Cal Bonner y Bobby Tom Denton, su pasión por el deporte iba acompañada de un agudo intelecto que su comportamiento atolondrado no podía ocultar.

No es que pretendiera comparar a Kevin con Dan. Sólo había que ver lo mucho que le gustaban los perros a Dan, por ejemplo. Y los niños. Y, sobre todo, había que ver cuánto amaba a Phoebe.

Molly volvió a suspirar y dejó que su mirada se extraviara hacia los jardines de atrás, que Troy había dejado por fin limpios de las hojas secas del invierno. Las lilas estaban floreciendo, los lirios lucían sus rizos violáceos, y una mata de saltaojos estaba a punto de abrirse.

Un movimiento tenue llamó su atención, y vio que Lilly estaba sentada a un lado en un banco de hierro. De entrada, a Molly le pareció que estaba leyendo, pero luego se dio cuenta de que estaba cosiendo. Pensó en lo fría que se había mostrado con ella y se preguntó si se debía a una reacción estrictamente personal o a la mala prensa sobre la boda. «La rica heredera de los Chicago Stars, cuyo pasatiempo es escribir libros para niños.» Molly dudó, pero finalmente se levantó y salió por la puerta de atrás.

Lilly estaba sentada junto a un pequeño huerto de hierbas aromáticas. A Molly le pareció raro que alguien que interpretaba tan convincentemente su papel de diva no hubiera puesto objeciones a ser alojada en un desván. Y, a pesar del jersey Armani que llevaba informalmente sobre los hombros, parecía la mar de satisfecha de estar simplemente ahí sentada, cosiendo junto a un huerto descuidado. Molly estaba hecha un lío. Era difícil darle calidez a alguien que se mostraba tan fría con ella, pero no lograba sentir antipatía por Lilly, y no sólo por su antigua afición a Encaje, S. L.

Mermy yacía a los pies de Lilly junto a una gran cesta de costura. Roo ignoró a la gata y trotó a saludar a su dueña, que se inclinó para hacerle unas caricias. Molly observó que estaba trabajando en una colcha, pero no se parecía a nada que hubiera visto antes. El diseño no estaba dispuesto geométricamente, sino que era una sutil mezcla sombreada de curvas y rizos con distintas pautas y múltiples tonos de verde con toques de azul lavanda y un destello sorprendente de azul cielo.

– Es precioso. No sabía que fuera usted una artista.

La hostilidad habitual que se formó en los ojos de Lilly le dieron a aquella tarde de verano la frialdad de un día de enero.

– No es más que un pasatiempo.

Molly decidió pasar por alto su actitud displicente.

– Pues lo hace muy bien. ¿Qué va a ser?

– Probablemente una colcha -dijo a regañadientes-Normalmente hago piezas más pequeñas, como fundas para cojines, pero este jardín parece pedir algo más dramático.

– ¿Está haciendo una colcha del jardín?

A Lilly la obligaron a responder sus buenos modales inherentes.

– Sólo del huerto de hierbas aromáticas. Ayer empecé a experimentar con él.

– ¿Trabaja a partir de un dibujo?

Lilly negó con la cabeza con la esperanza de dar por terminada la conversación. Molly consideró la posibilidad de dejar que así fuera, pero prefirió seguir hablando.

– ¿Cómo puede hacer algo tan complicado sin un dibujo?

Lilly se tomó su tiempo para responder.

– Empiezo juntando los retales de tela que me atraen, y luego saco las tijeras a ver qué pasa. A veces, los resultados son desastrosos.

Molly la entendió. Ella también creaba a partir de trozos y pedazos: algunas líneas de diálogo, dibujos al azar. Nunca sabía sobre qué irían sus libros hasta que ya los tenía avanzados.

– ¿De dónde saca los tejidos?

Roo había hundido el hocico en una de las carísimas sandalias Kate Spade de Lilly, pero parecía importunarla más la persistencia de Molly.

– Siempre llevo una cesta llena de retales en el maletero -dijo bruscamente-. Siempre compro muchos restos de telas, pero este proyecto necesita tejidos con historia. Tal vez buscaré alguna tienda de antigüedades que venda ropa de época.

Molly volvió a mirar hacia el huerto de hierbas aromáticas.

– Dígame qué ve.

Molly esperaba un resoplido, pero nuevamente vencieron los buenos modales de Lilly.

– Primero me ha atraído la lavanda. Es una de mis plantas favoritas. Y me encanta el tono plateado de la salvia que hay detrás. -El entusiasmo de Lilly por su proyecto empezó a superar la animadversión personal-. Habría que cortar un poco la menta. Es muy expansiva y lo ocupará todo. Esa pequeña mata de tomillo está luchando contra la menta para sobrevivir.

– ¿Cuál es el tomillo?

– Aquellas hojas diminutas. Ahora es vulnerable, aunque puede ser tan agresivo como la menta. Sólo que lo hace con más sutileza -dijo Lilly levantando la vista y aguantándole la mirada a Molly durante unos segundos.

Molly captó el mensaje.

– ¿Cree que el tomillo y yo tenemos algo en común?

– ¿Y tú? -preguntó Lilly fríamente.

– Yo tengo muchos defectos, pero la sutileza no es uno de ellos.

– Supongo que eso está por ver.

Molly anduvo hasta el borde del jardín.

– Estoy intentando que me caiga usted tan antipática como parece que le caigo yo a usted, pero es difícil. Cuando yo era niña, usted era mi heroína.

– Qué bonito -respondió, fría como un carámbano.

– Además, le gusta mi perro. Y tengo la sensación de que su actitud tiene más que ver con sus prejuicios acerca de mi matrimonio que con mi personalidad.

Lilly se puso rígida. Molly decidió que no tenía nada que perder con ser franca.

– Sé cuál es su auténtica relación con Kevin.

La aguja de Lilly se detuvo.

– Me sorprende que te lo haya contado. Maida me dijo que nunca hablaba de ello.

– No me lo contó. Lo deduje.

– Eres muy astuta.

– Ha tardado mucho tiempo en venir a verle.

– ¿Quieres decir después de abandonarle? -Su voz no pudo esconder cierto resentimiento.

– Yo no he dicho eso.

– Lo estabas pensando. ¿Qué clase de mujer abandona a su hijo y luego intenta colarse de nuevo en su vida?

Molly habló con cautela.

– No me parece exacto decir que le abandonó. Diría que le encontró una buena familia.

Lilly miró hacia las plantas aromáticas, aunque Molly sospechó que la paz que había encontrado allí había desaparecido.

– Maida y John siempre habían querido tener un hijo, y le amaron desde el día que nació. Pero por muy torturador que resultase tomar aquella decisión, sigo pensando que medeshice de él demasiado fácilmente.

– ¡Eh, Molly!

Lilly se tensó cuando Kevin dobló la esquina con Mermy repantigada feliz en sus brazos. Kevin frenó en seco al ver a Lilly y el encanto que había en su rostro dejó paso a una expresión severa y rencorosa.

Se dirigió a Molly como si estuviera sola en el jardín.

– Alguien la ha dejado salir.

– He sido yo -dijo Lilly-. Estaba a mi lado hace unos minutos. Debe de haberte oído llegar.

– ¿Es tuya, la gata?

– Sí.

Kevin dejó la gata en el suelo, casi como si se hubiera vuelto radioactiva, y se volvió para marcharse.

Lilly se levantó del banco. Molly advirtió un brillo desesperado y al mismo tiempo conmovedor en sus ojos.

– ¿Quieres saber quién era tu padre? -espetó Lilly.

Kevin se quedó tieso. Molly sintió una gran empatía hacia Kevin, y pensó en todas las preguntas que se había hecho a lo largo del tiempo sobre su propia madre. Kevin se volvió lentamente.

Lilly entrelazó los dedos de ambas manos. Su voz parecía jadeante, como si acabara de correr una larga distancia.

– Se llamaba Dooley Price. No creo que Dooley fuera su auténtico nombre de pila, pero fue el único que supe. Era un chico de campo de Oklahoma, de dieciocho años, alto y delgado. Nos conocimos en la estación del autobús el mismo día que llegamos a Los Ángeles. -Lilly no apartaba los ojos del rostro de Kevin-. Tenía el pelo más claro que tú, y sus rasgos eran más anchos. Te pareces más a mí -dijo bajando la cabeza-. Estoy segura de que no quieres oírlo. Dooley era atlético. Había cabalgado en rodeos, había ganado algún premio en metálico, creo, y estaba convencido de que podría hacerse rico haciendo de doble en las escenas peligrosas de las películas. No recuerdo nada más de él, otro tachón más en mi contra. Creo que fumaba Marlboro y le gustaban las barras de caramelo, pero de eso hace ya mucho tiempo, y tal vez me confundo con otra persona. Cuando descubrí que estaba embarazada, ya habíamos cortado y no supe cómo encontrarle. -Lilly hizo una pausa y pareció recobrar los ánimos-: Pocos años más tarde, leí en un periódico que se había matado rodando una escena con un coche.

Kevin mantenía una expresión pétrea. No podía permitir que alguien viera que aquello significaba algo para él. Ah, Molly le entendía muy bien.

Roo era sensible a los problemas de la gente: se levantó y restregó su cuerpo en los tobillos de Kevin.

– ¿Tiene alguna foto de él? -preguntó Molly, viendo que Kevin no lo haría. La única fotografía que tenía ella de su madre era su más preciado tesoro.

Lilly negó con la cabeza, con cara de impotencia.

– Sólo éramos dos chiquillos, dos adolescentes atolondrados. Kevin, lo siento.

Kevin la miró fríamente.

– No hay lugar para ti en mi vida. No sé cómo puedo dejártelo más claro. Quiero que te vayas.

– Eso ya lo sé.

Los dos animales se levantaron y siguieron a Kevin, que se marchó.

Los ojos de Lilly, llenos de lágrimas, brillaban con audacia cuando se volvió hacia Molly.

– ¡No me marcharé!

– No creo que deba hacerlo -replicó Molly.

Sus miradas se cruzaron, y a Molly le pareció ver que se abría una grieta apenas perceptible en el muro que las separaba.


Media hora más tarde, mientras Molly colocaba el último de sus bollos de albaricoque en un cesto de mimbre, apareció Amy y le anunció que Troy y ella se quedarían en el dormitorio que Kevin había abandonado arriba para mudarse a la casita de Molly.

– Alguien tiene que dormir aquí por las noches -explicó Amy-, y Kevin ha dicho que nos pagaría un extra. Es fantástico, ¿no?

– Está muy bien.

– Claro que no podremos hacer ruido, pero…

– Trae la mermelada, ¿quieres?

Molly no podía soportar seguir oyendo más detalles de la vida sexual de campeonato de Amy y Troy.

Pero Amy no quería abandonar, y mientras se acercaba a Molly con la mayor seriedad, la luz mantecosa del sol de última hora de la tarde salpicó su cuello lleno de mordiscos de amor.

– Me parece que las cosas entre Kevin y tú podrían funcionar si tú, simplemente, te esforzaras un poco más. Lo del perfume iba en serio. El sexo es muy importante para los hombres, y basta que utilices un poco…

Molly le dejó los bollos a Amy y salió a toda prisa hacia la sala de estar.

Más tarde, cuando regresó a la casita, Kevin ya estaba allí. Estaba sentado en el viejo sofá inclinado de la sala con Roo repantigado en el cojín, junto a él. Tenía los pies apoyados y un libro abierto en su regazo. Aunque parecía como si no tuviera preocupaciones en el mundo, Molly sabía la verdad.

Kevin alzó la mirada al oírla entrar.

– Me gusta el personaje de Benny.

A Molly le dio un vuelco el corazón al ver que estaba leyendo Daphne dice hola. Y tenía a su lado los otros cuatro libros de la serie.

– ¿De dónde los has sacado?

– Anoche, cuando fui al pueblo. Hay una tienda para niños; básicamente es de ropa, aunque también venden libros y juguetes. Y tenían éstos en el escaparate. La dueña se emocionó bastante cuando le conté que tú estabas aquí. Este personaje de Benny… -dijo golpeando la página con su dedo índice.

– Son libros para niños. No sé por qué te molestas en leerlos.

– Curiosidad. ¿Sabes?, hay un par de cosas sobre este Benny que me resultan familiares. Por ejemplo…

– ¿Ah, sí? Pues gracias. Aunque son totalmente imaginarios, intento darles a mis personajes unas cualidades con las que pueda sentirse identificado el lector.

– Sí, bueno, yo me puedo sentir identificado con Benny, claro -dijo mirando un dibujo de Benny luciendo unas gafas de sol muy parecidas a sus Revo de montura plateada-. Hay algo que no entiendo… La dueña de la tienda me dijo que habían recibido algunas presiones de una de sus clientas para quitar los libros del aparador porque eran pornográficos. Dime qué me he perdido.

Roo bajó finalmente de un salto del sofá y se acercó a saludarla. Molly se agachó para acariciarlo.

– ¿Has oído hablar de NHAH? ¿Niños Heterosexuales por una América Heterosexual?

– Claro. Le encuentran placer a ir fastidiando a gays y lesbianas. Todas las mujeres llevan el pelo largo y a los hombres se les ven demasiado los dientes cuando hablan.

– Exactamente. Y justamente ahora van fastidiando a mi conejita.

– ¿Qué quieres decir?

Roo volvió trotando hacia Kevin.

– Han tachado la serie de Daphne de propaganda homosexual.

Kevin se echó a reír.

– No es broma. No le habían prestado ninguna atención a mis libros hasta que nos casamos, pero después de tantas historias sobre nosotros en la prensa, decidieron subirse al carro de la publicidad para ir a por mí.

Molly se encontró contándole su conversación con Helen y los cambios que Birdcage quería que hiciera en los libros de Daphne.

– Supongo que les dirías dónde podían meterse exactamente los cambios.

– No es tan sencillo. Tengo un contrato, y han apartado Daphne se cae de bruces de la lista de producción hasta que les envíe las nuevas ilustraciones. -No mencionó lo del resto del dinero del anticipo que le debían-. Además, tampoco es que colocar a Daphne unos centímetros más lejos de Melissa vaya a afectar a la historia.

– Entonces, ¿por qué todavía no has hecho los dibujos?

– He tenido problemas de… de bloqueo de escritora. Aunque la cosa ha mejorado mucho desde que estoy aquí.

– Entonces, ¿los harás?

A Molly no le gustó el tono de desaprobación de su voz.

– Es fácil mantener los principios cuando tienes unos millones de dólares en el banco, pero no los tengo.

– Ya.

Molly se levantó y se dirigió a la cocina. Mientras sacaba una botella de vino, Roo se restregó contra sus tobillos. Oyó que Kevin entraba detrás de ella.

– Ya volvemos a beber, ¿eh?

– Eres lo bastante corpulento como para desembarazarte de mí si me desmadro.

– Pero procura que no pueda lesionarme el brazo de dar pases.

Molly sonrió y escanció. Kevin tomó el vaso que ella le ofreció y, sin tener que mediar palabra, salieron juntos al porche. El columpio chirrió cuando Kevin se dejó caer junto a ella. Tomó un sorbo de vino y le dijo:

– Eres una buena escritora, Molly. Comprendo que a los niños les gusten tus libros. Cuando dibujas a Benny, ¿no has notado nunca lo mucho que…?

– ¿Qué ha pasado entre mi perro y tú?

– Ya me gustaría saberlo -dijo bajando la vista hacia el caniche, que se había tumbado sobre uno de sus pies-. Me ha seguido hasta aquí desde la casa de huéspedes. Créeme, yo no le he dado cuerda.

Molly recordó que, en el huerto de plantas aromáticas, Roo había notado el desasosiego que Kevin había sentido con Lilly. Aparentemente, se había creado un vínculo entre ellos, sólo que Kevin no se había enterado.

– ¿Cómo tienes la pierna? -preguntó.

– ¿La pierna?

– ¿Algún efecto posterior del calambre?

– Está… Me duele un poco. Mucho. Unos pinchazos constantes. Y muy dolorosos. Tendré que tomar antiinflamatorios. Aunque seguro que mañana ya estará mejor.

– Se acabó el nadar sola, ¿entendido? Va en serio. Ha sido una estupidez -dijo apoyando el brazo en la parte posterior de los cojines y lanzándole una mirada de «hablo-muy-en-serio-insignificante-novato». Y, ya puestos, no intimes demasiado con Lilly.

– No creo que tengas que preocuparte por eso. Por si no lo has notado, no me tiene en demasiada estima. Aun así, creo que deberías escucharla.

– Pues no lo haré. Es mi vida, Molly, y tú no entiendes nada sobre esto.

– Eso no es del todo cierto -dijo con cautela-. Yo también soy huérfana.

Kevin retiró el brazo.

– Nadie te llama huérfano cuando ya eres mayor de edad.

– El caso es que mi madre murió cuando yo tenía dos años, así que algo entiendo sobre sentirse desarraigado.

– Nuestras circunstancias no se parecen en nada, así que no trates de establecer comparaciones -dijo mirando hacia el bosque-. Yo tuve dos padres fantásticos. Tú no tuviste ninguno.

– Tuve a Phoebe y a Dan.

– Entonces ya eras adolescente. Antes de eso, parece que te criaste sola.

Kevin estaba desviando deliberadamente la conversación. Molly lo comprendió y se lo permitió.

– Sola con Danielle Steel.

– ¿De qué hablas?

– Yo era una fan suya, y sabía que tenía muchos hijos. Solía hacerme pasar por una de ellos -dijo sonriendo al ver el regocijo de Kevin-. Aunque haya quien pueda encontrarlo patético, yo creo que era bastante creativo.

– Es original, sin duda.

– Entonces soñaba despierta con una muerte piadosamente indolora para Bert, momento en el que me era mágicamente revelado que en realidad no era mi padre. Mi padre de verdad era…

– A ver si lo adivino. Bill Cosby.

– No estaba tan bien adaptada. Era Bruce Springsteen. Y sin comentarios, ¿vale?

– ¿Para qué iba a hacer comentarios si Freud ya hizo el trabajo?

Molly arrugó la nariz. Estaban sentados en un silencio sorprendentemente amigable, que sólo rompían los rítmicos ronquidos de Roo. Pero a Molly nunca se le había dado bien prolongar los buenos momentos.

– Sigo pensando que deberías escucharla.

– No se me ocurre un solo motivo para hacerlo.

– Porque no se marchará hasta que la escuches. Y porque será algo que planeará sobre tu cabeza el resto de tu vida.

Kevin dejó su vaso.

– Tal vez te obstinas tanto en analizar mi vida para no deprimirte pensando en tus propias neurosis.

– Probablemente.

Kevin se levantó del columpio.

– ¿Qué me dices de ir al pueblo a cenar?

Aquel día ya había pasado demasiado tiempo junto a él, pero no pudo soportar la idea de quedarse sola mientras él iba al pueblo a echar una canita al aire con la fräulein.

– De acuerdo. Déjame ir a por un jersey.

Mientras se dirigía a su dormitorio, Molly se repitió lo que ya sabía. Salir a cenar con él era una idea pésima, tan pésima como estar los dos juntos tomando vino en el porche. Casi tan pésima como no insistir en que él durmiese bajo otro techo.

Aunque no le importaba impresionarle, decidió que un chal quedaría mejor con su vestido de verano que un jersey, y sacó de un tirón el brillante mantel rojo que había descubierto en el cajón inferior de la cómoda. Mientras lo desplegaba, advirtió algo extraño en la mesilla de noche, algo que no estaba allí antes y que sin ninguna duda no era suyo.

– ¡Aaaaaargh!

Kevin entró disparado en la habitación.

– ¿Qué sucede?

– ¡Mira eso! -dijo señalando el botellín de perfume de supermercado-. ¡La muy… marrana metomentodo!

– ¿De qué estás hablando?

– ¡Amy ha dejado aquí ese perfume! -exclamó dándose media vuelta para mirarle-. ¡Muérdeme!

– ¿Por qué te enfadas conmigo? Yo no he hecho nada.

– ¡No! Muérdeme. Déjame un chupetón aquí-dijo señalándose con el dedo un punto a pocos centímetros de la clavícula.

¿Quieres que te haga un chupetón?

– ¿Estás sordo?

– Sólo estupefacto.

– No se lo puedo pedir a nadie más, y no me es posible seguir soportando ni un día más los consejos matrimoniales de una ninfómana de diecinueve años. Con esto se acabará todo.

– La verdad es que con unas patatas fritas serías un auténtico «Happy Meal».

– Adelante. Búrlate de mí. A ti no te trata con la misma condescendencia que a mí.

– Olvídalo. No pienso hacerte un chupetón.

– Vale. Ya me buscaré a otro que lo haga.

– ¡Ni hablar!

– Tiempos desesperados exigen medidas desesperadas.

Se lo pediré a Charlotte Long.

– Qué desagradable.

– Ya sabe cómo se comportan los tortolitos. Lo comprenderá.

– Sólo de pensar en esa mujer mordiéndote el cuello se me ha quitado el apetito. ¿Y no te dará vergüenza ir enseñando el moratón cuando haya otra gente cerca?

– Me pondré algo que tenga cuello para ocultarlo.

– Y cuando veas a Amy te lo destaparás.

– Vale, no me siento orgullosa de mí misma. Pero si no hago algo, acabaré estrangulándola.

– Sólo es una adolescente. ¿Por qué te importa tanto?

– Bueno, olvídalo.

– ¿Y tener que verte correr detrás de Charlotte Long?

– Su voz adquirió cierta ronquera-. De eso nada.

Molly tragó saliva.

– ¿Lo harás tú?

– Supongo que tengo que hacerlo.

«Ay, madre…» Molly cerró los ojos con fuerza e inclinó el cuello hacia él. El corazón le latía fuerte. ¿Qué se suponía que estaba haciendo?

Nada, aparentemente, porque él no la tocaba. Molly abrió los ojos y pestañeo

– ¿No podrías darte prisa?

Kevin no la tocaba, pero tampoco se apartaba. Santo cielo, ¿por qué tenía que ser tan atractivo? ¿Por qué no podía tener la piel arrugada y un buen barrigón en lugar de ser un anuncio ambulante de cuerpos atléticos?

– ¿A qué esperas?

– No le he hecho un chupetón a una chica desde los catorce.

– Estoy segura de que te acordarás si te concentras.

– El problema no es la concentración.

La chispa de aquellos ojos verdes indicaba que el comportamiento de Molly estaba justo en el límite entre la excentricidad y la locura. Su estallido de mal genio se había disipado. Tenía que salir de aquella situación.

– Bah, no importa.

Molly se volvió para marcharse, pero Kevin la cogió por el brazo. Al notar el tacto de los dedos de Kevin sobre su piel se estremeció.

– Yo no he dicho que no vaya a hacerlo. Sólo tengo que calentarme un poco.

Aunque hubiera tenido fuego en los pies, Molly no podría haberse movido.

– No puedo simplemente embestir y morder. -El pulgar de Kevin le acarició el brazo-. No va conmigo.

A Molly se le puso la carne de gallina cuando Kevin recorrió su cuello con un dedo.

– No pasa nada. Embiste y muerde-dijo con voz áspera.

– Soy un deportista profesional -dijo mientras trazaba lentamente una S en la base de su garganta. Sus palabras eran como una caricia seductora-. La ausencia de un calentamiento adecuado puede provocar lesiones.

– Así que era eso, ¿eh? Las… lesiones.

Kevin no respondió, y Molly contuvo la respiración al notar que su boca se acercaba. Tuvo un sobresalto cuando los labios de Kevin acariciaron la comisura de los suyos.

Ni siquiera había sido un impacto directo, pero a ella se le derritieron los huesos. Oyó un sonido suave e indescifrable y se dio cuenta de que lo producía ella misma, la mujer más fácil del planeta Tierra.

Kevin la acercó a su lado con un movimiento suave, pero el contacto hizo saltar chispas. Hueso duro y carne caliente. Molly quería toda su boca, y giró la cabeza en su busca, pero él alteró el rumbo. En vez de darle el beso que ella estaba deseando, Kevin tocó la comisura opuesta de sus labios.

La sangre de Molly palpitaba. Los labios de Kevin siguieron por la mandíbula hasta el cuello. Entonces se dispuso a hacer exactamente lo que ella le había pedido.

«¡He cambiado de idea! ¡No me muerdas, por favor!»

Kevin no la mordió. Jugueteó con su garganta hasta que su respiración se volvió rápida y superficial. Molly le detestó por atormentarla de aquella manera, pero no lograba apartarse de él. Y entonces, Kevin dio por finalizado el juego y la besó de verdad.

El mundo giró y todo se volvió patas arriba. Los brazos de Kevin la mecían como si ella le perteneciera realmente. Molly no supo quién separó antes los labios, pero sus lenguas se tocaron.

Era el beso dado en sueños solitarios. Un beso que requería su tiempo. Un beso que sentaba tan bien que Molly no podía recordar todos los motivos por los que estaba mal.

La mano de Kevin peinó sus cabellos, y sus duras caderas se apretaron contra las de Molly. Notó lo que había provocado en él y le encantó. Sintió un hormigueo en el pecho cuando Kevin lo cubrió con la mano.

Kevin gritó y apartó bruscamente la mano.

– ¡Maldita sea!

Molly dio un paso atrás e instintivamente comprobó que a su pecho no le hubieran salido dientes. Pero no era su pecho. Kevin miró hacia abajo: los afilados colmillos de Roo apretaban su pierna.

– ¡Quita, chucho!

Molly volvió de golpe y porrazo a la realidad. ¿Qué se suponía que hacía jugando a besitos con el señor Demasiado Atractivo? Y ni siquiera podía culparle porque las cosas se hubieran salido de madre porque había sido ella la que lo había empezado.

– Basta, Roo.

Desconcertada, Molly apartó al perro.

– ¿Nunca le limas los dientes al «klingon»?

– No te estaba atacando. Sólo quería jugar.

– ¿Sí? ¡Pues igual que yo!

Un largo silencio palpitó entre ellos.

Molly quería que fuera él el primero en apartar la mirada, pero no lo hizo, así que ella miró hacia atrás. Era desconcertante. Mientras ella parecía que se escondiera bajo las sábanas, Kevin parecía perfectamente capaz de quedarse en pie toda la tarde y considerar detenidamente el asunto. Molly todavía sentía el calor de su mano en el pecho.

– Esto se está complicando -dijo Kevin finalmente.

Tenía enfrente a la NFL, así que no dio importancia a que se le aflojaran las piernas.

– No para mí. Besas muy bien, por cierto. Muchos deportistas no entienden la diferencia entre besar y morder.

– Nunca dejas de discutir, Daphne. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a que nos den de cenar? ¿O volvemos a probar lo del chupetón que tanto deseas?

– Olvídate del chupetón. A veces la cura es peor que la enfermedad.

– Y a veces las conejitas se convierten en gallinas.

Molly no iba a ganar ese juego, así que alzó la nariz como la rica heredera que no era, tomó el mantel rojo y se lo envolvió sobre los hombros.


El comedor de la posada de Wind Lake, decorado según el estilo típico de los bosques del norte, parecía una antigua cabaña de cazadores. Sobre las ventanas largas y estrechas colgaban unas cortinas con grabados de mantas indias, y en las paredes, muy rústicas, había una colección de botas de nieve y trampas antiguas para animales, junto a las cabezas enmarcadas de ciervos y alces. Molly decidió concentrarse en la canoa de corteza de abedul que colgaba de las vigas para evitar encontrarse con la mirada de aquellos ojos de cristal.

A Kevin cada vez se le daba mejor leer sus pensamientos, y señaló con la cabeza hacia los animales muertos.

– Había habido un restaurante en Nueva York especializado en la caza exótica, bistecs de canguro, de tigre, de elefante. Una vez unos amigos me llevaron allí a probar las «Ieonburguesas».

– ¡Eso es repugnante! ¿Qué tipo de persona enferma querría comerse a Simba?

Kevin soltó una risilla y volvió a su trucha.

– Yo no. Pedí un picadillo de carne variada y pastel de pacana.

– Deja de jugar conmigo.

Los ojos de Kevin se marcaron unos pasos de tango por el cuerpo de Molly.

– Antes no parecía importarte.

– Ha sido el alcohol -dijo Molly jugueteando con el pie de su copa de vino.

– Ha sido el sexo del que no estamos disfrutando.

Molly abrió la boca para interrumpirle, pero él la interrumpió antes.

– Ahórrate la saliva, Daphne. Ya va siendo hora que afrontes algunos hechos importantes. Primero, estamos casados. Segundo, estamos viviendo bajo el mismo techo…-No porque yo lo eligiera.

– Y tercero, ambos estamos célibes en este momento.

– No se puede ser célibe por momentos. Es un estilo de vida a largo plazo. Créeme, yo lo sé. -Esta última parte habría preferido no decirla en voz alta. O tal vez sí. Molly pinchó una rodaja de zanahoria que no se quería comer.

Kevin dejó su tenedor para estudiar a Molly más atentamente.

– Bromeas, ¿verdad?

– Por supuesto que bromeo -dijo Molly tragándose la zanahoria-. ¿Creías que hablaba en serio?

– No estás bromeando -dijo Kevin frotándose la barbilla.

– ¿Ves al camarero? Creo que ya pasaré a los postres.

– ¿Te importaría explicarte?

– No.

Kevin esperó el momento propicio.

Molly jugó con otra rodaja de zanahoria y se encogió de hombros.

– Tengo mis propias opiniones.

– Igual que la revista Times. Déjate de evasivas.

– Dime adónde crees que nos lleva esta conversación.

– Ya sabes adónde. Directamente al dormitorio.

– Dormitorios -enfatizó ella, deseando que Kevin no se mostrara tan obstinado con el tema-. Uno para él y otro para ella, y así tiene que seguir.

– Hace un par de días te habría dado la razón. Pero ambos sabemos que si no hubiera sido por los colmillos de tu Godzilla ahora mismo estaríamos desnudos.

Molly sintió un escalofrío.

– Eso no lo puedes dar por sentado.

– Mira, Molly, el anuncio del periódico no saldrá hasta el próximo jueves. Hoy sólo es sábado. Me pasaré un par de días más con las entrevistas. Luego otro día, como mínimo, para instruir a la persona que contrate. Eso son muchas noches.

Molly llevaba ya un rato jugueteando con su ensalada, así que abandonó toda pretensión de comer.

– Kevin, no me gusta el sexo por el sexo.

– Eso sí que me sorprende. Me parece recordar una noche de febrero…

– Me había encaprichado contigo, ¿vale? Un estúpido encaprichamiento que se me fue de las manos.

– ¿Un encaprichamiento? -Kevin se inclinó en su silla, disfrutando de la situación-. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce?

– No te rías de mí.

– ¿Así que te habías encaprichado conmigo?

Su sonrisa torcida era exactamente como la de Benny cuando creía que tenía a Daphne justo donde la quería. A la conejita no le gustaba, ni tampoco a Molly.

– Me había encaprichado contigo y con Alan Greenspan al mismo tiempo. No me puedo imaginar en qué pensaba. Aunque el encaprichamiento por Greenspan era mucho peor. Gracias a Dios que no topé con él y su atractivo maletín.

Kevin hizo oídos sordos a esa última tontería.

– Es interesante observar que Daphne parece haberse encaprichado con Benny, también.

– ¡Eso no es verdad! Benny la trata fatal.

– Tal vez si ella se lo confesara, sería más simpático.

– ¡Eso es más desagradable que lo de Charlotte Long y yo! -Molly tenía que lograr cambiar de tema de conversación-. Se puede encontrar sexo en cualquier parte, pero nosotros tenemos una amistad, y eso es más importante.

– ¿Una amistad?

Molly asintió.

– Sí, supongo que sí -admitió Kevin-. Tal vez sea eso lo que lo hace tan excitante. Nunca he tenido relaciones sexuales con una amiga.

– No es más que la fascinación por lo prohibido.

– No sé en qué sentido es prohibido para ti -dijo Kevin frunciendo el ceño-. Yo tengo mucho más que perder.

– ¿Y eso cómo lo has calculado, exactamente?

– Vamos, ya sabes lo importante que es mi carrera para mí. Tus familiares más directos resultan ser mis jefes, y ahora mismo mi situación ante ellos es inestable. Es exactamente por eso por lo que siempre mantengo mis relaciones con las mujeres lejos del equipo. Ni siquiera he salido jamás con ninguna de las animadoras de los Stars.

– Y, en cambio, mírate, aquí tirándole los tejos a la hermana de tu jefa.

– Yo lo puedo perder todo. Tú no tienes nada que perder.

«Sólo este frágil corazón mío.»

Kevin acarició el pie de su copa de vino con el dedo.

– La verdad es que unas pocas noches de flirteo podrían ayudar en tu carrera de escritora.

– Me muero de ganas de oír por qué.

– Reprogramarán tu subconsciente para que dejes de enviar mensajes homosexuales secretos en tus libros.

Molly puso los ojos en blanco.

Kevin soltó una risita.

– Déjame respirar, Kevin. Si estuviéramos en Chicago, ni siquiera se te habría ocurrido tener relaciones sexuales conmigo. ¿Te parece adulador?

– Seguro que se me ocurriría si pasáramos juntos tanto tiempo como lo estamos pasando aquí.

Kevin estaba evitando deliberadamente la cuestión, pero antes de que Molly pudiera hacérselo notar, apareció la camarera para averiguar si había algún problema con la comida que llevaban ya rato sin tocar. Kevin le aseguró que no pasaba nada. La camarera esbozó la mejor de sus sonrisas y se puso a charlar con Kevin como si fuera su mejor amigo. La gente solía reaccionar de la misma manera con Phoebe y Dan, así que Molly ya estaba acostumbrada a aquel tipo de interrupciones, pero la camarera era guapa y con muchas curvas, y en esa ocasión su actitud le pareció molesta.

Cuando la mujer se marchó finalmente, Kevin se apoyó en el respaldo de su silla y retomó la conversación por la parte que Molly deseaba que hubiera olvidado.

– Eso del celibato… ¿desde cuándo dura?

Molly estaba cortando un pedacito de pollo y se tomó su tiempo.

– Una temporada.

– ¿Algún motivo en particular?

Molly masticó lentamente, como si estuviera reflexionando sobre la cuestión cuando en realidad se esforzaba por encontrar una escapatoria.

– Es una elección que tomé.

– ¿Es una parte más de la niña buena que todo el mundo piensa que eres excepto yo?

– ¡Soy una niña buena!

– Eres una impertinente.

– ¿Por qué tiene que justificarse una mujer virtuosa? O semivirtuosa, vaya, no vayas a pensar que era virgen antes de perder la chaveta por ti.

Pero, en cierto modo, sí que era virgen. Aunque sabía algo de sexo, ninguna de sus dos aventuras le había enseñado nada sobre hacer el amor, y menos aún aquella horrorosa noche con Kevin.

– Porque somos amigos, ¿recuerdas? Los amigos se cuentan estas cosas. Tú ya sabes mucho más de mí que la mayoría de la gente.

A Molly no le gustaba sentirse con esta revelación más avergonzada de lo que se había sentido al contarle lo de la herencia, así que se esforzó por parecer piadosa y, apoyando los codos en la mesa, juntó las manos como en una plegaria.

– Ser sexualmente exigente no tiene nada de vergonzoso.

En cierto modo, Kevin la entendía mejor que su propia familia, y su ceja levantada le indicó que no le había impresionado.

– Es que… Conozco a mucha gente que trata el sexo despreocupadamente, pero yo no puedo hacerlo. Creo que es demasiado importante.

– No voy a discutir eso contigo.

– Pues bien, es eso.

– Me alegro.

¿Era la imaginación de Molly, o había notado cierta suficiencia en la expresión de Kevin?

– ¿De qué te alegras? ¿De haber tenido un estadio lleno de mujeres fáciles mientras yo mantenía las piernas cruzadas? A eso lo llamo yo doble rasero.

– Eh, que tampoco me siento orgulloso de ello. Viene programado en los cromosomas X. Y tampoco ha sido un estadio lleno.

– Déjame que te lo diga de otro modo. Hay gente que puede tener relaciones sexuales sin compromiso, pero resulta que yo no soy una de ellas, así que sería mejor que te mudaras de nuevo a la casa de huéspedes.

– Técnicamente hablando, Daphne, ya me comprometí seriamente contigo, y creo que ha llegado el día de la paga.

– El sexo no es un producto. No se puede comerciar con él.

– ¿Quién dice eso? -preguntó con una sonrisa definitivamente diabólica-. Había montones de vestidos preciosos en aquella boutique del pueblo, y puedo ser muy liberal con mi tarjeta de crédito.

– Qué gran momento de orgullo para mí. Escritora de libros de conejitos convertida en fulana en un sencillo paso.

A Kevin le gustó el chiste, pero su risotada fue interrumpida por una pareja que se acercaba desde la otra punta del comedor.

– Perdona, pero ¿eres Kevin Tucker? Mira, mi mujer y yo somos forofos…

Molly dejó de escuchar y sorbió su café mientras Kevin se encargaba de sus admiradores. Aquel hombre la derretía, y no tenía sentido pretender lo contrario. Si se tratara sólo del atractivo físico, no sería tan peligroso, pero aquel encanto arrogante estaba derrumbando sus defensas. Y en cuanto al beso que habían compartido…

¡Quieta ahí! Que aquel beso le hubiera aflojado las piernas no significaba que fuera a dejarse llevar. Acababa de recuperarse de una caída emocional en barrena, y no era tan autodestructiva como para volver a lanzarse en ella. Simplemente tenía que recordarse que Kevin estaba aburrido y que le apetecía un rollete pasajero. La cruda realidad era que cualquier mujer le valdría, y ella estaba a mano. Aun así, Molly no podía seguir negando que había recuperado su viejo encaprichamiento

Hay mujeres que son bobas hasta para respirar.


Kevin dejó a un lado el último de los libros de Daphne que Molly había intentado esconder sin éxito cuando volvieron a la casita. ¡No se lo podía creer! En aquellas páginas estaba la mitad de su vida reciente. Censurada, por supuesto. Pero aun así…

¡Él era Benny el Tejón! Su Harley roja… Su moto acuática. Aquel pequeño incidente del salto en caída libre, pero exageradísimo… Y Benny practicando el snowboard en la Montaña de Nieve Nueva llevando unas Revo plateadas… ¡Debería demandarla!

Pero se sentía tan adulado. Molly escribía muy bien, y las historias eran fantásticas: adaptadas a los niños de hoy y divertidas. Aunque hubo algo que no le gustó de los libros de Daphne: por lo general, la conejita acababa casi siempre imponiéndose al tejón. ¿Qué clase de mensaje les estaba dando a los niños? ¿O a los mayores, si vamos a eso?

Kevin se apoyó en el respaldo del destartalado sofá y echó un vistazo hacia la puerta del dormitorio que Molly había cerrado al entrar. El buen humor del que Kevin había disfrutado durante la cena se había esfumado. Había que ser ciego para no saber que Molly se sentía atraída por él. Entonces ¿cuál era la cuestión?

Molly quería darle un tirón a su correa, ésa era la cuestión. Quería que Kevin le suplicara para sentir que había recuperado su orgullo. Para ella, aquello era una especie de lucha de poder. Empezaba a mostrarse coqueta y divertida cuando estaba con él, le hacía disfrutar de su compañía, se encrespaba los cabellos, se ponía ropa vistosa pensada únicamente para que a él le dieran ganas de quitársela. Entonces, cuando llegaba el momento exacto de quitarle la ropa, daba un salto hacia atrás y decía que no creía en el sexo sin compromiso.

Bobadas.

Kevin necesitaba una ducha, y fría, pero lo único que había en esa casa era aquella bañera pequeña como una jarra de cerveza. Dios, cuánto detestaba aquel lugar. ¿Por qué Molly hacía una montaña de todo aquello? Tal vez había dicho que no durante la cena, pero mientras la besaba, aquel dulce cuerpecito sin duda le estaba diciendo que sí. ¡Estaban casados! ¡Era él quien había tenido que comprometerse, no ella!

Su política de no mezclar los negocios con el placer le había estallado en la cara. Los problemas que experimentaba para apartar la mirada de la puerta del dormitorio de Molly le repugnaron. Él era Kevin Tucker, maldita sea, y no tenía por qué suplicar las atenciones de ninguna mujer, y menos cuando había tantas otras haciendo cola para llamar su atención.

Bueno, ya había tenido bastante. Desde aquel momento iba a dedicarse únicamente a los negocios. Se encargaría del campamento y aumentaría el ritmo de sus entrenamientos para estar en plena forma al empezar la pretemporada. En cuanto a aquella esnob irritante que resultaba ser su esposa… Hasta que volvieran a Chicago, quedaba estrictamente prohibido tocarla.

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