Capítulo veinticuatro

En este mundo, los conejitos se comen unos a otros.

Editora anónima de libros infantiles


Únicamente la presencia de los niños hizo soportable el viaje de regreso a Chicago. A Molly siempre le había resultado difícil ocultarle sus sentimientos a su hermana, pero esta vez, tuvo que hacerlo. No podía seguir deteriorando la relación de Phoebe y Dan con Kevin.

Su apartamento, después de haber permanecido cerrado durante casi tres semanas, olía a humedad y estaba más sucio de lo que lo había dejado. Sintió un hormigueo en las manos que la empujaba a limpiar y sacar brillo, pero las tareas de limpieza tendrían que esperar hasta el día siguiente. Subió las maletas al dormitorio mientras Roo correteaba a sus pies, y se obligó a bajar las escaleras para acercar sus pasos al escritorio y su archivador de plástico negro.

Sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo, sacó su último contrato con Birdcage y hojeó las páginas.

Exactamente lo que pensaba.

Levantó la mirada hacia las ventanas que llegaban al techo, estudió las paredes antiguas de ladrillo y la acogedora cocina, observó el juego de luces sobre el suelo de madera. Su casa.


Dos miserables semanas más tarde, Molly bajó del ascensor en la novena planta del edificio de oficinas en la avenida Michigan donde se encontraban las oficinas de Birdcage Press. Volvió a atarse la rebeca alrededor de la cintura y, con su vestido de guinga a cuadros rojos y blancos, empezó a avanzar por el pasillo que conducía a la oficina de Helen Kennedy Schott. Molly había rebasado sobradamente el punto de no retorno, y sólo confiaba en que el maquillaje ocultase las sombras de sus ojeras.

Helen se levantó para saludarla desde detrás de un escritorio abarrotado de manuscritos, galeradas y cubiertas de libros. Aunque hacía un día bochornoso, Helen iba vestida en su habitual negro editorial. Tenía el pelo gris y lo llevaba corto, con un flequillo que le cubría la frente. No iba maquillada, pero sus uñas brillaban cubiertas de una capa de esmalte carmesí.

– Molly, qué contenta estoy de volver a verte. Me alegro de que por fin llamaras. Casi había abandonado las esperanzas de localizarte.

– Me alegro de verte -replicó Molly educadamente, ya que, por mucho que dijera Kevin, ella era, por naturaleza, una persona educada.

Desde la ventana del despacho se podía ver una franja del río Chicago, aunque lo que realmente atrajo la atención de Molly fue la colorida muestra de libros infantiles que llenaban los estantes. Mientras Helen hablaba sobre el nuevo director de ventas, Molly localizó los delgados y brillantes lomos de los cinco primeros libros de Daphne. Saber que Daphne se cae de bruces jamás iba a unirse a ellos debería haberle sentado como una puñalada en el corazón, pero esa parte de su cuerpo estaba ya demasiado entumecida como para sentir nada.

– Me alegro mucho de poder tener por fin esta reunión contigo-dijo Helen-tenemos muchas cosas de que hablar.

– No tantas. -Molly no quería prolongar la situación. Abrió su bolso, extrajo un sobre comercial blanco y lo depositó sobre el escritorio-. Esto es un cheque para reembolsarle a Birdcage la primera mitad del anticipo que me pagasteis por Daphne se cae de bruces.

Helen puso cara de asombro.

– No queremos que nos devuelvas el anticipo. Querernos publicar el libro.

– Me temo que no podréis hacerlo. No pienso hacer las revisiones.

– Molly, ya sé que no estás contenta con nosotros, y ha llegado el momento de solucionarlo. Desde el principio sólo hemos querido lo mejor para tu carrera.

– Yo sólo quiero lo mejor para mis lectores.

– Y nosotros también. Intenta comprenderlo, por favor. Los autores tendéis a ver los proyectos sólo desde vuestra perspectiva, pero un editor debe tener una visión más amplia, que incluya también nuestra relación con la prensa y con la comunidad. Nos pareció que no teníamos otra opción.

– Siempre hay otra opción, y hace una hora he ejercido la mía.

– ¿Qué quieres decir?

– He publicado Daphne se cae de bruces por mi cuenta. La versión original.

– ¿Que la has publicado? -preguntó Helen levantan do las cejas-. ¿De qué estás hablando?

– La he publicado en Internet.

Helen prácticamente salió disparada de la silla.

– ¡No puedes hacer eso! ¡Tenemos un contrato!

– Si te fijas en la letra pequeña, verás que yo conservo los derechos electrónicos de todos mis libros.

Helen no pudo disimular su asombro. Las editoriales mayores habían cubierto esa laguna en sus contratos, pero algunas de las editoriales más pequeñas como Birdcage no habían tenido tiempo para eso.

– No me puedo creer que nos hayas hecho esto.

– Ahora, cualquier niño que quiera leer Daphne se cae de bruces y ver las ilustraciones originales podrá hacerlo.

Molly había pensado un gran discurso, repleto de referencias a las quemas de libros y a la Primera Enmienda, pero ya no tenía energías. Le acercó el cheque a Helen, se levantó de la silla y se marchó.

– ¡Molly, espera!

Había hecho lo que tenía que hacer, y no se paró. Mientras se dirigía hacia su coche, intentó sentirse triunfadora, pero básicamente se sintió consumida. Una amiga de la facultad la había ayudado a preparar la página Web. Además del texto y los dibujos para Daphne se cae de bruces, Molly había incluido un enlace a una lista de libros que diversas organizaciones habían intentado mantener fuera del alcance de los niños, a lo largo de los años, por su contenido o ilustraciones. La lista incluía La caperucita roja, todos los libros de Harry Potter, Una arruga en el tiempo, de Madeleine L'Engle, Harriet la espía, Tom Sawyer, Huckleberry Finn, así como los libros de Judy Blume, Maurice Sendak, los hermanos Grimm, y El diario de Ana Frank. Al final de la lista, Molly había añadido Daphne se cae de bruces. Ella no era Ana Frank, pero se sentía mucho mejor estando en tan buena compañía. Sólo deseaba poder llamar a Kevin para decirle que había presentado batalla por su conejita.

Hizo unas cuantas paradas para aprovisionarse, luego torció hacia Lake Shore Drive y se dirigió al norte, hacia Evanston. Había poco tráfico, y no tardó demasiado en llegar al miserable edificio de piedra caliza de color rojizo donde vivía. No soportaba su apartamento: estaba situado en la segunda planta y las únicas vistas que tenía eran del vertedero de la parte trasera de un restaurante tailandés, pero era el único lugar que podía permitirse en el que admitieran a un perro.

Intentó no pensar en su pequeño loft, en el que ya se habían instalado unos desconocidos. No había en Evanston muchos lofts reconvertidos en venta, y el edificio tenía una lista de espera de gente ansiosa por comprar, así que Molly ya sabía que no iba a tardar en venderse. Aun así, no estaba preparada para que sucediera en menos de veinticuatro horas. Los nuevos propietarios le habían pagado una prima para que les subarrendara el apartamento mientras duraba todo el papeleo final, así que había tenido que salir pitando a buscarse un piso de alquiler, y había acabado alojándose en aquel tétrico edificio. Pero tenía dinero para devolver el anticipo y poner al día las facturas.

Aparcó en la calle a dos manzanas de distancia, porque el slytherin de su casero cobraba setenta dólares al mes por una plaza de aparcamiento en el solar adyacente al edificio. Mientras subía por las deterioradas escaleras que conducían a su apartamento, las vías del tren chirriaron justo detrás de las ventanas. Roo salió a recibirla a la puerta, luego cruzó a la carrera el linóleo gastado y empezó a ladrar ante el fregadero.

– Otra vez no.

El apartamento era tan pequeño que Molly no tenía sitio para los libros, y tuvo que arrastrarse por encima de todas esas cajas abarrotadas para llegar hasta el fregadero de la cocina. Abrió la puerta del armario con cautela, echó un vistazo adentro y sintió un escalofrío. Otro ratón temblaba dentro de su trampa incruenta. Era ya el tercero que atrapaba, y apenas llevaba unos días viviendo allí.

Tal vez podría sacar otro artículo para Chik acerca de la experiencia: «Por qué los chicos que odian a los animales pequeños no son siempre una mala noticia.» Acababa de echar en el buzón un artículo culinario. De entrada, lo había titulado «Desayunos que no le hagan vomitar: bate su cerebro ron los huevos». Justo antes de meterlo en el sobre, había entrado en razón y lo había subtitulado «Estímulos matinales».

Escribía todos los días. Por muy apaleada que se sintiera por todo, no se había abandonado ni se había postrado en la rama como había hecho tras el aborto. Esta vez le estaba plantando cara al dolor y hacía todo lo posible por convivir con él. Aunque nunca había sentido el corazón tan vacío.

Echaba tantísimo de menos a Kevin. Cada noche se tumbaba en la cama mirando al techo y recordando la sensación de estar entre sus brazos. Pero había sido mucho más que sexo. Kevin la había comprendido mejor de lo que se comprendía el la misma, y había sido su compañero del alma en todos los sentidos excepto en el que contaba. Kevin no la amaba.

Con un suspiro que salió de lo más profundo de su ser, dejó a un lado el bolso, se puso los guantes de jardinería que había comprado junto a la trampa, y buscó con cautela bajo el fregadero el mango de la pequeña jaula. Como mínimo, su conejita saltaba libre y feliz por el ciberespacio. Ya era más de lo que podía decir de aquel otro roedor.

Molly soltó un chillido cuando el ratón asustado empezó a corretear dentro de la jaula.

– Por favor, no hagas eso. Estate quietecito y te prometo que antes de que te des cuenta estarás en el parque.

¿Dónde está un hombre cuando le necesitas?

Su corazón se contrajo en otro espasmo de dolor. La pareja a la que había contratado Kevin para hacerse cargo del campamento ya estaría en su puesto, por lo que él debía de estar de nuevo de fiesta en fiesta con su plantilla internacional. «Por favor, Dios, no dejes que se acueste con ninguna de ellas. Todavía no.»

Lilly le había dejado varios mensajes en el contestador automático interesándose por su situación, pero todavía no le había devuelto ninguna llamada. ¿Qué podía decirle? ¿Que había tenido que vender su apartamento? ¿Que había perdido a su editora? ¿Que su corazón había sufrido una rotura irreparable? Al menos, ya podía pagarse un abogado, por lo que tenía alguna probabilidad de liberarse del contrato y vender su siguiente libro de Daphne a otra editorial.

Molly sostuvo la jaula tan lejos como pudo y cogió las llaves. Ya iba de camino a la puerta cuando sonó el timbre. Después de encontrar un ratón, tenía siempre los nervios a flor de piel, así que se llevó un susto tremendo.

– Un momento.

Todavía sosteniendo la jaula a distancia, sorteó otra caja de libros y abrió la puerta.

Helen entró a la carga.

– Molly, has huido sin que pudiéramos hablar. ¡Ah, Dios mío!

– Helen, te presento a Mickey.

Helen se llevó la mano al corazón mientras perdía el color de la cara.

– ¿Una mascota?

– No exactamente-dijo Molly dejando la jaula sobre una de las cajas. Al parecer, a Roo no le gustó la idea y empezó a Ladrar-. ¡Cállate, pesado! Me temo que no has elegido el mejor momento para una visita, Helen. Tengo que ir al parque.

– ¿Lo sacas a pasear?

– Lo liberaré.

– Te acompaño.

Molly debería haber gozado viendo a su sofisticada ex editora tan descompuesta, pero el ratón también la había descompuesto a ella. Sosteniendo la jaula lejos de su cuerpo, salió al exterior y empezó a serpentear por las callejuelas del centro de Evanston hacia el parque que había junto al lago. La indumentaria de Helen, con su traje negro y sus tacones, no era adecuada ni para el calor ni para sortear charcos, pero Molly no la había invitado a acompañarla, así que se negó a sentir lástima.

– No sabía que te habías mudado -dijo Helen tras ella-. Por suerte, he topado con uno de tus vecinos y me ha dado tu nueva dirección. ¿No… no podrías liberarlo en algún lugar más cerca?

– No quiero que pueda descubrir el camino de regreso.

– ¿Y utilizar una trampa más definitiva?

– Eso nunca.

Aunque era un día laborable, el parque estaba lleno de ciclistas, estudiantes universitarios en patines y niños. Molly vio una pequeña extensión de hierba y dejó la jaula en el suelo; luego alargó la mano, vacilante, hacia el cierre y, en cuanto lo abrió, Mickey saltó hacia la libertad.

Directamente hacia Helen.

La editora soltó un grito sofocado y se encaramó a un banco de picnic. Mickey desapareció entre los arbustos.

– Bichos del demonio -dijo Helen sentándose sobre la mesa que hacía juego con el banco.

A Molly también se le habían aflojado las rodillas, así que se sentó en el banco. Más allá del límite del parque, el lago Michigan se extendía hacia el horizonte. Miró a la lejanía y pensó en un lago más pequeño con un pequeño acantilado desde el que se podía saltar.

Helen sacó un pañuelo de su bolso y se lo llevó repetidas veces a la frente.

– Los ratones tienen un no sé qué…

No había ratones en el Bosque del Ruiseñor. Molly tendría que añadir uno si llegaba a encontrar otra editorial.

Se quedó mirando a su ex editora.

– Si has venido a amenazarme con un pleito, no vas a sacar nada.

– ¿Por qué íbamos a querer un pleito con nuestra autora favorita? -dijo extrayendo el sobre que contenía el cheque de Molly y dejándolo sobre el banco-. Te lo devuelvo. Y cuando mires dentro, verás un segundo cheque por el resto del anticipo. De verdad, Molly, deberías haberme contado lo grave que te parecía el tema de las revisiones. Nunca te habría pedido que las hicieras.

Molly ni siquiera intentó responder a aquella pedante slytherin. Ni tampoco cogió el sobre.

El tono de Helen se volvió más efusivo.

– Vamos a publicar Daphne se cae de bruces en su versión original. Lo pondré en el programa de invierno para tener tiempo de preparar la publicidad. Hemos planeado una extensa campaña publicitaria con anuncios a toda página en todas las revistas importantes para padres, y te enviaremos a una gira de presentación.

Molly se preguntó si le habría dado una insolación.

Daphne se cae de bruces ya se puede leer desde Internet.

– Nos gustaría que la sacaras de la red, pero te dejamos la decisión final. Pero aunque decidas mantener la página Web, creemos que la mayoría de los padres querrán comprar igualmente el libro impreso para añadirlo a la colección de sus hijos.

Molly no podía imaginar cómo había pasado por arte de magia de autora menor a autora importante.

– Me temo que tendrás que darme algo mejor que eso, Helen.

– Estamos dispuestos a renegociar tu contrato. Estoy segura de que los términos te satisfarán.

Molly estaba pidiendo una explicación, no más dinero, pero de algún modo salió a la superficie la magnate que llevaba dentro.

– Tendrás que hablar con mi nuevo agente sobre la cuestión.

– Por supuesto.

Molly no tenía ningún agente, ni nuevo, ni viejo. Su carrera había sido tan pequeña que no había necesitado a ninguno, aunque sin duda algo había cambiado.

– Cuéntame qué ha pasado, Helen.

– Ha sido la publicidad. Las nuevas cifras de ventas salieron hace apenas dos días. Entre la cobertura periodística de tu boda y las historias de NHAH, tus ventas han subido como la espuma.

– Pero yo me casé en febrero, y NHAH fue a por mí en abril. ¿Ahora os dais cuenta?

– Observamos el primer aumento en marzo y otro en abril. Pero las cifras tampoco eran tan importantes hasta que recibimos el informe de fin de mes en mayo. Y las cifras preliminares de junio son aún mejores.

Molly pensó que tenía suerte de estar sentada, porque las piernas no la habrían sostenido.

– Pero la publicidad ya se acabó. ¿Por qué se disparan las cifras ahora?

– Eso es lo que queríamos averiguar, así que hemos pasado un tiempo hablando por teléfono con los libreros. Nos han contado que los adultos al principio compraban algún libro de Daphne por curiosidad, o porque habían oído hablar de tu matrimonio con Kevin Tucker o porque querían ver por qué armaba tanto alboroto la gente de NHAH. Pero en cuanto tuvieron el libro en casa, sus hijos se enamoraron tic los personajes y ahora vuelven a las tiendas para comprar toda la serie.

Molly estaba perpleja.

– No me lo puedo creer.

– Los niños les enseñan los libros a sus amigos. Nos han dicho que incluso algunos padres que habían apoyado otros boicots de NHAH están comprando los libros de Daphne.

– Me está costando digerirlo.

– Lo comprendo. -Helen cruzó las piernas y sonrió-. Después de tantos años, de la noche a la mañana te ha llegado el éxito. Felicidades, Molly.

Janice y Paul Hubert eran la pareja perfecta para dirigir una casa de huéspedes a media pensión. Los huevos de la señora Hubert nunca estaban fríos, y ni una de sus galletas había salido quemada nunca por debajo. Y el señor Hubert disfrutaba realmente desatascando inodoros y podía hablar con los clientes durante horas sin aburrirse. Kevin les despidió a la semana y media.

– ¿Necesitas ayuda?

Kevin sacó la cabeza de la nevera y vio a Lilly en pie junto a la puerta de la cocina. Eran las once de la noche y habían transcurrido dos semanas y un día desde la marcha de Molly. También hacía cuatro días que había despedido a los Hubert, y estaba todo patas arriba.

Faltaban dos semanas para el comienzo de la pretemporada, y Kevin no estaba a punto. Sabía que tenía que agradecerle a Lilly que se hubiera quedado para ayudarle, pero no había encontrado el momento, y eso le hacía sentirse culpable. Se la veía triste desde que Liam Jenner había dejado de aparecer para desayunar. Había intentado sacar el tema en una ocasión, pero lo había hecho tan torpemente que ella había fingido no entenderle.

– Estoy buscando levadura rápida. Amy me ha dejado una nota diciendo que tal vez la necesitará. ¿Qué diablos es la levadura rápida?

– No tengo ni idea -respondió Lilly-. Mi cocina se limita a los platos preparados.

– Ya. A la porra -dijo cerrando la puerta. -¿Echas de menos a los Hubert?

– No. Sólo cómo cocinaba ella y cómo se encargaba él de todo.

– Ah.

Lilly se quedó mirándole, momentáneamente más divertida que apesadumbrada.

– No me gustaba cómo trataba ella a los niños -murmuró Kevin-. Y él estaba volviendo loco a Troy. ¿A quién le importa si hay que segar la hierba en el sentido de las agujas del reloj o en el sentido contrario?

– Tampoco es que ella tratara mal a los niños. Sólo que no le daba galletas al primer mocoso que se asomara a la puerta de la cocina, como hacía Molly.

– La vieja bruja los ahuyentaba como si fueran cucarachas. Y no era capaz de dedicarles algunos minutos para contarles algún cuento. ¿Es demasiado pedir? Si un niño quiere oír un cuento, ¿no crees que podría soltar la maldita botella de desinfectante durante un rato para contarle un cuento?

– No oí en ningún momento que los niños le pidieran a la señora Hubert que les contara un cuento.

– ¡Pues sí que se lo pedían a Molly!

– Cierto.

– ¿Qué crees que significa eso?

– Nada.

Kevin abrió la tapa del tarro de galletas, pero volvió a cerrarla al recordar que no eran artesanales: las habían comprado en la tienda. Cambió de idea y cogió una cerveza de la nevera.

– Su marido era aún peor -protestó Kevin.

– Cuando oí que les decía a los niños que no jugaran al fútbol en el espacio comunitario porque estropeaban la hierba, ya imaginé que estaba condenado.

Slytherin.

– Sin embargo, a los clientes de la casa de huéspedes les encantaban los Hubert -señaló Lilly.

– Eso es porque, a diferencia de la gente de las casitas, ellos no tienen niños aquí.

Kevin le ofreció una cerveza a Lilly, pero ella negó con la cabeza y cogió un vaso de agua del armario.

– Me alegro de que los O'Brian se queden otra semana más -dijo Lilly-, aunque echo de menos a Cody y a las niñas Kramer. Aun así, los niños nuevos son majos. He visto que habías comprado más bicicletas.

– Me he olvidado de los más pequeños. Debería haber comprado tacatás.

– Todos los niños mayores se lo pasan en grande con la canasta de baloncesto, e hiciste bien en contratar a un socorrista.

– Algunos de los padres son demasiado despreocupados.

Kevin llevó su cerveza a la mesa de la cocina, se sentó, y dudó unos instantes. Ya lo había pospuesto demasiado, y por fin dijo:

– Te agradezco mucho cómo me estás ayudando.

– No me importa, aunque echo de menos a Molly. Todo resulta más divertido cuando ella está aquí.

Sin darse cuenta, Kevin se puso a la defensiva.

– No digas eso. Nos hemos divertido mucho sin ella.

– No es verdad. Los niños O'Brian no dejan de quejarse, los mayores la echan de menos, y tú estás gruñón y poco razonable. -Lilly se inclinó sobre el fregadero-. Kevin, ya hace dos semanas. ¿No crees que ya va siendo hora de ir tras ella? Amy, Troy y yo podemos encargarnos del campamento durante algunos días.

¿No se daba cuenta de que él ya había considerado esa cuestión desde cientos de ángulos diferentes? No había nada que quisiera más, pero no podía ir tras ella, a menos que quisiera sentar la cabeza para siempre como hombre casado, y eso era algo que no podía hacer.

– No sería justo.

– ¿Justo para quién?

Kevin levantó la etiqueta de la botella con la uña del pulgar.

– Ella me dijo… que tiene sentimientos.

– Ya. ¿Y tú no?

Kevin tenía tantos sentimientos que no sabía qué hacer con ellos, pero ninguno le iba a hacer perder de vista lo que era más importante.

– Tal vez dentro de cinco o seis años las cosas sean diferentes, pero ahora mismo no tengo tiempo para nada que no sea mi carrera. Y, seamos realistas, ¿tú nos ves a Molly y a mí juntos a largo plazo?

– Sin ningún problema.

– ¡Vamos! -Kevin se levantó de un brinco de su silla-. ¡Yo soy un deportista! Me encanta estar activo, y ella detesta el deporte.

– Pues para detestar los deportes, es una atleta excelente.

– No lo hace mal, supongo.

– Nada maravillosamente y salta como una campeona.

– Eso es por los campamentos de verano.

– Es una excelente jugadora de béisbol.

– Campamentos de verano.

– Es una entendida en fútbol americano.

– Eso es sólo porque…

– Y juega al fútbol europeo.

– Sólo con Tess.

– Ha estudiado artes marciales.

Kevin ya se había olvidado de aquella pose de kungfu que le había visto en invierno.

– Y me dijo que había jugado en el equipo de tenis del instituto.

– Ahí está. A mí no me gusta nada el tenis.

– Probablemente porque no se te debe dar bien.

«¿Y eso, Lilly, cómo lo sabía?»

La sonrisa de Lilly pareció peligrosamente compasiva.

– Yo diría que te va a resultar difícil encontrar a una mujer tan deportista y aventurera como Molly Somerville.

– Seguro que no saltaría en caída libre.

– Seguro que sí.

El tono mohíno de la voz de Kevin resultaba evidente incluso para sus propios oídos. Y Lilly tenía razón en lo de la caída libre. Kevin casi pudo oír los chillidos de Molly después de empujarla fuera del avión. Aunque sabía que disfrutaría más cuando se abriera el paracaídas.

Que Molly se hubiera enamorado de él le hacía sentir mal. Y le enojaba. Lo suyo había sido algo temporal desde el principio, así que no tenía por qué sentirse como si le hubiera dado pie. Y seguro que no le había prometido nada. Vaya, que la mitad del tiempo apenas había sido educado.

Era el sexo. Todo había ido bien hasta entonces. Si hubiera seguido con los pantalones abrochados y las manos quietas, no habría pasado nada, pero no había sido capaz de hacerlo, no después de estar juntos un día tras otro. ¿Y quién podía culparle?

Pensó en la manera en que reía. ¿Qué hombre no habría deseado tener aquella sonrisa bajo sus labios? Y aquellos ojos azules y grises con aquel endemoniado sesgo eran un desafío sexual deliberado. ¿Cómo no pensar en hacer el amor cada vez que los ojos de Molly se volvían hacia él?

Pero Molly conocía las reglas, y el sexo fantástico no es ninguna promesa, no en los tiempos que corren. Todo ese rollo que le había soltado sobre su incapacidad de establecer relaciones emocionales no tenía nada que ver con él: Kevin tenía relaciones, sin duda. E importantes. Tenía a Cal y Jane Bonner.

Con los que no había hablado desde hacía semanas.

Se quedó mirando a Lilly y, tal vez porque era tarde y estaba bajo de defensas, acabó contándole más de lo que hubiera querido.

– Molly tiene ciertas opiniones sobre mí que yo no comparto.

– ¿Qué tipo de opiniones?

– Ella cree… -Kevin dejó la botella-. Dice que soy emocionalmente superficial.

– ¡No lo eres! -Los ojos de Lilly centellearon-. ¡Qué cosa tan terrible de decir!

– Ya, pero el caso es…

– Eres un hombre muy complicado. Dios mío, si fueras superficial, te habrías librado de mí directamente.

– Lo intenté…

– Me habrías dado unas palmaditas en el hombro y me habrías prometido enviarme una postal de Navidad. Yo me habría dado por satisfecha y habría desaparecido con mi coche por el horizonte. Pero eres demasiado sincero emocionalmente para hacerlo, y por eso mi estancia aquí te ha resultado tan dolorosa.

– Me gusta que lo digas, pero…

– Oh, Kevin… Ni se te ocurra nunca considerarte superficial. Molly me cae bien, pero si alguna vez le oigo decir eso de ti, ella y yo vamos a tener que discutir.

Kevin quiso reír, pero le empezaron a escocer los ojos y sus pies se movieron, y, casi sin darse cuenta, se encontró abriendo los brazos. Nadie como la madre de un hombre para salir en su defensa cuando llega la hora de la verdad, incluso aunque no se lo merezca.

Kevin le dio un abrazo intenso, posesivo. Ella emitió un sonido que a Kevin le recordó a un gato recién nacido. Kevin la abrazó con más fuerza.

– Hay algunas cosas que siempre quise preguntarte.

Kevin sintió un sollozo tembloroso contra su pecho. Se aclaró la garganta.

– ¿Tú tuviste que ir a clases de música y aburrirte frente al piano?

– Oh, Kevin… Todavía no distingo una nota de otra.

– ¿Y te salen erupciones alrededor de la boca cada vez que comes tomate?

Lilly se abrazó más intensamente.

– Si como demasiado.

– ¿Y qué me dices de los moniatos? -Kevin oyó un sollozo ahogado-. A todo el mundo le gustan excepto a mí, y siempre me pregunté… -Kevin calló, porque empezaba a resultarle difícil hablar, y en su interior algunas de las piezas que nunca habían acabado de encajar comenzaron a unirse.

Estuvieron un rato simplemente abrazados y finalmente empezaron a hablar, intentando ponerse al día de tres décadas en una sola noche, tropezando con las palabras, cubriendo poco a poco sus lagunas. Evitaron únicamente dos temas: Molly y Liam Jenner.

A las tres de la madrugada, cuando finalmente se separaron en la planta superior, Lilly le acarició la mejilla.

– Buenas noches, cielo.

– Buenas noches…

«Buenas noches, mamá.» Eso era lo que quería decir, pero le pareció una traición a Maida Tucker, y eso no podía hacerlo. Maida tal vez no había sido la madre de sus sueños, pero lo había querido con todo su corazón, y Kevin la había correspondido con su amor. Sonrió.

– Buenas noche, mamá Lilly.

Y entonces las lágrimas inundaron los ojos de Lilly:

– Oh, Kevin… Kevin, mi pequeñín.

Kevin se acostó aquella noche con una sonrisa en los labios.

Cuando pocas horas más tarde el despertador le obligó a levantarse de la cama para preparar los desayunos, pensó en la noche anterior, y supo que a partir de entonces Lilly ya formaría parte de su vida permanentemente. Y se sintió bien. Era exactamente como tenía que ser.

Al contrario que todo lo demás.

Mientras bajaba hacia la cocina, gris y vacía, se dijo a sí mismo que no había ningún motivo para sentirse culpable con Molly, pero su conciencia pareció no hacerle ningún caso. Hasta que encontrase la manera de compensarla, jamás podría dejar de pensar en ella.

Entonces se le ocurrió. Había dado con la solución perfecta.


Molly miró fijamente al abogado de Kevin y preguntó desconcertada:

– ¿Que me da el campamento?

El abogado colocó las manos en la caja de embalar sobre la que Molly tenía su ordenador y se inclinó hacia delante.

– Me llamó ayer a primera hora de la mañana -le dijo con gravedad-. En estos momentos estoy terminando con el papeleo.

– ¡Yo no lo quiero! No pienso aceptar nada de él.

– Él ya debía de saber que reaccionarías así, porque insistió en que te dijera que si lo rechazabas, dejaría que Eddie Dillard lo demoliera. Y no creo que estuviera bromeando.

Molly sintió ganas de gritar, pero no era culpa del abogado que Kevin fuera despótico y manipulador, así que controló su genio.

– ¿Hay algo que me impida desprenderme del campamento?

– No.

– De acuerdo, lo aceptaré. Y luego me desharé de él.

– No creo que eso vaya a hacerle demasiado feliz.

– Llévale una caja de pañuelos.

El abogado era joven, y le dedicó a Molly una sonrisa sugestiva; luego cogió su maleta y empezó a sortear los muebles de camino hacia la salida. Como deferencia al calor de julio, no llevaba americana, pero, a juzgar por la mancha de sudor que tenía en la espalda, eso no fue suficiente para compensar la ausencia de aire acondicionado en el apartamento de Molly.

– Supongo que querrás subir allí lo antes posible. Kevin se ha marchado y no queda nadie al cargo.

– Estoy segura de que sí. Contrató a alguien para que se hiciera cargo de todo.

– Parece ser que no funcionaron.

Molly no solía soltar tacos, pero apenas pudo contenerse. Sólo había tenido cuarenta y ocho horas para acostumbrarse a la idea de ser una famosa autora de libros infantiles, y ahora se enteraba de eso.

En cuanto se hubo marchado el abogado, se arrastró por encima del sofá para alcanzar el teléfono y llamar a su nueva agente, la mejor negociadora de contratos de la ciudad.

– Phoebe, soy yo.

– ¡Eh, la famosa escritora! Las conversaciones van bien, pero todavía no estoy satisfecha con el dinero por adelantado que nos ofrecen.

Molly notó entusiasmo en la voz de su hermana.

– Tampoco les dejes en la bancarrota.

– Es tan tentador…

Hablaron sobre las negociaciones durante algunos minutos hasta que Molly decidió ir al grano y, esforzándose para hablar sin atragantarse, dijo:

– Kevin acaba de hacer algo de lo más encantador.

– ¿Andar con los ojos vendados en medio del tráfico?

– No seas así, Phoebe.-Estaba segura de que se atragantaría al decirlo-: Kevin es un gran tipo. Como muestra de ello, me acaba de regalar el campamento.

– ¿En serio?

Molly asió el teléfono con más fuerza.

– Él sabe cuánto me gusta ese lugar.

– Lo comprendo, pero…

– Mañana mismo subiré. No estoy segura de cuánto tiempo me quedaré.

– Al menos así saldrás de ese apartamento piojoso hasta que termine de negociar tu contrato. Supongo que debería estarle agradecida.

Había resultado humillante contarle a Phoebe que se había visto obligada a vender el loft. Dicho sea en honor de su hermana, no se había ofrecido a pagar las deudas de Molly, aunque eso no significaba que se hubiera quedado callada.

Molly colgó el teléfono en cuanto pudo y se quedó mirando a Roo, que intentaba refrescarse bajo la mesa de la cocina.

– Dilo, vamos. Tengo un don del momento espantoso. Si me hubiera esperado dos semanas, aún estaríamos en nuestro antiguo pisito, disfrutando del aire acondicionado.

Debió de ser su imaginación, pero le pareció que Roo ponía cara de crítica. El muy traidor echaba de menos a Kevin.

– Vamos a hacer las maletas, compi. Mañana a primera hora salimos hacia los bosques del norte.

Roo aguzó las orejas.

– No te emociones demasiado, porque no nos quedarnos allí. ¡Lo digo en serio, Roo, pienso deshacerme del campamento!

Pero no lo haría. Le dio un puntapié a una caja llena de platos, deseando que fuera la cabeza de Kevin. Le había regalado el campamento porque se sentía culpable. Era su manera de intentar compensarla por sentir por él un amor no correspondido.

Se lo había regalado por compasión.

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