Capítulo catorce

– Acércate al agua, Daphne -dijo Benny-. No te mojaré.

Daphne lo ensucia todo


– ¿Alguna idea para un nuevo libro? -preguntó Phoebe por teléfono a primera hora de la tarde siguiente.

Era un tema espinoso, pero como Molly se había pasado los últimos diez minutos de su conversación esquivando las preguntas entrometidas de Celia la Gallina sobre Kevin, cualquier cambio era positivo.

– Unas pocas. Pero ten en cuenta que Daphne se cae de bruces es el primer libro de un contrato para tres, y Birdcage no aceptará otro manuscrito hasta que termine los cambios que me pidieron.

No hacía falta contarle a su hermana que todavía no había empezado con esos cambios, aunque después del desayuno le había tomado prestado el coche a Kevin para ir al pueblo a comprar material de dibujo.

– Esta gente de NHAH son de chiste.

– De chiste malo. Oye, no tengo tele en la casita: ¿han vuelto a aparecer últimamente?

– Anoche. Gracias al nuevo proyecto de ley sobre derechos de los homosexuales en el Congreso, han tenido mucha repercusión mediática. -Phoebe dudó unos instantes y eso no era una buena señal-. Molly, han vuelto a citar a Daphne.

– ¡Es increíble! ¿Por qué me hacen esto? Ni que yo fuera una autora famosa de libros para niños.

– Esto es Chicago, y tú eres la esposa del quarterback más famoso de la ciudad. Y ellos utilizan esa relación para ganar minutos de emisión. Sigues siendo la esposa de Kevin, ¿no?

Molly no quería volver a entrar en esa discusión.

– Temporalmente. La próxima vez, recuérdame que busque a una editora con agallas.

Molly deseó no haberlo dicho: su editora no era la única que necesitaba agallas. Tuvo que recordarse nuevamente que no tenía elección, al menos si quería pagar sus facturas.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Phoebe dijo:

– ¿Y qué estás haciendo para ganar dinero? Sé que no has…

– Ya me apaño, no te preocupes.

Aunque Molly quería muchísimo a Phoebe, a veces deseaba que no se convirtiera en oro todo lo que tocaba su hermana. La hacía sentir tan incapaz. Phoebe era rica, hermosa y emocionalmente estable. Molly era pobre, simplemente atractiva y había estado mucho más cerca de una crisis nerviosa de lo que podría admitir jamás. Phoebe había superado enormes desventajas para convertirse en una de las propietarias de la NFL más poderosas, mientras que Molly no podía siquiera defender a su conejita de ficción ante un ataque de la vida real.

Tras colgar el teléfono, Molly estuvo charlando con algunos de los huéspedes, y luego puso toallas limpias en todos los baños mientras Kevin registraba a una pareja de jubilados de Cleveland en una de las casitas. Luego se fue a su propia casita para ponerse el bañador rojo que Kevin le había regalado e ir a nadar.

Cuando sacó el bañador de dos piezas de la bolsa, descubrió que, aunque la parte de abajo no era un tanga, iba sujeta a cada lado únicamente por un cordelito y le pareció algo exiguo para su gusto. La parte de arriba, sin embargo, tenía un aro inferior que ayudaba a mantenerlo todo en su sitio, y Roo pareció dar su aprobación.

Aunque la temperatura del aire rondaba ya los treinta grados, el lago todavía no se había calentado, y la playa estaba desierta cuando ella llegó. Molly se estremeció de frío al meter los pies en el agua, pero fue entrando lentamente. Roo se mojó las patas, luego retrocedió y se dedicó a perseguir a las garzas. Cuando Molly no pudo seguir soportando aquella tortura, se zambulló.

Salió a la superficie jadeando y empezó a dar brazadas vigorosas para entrar en calor; entonces vio a Kevin en pie en el espacio comunitario. Nueve años de campamento de verano le habían enseñado la importancia de hacer las cosas acompañada, pero Kevin estaba lo bastante cerca para oírla gritar si se ahogaba.

Se puso boca arriba y nadó de espaldas durante un rato, evitando las aguas más profundas, porque, aunque Kevin dijese lo contrario, ella era una persona muy sensible en lo referente a la seguridad en el agua. Miró de nuevo hacia el comedor comunitario: Kevin seguía en pie exactamente en el mismo lugar.

Parecía aburrido.

Molly agitó el brazo para captar su atención. Kevin le devolvió el saludo sin mucha convicción.

Eso no era bueno. No era nada bueno.

Molly se zambulló y empezó a pensar.

Kevin observó a Molly en el agua mientras esperaba a que los empleados de la empresa de basuras aparecieran con un nuevo contenedor. Un destello de rojo carmesí flotó en el aire cuando Molly saltó al agua y luego la vio desaparecer bajo la superficie. Había sido un error comprarle ese biquini: dejaba prácticamente al descubierto ese pequeño cuerpo tentador que a Kevin le estaba resultando cada vez más difícil ignorar. Pero el color de aquel biquini enseguida le había llamado la atención, porque era casi del mismo tono que tenía su pelo el día en que se habían conocido.

Molly ya no llevaba el pelo igual. Sólo habían pasado cuatro días, pero se estaba cuidando y sus cabellos habían adquirido el mismo color que el jarabe de arce con el que Kevin había adornado los pastelitos que ella había preparado. Kevin se sentía como si la estuviera viendo volver a la vida. Su piel había perdido aquel aspecto pálido, y sus ojos habían empezado a brillar, especialmente cuando se trataba de fastidiarle.

Esos ojos… Esos endiablados ojos sesgados que parecían decir a gritos que no se proponía nada bueno, aunque Kevin parecía ser el único que captaba el mensaje. Phoebe y Dan veían en Molly a la intelectual, a la amiga de los niños, los conejitos y los perros ridículos. Sólo él parecía comprender que por las venas de Molly Somerville corrían los problemas en vez de la sangre.

Durante el vuelo de regreso a Chicago, Dan le había sermoneado sobre lo seria que era Molly en todo lo que hacía. Que de niña nunca había hecho nada malo. Lo buena estudiante que había sido, y la ciudadana modélica que era. Le había dicho que Molly tenía veintisiete años, pero la madurez de cuarenta. Más bien veintisiete y la madurez de siete. No era extraño que se ganara la vida como escritora de libros infantiles. ¡Estaba entreteniendo a sus iguales!

Le mortificaba que tuviera la osadía de llamarle imprudente. Él no se había desprendido nunca de quince millones de dólares. Por lo que sabía de ella, Molly no comprendía el significado de jugar sobre seguro.

Kevin vio otro destello de rojo en el agua. Todos aquellos años de campamento de verano la habían convertido en una buena nadadora, con una brazada regular y ágil. Y un cuerpo bonito y esbelto… Pero lo último que quería Kevin era volver a empezar a pensar en el cuerpo de Molly, así que se concentró en lo mucho que lo hacía reír.

Lo que no significaba que no fuera una tabarra. Tenía mucho valor al intentar hurgar en su cabeza, porque la tenía cerrada herméticamente, mucho más de lo que ella llegaría a tenerla jamás.

Kevin volvió la vista hacia el lago, pero no vio a Molly. Esperó un destello de rojo. Y esperó… Sintió que crecía la tensión en sus hombros al ver que la superficie no se movía. Dio un paso adelante. Entonces apareció su cabeza, como un punto a lo lejos. Justo antes de volver a desaparecer, Molly logró gritar una palabra apenas inteligible.

– ¡Socorro!

Kevin echó a correr.

Molly contuvo la respiración tanto como pudo, luego volvió a salir a la superficie para llenar los pulmones. Como era de esperar, Kevin se acababa de lanzar al agua con un estilo impecable.

Molly se debatió en el agua hasta que estuvo segura de que él la había visto, entonces volvió a zambullirse, se sumergió hacia el fondo y nadó hacia su derecha. Era una mala pasada hacerle eso, pero era por un bien superior. Un Kevin aburrido era un Kevin triste, y ya hacía demasiado tiempo que no se había divertido en el campamento de Wind Lake. Tal vez así ya no estaría tan ansioso por venderlo.

Molly volvió a salir a la superficie. Gracias a su habilidoso cambio de dirección bajo el agua, Kevin se dirigía mucho más a la izquierda. Molly tomó aire y volvió a sumergirse.


Cuando Daphne se hundió por tercera vez, Benny nadó…


Borremos eso.


Cuando Benny se hundió por tercera vez, Daphne nadó más y más rápido…


Ser rescatado por Daphne le serviría de lección a Benny, pensó Molly virtuosamente. Benny no debería haber ido a nadar sin compañía.

Molly abrió los ojos bajo el agua, pero después de tanto llover el lago estaba turbio y no pudo ver gran cosa. Recordó lo aprensivos que eran algunos de sus compañeros de campamento cuando tenían que nadar en un lago en vez de en una piscina, «¿y si me muerde un pez?», pero Molly se acostumbró ya en su primer verano y se sentía como en casa. Empezaban a quemarle los pulmones y salió a por más aire. Kevin estaba a unos veinte metros a su izquierda. Molly no quiso pensar en el cuento del pastor y el lobo, y realizó su siguiente movimiento.

– ¡Socorro!

Kevin dio media vuelta; y siguió nadando con su soberbia frente cubierta por esos cabellos rubios.

– ¡Aguanta, Molly!

– ¡Deprisa! ¡Tengo -«un tornillo flojo»- un calambre! -gritó antes de volver a sumergirse.

Molly torció a su derecha y nadó paralela a la orilla, como un auténtico número once. Sus pulmones volvían a pedir aire, había llegado el momento de volver a emerger cerca de la línea de gol.

Kevin llevaba dos décadas localizando a receptores entre el tumulto, y la divisó al instante. Sus brazadas eran poderosas y Molly se quedó tan absorta viendo cómo batía la superficie del lago que casi se le olvidó volver a sumergirse.

La mano de Kevin frotó su muslo y la agarró por la parte de abajo del minúsculo biquini.

La mano de Kevin. En su culo. Molly debería haberlo pensado antes.

Kevin tiró bruscamente del biquini para llevar a Molly a la superficie, y los delicados cordones se rompieron. Kevin la rodeó con un brazo y tiró de ella hacia arriba.

La parte de abajo del biquini no emergió con ellos.

Mientras contemplaba cómo se lo llevaba la corriente, Molly intentaba comprender cómo se había metido en aquella situación. ¿Iba a ser aquélla su recompensa por haber querido hacer algo con buena intención?

– ¿Estás bien?

Molly pudo ver fugazmente la cara de Kevin antes de que éste empezara a tirar de ella hacia la orilla. Le había asustado de verdad. Una parte de Molly se sentía culpable, pero aun así no se olvidó de toser y tomar aire mientras Kevin la arrastraba por el agua. Y, al mismo tiempo, Molly se esforzaba por superar su pudor.

La respiración de Kevin no era en absoluto agitada, y por un momento Molly relajó por completo sus músculos y se dejó llevar disfrutando de la sensación de que fuera Kevin y no ella quien se esforzara. Pero resultaba difícil estar relaja da y con el culo al aire al mismo tiempo.

– He… he tenido un calambre.

– ¿En qué pierna?

Molly notó que le rozaba la pierna con su cadera, pero Kevin no pareció darse cuenta de que algo faltaba.

– Para… Para un momento, ¿quieres? -le pidió Molly.

Kevin dejó de dar brazadas y la giró entre sus brazos sin soltarla. Molly vio en su rostro que el enfado había sido sustituido por la preocupación.

– ¡No deberías haber ido a nadar sola! Podrías haberte ahogado.

– Ha sido una estupidez.

– ¿Qué pierna?

– La… izquierda. Pero ya está mejor. Ya puedo moverla.

Kevin la dejó ir de un brazo para tocarle la pierna. -¡No! -chilló Molly, temiendo lo que podía encontrar por el camino.

– ¿Otro calambre?

– No exactamente.

– Vamos a la orilla. Ya te miraré la pierna allí.

– Ya estoy bien. Puedo…

Kevin no le prestó ninguna atención, y empezó a tirar de ella hacia la playa.

– Esto, Kevin… -Molly tosió al tragar agua.

– ¡Cierra el pico, joder!

«Bonita forma de hablar para un H.P., sobre todo mientras auxilia a una víctima.» Molly hacía lo posible para mantener su mitad inferior lejos de la mitad inferior de Kevin, pero él no dejaba de deslizarse contra ella. Y se deslizaba y se deslizaba… Molly gimió tras una acometida de sensaciones.

El ritmo de Kevin cambió, y Molly se dio cuenta de que ya tocaban fondo. Intentó soltarse.

– Suéltame, aquí ya puedo andar.

Kevin se acercó más a la orilla y finalmente la soltó y se puso en pie. Molly colocó los pies en el fondo y se enderezó.

El agua le llegaba a la barbilla, aunque a Kevin no le llegaba a los hombros. El pelo empapado le chorreaba sobre la frente, y parecía malhumorado.

– Podrías ser un pelín más agradecida, ¿sabes? Te acabo de salvar la vida.

Al menos ya no se le veía preocupado.

– Gracias.

Kevin todavía la sujetaba de un brazo y se puso a andar hacia la orilla.

– ¿Habías tenido antes calambres así?

– Nunca. Me ha cogido totalmente por sorpresa.

– ¿Por qué arrastras los pies?

– Tengo frío. Tal vez todavía estoy un poco aturdida. ¿Me puedes dejar la camiseta?

– Claro -respondió sin dejar de arrastrarla hacia la playa.

– ¿Me la podrías dejar ahora, por favor? -dijo Molly, arrastrando los talones.

– ¿Ahora?

Kevin se detuvo. Las olas del lago lamían los pechos de Molly. La parte de arriba del biquini rojo los mantenía en su sitio y a Kevin se le fueron los ojos. Molly notó que sus pestañas mojadas habían formado pequeñas espinas agresivas alrededor de sus penetrantes ojos verdes, y sintió que se le aflojaban las rodillas.

– Me gustaría ponérmela antes de salir del agua -dijo del modo más amable que pudo.

Kevin apartó la vista de sus pechos y echó a andar de nuevo.

– Será más fácil cuando te hayas secado en la playa.

– ¡Para! ¡Haz el favor de parar!

Kevin se paró, pero se quedó mirándola como si le faltara un tornillo.

Molly se mordió el labio inferior. Toda buena obra supone un sacrificio: iba a tener que decírselo.

– Tengo un pequeño problema…

– Eso diría yo. No tienes el más mínimo sentido común.

En el diploma de Northwestern del que tanto presumes tendrían que haber puesto summa cum loca.

– Déjame la camiseta. Por favor.

Kevin no hizo ademán de quitársela. Más bien se puso receloso.

– ¿Qué tipo de problema?

– Parece que he… Tengo mucho frío. ¿Tú no tienes frío?

Kevin esperó, con esa expresión terca que indicaba que no iría a ninguna parte hasta que ella confesara. Molly cobró dignidad.

– Parece que he… -Molly se aclaró la garganta-. He perdido la parte de abajo de mi biquini en el lago.

Naturalmente, lo primero que hizo él fue mirar abajo, escrutar las aguas turbias.

– ¡No mires!

Cuando volvió a levantar la mirada, sus ojos ya no parecían puñales de jade, sino alegres gominolas verdes.

– ¿Y cómo lo has hecho?

– Yo no lo he hecho. Has sido tú. Cuando me has rescatado.

– Te he quitado el biquini.

– Pues sí.

Kevin sonrió burlón.

– Siempre se me han dado muy bien las mujeres.

– Da igual. ¡Déjame tu camiseta de una vez!

¿Fue accidental que el muslo de Kevin rozase su cadera? Él volvió a bajar la vista hacia las aguas turbias, y Molly se sintió poseída por el loco deseo repentino de que desapareciera toda la turbiedad. Notó un tono ronco y seductor en la voz de Kevin.

– O sea, que me estás diciendo que estás con el culo al aire debajo del agua.

– Has comprendido perfectamente lo que te estoy diciendo.

– Pues nos encontramos ante un interesante dilema.

– Aquí no hay ningún dilema.

Kevin se acarició la comisura de los labios con el pulgar, y su sonrisa fue tan suave como el humo.

– Nos encontramos ante la esencia del auténtico capitalismo, justo aquí y ahora, tú y yo, y que Dios bendiga América como el gran país que es.

– ¿De qué hablas?

– Puro capitalismo. Yo tengo un producto que tú quieres…

– Se me está volviendo a acalambrar la pierna.

– La cuestión es -empezó a decir despacio, sin apartar la mirada de sus pechos-, ¿qué vas a darme por ese producto?

– Ya te he estado dando mis servicios como cocinera -respondió rápidamente ella.

– No sé. Esas sandalias de ayer eran muy caras. Creo que ya te he pagado al menos tres días de cocinera.

Kevin estaba haciendo ronronear las entrañas de Molly, y a ella no le gustó.

– ¡No pienso quedarme aquí ni un día más si no te quitas esa estúpida camiseta de tu estúpido pecho hipermusculado ahora mismo!

– No había conocido a ninguna mujer tan desagradecida en mi vida.

Kevin empezó a quitársela, se paró para rascarse un brazo, volvió a tirar de la camiseta, se la subió muy despacito por el pecho, flexionó aquellos músculos sublimes…

– ¡Eso son veinte yardas por pérdida de tiempo!

– Es una penalización de cinco yardas -puntualizó Kevin desde debajo de su camiseta.

– ¡Hoy no!

Por fin se quitó la camiseta, y ella se la arrebató de las manos antes de que se le pasara por la cabeza jugar a «a que no lo pillas», un juego al que un quarterback de la NFL sin duda ganaría a una escritora de cuentos de conejitos.

– Con el culo al aire… -dijo con una amplia sonrisa.

Molly le ignoró y se peleó con la camiseta para ponérsela, pero manejar todo aquel algodón empapado con el agua gélida que le llegaba a los pechos no era exactamente fácil. Naturalmente, él no la ayudó. '

– Tal vez te sería más fácil si salieras del agua antes de ponértela.

Era un humor demasiado infantil para merecer respuesta. Finalmente logró ponerse la camiseta, aunque una enorme bolsa de aire la hinchaba a su alrededor. Molly tiró hacia abajo y caminó hacia la orilla, que, por suerte, estaba desierta.

Kevin se quedó donde estaba y observó a Molly mientras salía del agua. La visión trasera de Molly le estaba entorpeciendo a Kevin la respiración. Al parecer Molly no había caído en que las camisetas blancas son casi como el papel de fumar cuando se mojan. Primero emergió su cintura esbelta, luego unas caderas curvas, y finalmente las piernas, vigorosas y bonitas como ningunas.

Kevin tragó saliva al ver aquel culito dulce. La tela blanca de la camiseta se le adhería a la piel y parecía como si lo hubiesen salpicado con azúcar mojado.

Kevin se lamió los labios. Menos mal que el agua estaba fría como el hielo, porque verla caminando hacia la playa le había puesto caliente. Aquel culito redondo… la hendidura oscura y seductora. Y todavía no había contemplado las vistas desde delante.

Circunstancia que estaba a punto de cambiar.

Molly oyó a Kevin que chapoteaba detrás de ella. Enseguida estuvo a su lado, dando pasos de gigante en el agua. Kevin se adelantó, con los músculos de sus hombros chorreando cada vez que levantaba los brazos. Llegó a la playa y se giró para mirarla.

¿Qué debía de ser exactamente lo que le parecía tan interesante?

Molly empezó a ponerse nerviosa. Kevin movió una mano y tiró sin darse cuenta de la parte delantera de sus vaqueros empapados.

– Tal vez no es tan difícil de creer que tu madre era una corista.

Molly miró hacia abajo y chilló. Luego tiró de la camiseta para apartarla de su cuerpo y salió corriendo hacia la casita.

– ¡Eh, Molly! La vista desde detrás también es bastante interesante. Y pronto tendremos compañía.

Efectivamente, los Pearson, aunque todavía estaban lejos, se acercaban. Apenas se les veía detrás de las sillas, las bolsas y la nevera de playa.

Molly no podía contar con la colaboración de Kevin para volver a la casita, así que se dirigió hacia el bosque, separando la camiseta de su cuerpo por delante y por detrás, al tiempo que tiraba de ella para hacerla más larga.

– Si alguien te tira un pez -gritó Kevin mientras Molly se alejaba-, es porque andas como un pingüino.

– Y si alguien te pide que rebuznes, es porque te comportas como un…

– Guárdate las lindezas para más tarde, Daphne. Acaban de llegar los de la basura con el nuevo contenedor.

– Cierra la tapa después de entrar.

Molly aceleró su paso de pingüino y, sin saber muy bien cómo, logró llegar a la casita sin más tropiezos. Una vez dentro, se apretó las mejillas sonrojadas con las manos y se rió.

Pero Kevin no se reía. De pie en el espacio comunitario, mirando en dirección a la casita, sabía que no podía seguir así. Qué ironía. Era un hombre casado, pero no podía disfrutar de la principal ventaja que ofrecía el matrimonio.

La cuestión era: ¿qué pretendía hacer al respecto?

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