Capítulo diecisiete

Daphne puso en su mochila las cosas más necesarias: crema solar, un par de flotadores de color rojo piruleta de fresa, una caja de tiritas (porque Benny también iba al campamento), sus cereales crujientes favoritos, un silbato muy potente (porque Benny también iba al campamento), lápices, un libro por cada día que pasaría fuera, binoculares de ópera (porque nunca se sabe lo que puedes querer ver), una pelota de playa donde ponía FORT LAUDERDALE, el cubo y la pala de plástico, y una hoja grande de plástico de embalar con burbujas para poder reventarlas si se aburría.

Daphne va a un campamento de verano


El martes, Molly ya estaba harta de los altibajos de trabajar en Daphne va a un campamento de verano y también de intentar tener entretenido a Kevin. Aunque lo cierto es que él no había pedido que lo entretuviera. De hecho, estaba malhumorado desde aquella cena del sábado por la noche y hacía lo posible por evitarla. Incluso había tenido el valor de comportarse como si ella estuviera imponiéndole su voluntad. Había tenido que amenazarle con ir a la huelga para que aquel martes la acompañara.

Debería haberle dejado solo, pero no podía. La única forma en que podía hacerle cambiar de idea sobre la venta del campamento de Wind Lake era convencerle de que aquél ya no era el lugar aburrido de su infancia. Por desgracia, hasta entonces no había podido convencerle de nada, lo que significaba que había llegado la hora de pasar al siguiente movimiento. Resignada, se obligó a levantarse.

– ¡Mira, Kevin! ¡Ahí, en los árboles!

– ¿Qué haces, Molly? ¡Siéntate!

Molly dio un salto de emoción.

– ¿No es una curruca de Kirtland?

– ¡Estate quieta!

Sólo hizo falta otro pequeño salto para que la canoa volcara.

– ¡Mierda!

Ambos cayeron al lago.

Mientras se sumergía, Molly pensó en el beso demoledor que se habían dado tres días antes. Desde aquel día, Kevin había guardado las distancias, y las pocas veces que habían estado juntos, apenas había estado civilizado. En cuanto le había dicho que no iba a acostarse con él, había perdido el interés por ella. Si al menos…

¿Si al menos qué, boba? ¿Si al menos estuviera llamando a la puerta de tu dormitorio cada noche, suplicándote que cambiaras de idea y le dejaras entrar? Como si eso fuera a pasar.

Aunque ¿no podría al menos mostrar que la lujuria, que a ella no le había permitido pegar ojo en las tres últimas noches, también lo estaba haciendo sufrir un poco? A Molly le había afectado incluso en su escritura. ¡Aquella mañana Daphne le había dicho a su mejor amiga, Melissa la Rana, que Benny estaba particularmente sexy aquel día! Molly había tirado el cuaderno al suelo con asco.

Molly levantó el brazo por encima de su cabeza en busca de la regala de la canoa volcada y se sumergió. Emergió dentro de la burbuja de aire que se había formado bajo el casco, lo bastante grande para cobijar su cabeza. Eso de ahogarse se estaba convirtiendo en una manía.

Sabía que sería fácil recuperar la atención de Kevin. Lo único que tenía que hacer era desnudarse. Pero quería que fuera para él algo más que una aventura sexual. Quería que fuera…

Su mente se detuvo bruscamente, pero sólo por un momento. Un amigo, eso era. Justo cuando Molly había empezado a valorar su amistad él se había comenzado a comportarse de un modo arisco. No habría ninguna posibilidad de restablecer aquella relación si se acostaban juntos.

Nuevamente se obligó a sí misma a recordar que Kevin no debía de ser un gran amante. Sí, besaba de primera, y sí, estaba dormido durante su breve y funesto encuentro sexual, pero ya había observado que Kevin no era demasiado sensualista. Nunca se recreaba con la comida. No saboreaba el vino ni se tomaba un tiempo para apreciar la presentación de la comida en su plato. Comía con eficiencia y sus modales en la mesa eran impecables, pero la comida no era para él más que combustible para su cuerpo. Además, ¿cuánta energía tiene que invertir realmente un atractivo y multimillonario deportista profesional para desarrollar sus técnicas como amante? Las mujeres hacían cola para complacerle, no al revés.

Tenía que aceptarlo: el sexo que quería compartir con Kevin era el sexo de una fantasía romántica, y no estaba dispuesta a venderse el alma por eso. A pesar de las tres noches de insomnio, a pesar del calor embarazoso que le hacía flojear las rodillas en los momentos más inoportunos, no quería una aventura. Quería una relación auténtica. «Una amistad», se recordó.

Ya empezaba a imaginarse qué aspecto tendrían dos orejas de conejita chorreantes bajo una canoa volcada cuando la cabeza de Kevin emergió junto a la suya. Aunque la oscuridad que había bajo el casco no permitía distinguir cuál era la expresión de su rostro, no había duda por el tono de su voz de que estaba realmente enfadado.

– ¿Por qué sabía que te encontraría aquí?

– Me he desorientado.

– ¡Ni que lo jures, eres la persona más descoordinada que he conocido en mi vida!

Kevin la cogió bruscamente del brazo y la arrastró nuevamente hacia debajo del agua. Volvieron a salir a la superficie a la luz del sol.

Era una hermosa tarde en Wind Lake. El sol brillaba, y en el agua, transparente como un aguamarina, se reflejaba una única nube de algodón que flotaba en el cielo, y que parecía una de esas galletas de merengue que a Molly se le habían quemado por debajo. Kevin, sin embargo, parecía enojado, y no poco.

– ¿En qué demonios estabas pensando? ¡Cuando me has hecho chantaje para acompañarte al lago, me has asegurado que eras una experta en canoas!

Mientras se movía en el agua, Molly se alegró de haberse acordado de dejar las zapatillas deportivas en el embarcadero, que era más de lo que había hecho Kevin. Aunque claro, él no poseía su intuición para saber dónde acabarían.

– Y lo soy. En mi último campamento de verano era la encargada de salir a navegar con los niños de seis años.

– ¿Y queda alguno vivo?

– No sé por qué refunfuñas tanto, ¡si a ti te gusta nadar!

– ¡No cuando llevo un Rolex!

– Ya te compraré uno nuevo.

– Sí, claro. El caso es que yo ya no quería venir hoy a navegar en canoa. Tenía trabajo que hacer. Pero este fin de semana, cada vez que he intentado hacer algo, a ti te parecía que un ladrón estaba intentando entrar en la casita, o no podías concentrarte en la cocina a menos que fuéramos a saltar desde un acantilado. ¡Esta mañana me has dado la lata hasta que he jugado a la pelota con tu caniche!

– Roo tiene que hacer ejercicio -dijo Molly.

Y Kevin necesitaba a alguien con quien jugar.

No había tenido ni un momento para sentarse tranquilo en todo el fin de semana. En vez de rendirse al hechizo de Wind Lake y volver a conectarse con su patrimonio, hacía ejercicio o distraía su inquietud con un martillo y algunos clavos. Era de esperar que en cualquier momento montara en su coche y desapareciera para siempre.

La sola idea la deprimió. Ella no podía marcharse de aquel lugar, todavía no. Había algo mágico en el campamento. Las posibilidades relucían en el aire. Parecía casi encantado.

Kevin nadó hacia la popa de la canoa volcada.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora con esto?

– ¿Puedes tocar fondo?

– ¡Estamos en medio del lago! Por supuesto que no toco fondo.

Molly no hizo caso de su aspereza.

– Nuestro instructor una vez nos enseñó una técnica para poner del derecho una canoa. Se llamaba el vuelco de Capistrano, pero…

– ¿Cómo se hace?

– Tenía catorce años. No me acuerdo.

– ¿Y entonces por qué lo mencionas?

– Sólo pensaba en voz alta. Vamos, seguro que podremos apañarnos.

Al final lograron enderezar la canoa, pero su técnica, basada esencialmente en la fuerza bruta de Kevin, no pudo evitar que el casco acabara lleno de agua y parcialmente sumergido. Como no tenían nada para poder achicar el agua, tuvieron que cargar con ella hasta la orilla, y, cuando por fin la alcanzaron, Molly estaba jadeando. Sin embargo, ella nunca había sido de las que se rinden.

– ¡Mira allí, a la derecha, Kevin! ¡Es el señor Morgan! -dijo Molly sujetándose un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y señalando hacia el contable enclenque con gafas que se había sentado en una silla, en la arena.

– No vuelvas a empezar.

– De verdad, que creo que tendrías que seguirle…

– Me da igual lo que digas. ¡A mí no me parece un asesino en serie! -dijo Kevin, quitándose la camiseta empapada.

– Yo soy muy intuitiva, y él tiene una mirada sospechosa.

– Creo que te has vuelto loca -murmuró Kevin-. En serio. Y no tengo ni idea de cómo voy a explicárselo a tu hermana… la mujer que resulta ser mi jefa.

– Te preocupas demasiado.

Kevin se volvió. El verde de sus ojos echaba llamas, y Molly comprendió que había ido demasiado lejos.

– ¡Escúchame, Molly! Se han acabado los juegos y la diversión. Tengo cosas mejores que hacer que perder el tiempo de esta manera.

– Esto no es ninguna pérdida de tiempo. Es…

– ¡No voy a ser tu compinche! ¿Lo entiendes? ¿Quieres que nuestra relación no entre en el dormitorio? Vale. Estás en tu derecho. Pero no esperes que yo sea tu camarada. ¡A partir de ahora, entretente sola y mantente alejada de mí!

Kevin se marchó hecho una furia. Aunque probablemente se merecía un poco de su rabia, Molly no pudo evitar enfadarse con él.


Se suponía que el campamento de verano tenía que ser algo divertido, pero Daphne estaba triste. Desde que había volcado la canoa, Benny no le dirigía la palabra. Ya no le pedía que girasen en círculo hasta marearse. Ni siquiera se fijó en que Daphne se había pintado las uñas de las patas cada una de un color diferente, como si hubiera pisado un charco de arco iris. Ya no arrugaba la nariz y le sacaba la lengua para llamar su atención, ni eructaba fuerte. En cambio, lo había visto haciéndole muecas a Cicely, una conejita de Berlín que le regalaba conejos de chocolate y no tenía gusto para la moda.


Molly dejó a un lado su cuaderno y pasó a la sala de estar, llevándose consigo la última cajita de Di Azúcar, y vertió lo que quedaba en un gran cuenco para leche que todavía contenía los restos de pastel de azúcar del día anterior. Hacía ya cuatro días que Molly había volcado la canoa, y, desde aquel día cada mañana había encontrado una caja nueva en el mostrador de la cocina de la casita, lo que eliminaba cualquier misterio sobre dónde había pasado Kevin la noche anterior. ¡Slytherin!

Había hecho todo lo posible por mantenerse alejado de ella excepto lo que debería hacer: volver a trasladarse a la casa de huéspedes. Pero su aversión a estar cerca de Lilly era peor que su aversión a estar cerca de ella. Tampoco es que importase demasiado, ya que casi nunca estaban en la casita al mismo tiempo.

Deprimida, se puso un trozo de pastel de azúcar en la boca. Era sábado, y la casa de huéspedes se había llenado para el fin de semana. Molly entró en el vestíbulo y colocó bien el montón de folletos de la consola del salón. La oferta de empleo ya había salido publicada en el periódico, y Kevin se había pasado la mañana entrevistando a los dos mejores candidatos. Mientras, Molly les había mostrado sus habitaciones a los huéspedes y había ayudado a Troy con los nuevos alquileres de las casitas. Ya era primera hora de la tarde, y se había pasado un buen rato escribiendo: necesitaba un descanso.

Salió al porche principal y vio a Lilly de rodillas en la sombra, a un lado del patio principal, plantando las últimas nomeolvides rosas y púrpuras que había comprado para colocar en los macizos vacíos. Ni siquiera con unos guantes de jardín y arrodillada en la hierba perdía su glamour. Molly no se molestó en recordarle que era una huésped. Lo había intentado unos días antes cuando Lilly había aparecido con el maletero lleno de plantas. Lilly había contestado que le encantaba la jardinería, que la relajaba, y Molly había tenido que admitir que no se la veía tan tensa, aunque de hecho Kevin seguía sin hacerle el más mínimo caso.

Cuando Molly hubo bajado las escaleras, Mermy levantó la cabeza y pestañeó con aquellos ojazos dorados. Como Roo se había quedado dentro con Amy, la gata se levantó y caminó hasta Molly para refregarse en sus tobillos. Aunque Molly no era tan aficionada a los gatos como Kevin, Mermy era una felina encantadora, y se había establecido entre ambas una amistad a distancia. A Mermy le encantaba que la cogieran en brazos, y Molly se agachó para hacerlo.

Lilly aplastó ligeramente con la pala la tierra que había alrededor de las flores recién plantadas.

– Preferiría que no animases a Liam a seguir viniendo a desayunar todos los días.

– Me gusta. -«Y a usted también», pensó Molly.

– No sé qué le encuentras. Es grosero, arrogante y egoísta.

– Y también divertido, inteligente y muy atractivo.

– No me había fijado.

– Ya.

Lilly miró a Molly alzando su ceja de diva, pero no la intimidó. Últimamente, a veces, Lilly parecía olvidar que Molly era su enemiga. Tal vez el hecho de verla trabajando por la casa de huéspedes no acababa de encajar en la imagen que tenía la actriz de una mimada heredera del fútbol. Molly pensó en confrontarse con ella otra vez como lo había hecho junto al huerto de plantas aromáticas hacía una semana, pero no se sintió capaz de defenderse.

Todas las mañanas, Liam Jenner aparecía en la cocina para desayunar con Lilly. Mientras comían siempre discutían, aunque Molly habría jurado que lo hacían para alargar el tiempo que pasaban juntos más que por cualquier otra razón. Cuando conversaban sin discutir, lo hacían sobre temas muy diversos, desde el arte y los viajes que ambos habían realizado, hasta la naturaleza humana. Lo tenían todo en común, y era evidente que se atraían. Tan evidente como que Lilly combatía aquella atracción.

Molly se había enterado de que Lilly había ido una vez a casa de Liam y que éste había empezado a hacerle un retrato, aunque Lilly rechazaba sus repetidas peticiones para que volviera y posara para él. Molly se preguntaba qué habría pasado aquel día en la casa.

Llevó a Mermy hacia la sombra de un gran tilo, cerca de donde Lilly estaba plantando. Sólo para ser perversa, dijo:

– Seguro que desnudo debe de estar buenísimo.

– ¡Molly!

La diablura de Molly se desvaneció al ver a Kevin corriendo hacia el comedor comunitario desde la carretera. En cuanto había terminado con las entrevistas, se había puesto una camiseta y el pantalón gris de deporte y se había largado. Prácticamente no hablaba con ella, ni siquiera mientras servían juntos el desayuno. Tal como Amy se había visto obligada a hacerle notar, Kevin pasaba más tiempo hablando con Charlotte Long que con Molly.

Se había pasado toda la semana torturando a Lilly con su fría cortesía, y Lilly le había dejado marchar impune. En aquel momento, sin embargo, clavó el desplantador en el suelo y dijo con decisión:

– ¿Sabes, Molly? Se me acaba de agotar la paciencia con tu marido.

Ya eran dos.

Kevin redujo la velocidad para detenerse, inclinó la cabeza y apoyó las palmas de sus manos en la parte más estrecha de la espalda. Mermy le vio y se movió entre los brazos de Molly, que miró a la gata con resentimiento. Estaba celosa. Celosa del afecto de Kevin por una gata. Recordó cómo la acariciaba, hundiendo en el pelaje de Mermy aquellos dedos largos… Recorriendo toda la espalda… A Molly se le puso la carne de gallina.

¡Se dio cuenta de que estaba total y ciegamente furiosa con Kevin! No le gustaba nada que se hubiera pasado toda la mañana entrevistando a extraños para que se hicieran cargo del campamento. ¿Y qué derecho tenía él para comportarse como si tuvieran una auténtica amistad y luego despreciarla porque no había querido acostarse con él? Podía fingir que estaba enfadado por el incidente de la canoa, pero ambos sabían que era mentira.

Impulsivamente, se volvió y dejó a la gata junto al tronco del tilo bajo el que se encontraban. Una ardilla se movió inquieta en las ramas del árbol. Mermy dio un latigazo con la cola y se puso a trepar.

Lilly percibió la reacción de Molly por el rabillo del ojo y se volvió.

– ¿Se puede saber qué…?

– ¡No es usted la única que está perdiendo la paciencia!-dijo Molly mirando hacia arriba para ver cómo trepaba Mermy. Luego llamó a Kevin. Kevin miró hacia allí.

– ¡Necesitamos tu ayuda! ¡Es Mermy!

Kevin aceleró el paso hacia ellas.

– ¿Qué le pasa?

Molly señaló hacia el tilo: Mermy se había encaramado a una rama a bastante altura del suelo y maullaba disgustada al haber perdido de vista a la ardilla.

– Está atrapada en el tilo y no la podemos bajar. La pobre está muerta de miedo.

Lilly puso los ojos en blanco, pero no dijo nada. Kevin miró arriba hacia el árbol.

– Vamos, bonita. Baja aquí conmigo -dijo extendiendo los brazos-. Ven aquí.

– Llevamos horas con este método -dijo mirando su sudadera empapada y el pantalón de correr. Los pelos de sus piernas desnudas estaban enmarañados. ¿Cómo podía estar, aun así, tan atractivo?-. Me temo que tendrás que trepar. -Molly calló un segundo y añadió-: A menos que quieras que lo haga yo.

– Por supuesto que no -dijo agarrándose a una de las ramas más bajas e iniciando la ascensión.

A Molly le costaba contener la risa.

– Te vas a dejar las piernas hechas trizas.

Kevin siguió trepando.

– Si resbalas, podrías romperte el brazo pasador. Podría ser el final de tu carrera.

Kevin ya desaparecía entre las ramas, y Molly alzó la voz.

– ¡Baja, por favor! ¡Es demasiado peligroso!

– ¡Armas más jaleo tú que la gata! -exclamó él.

– Iré a buscar a Troy -dijo Molly.

– Qué gran idea. La última vez que le he visto estaba en el embarcadero. Y tómate tu tiempo.

– ¿Crees que habrá serpientes arborícolas ahí arriba?

– No lo sé, pero seguro que puedes encontrar alguna en el bosque. Puedes ir a ver. -La rama crujió-. Ven aquí, Mermy. Aquí, bonita.

La rama que sostenía a la gata era bastante gruesa, pero Kevin era un hombre corpulento. ¿Y si la rama se rompía y Kevin se lesionaba? Por primera vez, el aviso de Molly fue genuino.

– No subas a esa rama, Kevin, pesas demasiado.

– ¿Te quieres callar?

Molly contuvo la respiración mientras Kevin apoyaba su pierna sobre la rama a unos dos metros de donde estaba sentada Mermy. Kevin se inclinó hacia delante mientras le susurraba a la gata. Casi había llegado a ella cuando Mermy movió la nariz en el aire, saltó ágilmente a una rama más baja y emprendió el camino de bajada del tilo.

Molly contempló con fastidio el descenso de la gata que, una vez en el suelo, salió disparada hacia su dueña. Lilly la recogió rápidamente y le lanzó a Molly una mirada inequívoca. Sin embargo, no le dijo nada a Kevin, que ya bajaba del árbol.

– ¿Cuánto tiempo dices que llevaba ahí arriba? -preguntó al saltar al suelo.

– Bueno, es difícil llevar la cuenta del tiempo cuando estás aterrorizada.

Kevin estudió a Molly con suspicacia, y luego se agachó para examinar un feo rasguño que se había hecho en la parte interior de la pantorrilla.

– Tengo pomada en la cocina -dijo Molly.

Lilly dio un paso adelante.

– Iré a por ella.

– No me hagas ningún favor -espetó Kevin.

Lilly apretó los dientes.

– Mira, empiezo a estar totalmente harta de tu actitud. Y estoy cansada de esperar el momento propicio. Tú y yo vamos a hablar ahora -dijo dejando a la gata en el suelo.

Kevin se quedó desconcertado. Se había ido acostumbrando a que ella no le presionara y parecía no saber qué responder.

Lilly señaló con el índice un lateral de la casa.

– Ya hemos pospuesto esta cuestión durante demasiado tiempo. ¡Sígueme! A menos que no tengas pelotas.

Lilly le había puesto una bandera roja delante de la cara, y Kevin respondió de inmediato.

– Ya veremos quién tiene pelotas -gruñó.

Lilly salió a la carga hacia el bosque.

Molly quiso aplaudir, pero se alegró de no haberlo hecho porque Lilly se volvió para mirarla.

– ¡No toques a mi gata!

– Sí, señora.

Lilly y Kevin se alejaron juntos.


Lilly oyó el crujir de los pasos de Kevin sobre la pinaza seca que cubría el camino. Al menos la estaba siguiendo. Tres décadas de culpa empezaron a calmar el mal humor que le había dado el valor de forzar por fin aquella confrontación. Estaba tan harta de aquella culpa. Lo único que había hecho era paralizarla, y ya no podía seguir soportándolo. Liam la atormentaba apareciendo todas las mañanas para tomarse con ella un desayuno que a Lilly nunca le apetecía, pero que al parecer era incapaz de rechazar. Molly tal vez no encajaba en la casilla que Lilly le había asignado y Kevin la miraba como si fuera su peor enemigo. Era demasiado.

Más adelante, a lo lejos, los árboles daban paso al lago. Lilly caminó hacia allí, desafiándole en silencio a no seguirla. Cuando ya no pudo soportarlo más, se volvió para mirarle a la cara, sin saber hasta que empezó a hablar qué iba a decirle.

– ¡No me disculparé por haberte abandonado!

– ¿Por qué no me sorprende?

– Búrlate cuanto quieras, pero ¿no te has preguntado nunca dónde estarías si me hubiera quedado contigo? ¿Qué posibilidades crees que hubieras tenido viviendo en un apartamento infestado de cucarachas con una adolescente inmadura que tenía grandes sueños pero ninguna idea de cómo hacerlos realidad?

-Ninguna en absoluto -respondió glacialmente-. Hiciste bien.

– Por supuesto. Me aseguré de que tuvieras unos padres que te adoraron desde el día en que naciste y vivieras en una bonita casa, con comida abundante y un patio donde jugar.

Kevin miró hacia el lago, con cara de aburrimiento.

– Eso no lo discuto. ¿Has acabado ya con esto? Es que tengo cosas que hacer.

– ¿No lo entiendes? ¡No podía venir a verte!

– Eso no importa.

Lilly se acercó un poco a Kevin, pero se detuvo.

– Sí que importa. Y sé que por eso me odias tanto. No porque te abandonara, sino porque nunca respondí a las cartas en las que me suplicabas que viniera a verte.

– Apenas lo recuerdo. Tenía… ¿qué? ¿Seis años? ¿Crees que algo así todavía me preocupa? -Su aire de indiferencia estudiada adquirió un tono cortante-. No te odio, Lilly. No me importas tanto.

– Todavía conservo aquellas cartas. Todas y cada una de las cartas que me escribiste. Y están empapadas de lágrimas, muchas más de las que te puedes imaginar.

– Me rompes el corazón.

– ¿No lo comprendes? No había nada que hubiera deseado más, pero no lo tenía permitido.

– Esto tendrás que explicármelo.

Por fin había logrado su atención. Kevin se acercó y separó junto a la base de un viejo roble nudoso.

– No tenías seis años. Las cartas empezaron cuando tenías siete. La primera estaba escrita en letras mayúsculas en un papel cuadriculado amarillo. Todavía la tengo.

La había leído tantas veces que el papel había perdido por completo apresto.


Querida tía Lilly,


Ya sé que eres mi mamá de verdad y te quiero mucho. Podrías venir a verme. Tengo un gato. Se llama Spike.

También tiene siete años.

Un beso

KEVIN

No le cuentes a mamá que te he escrito esta carta. Podría llorar.


– Me escribiste dieciocho cartas en cuatro años.

– No lo recuerdo demasiado.

Lilly se arriesgó a dar algunos pasos hacia él.

– Maida y yo habíamos llegado a un acuerdo.

– ¿Qué tipo de acuerdo?

No te di a tus padres por las buenas, no creas. Lo hablamos todo a fondo. Y yo hice largas listas. -Lilly se dio cuenta de que tenía los puños cerrados, y dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo-. Tuvieron que prometerme que no te azotarían nunca, aunque tampoco es que lo hubieran hecho. Les dije que no criticaran tu música cuando fueras adolescente, y tenían que dejarte llevar el pelo como quisieses. Ten en cuenta que yo acababa de cumplir los dieciocho dijo con una sonrisa triste-. Incluso intenté convencerles para que te compraran un descapotable rojo cuando cumplieras los dieciséis, aunque sabiamente se negaron.

Por primera vez, Kevin le devolvió la sonrisa. Fue un pequeño movimiento, un gesto casi imperceptible de la comisura de sus labios, pero al menos estaba allí.

Lilly pestañeó, decidida a terminar su relato sin derramar una lágrima.

– Hubo una cosa en la que no cedí, sin embargo. Les hice prometer que te dejarían siempre perseguir tus sueños, aunque éstos no fueran los mismos que tenían ellos para ti.

Kevin aguzó los oídos olvidándose por completo de fingir indiferencia.

– A ellos no les hacía ninguna gracia dejarte jugar al fútbol. Les aterrorizaba que pudieras lastimarte. Pero les hice cumplir la promesa y nunca intentaron impedírtelo. -Lilly ya no podía mirarle a los ojos-. Sólo tenía que darles una única cosa a cambio…


Lilly oyó que Kevin se acercaba, y levantó la vista. Kevin avanzaba hacia ella por una estrecha franja de sol.

– ¿Cuál era?

Lilly notó en su voz que ya se lo imaginaba.

– Tuve que prometer que no iría nunca a verte. -Lilly no se atrevía a mirarle, y se mordió el labio-. Entonces no existía la adopción abierta, o si existía, yo no sabía nada de la cuestión. Ellos me hablaron de lo confundidos que pueden estar los niños, y yo les creí. Ellos aceptaron que te contarían quién era tu madre biológica en cuanto fueras lo bastante mayor como para comprenderlo, y me enviaron cientos de fotografías tuyas a lo largo de los años, pero yo no podía visitarte. Mientras Maida y John estuvieran vivos, tú tenías que tener sólo una madre.

– Una vez rompiste la promesa -dijo casi sin despegar los labios-. Cuando yo tenía dieciséis años.

– Fue un accidente -dijo Lilly caminando hacia un canto rodado que sobresalía en el suelo de arena-. Cuando empezaste a jugar al fútbol en el instituto, entendí que por fin tenía la oportunidad de verte sin romper mi promesa. Empecé a volar a Grand Rapids los viernes para ver los partidos. Me quitaba el maquillaje, me echaba una bufanda vieja sobre la cara y me ponía ropa vulgar para que nadie me reconociera. Luego me sentaba en la tribuna para los seguidores visitantes. Tenía unos binoculares con los que te seguía durante todo el partido. Vivía esperando los momentos en que te quitabas el casco. Nunca podrás imaginar cómo llegué a odiar aquel casco.

El día era caluroso, pero Lilly sintió frío y se frotó los brazos.

– Todo fue bien hasta que entraste en el equipo juvenil. Era el último partido de la temporada, y sabía que pasaría casi un año antes de volver a verte. Me convencí a mí misma de que no haría ningún daño a nadie si pasaba con el coche por delante de tu casa.

– Yo estaba cortando el césped en el patio.

Lilly asintió con la cabeza.

– Era uno de esos días de veranillo de San Martín, y tú estabas sudoroso, igual que ahora. Yo estaba tan distraída mirándote que no vi el coche de tu vecino aparcado en la calle.

– Le rayaste todo el lateral.

– Y tú saliste corriendo a ayudar. Cuando te diste cuenta quién era yo, me miraste como si me odiaras.

– No me podía creer que fueras tú.

– Como Maida nunca me lo echó en cara, supe que no habías contado nada.


Lilly intentó leer su expresión, pero Kevin no demostraba ninguna emoción. Kevin apartó una rama caída con la tinta de su zapatilla.

– Mamá murió hace más de un año. ¿Por qué has esperaste hasta ahora para contármelo?

Lilly le miró y sacudió la cabeza.

– ¿Cuántas veces te he llamado para intentar hablar contigo? Tú me rechazaste, Kevin. Todas las veces.

Kevin la miró.

– Deberían haberme contado que no te dejaban visitarme.

– ¿Se lo preguntaste alguna vez?

Kevin se encogió de hombros y Lilly supo que no lo había hecho.

– Creo que John hubiera querido contarte algo, pero Maida no lo habría permitido jamás. Lo hablamos muchas veces por teléfono. Tienes que recordar que ella era mayor que las madres de tus amigos, y sabía sobradamente que no era una de esas mamás divertidas que todos los niños desean. Eso la hacía sentir insegura. Además, tú eras un niño testarudo. ¿Crees que no le habrías dado importancia y habrías seguido tranquilamente con tus cosas si hubieras sabido lo mucho que deseaba verte?

– Habría subido al primer autobús hacia Los Ángeles -respondió tajantemente.

– Y eso le habría roto el corazón a Maida.

Lilly esperó, deseando que Kevin se acercara a ella. Imaginó, como tantas otras veces, que él dejaría que lo abrazase y todos aquellos años perdidos se desvanecerían. Pero Kevin se limitó a recoger una piña del suelo.

– Teníamos una tele en el sótano -empezó a decir-. Todas las semanas bajaba a ver tu programa. Siempre bajaba el volumen, aunque ellos sabían qué estaba haciendo. Nunca dijeron una sola palabra sobre el asunto.

– Ya lo supongo.

Kevin pasó el dedo por la piña. Su hostilidad había desaparecido, aunque no su tensión, y Lilly supo que la reunión que había soñado no iba a producirse.

– ¿Y ahora qué se supone que debo hacer? -preguntó él.

El hecho de que tuviera que plantear la pregunta indicaba que Kevin todavía no estaba preparado para darle nada. Lilly no podía tocarle, no podía decirle que lo había querido desde el momento de su nacimiento ni tampoco que nunca había dejado de quererle.

– Supongo que eso depende de ti -dijo únicamente.

Kevin asintió lentamente con la cabeza, y luego soltó la piña.

– Ahora que ya me lo has contado, ¿te marcharás?

Ni su expresión ni el tono de su voz le dieron a Lilly ninguna pista sobre cuál quería Kevin que fuera la respuesta, y ella no iba a preguntárselo.

– Quiero acabar de plantar las flores que compré. Unos cuantos días más.

Era una excusa poco convincente, pero Kevin asintió y se dirigió hacia el camino.

– Tengo que ducharme.

Kevin no le había ordenado que se marchara. Tampoco le había dicho que eso llegaba demasiado tarde. Lilly decidió que ya era suficiente por el momento.


Kevin encontró a Molly encaramada en su lugar favorito, el columpio del porche de atrás de la casita, con un cuaderno en el regazo. Le dolía demasiado pensar en las demoledoras revelaciones de Lilly, así que se quedó en pie en la puerta observando a Molly, que no debía de haberle oído llegar porque no alzó la mirada. Por otra parte, Kevin se había estado comportando como un cretino, y cabía la posibilidad de que le ignorase aunque ¿cómo se suponía que tenía que actuar si Molly no había dejado de tramar aventuras estrafalarias sin tener ni la más mínima idea de lo mucho que a él le afectaba estar cerca de ella?

¿Acaso pensaba que era fácil verla chapotear con aquel minuto traje de baño negro que le había tenido que comprar para sustituir el biquini rojo? ¿Es que Molly no había mirado nunca hacia abajo para observar qué les ocurría a sus pechos cuando tenía frío? El diseño del bañador dejaba tanto al descubierto que era prácticamente una súplica para que deslizara los dedos por debajo y tomara en sus manos aquellas pequeñas nalgas redondas. ¡Y aún tenía el valor de estar enfadada con porque la ignoraba! ¿Es que no comprendía que no podía ignorarla?

Kevin quería dejar a un lado el cuaderno en el que escribía Molly, cogerla en brazos y llevarla directamente al dormitorio, pero en vez de eso se fue directo al baño y llenó la bañera con agua muy fría sin dejar de soltar tacos por la falta de una ducha. Se lavó rápidamente y se puso ropa limpia. Kevin no había parado en toda la semana, pero no le había servido para nada. A pesar de la carpintería y la pintura, a pesar de la gimnasia diaria y de haber añadido kilómetros a sus carreras, la deseaba más que nunca. Ni siquiera las filmaciones de partidos que había empezado a mirar en la tele del despacho lograban mantener su atención. Debería haber regresado a la casa de huéspedes, pero Lilly estaba allí.

Sintió que lo atravesaba una punzada de dolor. No podía pensar en ella, no allí. Tal vez conduciría hasta el pueblo para entrenarse en el diminuto gimnasio que había junto a la posada.

Pero no, se encontró saliendo al porche al tiempo que se evaporaban todas sus promesas de mantenerse apartado de Molly. Al cruzar la puerta, vio claro que estaba en el único lugar donde podía estar en aquel momento: en presencia de la única persona que tal vez comprendería su confusión por lo que acababa de sucederle.

Molly alzó la vista y lo miró con aquellos ojos llenos de generosa preocupación que mostraba siempre que creía que alguien podía tener un problema. Kevin no vio en ellos el más mínimo destello de reproche por haber estado de tan mal humor, aunque sabía que tarde o temprano ella lo pondría en su lugar.

– ¿Va todo bien?

Kevin se encogió de hombros, sin dejar ver gran cosa.

– Hemos hablado.

Pero a ella no le impresionó aquella actuación de tipo duro.

– ¿Te has comportado con tu repugnante egoísmo habitual?

– La he escuchado, si te refieres a eso.

Kevin sabía exactamente a qué se refería, pero quería que ella le arrancase la historia. Tal vez porque no sabía qué descubriría ella cuando lo hiciese.

Molly esperó.

Kevin anduvo hacia el biombo. La planta que Molly había colgado de un gancho le acarició el hombro.

– Me ha estado contando cosas… No sé… No eran exactamente como yo pensaba.

– ¿Y cómo eran? -preguntó Molly.

Kevin se lo explicó todo. Excepto lo confundidos que estaban sus sentimientos. Sólo los hechos. Cuando Kevin terminó, Molly asintió lentamente con la cabeza.

– Ya veo.

Ojalá también lo viera él.

– Ahora tienes que acostumbrarte a saber que lo que creías sobre ella no era verdad.

– Creo que ella quiere… -dijo metiéndose las manos en los bolsillos-. Quiere algo de mí. Pero no puedo… -Kevin se volvió hacia ella-. ¿Se supone que tengo que sentir de golpe cariño por ella? ¡Porque no lo siento!

Molly parpadeó con un gesto casi de dolor, y tardó un buen rato en responder.

– Dudo que espere eso ahora mismo. Tal vez podrías empezar simplemente por conocerla. Lilly hace colchas, y es una artista fabulosa. Aunque no quiera reconocerlo.

– Ya.

Kevin se sacó las manos de los bolsillos e hizo exactamente lo que había intentado evitar desde el viernes anterior.

– Si no hago algo me volveré loco. Conozco un lugar a unos treinta kilómetros. Salgamos de aquí.

Kevin enseguida vio que Molly iba a negarse, pero no culpo. Aunque tampoco podía quedarse solo, así que cogió el cuaderno de su regazo y tiró de Molly para levantarla.

– Te gustará.

Una hora después, sobrevolaban el río Au Sable en un pequeño planeador de fabricación alemana.

Загрузка...