Daphne la Conejita estaba admirando su reluciente esmalte violeta de uñas cuando Benny el Tejón pasó zumbando montado en su bicicleta de montaña roja y la hizo caer de cuatro patas.
– ¡Maldito tejón fastidioso! -exclamó-.Alguien tendría que desinflarte las ruedas.
Daphne se cae de bruces
El día que Kevin Tucker estuvo a punto de matarla, Molly Somerville renunció para siempre al amor no correspondido.
Estaba esquivando las placas de hielo del aparcamiento de las oficinas de los Chicago Stars cuando Kevin salió rugiendo de la nada en su novísimo Ferrari 355 Spider de color rojo valorado en 140.000 dólares. El coche, envuelto en el sonido chirriante de los frenos y el rugido del motor, dobló la esquina salpicando fango. Mientras intentaba esquivarlo, Molly perdió el equilibrio, topó con el guardabarros del Lexus de su cuñado y cayó entre una nube de gases del tubo de escape.
Kevin Tucker ni siquiera redujo la velocidad.
Molly se quedó mirando cómo se alejaban las luces traseras, apretó los dientes y se puso en pie. Una de las perneras de sus carísimo pantalones Comme des Garlons se había manchado de nieve sucia y barro, su bolso Prada estaba hecho un asco y una de sus botas italianas tenía un arañazo.
– ¡Maldito futbolista fastidioso! -murmuró entre dientes-. Alguien tendría que desinflarte las pelotas.
¡Él ni siquiera la había visto, y por descontado no se había fijado en que había estado a punto de matarla! Aunque, por supuesto, eso no era ninguna novedad. Kevin Tucker no se había fijado en ella desde que empezó a jugar en el equipo de fútbol de los Chicago Stars.
Daphne se sacudió el polvo de la pelusa de su colita de algodón, se limpió el fango de sus brillantes escarpines azules y decidió comprarse el par de patines más rápidos del mundo. Tan rápidos como para poder atrapar a Benny y su bicicleta de montaña…
Molly contempló durante unos pocos segundos la posibilidad de perseguir a Kevin en el Volkswagen Escarabajo de color chartreuse que se había comprado tras vender su mercedes, pero ni siquiera su fértil imaginación podía conjurar una conclusión satisfactoria para aquella escena. Mientras se dirigía a la entrada principal de las oficinas de los Stars, sacudió la cabeza avergonzada de sí misma. Ese tipo era atolondrado y superficial, y sólo le importaba el fútbol. Punto: se habían acabado los amores no correspondidos.
No es que fuera realmente amor lo que sentía por aquel patán. Más bien se trataba de un patético encaprichamiento, cosa que podría ser excusable a los dieciséis años, pero que resultaba ridícula en una mujer de veintisiete años con prácticamente el coeficiente intelectual de un genio.
Vaya genio.
Una ráfaga de aire caliente la envolvió mientras se disponía a cruzar la serie de puertas de cristal que, decoradas con el escudo del equipo, consistente en tres estrellas doradas superpuestas sobre un óvalo azul celeste, conducían al vestíbulo. Molly ya no pasaba en las oficinas de los Chicago Stars tanto tiempo como lo había hecho cuando todavía iba al instituto. Incluso entonces se sentía como una extraña. Era una romántica empedernida, y realmente prefería leer una buena novela o perderse en un museo que ver deportes de contacto. Naturalmente era una acérrima aficionada de los Stars, pero su lealtad era más producto de su entorno familiar que de una inclinación natural. El sudor, la sangre y el choque violento de hombreras eran algo tan extraño para su naturaleza como… bueno… como Kevin Tucker.
– ¡Tía Molly!
– ¡Te estábamos esperando!
– ¡No te imaginarías nunca lo que ha ocurrido!
Molly sonrió mientras sus hermosas sobrinas de once años entraban corriendo en el vestíbulo, con sus rubias melenas al viento.
Tess y Julie parecían versiones en miniatura de su madre, Phoebe, la hermana mayor de Molly. Las niñas eran mellizas idénticas, aunque Tess llevaba unos vaqueros y una camiseta holgada de los Stars, y Julie iba enfundada en unos estrechos pantalones negros y un jersey rosa. Ambas eran atléticas, pero a Julie le encantaba el ballet y Tess triunfaba con los deportes en equipo. Gracias a su naturaleza alegre y optimista, las mellizas Calebow eran muy populares entre sus compañeros de clase; sus padres, en cambio, vivían con el corazón en un puño, ya que ninguna de las dos niñas rechazaba jamás un desafío.
Las niñas se detuvieron de pronto soltando un chillido. Fuera lo que fuera lo que querían contarle a su tía Molly, se les fue de la cabeza en cuanto vieron su pelo.
– ¡Dios mío, es rojo!
– ¡Rojísimo!
– ¡Es genial! ¿Por qué no nos lo habías dicho?
– Fue una especie de impulso -contestó Molly.
– ¡Yo también me teñiré el pelo así! -anunció Julie.
– No es una gran idea -dijo Molly enseguida-. Bueno, ¿qué era eso que ibais a decirme?
– Papá está como loco -declaró Tess con los ojos muy abiertos.
Julie abrió los ojos aún más.
– El tío Ron y él han vuelto a discutir con Kevin. Aunque minutos antes le había dado la espalda para siempre al amor no correspondido, Molly aguzó los oídos.
– ¿Qué ha hecho Kevin? Además de estar a punto de atropellarme, claro.
– ¿Eso ha hecho?
– No importa. Contadme. Julie tomó aire.
– Se fue a Denver a saltar en caída libre antes del partido contra los Broncos.
– Dios mío… -dijo Molly con el corazón encogido.
– ¡Papá acaba de enterarse y le ha multado con diez mil dólares!
– Vaya.
Que Molly supiera, era la primera vez que multaban a Kevin. Las temeridades impropias del quarterback habían empezado antes del inicio de la pretemporada, en julio, cuando se había aventurado a participar en una carrera de motocross para aficionados y había acabado con un esguince de muñeca. Era impropio de él hacer nada que pudiera poner en peligro su rendimiento en el campo, así que todo el mundo se había mostrado comprensivo, especialmente Dan, que consideraba a Kevin un consumado profesional.
La actitud de Dan, sin embargo, había empezado a cambiar cuando le habían llegado rumores de que durante la temporada regular Kevin había estado practicando el parapente en Monument Valley. Poco después de eso, el futbolista se había comprado el potentísimo Ferrari Spider que había hecho caer a Molly en el aparcamiento. Al siguiente mes, el Sun-Times había informado de que Kevin había salido de Chicago, tras la charla del lunes posterior al partido, para volar hasta Idaho a practicar el esquí acuático con parapente en Sun Valley. Como Kevin no había sufrido ningún daño, Dan sólo le había advertido. Pero era evidente que el reciente incidente con el salto en caída libre había colmado el vaso de la paciencia de su cuñado.
– Papá se pasa el día gritando, pero nunca le había oído gritarle a Kevin hasta hoy -informó Tess-. Y Kevin le ha contestado gritando. Le ha dicho que ya sabía lo que se hacía y que no se había lesionado y que papá no tenía por qué meterse en su vida privada.
Molly hizo una mueca de dolor.
– Seguro que eso no le ha gustado a tu padre.
– Entonces sí que ha gritado -dijo Julie-. El tío Ron ha intentado calmarles, pero ha entrado el entrenador y también se ha puesto a gritar.
Molly sabía que su hermana Phoebe sentía aversión por los gritos.
– ¿Qué ha hecho tu madre?
– Se ha encerrado en su despacho a escuchar a Alanis Morissette.
Probablemente había sido una buena idea.
Las interrumpió el martilleo de unas zapatillas deportivas: el sobrino de cinco años, Andrew, acababa de doblar la esquina al galope, casi como el Ferrari de Kevin.
– ¡Tía Molly! ¿Sabes qué? -dijo abrazándose a sus rodillas-. Todo el mundo gritaba y me duelen las orejas.
Como Andrew había sido bendecido no sólo con la buena presencia de su padre, sino también con la voz retumbante de Dan Calebow, Molly tuvo serias dudas acerca de la afirmación de su sobrino. Aun así, le acarició la cabeza.
– Pobrecito…
Él la miró con ojos afligidos.
– Y Kevin estaba taaaaan enfadado con papá, el tío Ron y el entrenador, que ha dicho una palabrota.
– Pues no debería haberlo hecho.
– ¡Dos veces!
– Santo cielo… -dijo Molly, reprimiendo una sonrisa. Los niños Calebow pasaban tanto tiempo en las oficinas de un equipo de la NFL, la Liga Nacional de Fútbol, que, aunque las normas de la familia eran claras, acababan escuchando más obscenidades de la cuenta. Un lenguaje inadecuado en el hogar de los Calebow conllevaba multas muy severas, aunque no tanto como los diez mil dólares de Kevin.
Molly no podía entenderlo. Una de las cosas que más detestaba de su encaprichamiento -su ex encaprichamiento- por Kevin era el hecho de que se tratara de Kevin, el hombre más superficial del planeta. Lo único que le importaba era el fútbol. El fútbol y una interminable retahíla de modelos internacionales de rostro inexpresivo. ¿Dónde las conocía? ¿En la web sin personalidad.com?
– Hola, tía Molly.
Al contrario que sus hermanos, Hannah, de ocho años, se acercó a Molly pausadamente, sin correr. Aunque Molly amaba a los cuatro niños por igual, había en su corazón un lugar especial para esa vulnerable hija mediana que no tenía ni la capacidad atlética de sus hermanas ni su infinita autoestima. Al contrario, era una romántica soñadora, una devoradora de libros excesivamente sensible e imaginativa, con un gran talento para el dibujo, igual que su tía.
– Me gusta tu peinado.
– Gracias.
Sus perspicaces ojos grises observaron lo que sus hermanas no habían notado: las manchas de barro en los pantalones de Molly.
– ¿Qué te ha pasado?
– He resbalado en el aparcamiento. Nada grave. Hannah se mordisqueó el labio inferior.
– ¿Ya te han contado lo de la discusión entre Kevin y papá?
Se la veía triste, y Molly podía imaginarse muy bien por qué. Kevin visitaba la casa de los Calebow de vez en cuando, y, como su atolondrada tía, la niña de ocho años se había encaprichado con él. Pero, a diferencia de Molly, el amor que sentía Hanna era puro.
Como Andrew seguía abrazado a sus rodillas, Molly le tendió un brazo a su sobrina, y Hannah se apresuró a acurrucarse junto a ella.
– La gente tiene que atenerse a las consecuencias de sus actos, cariño, y eso incluye a Kevin.
– ¿Qué crees que hará? -susurró Hannah.
Molly estaba bastante segura de que se consolaría en brazos de alguna modelo con un escaso dominio del inglés y un profuso dominio de las artes eróticas.
– Estoy segura de que estará bien en cuanto se le pase el enfado.
– Tengo miedo de que haga alguna tontería.
Molly apartó delicadamente del rostro de Hannah un mechón de sus cabellos castaños y preguntó:
– ¿Como hacer esquí acuático con parapente el día antes del partido contra los Broncos?
– No debió de pensarlo.
Molly dudó que el minúsculo cerebro de Kevin tuviera la capacidad para pensar en algo que no fuera el fútbol, pero no compartió esa observación con Hannah.
– Tengo que hablar un momento con tu mamá; luego tú y yo podremos irnos.
– Después de Hannah me toca a mí -recordó Andrew tras soltarle finalmente las piernas.
– No lo he olvidado.
Los niños se turnaban para pasar la noche en el pequeño piso que Molly tenía en la costa norte. Normalmente se quedaban con ella los fines de semana y no un martes por la noche, pero los profesores celebraban al día siguiente un día de formación interna y Molly consideró que Hannah necesitaba una atención especial.
– Coge tu mochila. No tardaré.
Molly dejó a los niños atrás y avanzó por un pasillo lleno de fotografías que marcaban la historia de los Chicago Stars. En primer lugar estaba el retrato de su padre, y vio que su hermana había repasado los cuernos negros que le había pintado hacía años sobre la cabeza. Bert Somerville, el fundador de los Chicago Stars, llevaba años muerto, pero su crueldad todavía sobrevivía en los recuerdos de sus dos hijas.
A continuación venía un retrato formal de Phoebe Somerville Calebow, actual propietaria de los Stars, y luego una fotografía de su marido, Dan Calebow, en sus tiempos de primer entrenador, mucho antes de convertirse en el presidente del equipo. Molly le dedicó una sonrisa afectuosa a su temperamental cuñado. Dan y Phoebe la habían criado desde que tenía quince años, e incluso en su peor momento habían sido mejores padres que Bert Somerville en su día más afortunado.
También había una foto de Ron McDermitt, director general de los Stars desde hacía tiempo, y tío Ron para los niños. Phoebe, Dan y Ron se esforzaban mucho por conciliar el absorbente trabajo de dirigir un equipo de la NFL con la vida familiar. A lo largo de los años, la cuestión había implicado varias reorganizaciones, una de las cuales había llevado a Dan de regreso a los Stars tras haber permanecido una temporada alejado del equipo.
Molly hizo una parada rápida en el aseo. Mientras plegaba su abrigo sobre la pila, le dio un vistazo crítico a su pelo. Aunque el pelo corto ligeramente desigual le hacía resaltar más los ojos, no había acabado de quedar satisfecha con el cambio, de modo que decidió cambiar el tono castaño oscuro natural de su pelo por un rojo particularmente chillón. Parecía un cardenal.
Al menos, el color del pelo le daba un cierto brillo a sus rasgos más bien corrientes. No es que estuviera contenta de su aspecto. Tenía una nariz que estaba bien y una boca que no estaba mal. Su cuerpo, ni demasiado delgado ni demasiado gordo, estaba sano y era funcional, cosa que agradecía. Una mirada a sus pechos confirmó algo que había aceptado hacía mucho tiempo: para ser hija de una corista, no daba la talla.
Sus ojos, en cambio, eran bonitos, ligeramente rasgados, y le gustaba creer que ese sesgo le daba a su rostro un aire misterioso. Cuando era niña, solía cubrirse la mitad inferior de la cara con una enagua, a modo de velo, y fingía ser una hermosa espía árabe.
Con un suspiro, se frotó los restos de barro de sus viejos pantalones Comme des Garcons y luego cepilló su querido aunque estropeado bolso Prada. Después de hacer todo lo que pudo, cogió el abrigo marrón acolchado que se había comprado en Target y se dirigió al despacho de su hermana.
Era la primera semana de diciembre, y parte del personal había empezado a colocar los adornos navideños. En la puerta de su despacho, Phoebe había colgado un dibujo que Molly había hecho de pequeña: era Santa Claus vestido con el uniforme de los Stars. Molly asomó la cabeza por la puerta.
– Ya está aquí la tía Molly.
Los brazaletes de oro retintinearon cuando su despampanante y rubia hermana mayor dejó caer el bolígrafo.
– Gracias a Dios. Un poco de cordura, eso es justamente lo que nece… ¡Cielo santo! ¿Qué te has hecho en el pelo?
Phoebe, con su sedoso cabello rubio claro, sus ojos ámbar y un tipazo de muerte, tenía el mismo aspecto que hubiera tenido Marilyn Monroe si hubiera llegado a los cuarenta, aunque a Molly le costaba imaginarse a Marilyn con una mancha de mermelada de uva en la blusa de seda. Hiciera lo que hiciera, Molly no sería nunca tan guapa como su hermana, aunque no le importaba. Poca gente sabía los malos ratos que aquel cuerpo exuberante y su belleza de vampiresa le habían hecho pasar a Phoebe de más joven.
– No, Molly… otra vez no.
Al ver la consternación en la mirada de su hermana, Molly lamentó no haberse puesto un sombrero.
– Tranquilízate, ¿quieres? No va a pasar nada.
– ¿Cómo voy a tranquilizarme? Cada vez que te haces algo drástico en el pelo, tenemos otro incidente.
– Ya hace tiempo que dejé atrás los incidentes -suspiró Molly-. Esto ha sido simplemente cosmético.
– No te creo. Estás a punto de cometer otra locura, ¿verdad?
– ¡No! -respondió Molly, pensando que si lo repetía frecuentemente tal vez lograría convencerse a sí misma.
– Sólo tenías diez años -murmuró Phoebe entre dientes-. Eras la niña más brillante y modosita del internado. Entonces, sin saberse por qué, te cortaste el flequillo y tiraste una bomba fétida en el comedor.
– Aquello sólo fue un experimento de química de una niña dotada.
– Trece años. Tranquila. Estudiosa. Sin ningún paso en falso desde el incidente de la bomba fétida. Hasta que empezaste a ponerte polvos de gelatina de uva en el pelo. Y, abracadabra, ¡cambio! Empaquetas los trofeos del instituto de Bert, llamas a una empresa de basureros y haces que se los lleven.
– Eso te gustó cuando te lo conté. Admítelo.
Pero Phoebe estaba disparada, y no iba a admitir nada.
– Pasan cuatro años. Cuatro años de comportamiento modélico y grandes logros escolares. Dan y yo te hemos acogido en nuestra casa y en nuestros corazones. Eres alumna del último año, casi a punto de preparar tu discurso de despedida. Tienes un hogar estable, gente que te quiere… Eres vicepresidenta del Consejo de Estudiantes… Por tanto, ¿por qué iba a preocuparme porque te tiñeras el pelo a rayas azules y naranjas?
– Eran los colores de la escuela-dijo Molly con un hilo de voz.
– ¡Y me llaman de la policía diciéndome que mi hermana, mi hermana estudiosa, talentuda, y ciudadana del mes, ha accionado deliberadamente una alarma de incendios durante la hora de la comida! ¡Se acabaron las pequeñas diabluras de nuestra Molly! Ya no… ¡Había pasado directamente a un delito de segundo grado!
Era la cosa más miserable que había hecho Molly en su vida. Había traicionado a la gente que la quería, e incluso después de un año de supervisión judicial y muchas horas de servicio comunitario, no había logrado entender el porqué. No lo comprendió hasta más tarde, durante su segundo año de estudiante en Northwestern.
Había sido en primavera, justo antes de los exámenes finales. Molly estaba inquieta y era incapaz de concentrarse.
En lugar de estudiar, leía montones de novelas románticas, dibujaba o se miraba el pelo en el espejo y suspiraba por algo prerrafaelita. Ni siquiera utilizar su paga en algunas extensiones para el pelo había calmado su desasosiego. Entonces, un día, al salir de la librería de su facultad, descubrió en su bolso una calculadora por la que no había pagado.
Su reacción fue entonces mucho más inteligente que la que había tenido en sus tiempos de instituto: volvió corriendo a devolverla y se dirigió a la oficina de ayuda sociopsicológica de Northwestern.
De pronto Phoebe se puso en pie e interrumpió los pensamientos de Molly:
– Y la última vez…
Molly dio un paso atrás, aunque de hecho ya sabía a donde iba a ir a parar Phoebe.
– … la última vez que te hiciste algo drástico en el pelo, ese horroroso corte de pelo al rape, hace un par de años…
– No era horroroso, era la moda.
Phoebe apretó los dientes.
– ¡La última vez que te hiciste algo tan drástico, te desprendiste de quince millones de dólares!
– Vale… Pero lo del pelo al rape fue pura coincidencia.
– ¡Ja!
Por quincemillonésima vez, Molly explicó por qué lo había hecho.
– El dinero de Bert me estaba estrangulando. Tenía que romper definitivamente con el pasado para poder vivir mi propia vida.
– ¡Una vida de pobre!
Molly sonrió. Aunque Phoebe no lo admitiría nunca, comprendía perfectamente por qué Molly había donado su herencia.
– Míralo por el lado positivo. Apenas nadie sabe que me desprendí de mi dinero. Sólo creen que soy una excéntrica por conducir un Escarabajo de segunda mano y vivir en un piso pequeño como una caja de zapatos.
– Un piso que tú adoras.
Molly ni siquiera intentó negarlo. Su loft era su posesión más preciada, y le encantaba saber que se ganaba el dinero con el que pagaba la hipoteca cada mes. Sólo alguien que hubiera crecido sin un hogar que fuera auténticamente suyo podía comprender lo que significaba para ella.
Decidió cambiar de tema antes de que Phoebe volviera a la carga.
– Tus peques me han dicho que Dan le ha impuesto una multa de diez mil dólares al señor Superficial.
– Preferiría que no le llamaras así. Kevin no es superficial, sólo es…
– ¿Carente de interés?
– Sinceramente, Molly, no sé por qué le detestas tanto. ¡Si apenas habréis intercambiado una docena de palabras durante estos años!
– Por definición. Evito a la gente que sólo habla de fútbol.
– Si le conocieras mejor, le adorarías tanto como yo.
– ¿No te resulta fascinante que salga sobre todo con mujeres con un inglés limitado? Aunque supongo que eso evita que algo tan tonto como una conversación interfiera con el sexo.
Phoebe se rió a su pesar.
Aunque Molly lo compartía casi todo con su hermana, no le había confesado su encaprichamiento por el quarterback de los Stars. No solo porque habría sido humillante, sino porque Phoebe se lo habría contado a Dan y él se habría puesto como una moto. Decir que su cuñado era algo protector con Molly sería quedarse muy corto: no quería que se le acercase ningún deportista, a menos que estuviese felizmente casado o fuese gay.
En ese momento, el protagonista de sus pensamientos entró en la habitación. Dan Calebow era alto, rubio y elegante. La edad le había tratado amablemente, y en los doce años que hacía que Molly le conocía, las arrugas que habían ido apareciendo en su rostro viril sólo le habían aportado carácter. Su presencia bastaba para llenar una habitación: era el reflejo de la perfecta autoestima de alguien que sabe lo que quiere.
Dan era el primer entrenador cuando Phoebe heredó los Stars. Desafortunadamente, ella no sabía nada sobre fútbol y él le declaró inmediatamente la guerra. Sus primeras batallas habían sido tan feroces que Ron McDermitt había llegado a suspender a Dan por insultarla; su ira, sin embargo, no tardó en convertirse en algo totalmente diferente.
Molly consideraba la historia de amor de Phoebe y Dan como material de leyenda, y hacía mucho tiempo había decidido que, si no podía tener lo mismo que compartían su hermana y su cuñado, no quería nada. Sólo una Gran Historia de Amor satisfaría a Molly, y eso era tan probable como que Dan le retirase la multa a Kevin.
Su cuñado le pasó automáticamente un brazo por detrás de los hombros. Cuando Dan estaba con su familia, siempre tenía el brazo detrás de los hombros de alguien. Molly sintió una punzada en el corazón. Con los años había salido con un montón de chicos decentes e incluso había intentado convencerse de que se había enamorado de uno o dos de ellos, pero su enamoramiento se había evaporado en el momento de darse cuenta de que no podrían llenar ni por asomo la gigantesca sombra proyectada por su cuñado. Empezaba a sospechar que nadie lo lograría jamás.
– Phoebe, ya sé que Kevin te cae bien, pero esta vez ha ido demasiado lejos -dijo Dan. Su acento de Alabama, lento y pesado, se volvía más denso cuando se enfadaba, y en ese momento goteaba melaza.
– Eso es lo que dijiste la última vez -replicó Phoebe-. Y a ti también te cae bien.
– ¡No lo comprendo! Jugar con los Stars es la cosa más importante en la vida. ¿Por qué se esfuerza tanto en arruinarlo?
Phoebe sonrió con dulzura y respondió:
– Probablemente tú puedas responder a eso mejor que ningún otro, ya que también fuiste una auténtica ruina hasta que llegué yo.
– Debes de estar confundiéndome con otra persona.
Phoebe se rió, y la mirada colérica de Dan dio paso a esa sonrisa entrañable que Molly había presenciado miles de veces y había envidiado otras tantas. Luego la sonrisa se desvaneció.
– Si no le conociese mejor, diría que le persigue el diablo -dijo entonces Dan.
– Diablos -interpuso Molly-, todos con acento extranjero y grandes tetas.
– Eso es lo que tiene ser jugador de fútbol: no lo olvides jamás -repuso Dan.
Molly no quería oír nada más de Kevin, así que tras darle a Dan un beso rápido en la mejilla, dijo:
– Hannah me espera. Os la devolveré mañana a última hora de la tarde.
– No le dejes leer los periódicos de la mañana.
– No lo haré.
Hannah se entristecía cuando los periódicos no hablaban bien de los Stars, y la multa que se le había impuesto a Kevin sin duda iba a suscitar polémica.
Molly dijo adiós con la mano, recogió a Hannah, besó a las mellizas y a Andrew y emprendió el camino hacia su casa. La autopista de peaje este-oeste empezaba a saturarse con el tráfico de hora punta, y Molly supo que tardaría algo más de una hora en llegar a Evanston, el pueblo de la costa norte que era tanto la ubicación de su alma máter como de su casa actual.
– ¡Slytherin! -le gritó a un tipo que le cortó el paso.
– ¡Sucio y asqueroso slytherin! -añadió Hannah.
Molly rió para sí. Los slytherins eran los niños malos de los libros de Harry Potter, y Molly había convertido esa palabra en un práctico insulto de nivel G. Le había hecho mucha gracia que Phoebe y más tarde Dan empezasen a utilizarlo. Mientras Hannah comenzaba a explicarle cómo le había ido el día, Molly se encontró recordando su conversación con Phoebe y los años posteriores al cobro de su herencia.
El testamento de Bert le había dejado a Phoebe los Chicago Stars. Lo que quedaba de sus bienes tras una serie de malas inversiones había sido para Molly. Como ella era menor de edad, Phoebe se había hecho cargo del dinero y lo convirtió en quince millones de dólares. Finalmente, a los veintiún años, Molly, ya emancipada y con un flamante título de periodismo, se había hecho con el control de su herencia y había empezado a vivir la gran vida en un apartamento de lujo en la Costa Dorada de Chicago.
El lugar era estéril, y sus vecinos mucho mayores que ella, pero tardó bastante en darse cuenta de que había cometido una equivocación. Hasta entonces se dio el gusto de comprarse la ropa de diseño que más le gustaba y de hacer regalos a todas sus amistades, además de adquirir para ella un coche de los caros. Pero, un año después, tuvo que admitir finalmente que la vida de rica ociosa no estaba hecha para ella. Estaba acostumbrada al esfuerzo, tanto en los estudios como en esos empleos de verano en los que Dan había insistido en que trabajase, así que aceptó un puesto en un periódico.
El trabajo la mantenía ocupada, pero no era lo bastante creativo como para que se sintiese realizada, así que empezó a tener la sensación de estar jugando a la vida en lugar de vivirla realmente. Finalmente, decidió dejar el empleo para poder concentrarse en la épica saga romántica que siempre había soñado con escribir. En lugar de eso, se encontró dedicándose a las historias que inventaba para las niñas Calebow, cuentos sobre una conejita presumida que vestía a la última moda, vivía en una casita de campo en un rincón del Bosque del Ruiseñor y se pasaba el día metiéndose en líos.
Había empezado a pasar las historias a papel, y luego a ilustrarlas con los divertidos dibujos que había hecho toda su vida, pero que nunca se había tomado en serio. Utilizando pluma y tinta y pintando luego los bocetos con colores acrílicos brillantes, Molly vio cómo cobraban vida Daphne y sus amigos.
Tuvo una enorme alegría cuando Birdcage Press, una pequeña editorial de Chicago, compró su primer libro, Daphne dice hola, aunque el dinero que le habían adelantado apenas cubría el envío. Aun así, por fin había encontrado una colocación. Sin embargo, su formidable riqueza no le permitía tomarse su trabajo como una vocación, sino más bien como un entretenimiento, y seguía sintiéndose insatisfecha. Su desasosiego aumentó. Detestaba su apartamento, su ropero, su peinado… No bastó con cortarse el pelo al rape y teñírselo de colores llamativos.
Tenía que tirar de una alarma de incendios.
Una vez dejados atrás aquellos días, se encontró en el despacho de su abogado, diciéndole que quería donar todo su dinero a una fundación para niños marginados. Su abogado se quedó pasmado. Sin embargo, ella se sintió completamente satisfecha por primera vez desde que había cumplido los veintiuno. Phoebe había tenido la oportunidad de demostrar lo que valía al heredar los Stars, pero Molly nunca había tenido esa posibilidad. Ahora la tendría. Una vez firmados los papeles, se sintió ligera como una pluma, y libre.
– Me encanta este lugar -dijo Hannah con un suspiro mientras Molly abría la puerta de su diminuto loft, ubicado en un segundo piso a unos pocos minutos a pie del centro de Evanston. Molly también suspiró de placer. No había pasado mucho rato fuera, pero siempre se sentía feliz al entrar en su casa.
Todos los pequeños Calebow consideraban el loft de su tía Molly como el lugar más fantástico de la Tierra. El edificio había sido construido en 1910 para un comerciante de Studebaker; luego había servido como bloque de oficinas y, finalmente, antes de ser reformado hacía pocos años, como almacén. El piso tenía ventanas industriales que iban del suelo al techo, tuberías a la vista y paredes antiguas de ladrillos, en las que Molly había colgado algunos de sus dibujos y pinturas. Era el piso más pequeño y más barato del edificio, pero los techos de cuatro metros creaban una sensación de espaciosidad. Cada mes, Molly besaba el sobre que contenía el dinero de la hipoteca antes de echarlo en el buzón. Era un ritual tonto, pero lo hacía de todos modos.
La mayor parte de la gente daba por hecho que Molly poseía una parte de los Stars, y sólo unas pocas de sus amistades más íntimas sabían que había dejado de ser una rica heredera. Molly complementaba sus reducidos ingresos por la venta de los libros de Daphne escribiendo artículos como freelance para una revista de adolescentes llamada Chik. A final de mes no le sobraba demasiado para sus lujos favoritos, ropa de marca y libros de tapa dura, pero no le importaba. Compraba la ropa de segunda mano e iba a la biblioteca.
La vida era hermosa. Tal vez no tendría nunca una Gran Historia de Amor como la de Phoebe, pero al menos gozaba de una imaginación maravillosa y de una fantasía activa. No tenía quejas y ciertamente no había ningún motivo para temer que su antiguo desasosiego volviera a asomar por su impredecible cabeza. Su nuevo peinado no significaba más que un poco de coquetería.
Hannah dejó caer su abrigo y se agachó para saludar a Roo, el pequeño caniche gris de Molly, que había trotado hasta la puerta para recibirlas. Tanto Roo como el caniche de los Calebow, Kanga, eran hijos de Pooh, el caniche de Phoebe.
– ¡Qué, pequeñajo!, ¿me has echado de menos? -dijo Molly dejando el correo para darle un beso a Roo en su suave moño gris. Roo correspondió lamiéndole la barbilla, y luego se puso en cuclillas para emitir su mejor gruñido.
– Sí, sí, estamos impresionadas, ¿verdad, Hannah?
Hannah se rió y, mirando a Molly, le preguntó:
– Todavía le gusta fingir que es un perro policía, ¿verdad?
– El perro más duro del cuerpo. Mejor no dañemos su autoestima recordándole que es un caniche.
Hannah abrazó nuevamente a Roo, y luego lo abandonó para dirigirse al estudio de Molly, que ocupaba uno de los extremos de la vivienda.
– ¿Has escrito algún artículo más? Me encantó «Pasión en el baile de fin de curso».
– Pronto -dijo Molly sonriendo.
Para que se adaptasen a las exigencias del mercado, los artículos que escribía para Chik se publicaban casi siempre con títulos sugerentes, aunque su contenido era de lo más insípido. «Pasión en el baile de fin de curso» destacaba las consecuencias del sexo en el asiento de atrás de los coches. «De gatita a tigresa» había sido un artículo sobre cosméticos, y «Las niñas buenas se vuelven salvajes» hablaba de tres chicas de catorce años que salían de acampada.
– ¿Puedo ver tus últimos dibujos?
Molly colgó los abrigos.
– No tengo ninguno. Justo acabo de empezar con una nueva idea.
A veces sus libros comenzaban con esbozos sueltos, otras veces, con texto. Hoy se había inspirado en la vida real.
– ¡Cuéntamela, por favor!
Siempre compartían tazas de té Constant Comment antes de hacer cualquier otra cosa, y Molly se dirigió a la diminuta cocina que se encontraba en el extremo opuesto de su estudio para poner agua a hervir. Su minúsculo dormitorio estaba situado justo encima, dominando toda la vivienda. Los estantes de metal de las paredes estaban repletos de los libros que adoraba: su apreciada serie de novelas de Jane Austen, ejemplares andrajosos de las obras de Daphne du Maurier y Anya Seton, todos los primeros libros de Mary Stewart, junto con Victoria Holt, Phyllis Whitney y Danielle Steel.
Las estanterías más estrechas contenían hileras dobles de libros de bolsillo: sagas históricas, novelas románticas, novelas de misterio, guías de viajes y libros de consulta. También estaban representados sus escritores literarios favoritos, además de las biografías de mujeres famosas y algunas de las selecciones menos deprimentes del club de libros de Oprah, la mayoría de las cuales Molly las había descubierto antes de que Oprah las compartiera con el mundo.
Guardaba los libros infantiles que le gustaban en los estantes del dormitorio. Su colección incluía todas las historias de Eloise y los libros de Harry Potter, El estanque del Mirlo, algo de Judy Blume, Los niños del furgón, de Gertrude Chandler Warner, Ana de Green Gables, algún número de Las gemelas de Sweet Valley como diversión, y los destartalados libros de Barbara Cartland que había descubierto cuando tenía diez años. Era una colección digna de un ratón de biblioteca, y a sus sobrinos Calebow les encantaba acurrucarse en su cama con un montón de esos libros a su alrededor mientras intentaban decidir cuál leerían a continuación.
Molly sacó un par de tazas de porcelana con delicados bordes dorados y dibujos de pensamientos violetas.
– Hoy he decidido que mi nuevo libro se titulará Daphne se cae de bruces.
– ¡Cuéntame!
– Pues… Daphne está paseando por el Bosque del Ruiseñor pensando en sus cosas cuando Benny aparece de la nada montado en su bicicleta de montaña y la tira al suelo.
– Ese tejón fastidioso -dijo Hannah moviendo la cabeza con desaprobación.
– Exactamente.
Hannah miró a Molly cautelosamente y sugirió:
– Creo que alguien debería robarle a Benny su bici de montaña. Así no se metería en problemas.
Molly sonrió.
– El robo no existe en el Bosque del Ruiseñor. ¿No lo habíamos comentado ya cuando quisiste que alguien le robara a Benny su moto acuática?
– Me parece que sí -contestó la niña con esa expresión de testarudez que había heredado de su padre-. Pero si puede haber bicicletas de montaña y motos acuáticas en el Bosque del Ruiseñor, no veo por qué no puede haber también robos. Además, Benny no hace cosas malas adrede, simplemente es un poco travieso.
– La línea que separa las travesuras de la estupidez es muy delgada -dijo Molly pensando en Kevin.
– ¡Benny no es estúpido!
Hannah parecía ofendida, y Molly pensó que hubiera sido mejor no abrir la boca.
– Por supuesto que no. Es el tejón más listo del Bosque del Ruiseñor -dijo despeinando un poco a su sobrina-. Venga, nos tomaremos el té y luego llevaremos a Roo a pasear junto al lago.
Molly no tuvo ocasión de abrir el correo hasta avanzada la noche, cuando Hannah ya se había quedado dormida con un ejemplar de El deseo de Jennifer en las manos. Puso la factura del teléfono en un clip y luego abrió distraídamente un sobre de tamaño comercial. En cuanto leyó el título deseó no haberse tomado la molestia.
NIÑOS HETEROSEXUALES POR UNA
AMÉRICA HETEROSEXUAL
¡La agenda de los homosexuales radicales apunta a nuestros hijos! Nuestros ciudadanos más inocentes son traídos hacia los males de la perversión mediante libros obscenos y programas de televisión irresponsables que glorifican este comportamiento desviado y moralmente repugnante…
Niños Heterosexuales por una América Heterosexual (NHAH) era una organización con sede en Chicago, cuyos miembros de mirada perdida aparecían últimamente en algunos programas locales de entrevistas en los que vomitaban sus paranoias personales.
«Si al menos dedicasen su energía a algo constructivo, como mantener las armas lejos de los niños», pensó mientras tiraba la carta a la basura.
Al anochecer del día siguiente, Molly dejó caer una mano del volante y pasó sus dedos por la cabeza de Roo. Acababa de dejar a Hannah con sus padres y se dirigía a la casa de vacaciones que los Calebow tenían en Door County, Wisconsin. No llegaría allí hasta tarde, pero las carreteras estaban despejadas y a ella no le importaba conducir de noche. Había tomado la impulsiva decisión de viajar al norte. Su conversación del día anterior con Phoebe había sacado a la luz algo que había intentado negar por todos los medios. Su hermana tenía razón. Haberse teñido el pelo de rojo era un síntoma de un problema mayor. Su antiguo desasosiego había vuelto.
Es cierto que ya no experimentaba ninguna compulsión de activar una alarma de incendios, y desprenderse de todo su dinero ya no era una opción. Pero eso no significaba que su subconsciente no pudiese encontrar alguna nueva manera de crear un alboroto. Tenía la incómoda sensación de verse atraída hacia un lugar que creía haber dejado atrás.
Recordó lo que el psicoterapeuta le había dicho hacía ya muchos años en Northwestern.
– De niña, creías que podías conseguir que tu padre te quisiera si hacías todo lo que se suponía que tenías que hacer. Si sacabas las mejores notas, vigilabas tus modales y obedecías todas las normas, entonces él te daría la aprobación que todo niño necesita. Pero tu padre era incapaz de esa clase de amor. Finalmente, algo se rompió dentro de ti e hiciste lo peor que se te pudo ocurrir. En realidad, fue una rebelión sana. Para mantenerte en funcionamiento.
– Eso no explica lo que hice en el instituto -le dijo ella-. Entonces, Bert ya estaba muerto y yo vivía con Phoebe y Dan. Ambos me amaban. ¿Y qué me dice del incidente del hurto en la tienda?
– Tal vez necesitabas poner a prueba el amor de Phoebe y Dan.
Algo raro se agitó en el interior de Molly.
– ¿A qué se refiere?
– La única manera de asegurarte de que su amor era incondicional era hacer algo terrible para ver si luego seguían a tu lado.
Y allí habían seguido.
Entonces, ¿por qué volvía a atormentarla su viejo problema? Ya no quería más alborotos en su vida. Quería escribir sus libros, disfrutar de sus amistades, pasear a su perro y jugar con sus sobrinos. Pero llevaba ya varias semanas sintiendo ese desasosiego, y una mirada a su horrible pelo rojo le dijo que tal vez estaba a punto de volver a subirse por las paredes.
Hasta que se le pasara ese impulso, haría algo inteligente y se escondería en Door County durante una o dos semanas. A fin de cuentas, ¿qué posibles problemas podía encontrarse allí?
Kevin Tucker estaba soñando con la Red Jack Express, una jugada especial de los quarterbacks, cuando algo lo despertó. Se incorporó, gruñó e intentó adivinar dónde estaba, pero la botella de whisky escocés con la que había hecho amistad antes de dormirse se lo estaba poniendo difícil. Normalmente su droga preferida era la adrenalina, pero esa noche el alcohol le había parecido una buena alternativa.
Volvió a oír el ruido, unos rasguños en la puerta, y entonces lo recordó todo. Estaba en Door County, Wisconsin, los Stars no jugaban esa semana, y Dan le había abofeteado con una multa de diez mil dólares. Después de eso, el muy desgraciado le había ordenado que se refugiara en su casa de vacaciones y se quedara allí hasta que volviera a tener la cabeza en su sitio.
Él no tenía ningún problema con su cabeza, aunque sin duda sí había un problema con el sistema de seguridad de alta tecnología de los Calebow, porque alguien estaba intentando forzar la cerradura.