Capítulo cuatro

Daphne saltó de su monopatín, se agachó y metió la cabeza entre la maleza para poder mirar dentro de la madriguera.

Daphne encuentra a un bebé conejo.

(Notas preliminares)


Kevin se quedó rezagado detrás de la defensa. Sesenta y cinco mil aficionados gritaban en pie, pero una calma absoluta le envolvía. No pensaba en los aficionados, ni en las cámaras de televisión, ni en los locutores de Noche de fútbol del lunes que había en la cabina. No pensaba en nada excepto en lo que había nacido para hacer: jugar al deporte que se había inventado sólo para él.

Leon Tippet, su receptor favorito, dibujó perfectamente la jugada y se desmarcó, listo para aquel dulce momento en que Kevin enviaría el balón a sus manos.

Entonces, en un instante, la jugada se fue al garete. Un defensa salió de la nada, dispuesto a interceptar el pase.

La adrenalina inundó el cuerpo de Kevin. Estaba muy por detrás de la línea de marca y necesitaba a otro receptor, pero Jamás había sido derribado y Stubs tenía un marcaje doble.

Briggs y Washington atravesaron la línea de los Stars y cargaron contra él. Estos mismos monstruos escupidores de fuego, disfrazados de defensas laterales de Tampa Bay, le habían dislocado el hombro el año anterior, pero Kevin no pensaba regalar el balón. Con la misma imprudencia que le había causado tantos problemas últimamente, miró hacia la izquierda… Y, brusca, a ciegas y alocadamente, hizo un regate a la derecha. Necesitaba un hueco en ese muro de camisetas blancas. Deseó que estuviese allí. Y lo encontró.

Con la agilidad marca de la casa, se escabulló, y dejó a Briggs y a Washington jadeando. Se dio la vuelta y se quitó de encima a un defensa que pesaba treinta kilos más que él.

Otro regate. Un baile acrobático. Luego puso la directa.

Fuera del campo era un hombre alto de un metro con ochenta y dos centímetros y ochenta y siete kilos de músculos, pero en el País de los Gigantes Mutantes era bajo, grácil y muy rápido. Sus pies conquistaban el césped artificial. Las luces del estadio convertían su casco dorado en un meteoro y su camiseta de color verde mar en una bandera tejida en el cielo. Poesía humana. Besado por los dioses. Bendecido entre los hombres. Llevó el balón hasta la zona de anotación y cruzó la línea de gol.

Y cuando el árbitro señaló el touchdown, Kevin todavía seguía en pie.


La fiesta posterior al partido tuvo lugar en casa de Kinney, y en el momento en que Kevin atravesó la puerta, todas las mujeres se le echaron encima.

– Un partido fabuloso, Kevin.

– ¡Kevin, cielo, estoy aquí!

– ¡Has estado fantástico! ¡Estoy afónica de tanto chillar!

– ¿Te has emocionado cuando la has metido? Dios mío, seguro que estabas emocionado, pero ¿qué se siente realmente?

– Felicidades.

– ¡Kevin, chéri!

El encanto era algo natural en Kevin, y mientras exhibía una de sus sonrisas logró desembarazarse de todas ellas a excepción de dos de las más persistentes.


– Te gustan las mujeres hermosas y silenciosas -le había dicho la esposa de su mejor amigo la última vez que habían hablado-. Pero la mayoría de las mujeres no son silenciosas, por lo que buscas a chicas extranjeras con un inglés limitado. Un clásico caso de evitación de la intimidad.

Kevin recordó haberle contestado con una fresca.

– ¿Ah, sí? Pues escucha, doctora Jane Darlington Bonner -le había dicho-. Intimaré contigo siempre que quieras.

– Por encima de mi cadáver -había respondido su marido, Cal, desde el otro extremo de la mesa del comedor.

Aunque Cal era su mejor amigo, Kevin disfrutaba cinchándole. Había sido así desde los tiempos en que fue el suplente resentido del abuelo. Sin embargo, Cal ya se había retirado del fútbol y estaba a punto de empezar su residencia de medicina interna en un hospital de Carolina del Norte.

Kevin no podía resistirse a fastidiarle.

– Es una cuestión de principios, abuelo. Tengo que demostrar una cuestión.

– Vale, pues demuéstralo con tu mujer y deja a la mía en paz -le había espetado Cal.

Jane se había reído, había besado a su marido, le había dado una servilleta a su hija Rosie y había cogido en brazos a su hijo recién nacido, Tyler. Kevin sonrió al recordar la respuesta de Cal cuando le había preguntado por las notas de Post-it que llevaba Ty en los pañales.

– Eso es porque ya no le dejo a mi mujer que le escriba en las piernas.

– ¿Sigue con ésas?

– Brazos, piernas… El pobre chaval se estaba convirtiendo en una libreta científica ambulante. Pero eso ha mejorado desde que empecé a ponerle a Jane Post-its en todos los bolsillos.

La costumbre de Jane de garabatear distraída ecuaciones complejas en superficies poco ortodoxas era bien conocida, y Rosie Bonner metió baza.

– Una vez me escribió en el pie, ¿verdad, mamá? Y otra vez…

La doctora Jane le metió a su hija una baqueta en la boca.

Kevin sonrió al recordarlo, pero una hermosa francesa que gritaba por encima de la música interrumpió sus pensamientos.

– Tu es fatigué, chéri?

Kevin tenía facilidad para los idiomas, pero había aprendido a mantenerlo en secreto.

– Gracias, pero ahora no quiero nada para comer. Oye, deja que te presente a Stubs Brady. Creo que los dos tenéis mucho en común. Y… ¿Heather, verdad? Mi compañero León lleva mirándote con intenciones lascivas toda la noche.

Era el momento de desprenderse de un par de hembras.

Nunca le admitiría a Jane que tenía razón acerca de sus preferencias con las mujeres. Pero, al contrario que algunos de sus compañeros de equipo, que no hacían más que vanagloriarse de que lo daban todo en el terreno de juego, Kevin se limitaba a entregarse de veras. Y entregaba no sólo el cuerpo y la mente, sino también su corazón, y eso no se podía hacer teniendo a una mujer de altas exigencias en su vida. Hermosa y nada exigente, eso era lo que quería, y las mujeres extranjeras encajaban en la descripción.

Jugar con los Stars era lo único que le importaba, y no iba a dejar que nadie se interpusiera. Le encantaba ponerse el uniforme verde mar y dorado, saltar al campo en el estadio Midwest Sports Dome, y, sobre todo, trabajar para Phoebe y Dan Calebow. Tal vez era el resultado de haberse pasado la infancia ejerciendo como hijo de un predicador, pero era un honor ser un Chicago Star, y no se podía decir lo mismo de todos los equipos de la liga de fútbol americano.

Cuando jugabas para los Calebow, el respeto por el juego era más importante que el dinero. Los Stars no eran un equipo para bandidos ni para prima donnas, y, en el transcurso de su carrera, Kevin había visto traspasar a algunos jugadores de gran talento por no cumplir con los valores de conducta establecidos por Phoebe y Dan. Kevin no se podía imaginar jugando en ningún otro equipo, y cuando ya no fuese capaz de dar la talla con los Stars en el campo, se retiraría para entrenar.

Entrenar a los Stars.

Aunque aquella temporada habían pasado dos cosas que ponían en peligro sus sueños. Una era culpa suya: esa loca imprudencia que había cometido tras la pretemporada. Siempre había tenido tendencia a ser imprudente, pero, hasta entonces, se había limitado a serlo durante las vacaciones entre temporadas. La otra era la visita de Daphne Somerville a su dormitorio a medianoche. Eso hacía peligrar su carrera más que todos los saltos en caída libre y todas las carreras de motocross del mundo.

Kevin tenía un sueño profundo, y lo cierto es que ésa no había sido la primera vez que se despertaba a medio hacer el amor, pero hasta entonces siempre había elegido a sus compañeras. Irónicamente, si no hubiera sido por sus relaciones familiares, tal vez se habría planteado elegirla a ella. Tal vez era la atracción de la fruta prohibida, pero se lo había pasado muy bien con ella. Le había hecho tocar con los pies en el suelo y le había hecho reír. Aunque había procurado que ella no se diera cuenta, la había estado mirando. Se movía con una confianza de niña rica que a él le parecía muy sexy. Tal vez no tenía un cuerpo de relumbrón, pero todo estaba en su lugar y no podía negar que se había fijado en ella.

Aun así, había mantenido las distancias. Era la hermana de su jefa, y nunca confraternizaba con mujeres relacionadas con el equipo: ni las hijas de los entrenadores, ni las secretarias de las oficinas, ni siquiera las primas de sus compañeros de equipo. Y, a pesar de eso, mira qué había pasado.

Con sólo pensar en eso volvió a ponerse de mal humor. Ni siquiera un quarterback de aúpa era más importante para los Calebow que la familia, y si jamás descubrían lo sucedido, sería a él a quien pedirían explicaciones.

Su conciencia le iba a obligar a llamarla pronto. Sólo una vez, para asegurarse de que no hubiera habido consecuencias. No las habría, se dijo, y no se iba a preocupar por eso, especialmente en ese momento, en que no podía permitirse ninguna distracción. El domingo se jugaría el Campeonato AFC, y tenían que hacer un partido impecable. Entonces se haría realidad su mayor sueño. Llevaría a los Stars a la gran final, a la Super Bowl.

Pero seis días después, su sueño se había hecho añicos. Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo.


Tras trabajar día y noche, Molly terminó Daphne se cae de bruces y lo envió la misma semana que los Stars perdieron el Campeonato AFC. Cuando quedaban quince segundos en el reloj, Kevin Tucker no había querido jugar conservadoramente y le había lanzado el balón a un compañero marcado por dos rivales. El pase había sido interceptado, y los Stars habían perdido por un gol de campo.

Molly se sirvió una taza de té para protegerse del frío de las tardes de enero y se la llevó a la mesa de trabajo. Tenía que escribir un artículo para Chik, pero en lugar de conectar su ordenador portátil, cogió unos papeles que había dejado en la butaca para tomar nota de algunas ideas para un nuevo libro, Daphne encuentra a un bebé conejo.

Justo cuando se disponía a sentarse sonó el teléfono.

– ¿Diga?

– ¿Daphne? Soy Kevin Tucker.

El té se le derramó y Molly se quedó sin aliento. Hasta hacía poco tiempo, había estado encaprichada por aquel hombre. En ese momento, el simple sonido de su voz la aterró.

Se obligó a respirar. Si todavía la llamaba Daphne significaba que no había hablado con nadie sobre ella. Eso era bueno. No quería que él hablara de ella, ni siquiera que pensara en ella.

– ¿De dónde has sacado mi número?

– Te pedí que me lo dieras.

Molly había logrado olvidarlo.

– Yo… ¿Qué quieres de mí?

– Ahora que ha terminado la temporada, estoy a punto de marcharme de la ciudad durante un tiempo. Y quería asegurarme de que no hubiera habido… ninguna consecuencia desafortunada de… lo ocurrido.

– ¡No! Ninguna consecuencia en absoluto. Por supuesto que no.

– Me alegro.

Más allá de la respuesta glacial, Molly percibió un suspiro de alivio. De pronto, se le ocurrió el modo de hacer las cosas más fáciles.

– ¡Ya voy, cariño! -le gritó a una persona imaginaria.

– Veo que no estás sola.

– Pues no. ¡Estoy al teléfono, Benny! -dijo, levantando de nuevo la voz-. Enseguida estoy contigo, cielo.

Molly sintió un escalofrío. ¿No se le podía haber ocurrido un nombre mejor?

Roo trotó desde la cocina para ver qué ocurría. Molly asió el teléfono aun más fuerte.

– Agradezco la llamada, Kevin, pero no hacía falta.

– Mientras todo vaya…

– Todo va de perlas, pero tengo que dejarte. Lo siento por el partido. Y gracias por llamar.

Cuando colgó el teléfono, la mano todavía le temblaba. Acababa de hablar con el padre del hijo que estaba esperando.

Se acarició el abdomen. Todavía lo tenía liso y no se había hecho del todo a la idea de estar embarazada. Cuando tuvo la primera falta, lo achacó al estrés. Pero con cada día que pasaba tenía los pechos cada vez más sensibles, y había empezado a sentir náuseas, así que finalmente decidió comprarse un test de embarazo. De eso hacía sólo dos días. El resultado la había dejado tan aterrorizada que salió corriendo a comprar otro.

No había error posible. Iba a tener un bebé y el padre era Kevin Tucker.

Sus primeros pensamientos, sin embargo, no habían sido para él. Habían sido para Phoebe y Dan: la familia era el centro de su existencia, y ninguno de los dos podía imaginarse educar a un hijo sin el otro. Eso les iba a sumir en la tristeza.

Cuando finalmente se puso a pensar en Kevin, llegó a la conclusión de que tenía que asegurarse de que él no lo supiera nunca. Él había sido su víctima inocente, de modo que cargaría con las consecuencias ella sola.

Tampoco sería tan difícil ocultárselo. Ahora que la temporada había acabado era poco probable que se topara con él, y bastaría con no acercarse a las oficinas de los Stars cuando se reanudaran los entrenamientos en verano. Excepto en algunas pocas fiestas del equipo que organizaban Dan y Phoebe, nunca socializaba demasiado con los jugadores. Finalmente, Kevin tal vez sabría que ella había tenido un bebé, pero tras la llamada de aquella mañana debía de pensar que había otro hombre en su vida.

A través de las ventanas de su loft observó el cielo invernal. Aunque no eran ni las seis, ya había oscurecido. Se echó en el sofá.

Hasta hacía dos días nunca se había planteado ser madre soltera. De hecho, nunca había pensado demasiado en la maternidad. Pero ya no podía pensar en otra cosa. El desasosiego, que siempre había aparecido como una maldición en su vida, había desaparecido, dejándola con la extraña sensación de que todo era exactamente como tenía que ser. Por fin tendría una familia propia.

Roo le lamió la mano, que colgaba a un lado del sofá. Molly cerró los ojos y se dejó llevar por la ensoñación que se había apoderado de su imaginación una vez pasado el susto inicial. ¿Un niño? ¿Una niña? No le importaba. Había pasado el tiempo suficiente con sus sobrinos para saber que en cualquiera de los casos sería una buena madre, y le daría al bebé tanto amor como dos padres.

Su bebé. Su familia.

Por fin.

Se estiró, satisfecha de pies a cabeza. Eso era lo que había estado buscando durante todos aquellos años, una familia realmente suya. No podía recordar haber sentido jamás tanta paz. Incluso su pelo estaba en paz: ya no lo llevaba tan exageradamente corto y había recuperado de nuevo su color castaño oscuro natural. Volvía a quedarle bien.

Roo restregó su nariz húmeda en su mano.

– ¿Tienes hambre, amiguito?

Molly se levantó, y cuando ya iba de camino a la cocina para darle de comer, volvió a sonar el teléfono. El pulso se le aceleró, pero esta vez era Phoebe.

– Dan y yo hemos tenido una reunión en Lake Forest. Ahora estamos en Edens y Dan está hambriento. ¿Quieres venir con nosotros a Yoshi a cenar?

– Me encantaría.

– Genial. Pasaremos a recogerte dentro de una media hora.

Cuando Molly colgó, la golpeó la certeza de lo mucho que les iba a doler la noticia. Querían que ella tuviera exactamente lo que tenían ellos: un amor profundo e incondicional que constituía la base de la vida de ambos. Pero la mayoría de la gente no tenía tanta suerte.

Se puso su raído jersey Dolce & Gabanna y una escuálida falda gris marengo que le llegaba a los tobillos y que se había comprado en Field's la primavera anterior, durante las rebajas. La llamada de Kevin la había dejado intranquila, así que encendió el televisor. Últimamente se había acostumbrado a ver reposiciones de Encaje, S.L. La serie despertaba en ella sentimientos de nostalgia: era un vínculo con una de las pocas partes agradables de su infancia.

Todavía se preguntaba por la relación de Kevin con Lilly Sherman. Tal vez Phoebe lo supiera, pero temía citar su nombre, aunque Phoebe no tuviera ni idea de que Molly había estado con él en la casa de Door County.

«Encaje está al caso, sí… Encaje resolverá el caso, sí…»

Hubo anuncios tras los créditos, y luego Lilly Sherman, en el papel de Ginger Hill, saltó por la pantalla con un pantalón corto blanco muy ajustado y los pechos asomando tras un top de biquini verde brillante. El pelo castaño rojizo ondeaba alrededor de su cara, unos aros dorados acariciaban sus mejillas, y su sonrisa seductora prometía inimaginables delicias sensuales.

El ángulo de la cámara se amplió para mostrar a las dos detectives en la playa. En contraste con la escasa indumentaria de Ginger, Sable llevaba un malliot largo. Molly recordaba que las dos actrices habían sido amigas fuera de la pantalla.

El interfono del vestíbulo sonó. Molly apagó el televisor y, pocos minutos después, les abrió la puerta a su hermana y a su cuñado.

Phoebe la besó en la mejilla.

– Te veo pálida. ¿Te encuentras bien?

– Estamos en enero y esto es Chicago. Todo el mundo está pálido.

Molly estuvo abrazada a su hermana un poco más de lo necesario. Celia la Gallina, una maternal habitante del Bosque del Ruiseñor que cuidaba a Daphne como a uno de sus polluelos, había sido creada a imagen de su hermana.

– Hola, señorita Molly. Te hemos echado de menos -dijo Dan, dándole uno de sus acostumbrados abrazos de oso que la dejaban casi sin respiración.

Mientras le devolvía el abrazo, pensó en lo afortunada que era de tenerles a ambos.

– Sólo han pasado dos semanas desde Año Nuevo -dijo Molly.

– Y dos semanas desde que viniste a casa. Phoebe se angustia -repuso Dan.

Dan dejó su chaqueta en el respaldo del sofá.

Molly sonrió mientras cogía el abrigo de Phoebe. Dan todavía pensaba que el auténtico hogar de Molly seguía siendo el suyo propio. No comprendía sus sentimientos por aquel pisito.

– Dan, ¿recuerdas cuando nos conocimos? Intenté convencerte de que Phoebe me pegaba.

– Es difícil olvidarse de algo así. Todavía recuerdo lo que me dijiste. Me dijiste que no era mala del todo, sólo ligeramente retorcida.

Phoebe se rió y dijo con un suspiro:

– Ah, los buenos viejos tiempos.

Molly observó con cariño a su hermana.


– De pequeña era tan impertinente que me extraña que no me pegaras.

– Las niñas Somerville teníamos que buscar nuestra manera de sobrevivir -dijo Phoebe.

«Una de nosotras sigue haciéndolo», pensó Molly.

Roo adoraba a Phoebe, y saltó a su regazo en cuanto se sentó.

– Me alegró mucho ver las ilustraciones de Daphne se cae de bruces antes de que las enviaras. La expresión de la cara de Benny cuando su bicicleta de montaña resbala en el charco es impagable. ¿Tienes alguna idea para un próximo libro?

Molly dudó durante unos instantes y respondió:

– Todavía estoy en la fase preliminar.

– Hannah estaba delirante de alegría cuando Daphne le vendó la pata a Benny. Creo que no se esperaba que pudiera perdonarle -dijo Phoebe.

– Daphne es una conejita muy compasiva. Aunque utilizó un lazo rosa de encaje para el vendaje.

– Benny tendría que ser más consciente de su lado femenino -dijo Phoebe con una sonrisa-. Es un libro maravilloso, Molly. Siempre consigues insertar alguna lección importante de la vida sin que se pierda la diversión. Me alegro tanto de que escribas.

– Es exactamente lo que siempre había querido hacer. Sólo que no lo sabía.

– Hablando de eso… Dan, ¿te has acordado…? -Phoebe se interrumpió al darse cuenta de que Dan no estaba allí-. Debe de haber ido al baño.

– Pues hace un par de días que no lo limpio. Espero que no esté demasiado… -Molly sofocó un grito y se volvió rápidamente.

Pero era demasiado tarde. Dan volvía del baño con las dos cajas vacías que había encontrado en la papelera. Esos tests de embarazo en sus enormes manos parecían un par de granadas cargadas.

Molly se mordió los labios. No quería decirles nada por el momento. Todavía tenían que digerir la derrota en el Campeonato AFC, y no necesitaban otro disgusto.

Phoebe no pudo ver lo que tenía su marido en las manos hasta que dejó caer una de las cajas en su regazo. La levantó lentamente y se llevó la mano a la mejilla.

– ¿Molly?

– Ya sé que tienes veintisiete años -dijo Dan-, y ambos intentamos respetar tu intimidad, pero tengo que saber qué significa todo esto.

Parecía tan alterado que Molly no pudo soportarlo. A Dan le encantaba ser padre, y le iba a costar aceptar aquello más que a Phoebe.

Molly cogió las dos cajas, las dejó a un lado, y dijo:

– ¿Por qué no te sientas?

Dan dobló lentamente su enorme cuerpo y se sentó en el sofá, junto a su esposa. Phoebe le cogió instintivamente la mano. Los dos juntos contra el mundo. A veces, al ver el amor que se profesaban el uno por el otro, Molly se sentía sola en lo más profundo de su alma.

Molly se sentó en una silla frente a ellos y forzó una débil sonrisa.

– No hay ninguna forma fácil de deciros esto. Voy a tener un bebé.

Dan se encogió y Phoebe se inclinó hacia él.

– Ya sé que es un disgusto, y lo siento. Pero no lo siento por el bebé.

– Dime que antes habrá una boda -musitó Dan sin apenas mover los labios.

Molly se acordó nuevamente de lo inflexible que podía llegar a ser: si no se mantenía en sus trece, él nunca la dejaría en paz.

– No hay boda. Ni hay papá. Eso no va a cambiar, así que será mejor que os lo toméis con tranquilidad.

Phoebe pareció aún más apenada.

– No… No sabía que te estuvieras viendo con nadie especial. Normalmente me lo cuentas.

Molly no podía permitir que profundizara demasiado.

– Comparto muchas cosas contigo, Phoebe, pero no todo.

A Dan se le había disparado un tic en un músculo de la mandíbula: sin duda alguna una mala señal.

– ¿Quién es él? -preguntó.

– No te lo voy a decir, Dan -dijo Molly con serenidad-. Esto es cosa mía, no de él. No le quiero en mi vida.

– ¡Pues lo quisiste en tu vida el tiempo suficiente para dejarte embarazada!

– Dan, por favor-dijo Phoebe, que nunca se había dejado intimidar por el mal humor de Dan. Parecía mucho más preocupada por Molly, y, con voz pausada, le dijo-: No debes precipitarte en tu decisión, Molly. ¿De cuánto estás?

– Sólo de seis semanas. Y no pienso cambiar de idea. Seremos sólo el bebé y yo. Y vosotros dos, espero.

Dan se levantó de un brinco y comenzó a deambular nervioso por la habitación.

– No tienes ni idea de en qué te estás metiendo -le espetó.

Ella podría haber subrayado que miles de mujeres solteras tenían bebés todos los años y que su punto de vista estaba algo anticuado, pero le conocía demasiado bien como para gastar saliva. En vez de eso, se concentró en los aspectos prácticos:

– No puedo evitar que os preocupéis, pero tenéis que recordar que estoy mejor equipada que la mayoría de madres solteras para tener un bebé. Tengo casi treinta años, me encantan los niños y tengo una estabilidad emocional.

Por primera vez en su vida, se sintió como si eso pudiera ser verdad.

– También estás arruinada la mayor parte del tiempo -dijo Dan apretando los labios.

– Las ventas de Daphne aumentan lentamente -repuso Molly.

– Muy lentamente -puntualizó él.

– Y puedo hacer más trabajos como freelance. Ni siquiera tendré que pagar a una canguro porque trabajo en casa.

Dan la miró con testarudez y declaró:

– Los niños necesitan a un padre. Molly se levantó y caminó hacia él.

– Los niños necesitan a un buen hombre en su vida, y espero que tú estés allí para este bebé porque eres el mejor hombre que existe.

Eso le llegó al alma, y la abrazó.

– Sólo queremos que seas feliz -susurró. -Ya lo sé. Por eso os quiero tanto a los dos.


– Sólo quiero que sea feliz -le repitió Dan a Phoebe esa misma noche en el coche mientras volvían a casa después de una cena llena de tensión.

– Eso queremos los dos. Pero es una mujer independiente, y ha tomado una decisión -dijo ella frunciendo una ceja con preocupación-. Supongo que lo único que podemos hacer ahora es darle nuestro apoyo.

– Tuvo que ocurrir hacia principios de diciembre -dijo Dan entornando los ojos-. Te prometo una cosa, Phoebe. Voy a descubrir quién es el desgraciado que le ha hecho el bombo y le arrancaré la cabeza de cuajo.

Pero eso de descubrirlo era más fácil de decir que de hacer, y a medida que iban pasando las semanas, Dan no lograba acercarse a la verdad. Inventó excusas para telefonear a las amigas de Molly y, tímidamente, intentar sonsacarles información, pero ninguna de ellas recordaba que hubiera salido con nadie en esa época. Sondeó a sus propios hijos con el mismo éxito. Llevado por la desesperación, llegó a contratar a un detective, algo que no se atrevió a comentarle a su mujer, que le habría ordenado que se metiera en sus asuntos. Lo único que obtuvo fue una elevada factura y nada que no supiera ya.

A mediados de febrero, Dan y Phoebe se llevaron a los niños a la casa de Door County para pasar allí un largo fin de semana y montar en las motos de nieve. Invitaron a Molly a acompañarles, pero ella debía cumplir un plazo de entrega para Chik y tuvo que quedarse a trabajar. Dan sabía que el auténtico motivo era que no quería escuchar más discursitos de los suyos.

El sábado por la tarde, justo cuando acababa de volver a casa con Andrew tras dar un paseo en la moto de nieve, Phoebe entró en el vestíbulo, donde padre e hijo se estaban quitando las botas.

– ¿Te diviertes, cielo? -le preguntó Phoebe a Andrew.

– Sí.

Dan sonrió mientras Andrew patinaba sobre el suelo mojado en calcetines y se lanzaba en brazos de su madre, algo que solía hacer cuando llevaba separado de uno de los dos más de una hora.

– Me alegro -dijo, enterrando los labios en su pelo y dándole un pequeño empujón hacia la cocina-. Ve a por tu merienda. El chocolate está caliente, pídele a Tess que te lo sirva.

Mientras Andrew salía corriendo, Dan observó que Phoebe estaba especialmente deleitable con sus vaqueros dorados y su jersey marrón claro. Ya iba a por ella cuando le enseñó un recibo de tarjeta de crédito.

– He encontrado esto arriba.

Dan le dio un vistazo y vio el nombre de Molly.

– Es un recibo del colmado del pueblo -dijo Phoebe-.Y fíjate en la fecha, arriba.

Dan se fijó, pero seguía sin comprender por qué su mujer parecía tan trastornada.

– ¿Y pues?

Phoebe se apoyó en la lavadora y añadió:

– Dan, fueron los días que pasó Kevin aquí.


Kevin salió del café y empezó a andar por el paseo marítimo de Cairns en dirección a su hotel. Las palmeras se bamboleaban bajo la soleada brisa de febrero y, en el puerto, las barcas se balanceaban. Tras haber pasado cinco días buceando en el mar del Coral junto a los tiburones que nadaban cerca del cuerno norte del arrecife de Great Barrier de Australia, resultaba agradable volver a la civilización.

La ciudad de Cairns, en la costa nororiental de Queensland, era el puerto de embarco de las expediciones de buceo. Tenía buenos restaurantes y un par de hoteles de cinco estrellas, así que Kevin decidió quedarse allí un tiempo. La ciudad estaba lo bastante lejos de Chicago como para no correr el riesgo de encontrarse con algún aficionado de los Stars que quisiera saber por qué le había lanzado el balón a un compañero doblemente marcado en el último cuarto del Campeonato AFC. En lugar de darles a los Stars la victoria que los habría llevado a la Super Bowl, les había fallado a sus compañeros, y ni siquiera nadar junto a un banco de peces martillo le estaba ayudando a olvidarse de aquello.

Una preciosidad australiana con un top anudado a la espalda y un ceñido pantalón corto blanco le paró con una sonrisa invitadora.

– ¿Necesitas una guía turística, yanqui?

– Hoy no, gracias.

Pareció disgustada. Tal vez debería haber aceptado la invitación, pero no logró despertarle el suficiente interés. Tampoco había respondido a las seductoras proposiciones de la atractiva rubia candidata a doctorado que había cocinado en el barco de inmersión, aunque eso era más comprensible: se trataba de una de esas mujeres inteligentes con exigencias elevadas.

Queensland estaba en plena temporada del monzón, y empezó a caer una ráfaga de lluvia. Kevin decidió ejercitarse en el gimnasio del hotel durante un rato, y luego se dirigió al casino a echar unas partidas de blackjack.

Acababa de ponerse la ropa deportiva cuando alguien aporreó la puerta. Kevin se dirigió hacia allí y la abrió.

– ¿Dan? ¿Qué haces tú…?

No pudo terminar la frase porque se encontró el puño de Dan Calebow en la cara.

Kevin se tambaleó hacia atrás, se agarró a un extremo del sofá y se desplomó en el suelo.

La adrenalina le subió al máximo. Se reincorporó, listo para darle una paliza a Dan, pero de pronto dudó, no porque Dan fuera su jefe, sino porque la furia bruta que vio en su rostro indicaba que algo iba drásticamente mal. Dan había sido con respecto al partido más comprensivo de lo que Kevin se habría merecido, de modo que Kevin sabía que aquello nada tenía que ver con aquel pase imprudente.

Se le hacía difícil no contraatacar, pero se obligó a bajar los puños.

– Será mejor que tengas un buen motivo para esto -dijo por fin.

– Eres un desgraciado. ¿De verdad creías que podrías librarte tan fácilmente?

Al ver tanto desprecio en el rostro de un hombre al que respetaba se le hizo un nudo en el estómago.

– ¿Librarme de qué?

– No significó nada para ti, ¿verdad? -se mofó Dan.

Kevin se quedó a la espera.

Dan se le acercó, con el labio torcido.

– ¿Por qué no me contaste que no habías estado solo cuando estuviste en mi casa en diciembre?

A Kevin se le erizaron los pelos del cogote. Eligió sus palabras con cuidado.

– Pensé que no era cosa mía. Pensé que le correspondía a Daphne contarte que había estado allí.

– ¿Daphne?

Kevin se hartó y también perdió los nervios.

– ¡No fue culpa mía que apareciese la tarada de tu cuñada! -exclamó.

– ¿Ni siquiera sabes cómo coño se llama?

Dan parecía estar a punto de abalanzarse sobre él, y Kevin ya estaba demasiado cabreado como para quedarse esperando.

– ¡Quieto ahí! Ella me dijo que se llamaba Daphne.

– Sí, claro -se burló Dan-. ¡Pues se llama Molly, maldito cabrón, y está esperando un hijo tuyo!

Kevin se sintió como si le estuvieran despidiendo.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de que estoy hasta las narices de deportistas millonarios que creen que tienen el derecho divino de ir dejando hijos ilegítimos por ahí, como si nada.

Kevin sintió un mareo. Ella le había dicho que no había habido consecuencias cuando la llamó. Si incluso estaba con un novio.

– ¡Al menos podrías haber tenido la decencia de utilizar una goma!

El cerebro de Kevin volvía a funcionar y no estaba dispuesto a asumir las culpas por lo ocurrido.

– Hablé con Daph… con tu cuñada antes de marcharme de Chicago, y me dijo que no había ningún problema. Tal vez sería mejor que tuvieras esta conversación con su novio.

– Ahora mismo está un poco preocupada como para tener novios.

– Te está ocultando algo -dijo con cautela-. Has hecho este viaje en balde. Está saliendo con un tipo llamado Benny.

– ¿Benny?

– No sé cuánto tiempo llevan juntos, pero me temo que él es el responsable de su estado actual.

– ¡Benny no es su novio, cabronazo arrogante! ¡Es un puto tejón!

Kevin se quedó mirándole y luego se dirigió al mueble bar.

– Tal vez será mejor que volvamos a empezar desde el principio -dijo finalmente.


Molly aparcó su Escarabajo detrás del BMW de Phoebe. Al salir del coche, esquivó un montón de nieve sucia. El norte de Illinois vivía en plena ola fría y todo parecía indicar que iba para largo, pero no le importaba. Febrero era la mejor época del año para acurrucarse junto al calor de un ordenador y un cuaderno de dibujo, o simplemente para soñar despierta.


Daphne se moría de ganas de que la bebé conejita fuera lo bastante mayor como para jugar con ella. Se pondrían faldas con lentejuelas brillantes y dirían: «¡O lá lá, estás divina!» Luego les lanzarían globos llenos de agua a Benny y a sus amigos.


Molly estaba contenta de que su charla en la comida literaria hubiera terminado y que Phoebe hubiera ido a darle apoyo moral. Aunque le encantaba visitar escuelas para leerles a los niños, dar charlas para adultos la ponía nerviosa, sobre todo con un estómago imprevisible.

Hacía ya un mes que había descubierto que estaba embarazada, y la idea del bebé se hacía cada día más real para ella. No había podido resistir la tentación de comprar un conjunto vaquero en miniatura, y se moría de ganas de empezar a ponerse ropa de premamá, aunque, estando sólo de dos meses y medio, aún no resultaba necesario.

Siguió a su hermana hacia el interior de la laberíntica alquería de piedra. Había pertenecido a Dan antes de que se casara con Phoebe, y él no había tenido queja cuando Molly se instaló allí junto a su nueva esposa.

Roo salió corriendo a recibirlas, mientras que su hermana Kanga, más educada, trotaba detrás. Molly lo había dejado allí mientras estaba en la comida, y en cuanto colgó su abrigo, se agachó para saludar a los dos perros.

– Hola, Roo. Hola, Kanga, bonita.

Ambos caniches se tumbaron panza arriba para que les rascase la barriga.

Mientras Molly cumplía con sus obligaciones con los perros, vio que Phoebe metía el pañuelo Hermés que había llevado puesto en el bolsillo de la chaqueta de Andrew.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Molly-. Llevas toda la tarde distraída.

– ¿Distraída? ¿Por qué lo dices?

Molly sacó el pañuelo y se lo entregó a su hermana.

– Andrew dejó de travestirse cuando cumplió los cuatro años.

– Oh, vaya. Supongo que… -se interrumpió al ver aparecer a Dan por la parte posterior de la casa.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Molly-. Phoebe me había dicho que estabas de viaje.

– Y lo estaba. -Dan besó a su mujer-. Acabo de volver.

– ¿Has dormido con la ropa puesta? Tienes muy mal aspecto.

– Ha sido un vuelo muy largo. Entra en la sala familiar, ¿quieres, Molly?

– Claro.

Los perros la siguieron mientras se dirigía a la parte posterior de la casa. La sala familiar formaba parte del añadido que se había construido al crecer la familia Calebow. Tenía mucho cristal y zonas cómodas para sentarse, algunas con butacas para leer, otra con una mesa para hacer los deberes o jugar. En el mueble para el equipo estéreo de vanguardia había de todo, desde Raffi hasta Rachmaninoff.

– ¿Y dónde has ido, si puede saberse? Creía que estabas… -Las palabras de Molly murieron en cuanto vio al hombre alto con el pelo rubio oscuro que estaba en pie en un rincón de la habitación. Los ojos verdes que antes le habían parecido tan atractivos la miraban en aquel momento con una hostilidad declarada.

Su corazón empezó a latir rápidamente. La ropa de Kevin estaba tan arrugada como la de Dan, y llevaba barba de varios días. Aunque estaba bronceado, nadie hubiera dicho que acababa de llegar de unas vacaciones de relax. Más bien parecía peligrosamente malhumorado y a punto de estallar.

Molly recordó la distracción de Phoebe de aquella tarde, su expresión furtiva cuando, justo después de la charla de Molly, había salido un momento de la sala para responder a una llamada a su teléfono móvil. Aquella reunión no tenía nada de casual. De algún modo, Phoebe y Dan habían descubierto la verdad.

Phoebe habló con determinación, pero también con serenidad.

– Sentémonos.

– Yo me quedaré en pie -dijo Kevin, sin apenas abrir los labios.

Molly se sintió mareada, enojada y atemorizada.

– No sé qué está pasando aquí, pero no quiero tener nada que ver con esto -dijo volviéndose; Kevin, sin embargo, dio un paso adelante y le cerró el paso.

– Ni se te ocurra -le espetó.

– Esto no tiene nada que ver contigo -dijo ella.

– No es lo que me han contado. -Sus ojos verdes la atravesaron como témpanos de hielo verde.

– Pues te lo han contado mal.

– Molly, vamos a sentarnos para poder hablar del tema -dijo Phoebe-. Dan ha volado hasta Australia para ir a buscar a Kevin, y lo mínimo que…

– ¿Has volado hasta Australia? -interrumpió Molly volviéndose hacia su cuñado.

Dan le dedicó la misma mirada obstinada que Molly había visto en sus ojos el día que se negó a dejarla ir a un campamento mixto tras el baile de despedida del instituto. La misma expresión que había observado en su cara cuando no le permitió posponer sus estudios en la universidad para hacer turismo de mochila por toda Europa. Pero ya hacía años que había dejado de ser una adolescente, y algo se rompió en su interior.

– ¡No tenías ningún derecho! -exclamó.

Sin pensárselo, se encontró atravesando la habitación como un rayo con la intención de pegarle.

Molly no era una persona violenta. Ni siquiera tenía ataques de mal humor. Le gustaban los conejitos y los bosques de los cuentos de hadas, las teteras de porcelana y los camisones de lino. Nunca le había pegado a nadie, y menos a alguien a quien quisiera. Aun así, sintió que su mano se cerraba formando un puño y volaba hacia su cuñado.

– ¿Cómo has podido?

Molly golpeó a Dan en el pecho.

– ¡Molly! -gritó su hermana.

Dan abrió los ojos como platos, asombrado. Roo empezó a ladrar.

La culpa, la ira y el miedo se fundieron y formaron una bola en el interior de Molly. Dan retrocedió, pero ella fue tras él y le asestó otro golpe.

– ¡Esto no es asunto tuyo! -gritó.

– ¡Basta, Molly! -exclamó Phoebe.

– No te lo perdonaré nunca-dijo, volviendo a la carga.

– ¡Molly!

– ¡Es mi vida! -Las palabras de Molly se oyeron con toda claridad a pesar de los ladridos enloquecidos de Roo y las protestas de su hermana-. ¿Por qué no podías quedarte al margen?

Un brazo musculoso la tomó por la cintura antes de que pudiese golpear de nuevo. Roo aulló. Kevin tiró de ella hacia su pecho.

– Tal vez será mejor que te calmes.

– ¡Suéltame! -gritó, clavándole un codazo.

Kevin gruñó, pero no la soltó.

Roo le mordió el tobillo.

Kevin gañó, y Molly le dio otro codazo.

Kevin empezó a soltar tacos.

Dan se unió a él.

– ¡Por el amor de Dios!

Un pitido estridente se adueñó de la sala.

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