Capítulo cinco

A veces, cuando necesitas realmente a un amigo, te encuentras con que todo el mundo ha salido a pasar el día fuera.

El día solitario de Daphne.


Los tímpanos de Molly retumbaron al oír el toque del silbato de juguete que tenía Phoebe entre los labios.

– ¡Ya basta! -dijo la hermana acercándose a los demás-. ¡Molly, estás en fuera de juego! ¡Roo, suelta! Kevin, quítale las manos de encima. ¡Y ahora, a sentarse todo el mundo!

Kevin bajó el brazo. Dan se frotó el pecho. Roo soltó la pernera de Kevin.

Molly se sintió furiosa consigo misma. ¿Qué había querido demostrar exactamente? No se atrevía a mirar a nadie. La idea de que su hermana y su cuñado supieran cómo había asaltado a Kevin mientras dormía era más que humillante.

Pero tenía que admitir que era responsable de todo lo sucedido, y no podía huir. Siguiendo el ejemplo de los lectores de Daphne, cogió a su mascota para tener algún consuelo y se sentó en una butaca, lo más lejos posible del resto de la gente. Roo le lamió la barbilla compasivamente.

Dan se sentó en el sofá. Tenía en el rostro la misma expresión testaruda que había desencadenado la reacción de Molly. Phoebe se acomodó a su lado con el aspecto de una bailarina de Las Vegas disfrazada de mamá. Y Kevin…

Su furia llenaba la habitación. Estaba en pie junto a la chimenea, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos escondidas bajo sus axilas, como si quisiera tenerlas sujetas para no utilizarlas contra ella. ¿Cómo podía haber estado encaprichada por alguien con un aspecto tan peligroso?

Y entonces empezó a entender la situación. Phoebe, Dan, Kevin… ella: la creadora de la conejita Daphne contra la NFL.

Su única estrategia posible era una defensa fuerte. Tendría que comportarse como una arpía, pero era lo mejor que podía hacer por Kevin.

– Vayamos al grano. Yo tengo cosas que hacer, y sé de alguien que podría aburrirse con demasiadas palabras.

Una de las cejas rubias oscuras de Kevin se disparó.

Phoebe suspiró.

– Esto no va a funcionar, Molly -empezó a decir-. Él es demasiado duro para asustarse. Sabemos que Kevin es el padre de tu bebé, y él ha venido aquí para hablar del futuro.

Molly se volvió hacia Kevin. ¡No se lo había contado! Phoebe no habría hablado nunca de ese modo si hubiera sabido lo que había hecho Molly.

Los ojos de Kevin no delataban nada.

¿Por qué había guardado silencio? En cuanto Phoebe y Dan supieran la verdad, él quedaría libre de culpa.

Molly se volvió hacia su hermana.

– A él el futuro no le incumbe. La verdad es que yo…

Kevin se acercó a ella a toda prisa.

– Ponte el abrigo -espetó-. Vamos a dar un paseo.

– Es que no…

– ¡Vamos!

Por mucho que detestara enfrentarse a él, hablar con Kevin a solas sería más fácil que tratar con él delante de la mafia Calebow. Dejó a su mascota en la alfombra y se levantó.

– Quédate aquí, Roo.

Phoebe cogió al caniche cuando éste empezó a lloriquear.

Con la espalda erguida como un mástil, Molly salió de la habitación. Kevin la atrapó en la cocina, la asió del brazo y la arrastró hacia el cuarto de la lavadora. Entonces cogió la chaqueta de esquí rosa y azul lavanda de Julie para ella y descolgó el abrigo marrón de tres cuartos de Dan para él. Abrió la puerta trasera y empujó a Molly hacia fuera no muy delicadamente.

Molly se puso la chaqueta y se subió la cremallera, pero no llegaba a cerrarse por delante, y el viento atravesaba su blusa de seda. Kevin no se molestó en abrocharse el abrigo de Dan, aunque sólo llevaba una camiseta de verano de punto y unos pantalones caqui. El calor de la furia le protegía del frío.

Molly, nerviosa, puso las manos en los bolsillos de la chaqueta de Julie y encontró un viejo gorro de punto con un parche gastado de Barbie. Los restos de una brillante borla plateada colgaban de la parte superior sujetos sólo por algunos hilos. Molly se lo encasquetó en la cabeza. Kevin la llevó hacia un camino de losas que llevaba al bosque. Era perceptible la violencia que hervía en su interior.

– No pensabas decirme nada -dijo.

– No había ninguna necesidad. ¡Pero sí que se lo diré a ellos! Deberías haberlo hecho tú cuando apareció Dan y te habrías librado de un largo viaje.

– Sí, claro, ya me imagino su reacción. «No fue culpa mía, Dan. Tu perfecta cuñadita me violó.» Estoy seguro de que se lo habría creído.

– Ahora sí se lo creerá. Siento que te hayan tenido que… incomodar de esta manera.

– ¿Incomodar? -soltó la palabra como un latigazo-. ¡Esto es algo más que una incomodidad!

– Ya lo sé. Yo…

– Tal vez sea una incomodidad en tu vida de niña rica, pero en el mundo real…

– ¡Lo comprendo! Tú fuiste la víctima.- Molly encorvó los hombros para protegerse del frío e intentó hacer entrar las manos en los bolsillos-. Esta situación me afecta a mí, no a ti.

– Yo no soy la víctima de nadie -refunfuñó Kevin.

– Fuiste víctima de mi actuación, y eso me hace responsable de las consecuencias.

– Las consecuencias, como tú lo llamas, significan una vida humana.

Ella se detuvo y le miró. El viento le había estampado un mechón de cabellos en la frente. Su cara estaba rígida, y sus hermosos rasgos, inflexibles.

– Ya lo sé -dijo Molly-. Y tienes que creer que no había planificado nada de esto. Pero ahora que estoy embarazada, quiero a este bebé con todo mi corazón.

– Yo no.

Molly sintió un escalofrío. Era lógico, lo comprendía. Por supuesto que no quería un bebé. Pero su enfado era tan feroz que se protegió instintivamente la barriga con los brazos.

– Pues entonces no tienes ningún problema. Yo no te necesito, Kevin. En serio. Y te agradecería muchísimo que te olvidaras de todo esto.

– ¿Crees realmente que puedo hacer eso?

Para ella, todo eso era algo personal, pero tenía que recordar que para él significaba una crisis profesional. La pasión de Kevin por los Stars era sobradamente conocida. Phoebe y Dan eran sus jefes y dos de las personas más influyentes de la NFL.

– En cuanto les cuente a Dan y a mi hermana lo que hice, saldrás del atolladero. Esto no afectará para nada a tu carrera.

– Tú no les vas a contar nada.

– ¡Por supuesto que sí!

– Mantén la boca cerrada.

– ¿Es tu orgullo el que habla? ¿No quieres que nadie sepa que fuiste una víctima? ¿O es que les tienes miedo?

Kevin musitó sin apenas mover los labios:

– Tú no sabes nada de mí.

– ¡Sé cuál es la diferencia entre el bien y el mal! Lo que yo hice estaba mal, y no lo complicaré implicándote aún más en esto. Ahora volveré a entrar y…

Kevin la asió del brazo y la sacudió.

– Escúchame bien, porque tengo jet lag y no quiero tener que repetirlo. He sido culpable de muchas cosas en la vida, pero nunca he dejado atrás a ningún hijo ilegítimo, y no pienso empezar a hacerlo ahora.

Ella se apartó de él y reunió aún más valor.

– No pienso deshacerme de este bebé, así que ni se te ocurra sugerirlo.

– No lo haré -dijo con los labios amargamente apretados-. Nos casaremos.

– Yo no quiero casarme -dijo Molly, pasmada.

– Ya somos dos, y no estaremos casados mucho tiempo.

– Yo no…

– No gastes saliva. Tú me has jodido, señorita, pero ahora las decisiones las tomo yo.


A Kevin le gustaba ir a discotecas, pero en aquel momento deseó haberse quedado en casa. Aunque su confrontación con el clan Calebow había tenido lugar el día anterior por la tarde, todavía no se sentía preparado para rodearse de otra gente.

– ¡Kevin! ¡Aquí!

Una joven con una sombra de ojos resplandeciente y un vestido de celofán lo llamaba con insistencia esforzándose por vencer el ruido que dominaba la sala. Habían salido durante un par de semanas el verano anterior. ¿Nina? ¿Nita? Ni se acordaba, y tampoco le importaba.

– ¡Kevin! ¡Eh, tío, vente conmigo, te invito a un trago! -gritó un conocido.

Kevin fingió no haber oído a ninguno de los dos y, abriéndose paso entre el gentío, se volvió por donde había venido. Había sido una equivocación. No estaba de humor para estar con los amigos, y menos aún con aficionados con ganas de hablar sobre el partido decisivo que habían perdido por su culpa.

Pidió su abrigo, pero no se lo abotonó, y, al salir, el aire frío de la calle Dearborn lo sacudió como un puñetazo. Mientras conducía hacia el centro de la ciudad, camino de la discoteca, había oído en la radio que el mercurio había caído a tres grados bajo cero. Era el invierno de Chicago. El encargado del aparcamiento le vio y fue a por su coche, que estaba aparcado en un lugar visible a menos de seis metros.

A la semana siguiente, sería un hombre casado. Se acabó el mantener la vida privada al margen de su profesión. Kevin le dio propina al encargado, se puso al volante de su Spider y se alejó del lugar.

«Tú tienes que servir de ejemplo, Kevin. La gente espera que los hijos del clero se comporten correctamente.»

Kevin se sacudió la voz del buen reverendo John Tucker de la memoria. Había decidido casarse para proteger su carrera. Era cierto, la idea de tener un hijo ilegítimo le ponía la piel de gallina, pero eso afectaría a cualquiera. Nada de aquello tenía que ver con que fuese el hijo de un predicador: con todo era por el fútbol.

Phoebe y Dan no esperaban a una pareja enamorada, y si el matrimonio no duraba demasiado tampoco se sorprenderían. Al mismo tiempo, Kevin podría estar con ellos llevando la cabeza bien alta. En cuanto a Molly Somerville, con sus contactos importantes y su moralidad descuidada, Kevin nunca había detestado tanto a nadie. Se había esfumado el sueño de casarse con la mujer silenciosa y poco exigente del que tanto se burlaba Jane Bonner. En vez de eso, tenía a una intelectualoide engreída que se lo comería a bocados si le daba la oportunidad. Por suerte, no pensaba dársela.

«Kevin, existe el Bien y existe el Mal. Puedes andar toda tu vida entre sombras o puedes permanecer bajo la luz.»

Kevin hizo oídos sordos a la voz de su padre y aceleró por la carretera de la orilla del lago. Eso no tenía nada que ver con el Bien o el Mal. Era control de perjuicios profesionales.

«No del todo», susurró una vocecilla en su interior.

Kevin cambió al carril izquierdo, luego al derecho, luego de nuevo al izquierdo. Necesitaba velocidad y riesgo, pero no iba a conseguir nada de eso en la carretera de la orilla del lago.


Pocos días después de la emboscada de Phoebe y Dan, Molly se encontró con Kevin para encargarse de la licencia matrimonial. Después de eso, fueron al centro cada uno en su coche, al edificio Hancock, donde firmaron los papeles legales de separación de bienes. Kevin no sabía que Molly no tenía bienes que separar, y ella no se lo contó. Eso sólo habría hecho que ella pareciera aún más chiflada de lo que él ya pensaba que estaba.

Molly desconectó mientras el abogado les explicaba los documentos. Kevin y Molly no habían mediado palabra sobre qué papel tendría él en la vida del niño, y ella estaba demasiado deprimida para sacar el tema. Otra cosa que tenían que resolver.

Al salir del despacho, Molly hizo de tripas corazón e intentó nuevamente hablar con él.

– Kevin, esto es una locura. Al menos déjame que les cuente a Dan y a Phoebe la verdad.

– Me juraste que mantendrías la boca cerrada.

– Ya lo sé, pero…

Sus ojos verdes la dejaron helada hasta los huesos.

– Me gustaría creer que puedes ser de fiar sobre algo-le espetó Kevin.

Ella apartó la mirada, deseando no haberle dirigido la palabra.

– No estamos en los años cincuenta. No necesito casarme para educar a mi hijo. Hay montones de mujeres solteras que lo hacen.

– Casarse no será más que una pequeña incomodidad para ambos. ¿Tan egocéntrica eres que no puedes dedicar unas pocas semanas de tu vida a intentar arreglar esto?

No le gustó ni el desprecio de su voz, ni que la llamara egocéntrica, especialmente sabiendo que él hacía todo aquello únicamente para mantener las buenas relaciones con Dan y Phoebe, pero Kevin se alejó antes de que ella pudiera responder. Finalmente abandonó. Podía enfrentarse a uno de ellos, pero no a los tres.

La boda tuvo lugar pocos días después, en la sala de estar de los Calebow. Molly llevaba un vestido blanco nieve de media pantorrilla que le había regalado su hermana. Kevin llevaba un traje gris oscuro con una corbata a juego. Molly pensó que le daba un aire de atractivo director de pompas fúnebres.

Ambos rehusaron invitar a ninguno de sus amigos a la ceremonia, así que sólo Dan, Phoebe, los niños y los perros estaban allí. Las niñas habían decorado la sala de estar con serpentinas de papel crepé y les habían puesto lacitos a los perros. Roo llevaba el suyo alrededor del collar, y el de Kanga colgaba coqueto de su moño. Kanga flirteó desvergonzadamente con Kevin, agitando el moño para captar su atención y meneando la cola. Kevin la ignoró, como ignoraba los gruñidos de Roo, y Molly pensó que debía de ser uno de esos hombres que creen que un caniche pone en duda su masculinidad. ¿Por qué no había considerado eso en Door County en vez de esperar eructos, cadenas de oro y «machotes»?

Los ojos de Hannah brillaban mientras observaba a Kevin y a Molly como si fueran los protagonistas de un cuento de hadas. A pesar de que lo único que le apetecía era vomitar, Molly fingió ser feliz, y lo hizo por ella.

– Estás tan guapa -suspiró Hannah. Luego se volvió hacia Kevin con el corazón en los ojos-. Tú también estás guapo. Pareces un príncipe.

Tess y Julie se rieron ruidosamente, y Hannah se sonrojó.

Pero Kevin no se rió. Sólo sonrió levemente mientras le ponía la mano en el hombro.

– Gracias, pequeña.

Molly pestañeó y apartó la mirada.

El juez que celebraba la ceremonia dio un paso adelante.

– Empecemos.

Molly y Kevin se acercaron a él como quien atraviesa un campo de minas.

– Queridos…

Andrew se desembarazó del abrazo de su madre y corrió adelante para colocarse entre la novia y el novio.

– Andrew, vuelve aquí.

Dan se adelantó a buscarlo, pero Kevin y Molly simultáneamente le dieron la mano para que no se moviera de donde estaba.

Y así fue como se casaron: bajo un improvisado emparrado de serpentinas de papel crepé, con un niño de cinco años plantado firmemente entre los dos y un caniche gris que observaba desafiante al novio.

Ni una sola vez se miraron Kevin y Molly, ni siquiera durante el beso, que fue seco, rápido y con la boca cerrada.

Andrew miró hacia arriba e hizo una mueca.

– Rico, ñam, ñam.

– Se supone que se están besando, pequeñajo-dijo Tess desde detrás.

– ¡No soy pequeñajo!

Molly se agachó para consolarle antes de que se pusiera nervioso. De reojo, vio que Dan le estrechaba la mano a Kevin y Phoebe le daba un rápido abrazo. Era una situación muy desagradable, y Molly se moría de ganas de salir de allí. Pero eso también era un problema.

Fingieron beber algunos sorbos de champán, pero ninguno de los dos pudo comer más de un bocado del pequeño pastel blanco de boda.

– Vayámonos de aquí -le gruñó finalmente Kevin al oído.

Molly no tuvo que fingir jaqueca. Su malestar general había ido en aumento durante la tarde.

– Vale.

Kevin murmuró algo sobre ponerse en camino antes de que nevara.

– Bien pensado -dijo Phoebe-. Me alegro de que hayáis aceptado nuestro ofrecimiento.

Molly intentó disimular que la perspectiva de pasar unos días en Door County con Kevin era la peor de sus pesadillas.

– Es lo mejor que podéis hacer -convino Dan-. La casa está lo bastante lejos como para evitar que las revistas del corazón os persigan cuando lo anunciemos.

– Además -dijo Phoebe con una alegría postiza-, eso os dará la oportunidad de conoceros mejor.

– Tengo unas ganas… -dijo Kevin entre dientes.

Ni siquiera se molestaron en cambiarse de ropa, y, diez minutos después, Molly ya le estaba dando un beso de despedida a Roo. Dadas las circunstancias, pensó que era mejor dejar el perro con su hermana.

Mientras Molly y Kevin se alejaban en el Ferrari, Tess y Julie envolvieron a Andrew con las serpentinas de papel crepé y Hannah se arrimó amorosamente a su padre.

– Tengo el coche en una gasolinera Exxon a un par de millas de aquí -dijo Molly-. Gira a la izquierda cuando llegues a la autopista.

La idea de estar encerrados juntos durante las siete horas y media de viaje hasta el norte de Wisconsin era más de lo que sus nervios podían soportar.

Kevin se puso sus gafas de sol Revo con montura plateada.

– Creía que estábamos de acuerdo con el plan de Door County.

– Iré hasta allí en mi coche.

– Por mí, vale.

Kevin siguió las instrucciones y paró en la gasolinera pocos minutos después. Al inclinarse sobre Molly para abrir la puerta del pasajero, le presionó ligeramente la cintura con el brazo. Ella cogió las llaves de su bolso y bajó del coche.

Kevin salió zumbando sin decir palabra.

Molly lloró durante todo el camino hasta la frontera de Wisconsin.


Kevin dio un rodeo para pasar por su casa, situada en una de las comunidades valladas de Oak Brook. Allí se cambió de ropa: se puso unos vaqueros y una camisa de franela. Cogió un par de CD de un grupo de jazz de Chicago que le gustaba, y un libro sobre escalar el Everest que había olvidado meter en la maleta. Como no tenía ninguna prisa por volver a la carretera, pensó en prepararse algo de comer, pero junto con la libertad había perdido también el apetito.

Mientras se dirigía al norte hacia Wisconsin por la I-94, intentó recordar cómo se había sentido al nadar con los tiburones del arrecife hacía poco más de una semana, pero no logró rememorar la sensación. Los deportistas ricos eran un objetivo para las mujeres depredadoras, y había llegado a pensar que quizás ella se había quedado embarazada adrede. Pero Molly no necesitaba el dinero. No, ella sólo buscaba la diversión, y no se había molestado en considerar las consecuencias.

Cuando estaba al norte de Sheboygan, sonó su teléfono móvil. Respondió, y oyó la voz de Charlotte Long, una mujer que había sido amiga de sus padres desde que él tenía memoria. Igual que sus padres, había pasado los veranos en el campamento de su familia en el norte de Michigan, y todavía regresaba allí cada mes de junio. Kevin había perdido el contacto con ella desde la muerte de su madre.

– Kevin, el abogado de tu tía Judith me ha vuelto a telefonear.

– Genial -murmuró. Recordaba a Charlotte charlando con sus padres tras la misa diaria en el tabernáculo. Incluso en sus recuerdos más antiguos ya parecían todos unos ancianos.

En el momento de su nacimiento, la vida bien ordenada de sus padres giraba en torno a la iglesia de Grand Rapids, donde su padre había ejercido de pastor, los libros que les gustaban y sus aficiones intelectuales. No tenían más hijos, y no sabían qué hacer con aquel niño tan tremendo al que amaban con todo su corazón, pero al que no comprendían.

«Intenta estarte quieto, por favor, cielo.»

«¿De dónde vienes tan sucio?»

«Pero ¿qué has estado haciendo? ¡Estás empapado de sudor!»

«No corras tanto.»

«No grites tanto.»

«No seas tan bruto.»

«¿Al fútbol, hijo? Creo que en el desván están mis viejas raquetas de tenis. Podemos jugar al tenis, si quieres.»

Aun así, habían asistido a todos sus partidos, porque eso era lo que hacían los buenos padres en Grand Rapids. Todavía recordaba la sensación de mirar hacia las gradas y descubrir en sus rostros la ansiedad y la perplejidad.

«Seguro que debían de preguntarse cómo te criaron.»

Eso era lo que había dicho Molly cuando le había hablado de ellos. Tal vez estuviera equivocada en todo lo demás, pero sin duda en eso tenía razón.

– Me ha dicho que no le has llamado. -La voz de Charlotte denotaba acusación.

– ¿Quién?

– El abogado de tu tía Judith. Presta atención, Kevin. Quiere hablar contigo sobre el campamento.

Kevin no sabía lo que iba a decir Charlotte, pero sus manos se aferraron con fuerza al volante: las conversaciones sobre el campamento de Wind Lake siempre le ponían tenso, y por eso las evitaba. Era el lugar donde la distancia entre sus padres y él se había hecho más dolorosa.

Su bisabuelo creó ese campamento en unos terrenos que había comprado a finales del siglo XIX en un lugar remoto del noreste de Michigan. Desde el principio había servido como lugar de reunión de verano para encuentros religiosos metodistas. Como no estaba situado a orillas del océano, sino en un lago interior, nunca había adquirido la fama de campamentos como Ocean Grove, en Nueva jersey, o Oak Bluffs, en Martha's Vineyard, aunque tenía el mismo tipo de casitas y también un tabernáculo central donde se celebraban los servicios.

Mientras crecía, Kevin se había visto obligado a pasar los veranos allí, ya que su padre celebraba los servicios religiosos diarios para el número cada vez menor de ancianos que volvían cada año. Kevin era siempre el único niño.

– Ya sabes que ahora que Judith ha muerto, el campamento es tuyo -dijo Charlotte innecesariamente.

– No lo quiero.

– Por supuesto que lo quieres. Lleva más de cien años pasando de una generación de la familia Tucker a otra. Es una institución, y seguro que no querrás ser tú quien acabe con él.

Pues claro que quería.

– Charlotte, ese lugar es un pozo sin fondo económicamente hablando. Ahora que ha muerto tía Judith, no hay nadie que cuide de él.

– Tú cuidarás de él. Ella se encargó de todo. Puedes contratar a alguien para que lo lleve.

– Lo venderé. Tengo que concentrarme en mi carrera.

– ¡No puedes hacer eso! En serio, Kevin, forma parte de la historia de tu familia. Además, hay gente que todavía vuelve cada año.

– Supongo que eso debe de hacer feliz a la empresa local de pompas fúnebres.

– ¿Qué quieres decir? Oh, vaya… Tengo que dejarte o llegaré tarde a mi clase de acuarela.

La mujer colgó antes de que Kevin pudiera decirle nada sobre su boda. Casi mejor. Hablar sobre el campamento había empeorado todavía más su mal humor.

Dios santo, aquellos veranos habían sido una agonía. Mientras sus amigos jugaban al béisbol y salían, él estaba atrapado entre un montón de ancianos y millones de reglas.

«No salpiques tanto cuando estás en el agua, cielo. A las señoras no les gusta mojarse el pelo.»

«La misa empieza dentro de media hora, hijo. Ve a arreglarte.»

«¿Has vuelto a jugar a lanzar la pelota contra la pared del tabernáculo? ¡La has dejado llena de marcas!»

Cuando cumplió los quince años, se rebeló por fin y a sus padres casi se les rompió el corazón.

«¡No pienso volver y no podéis obligarme! ¡Allí me aburro como una ostra! ¡No lo soporto! ¡Me escaparé si tratáis de hacerme volver allí! ¡Lo digo en serio!»

Cedieron, y él se pasó los tres veranos siguientes en Grand Rapids con su amigo Matt. El padre de Matt era joven y fuerte. Había jugado al fútbol universitario con los Spartans, y cada tarde jugaba al balón con ellos. Kevin le adoraba.

Con el tiempo, John Tucker acabó siendo demasiado mayor para ejercer de ministro, el tabernáculo se quemó y el propósito religioso de los campamentos llegó a su fin. Su tía Judith se trasladó a la inhospitalaria y vieja casa donde solían instalarse Kevin y sus padres, y había seguido alquilando las casitas durante el verano. Kevin no había regresado jamás.

No quería seguir pensando en aquellos interminables y aburridos veranos repletos de ancianos que le hacían callar, así que subió el volumen de su nuevo CD. Pero, justo cuando dejaba atrás la interestatal, divisó un conocido Escarabajo chartreuse en la cuneta de la carretera. La gravilla golpeó los bajos de su coche al frenar. Era el coche de Molly, no cabía duda. Ella estaba inclinada sobre el volante.

Genial. Lo último que necesitaba. Una mujer histérica. ¿Qué derecho tenía a estar histérica? Era él quien tenía razones para echarse a gritar.

Se planteó la posibilidad de seguir su camino, pero probablemente ella ya le había visto, así que bajó del coche y se acercó a ella.


El dolor la estaba dejando sin respiración, o tal vez era el miedo. Molly sabía que tenía que llegar a un hospital, pero le daba miedo moverse. Tenía miedo de que, si se movía, aquella humedad caliente y pegajosa que ya empapaba la falda de su vestido de novia de lana blanca se convirtiera en una inundación que se llevara consigo a su bebé.

Como no había comido apenas nada en todo el día, Molly había atribuido los primeros calambres al hambre. Luego había sufrido un espasmo tan fuerte que apenas pudo hacerse a un lado con el coche.

Plegó las manos sobre su estómago y se hizo un ovillo. «Por favor, no dejes que pierda el bebé. Por favor, Dios mío.»

– ¿Molly?

A través de la neblina de sus lágrimas, vio que Kevin miraba por la ventanilla del coche. Como ella no se movió, él golpeó el cristal.

– Molly, ¿qué te pasa?

Ella intentó responder, pero no pudo. Kevin señaló el seguro de la puerta.

– Abre el cierre.

Ella estiró el brazo, pero tuvo otro calambre. Gimió y se envolvió los muslos entre los brazos para que no se separasen.

Kevin volvió a golpear el cristal, esta vez con más fuerza.

– ¡Toca el seguro! ¡Sólo tócalo! Sin saber cómo, Molly logró hacer lo que le pedía.

Una ola de aire frío la golpeó cuando él abrió la puerta de par en par y su aliento creó una nube de vaho en el aire.

– ¿Qué te ocurre?

El miedo la había dejado sin habla. Lo único que pudo hacer fue morderse los labios y apretar aún más los muslos.

– ¿Es el bebé?

Ella asintió nerviosamente con la cabeza.

– ¿Crees que tienes un aborto?

– ¡No! -Molly combatió el dolor e intentó hablar con más calma-. No, no es un aborto. Sólo… sólo son calambres.

Ella se dio cuenta de que él no se lo creía, y le odió por ello.

– Hay que llevarte a un hospital.

Kevin corrió hacia el otro lado del coche, abrió la puerta y le tendió los brazos para trasladarla al asiento del pasajero, pero ella no podía permitírselo. Si se movía…

– ¡No! ¡No…! ¡No me muevas!

– Tengo que hacerlo. No te haré daño, te lo prometo.

Kevin no lo entendía. No era a ella a quien le haría daño.

– No…

Pero él no la escuchaba. Ella se agarró los muslos con más fuerza mientras él la sujetaba por debajo y, con dificultad, la desplazaba hacia el otro asiento. El esfuerzo dejó a Molly jadeando.

Kevin volvió corriendo a su coche y regresó enseguida con su teléfono móvil y una manta de lana con la que tapó a Molly. Antes de sentarse al volante, colocó una chaqueta en el asiento. Para cubrir su sangre.

Mientras él se dirigía de nuevo hacia la autopista, ella deseó que sus brazos tuvieran la fuerza suficiente para seguir manteniendo sus dos piernas juntas. Kevin hablaba con alguien al teléfono… Estaba intentando localizar un hospital. Los neumáticos de su diminuto Escarabajo chirriaron mientras salía como un rayo de la autopista y trazaba una curva. Conducción temeraria. «Por favor, Dios mío…»

Molly no tenía ni idea de cuánto habían tardado en llegar a ese hospital. Sólo se dio cuenta de que él abría la puerta del pasajero y se preparaba para volver a tomarla en sus brazos.

Intentó apartar las lágrimas de sus ojos pestañeando y le miró.

– Por favor… Ya sé que me odias, pero… -Molly jadeó tras un nuevo calambre-. Mis piernas… Tengo que mantenerlas juntas.

Él la examinó un momento y luego asintió con la cabeza.

Molly sintió como si no pesara nada cuando Kevin deslizó sus manos por debajo de la falda de su vestido de novia y la levantó sin esfuerzo. Kevin apretó los muslos de Molly contra su cuerpo y cruzó la puerta de entrada.

Alguien se acercó con una silla de ruedas y Kevin corrió hacia ella.

– No… -Molly intentó agarrarle el brazo, pero estaba demasiado débil-. Las piernas… Si me sueltas…

– Por aquí, señor -gritó una enfermera.

– Indíqueme dónde tengo que llevarla -dijo Kevin.

– Lo siento, señor, pero…

– ¡Vamos, deprisa!

Molly apoyó la mejilla en el pecho de Kevin y por un momento sintió que el bebé estaba a salvo. Ese momento se esfumó en cuanto él la llevó a un cubículo con cortinas y la dejó cuidadosamente sobre la camilla.

– Nosotros nos encargaremos de ella. Mientras, vaya usted a registrarla, señor -dijo la enfermera.

Kevin apretó la mano de Molly. Por primera vez desde que había regresado de Australia, parecía preocupado en lugar de hostil.

– Vuelvo enseguida.

Con la mirada fija en la luz fluorescente que había en el techo, Molly se preguntó cómo iba Kevin a rellenar los papeles. No sabía ni su fecha de nacimiento ni su segundo nombre de pila. No sabía nada de ella.

La enfermera era joven, de rostro dulce. Pero cuando quiso ayudar a Molly a quitarse las medias ensangrentadas, ésta se negó. Tendría que aflojar las piernas para hacerlo.

La enfermera le acarició el brazo.

– Iré con mucho cuidado.

Pero de nada sirvió. Cuando llegó el médico de la sala de urgencias a examinarla, Molly ya había perdido a su bebé.


Kevin se negó a que le dieran el alta antes del día siguiente, y, como era una celebridad, su deseo se cumplió. A través de la ventana de su habitación privada, Molly veía un aparcamiento y una fila de árboles deshojados. Cerró los ojos intentando no oír.

Uno de los médicos hablaba con Kevin, utilizando el tono deferente que adopta la gente cuando habla con alguien famoso.

– Su esposa es joven y goza de buena salud, señor Tucker. Tendrá que ir a que la visite su médico de cabecera, pero no veo ningún motivo para que ustedes dos no puedan tener otro hijo.

Molly sí que vio uno.

Alguien tomó su mano. Molly no sabía si era una enfermera, el médico o Kevin. No le importaba, y la apartó.

– ¿Cómo te encuentras? -susurró Kevin. Ella fingió estar dormida.

Kevin se quedó en la habitación durante mucho rato. Cuando finalmente se marchó, Molly se dio la vuelta para alcanzar el teléfono.

Se sentía aturdida por las pastillas que le habían dado, y tuvo que marcar dos veces antes de poder hablar. Cuando Phoebe respondió, Molly se echó a llorar.

– Ven a buscarme. Por favor…


Dan y Phoebe aparecieron en su habitación poco después de medianoche. Molly creía que Kevin se había marchado, pero debía de haberse quedado dormido en el vestíbulo porque le oyó hablar con Dan.

Phoebe le acarició la mejilla. La fértil Phoebe, que había dado a luz a cuatro hijos sin ningún percance. Una de sus lágrimas cayó en el brazo de Molly.

– Oh, Molly… Lo siento tanto.

Cuando Phoebe dejó la cabecera de la cama para hablar con la enfermera, Kevin tomó su lugar. ¿Por qué no se marchaba? Era un extraño, y nadie quiere a un extraño cerca cuando su vida se está derrumbando. Molly volvió la cabeza hacia la almohada.

– No hacía falta que les llamaras -dijo tranquilamente-. Yo te habría llevado de regreso a casa.

– Ya lo sé.

Kevin había sido amable con ella, así que se obligó a mirarle. Vio preocupación en sus ojos, y también cansancio, pero no encontró la más mínima sombra de pena.

En cuanto llegó de vuelta a casa, Molly rasgó los esbozos de Daphne encuentra a una bebé conejo y los tiró a la basura.

A la mañana siguiente, la noticia de su boda llegó a los periódicos.

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