Capítulo dieciocho

Las fantasías y sueños sexuales son algo normal. Son incluso una forma saludable de pasar el rato mientras esperas a que llegue la persona adecuada.

«Mi vida sexual secreta»

Para Chik


– Qué bien que Kevin decidiera por fin pasar un rato contigo. Tal vez acepte ir por un asesor matrimonial.

Amy dejó el pastel de mermelada de fresa sobre la bandeja Wedgwood y le dedicó a Molly su habitual mirada compasiva.

– No necesitamos a ningún asesor matrimonial -espetó Kevin mientras entraba por la puerta con Mermy pegada a sus pies. Acababan de volver de su aventura en planeador y el viento le había dejado el pelo peinado hacia atrás-. Lo que necesitamos es ese pastel. Son las cinco y los huéspedes esperan la merienda.

Amy se dirigió a regañadientes hacia la puerta.

– Tal vez si rezaseis los dos…

– ¡El pastel! -gruñó Kevin.

Amy volvió la cabeza hacia Molly y le hizo saber con la mirada que ella había hecho todo lo posible, pero que Molly estaba condenada sin remisión a una vida sin sexo. Luego desapareció.

– Tienes razón -dijo Kevin-. Esta chica resulta irritante debería haberte hecho el chupetón.

Ese era un tema del que Molly no quería hablar, de modo que optó por concentrar su atención en preparar la bandeja de té. No había tenido tiempo para cambiarse la ropa ni tampoco de arreglarse el pelo que el viento le había despeinado, pero se obligó a no ponerse nerviosa cuando Kevin se le acercó unos pasos.

– En caso de que estuvieras preocupada, Daphne… Tranquila, mis oídos acaban de recuperarse de ese grito.

– Ibas directamente hacia los árboles. Y no era un grito- dijo cogiendo la bandeja y entregándosela-. Era un chillido.

– Un chillido de mil demonios. Y no estábamos para nada cerca de los árboles.

– Creo que las huéspedes femeninas aguardan impacientes tu presencia.

Kevin hizo una mueca y desapareció con Mermy.

Molly sonrió. No debería haberse sorprendido de que Kevin fuera un experto piloto de planeador, aunque habría preferido que se lo hubiera mencionado antes de despegar. A pesar de aquella tarde juntos, las cosas no estaban mucho mejor entre ellos. Kevin no había dicho ni media palabra sobre las entrevistas de la mañana, y ella no encontraba el momento de preguntárselo. También estaba extrañamente asustadizo. Esa misma tarde habían topado accidentalmente y Kevin había saltado como si Molly quemara. Si no la quería a su lado, ¿por qué la había invitado?

Molly conocía la respuesta. Tras su conversación con Lilly, no quería estar solo.

La mujer causante de su confusión entró en la cocina por la puerta de atrás. Llevaba la palabra incertidumbre escrita en la cara, y Molly sintió empatía. Durante el trayecto de regreso al campamento, Molly había pronunciado el nombre de Lilly y Kevin había cambiado de tema.

Recordó lo que le había dicho en la casita. «‹Se supone que tengo que sentir de golpe cariño por ella? ¡Porque no lo siento!» Había sido un recordatorio inequívoco de que a Kevin no le gustaban las relaciones íntimas. Molly había empezado a darse cuenta de lo hábil que era manteniendo a la gente alejada de él. Por extraño que pareciera, Liam Jenner, con tanta obsesión por la intimidad, estaba emocionalmente menos encerrado en sí mismo que Kevin.

– Siento lo de su gata -dijo Molly-. Ha sido un impulso. Kevin necesita muchas emociones -dijo mientras pasaba el dedo por el vidrio tallado del borde de la bandeja-. Quiero que disfrute del campamento para que no se lo venda.

Lilly asintió. Sus manos entraban y salían de los bolsillos. Carraspeó.

– ¿Te ha hablado Kevin de nuestra conversación?

– Sí.

– No ha sido exactamente un éxito rotundo.

– Aunque tampoco un fracaso estrepitoso.

En el rostro de Lilly se esbozó un conmovedor destello de esperanza.

– Espero que no.

– El fútbol es mucho más sencillo que las relaciones personales.

Lilly asintió y jugueteó con sus anillos.

– Te debo una disculpa, ¿no?

– Pues sí.

Esta vez, en la sonrisa de Lilly había algo más.

– He sido injusta contigo, lo sé.

– Tiene toda la razón.

– Me preocupo por él.

– Y por el daño que podría hacerle a sus emociones una heredera devoradora de hombres, ¿no?

Lilly miró a Roo, que salía de debajo de la mesa.

– Ayúdame, Roo. Tu dueña me da miedo.

Molly se rió.

Lilly sonrió, pero enseguida se puso seria de nuevo.

– Siento haberte juzgado mal, Molly. Sé que te preocupas por él, y creo que nunca le harías daño deliberadamente. Molly sospechó que la opinión de Lilly cambiaría si conociera las circunstancias que se escondían detrás de su matrimonio. Sólo la promesa que le había hecho a Kevin impidió contarle la verdad.

– Por si todavía no se lo había imaginado -empezó a decirle Molly-, estoy de su parte. Creo que Kevin la necesita en su vida.

No te imaginas lo que significa eso para mí-dijo Lilly mirando hacia la puerta-. Entraré a tomar el té.

– ¿Está segura? Los huéspedes se le echarán encima.

– Ya me apañaré-dijo irguiendo su postura-. Ya estoy harta de esconderme. Tu marido va a tener que arreglárselas conmigo de una forma o de otra.

– Bien dicho.


Cuando Molly entró en la sala de estar con una bandeja de galletas y otra tetera, Lilly conversaba de buena gana con los huéspedes que la rodeaban. Se le iba el corazón por los ojos cada vez que miraba a Kevin, aunque el rehuía su mirada. Era como si creyera que cualquier indicio de afecto pudiera en cierto modo atraparle.

La infancia de Molly le había enseñado a tener cuidado con la gente que no era emocionalmente abierta, y la circunspección de Kevin la deprimió. Si fuera lista, alquilaría un coche y volvería a Chicago aquella misma noche.

Una mujer mayor de Ann Arbor que se acababa de registrar aquel mismo día apareció junto a Molly.

– Me han dicho que escribes libros infantiles.

– No mucho, últimamente -respondió taciturnamente acordándose de las revisiones que todavía no había hecho v del cheque de la hipoteca de agosto que no podría firmar.

– Mi hermana y yo hace tiempo que queremos escribir un libro infantil, pero hemos estado tan ocupadas viajando que no hemos podido encontrar el momento.

– Escribir un libro infantil comporta algo más que encontrar el momento -dijo Kevin detrás de ella-. No es tan sencillo como parece creer la gente.

Molly se quedó tan asombrada que casi le resbaló de las manos la bandeja con las galletas.

– Los niños quieren historias buenas -prosiguió-. Quieren reírse o asustarse o aprender algo sin que se lo hagan tragar a la fuerza. Eso es lo que hace Molly en sus libros. Por ejemplo, en Daphne se pierde…

Y, hala, Kevin se puso a describir con una extraordinaria precisión las técnicas que utilizaba Molly para llegar a sus lectores.

Más tarde, cuando apareció en la cocina, Molly le sonrió.

– Gracias por defender mi profesión. Te lo agradezco.

– La gente es idiota.

Kevin señaló con un gesto de cabeza los utensilios que Molly estaba preparando para el desayuno del día siguiente.

– No hace falta que cocines tanto. Ya te he dicho que puedo hacer un pedido en la pastelería del pueblo.

– Ya lo sé. Es que me gusta.

La mirada de Kevin se fue a los hombros desnudos y la camisola de encaje de Molly. Y se quedó allí clavada durante tanto rato que Molly sintió como si estuviera recorriéndole la piel con los dedos. Una fantasía estúpida; se dio cuenta de ello cuando él alargó la mano hacia el bote donde Molly acababa de dejar las galletas sobrantes.

– Parece que te gusta todo de este lugar. ¿Qué ha pasado con aquellos malos recuerdos de tus campamentos de verano? -preguntó Kevin.

– Así es como siempre quise que fuera un campamento de verano.

– ¿Aburrido y lleno de viejos? -dijo él mordiendo una galleta-. Tienes unos gustos muy raros.

Molly no quiso discutir sobre eso con él. En cambio, le hizo la pregunta que había ido posponiendo toda la tarde.

– No me has dicho nada de las entrevistas de esta mañana.

Kevin frunció el ceño.

– No han ido tan bien como sería deseable. Puede que el primer tipo haya sido un buen chef en algún momento de su vida, pero ahora se presenta borracho a las entrevistas. Y la mujer a la que he entrevistado ponía tantas restricciones en cuanto a horarios que no habría servido.

A Molly se le levantó el ánimo, pero cuando Kevin prosiguió, el alma se le cayó a los pies.

– Hay otra candidata que vendrá mañana por la tarde, y por teléfono sonaba muy bien. Ni siquiera le ha puesto pegas a venir un domingo para la entrevista. Supongo que podríamos prepararla el lunes y marcharnos de aquí el miércoles por la tarde como muy tarde.

– Hurra -dijo Molly con tristeza.

– ¿No me digas que vas a echar de menos levantarte de la cama a las cinco y media de la mañana?

Ambos oyeron a Amy que reía en el pasillo.

– ¡No, Troy!

Los recién casados acudían a la cocina para despedirse. Todas las tardes, justo después del té, regresaban corriendo a su apartamento, donde Molly estaba casi segura que saltaban a la cama y hacían el amor muy ruidosamente antes de tener que volver a la casa de huéspedes para pasar la noche.

– Qué suerte -murmuró Molly-. Ahora nos darán un cursito sobre nuestras carencias sexuales en estéreo.

– Ni por asomo.

Sin previo aviso, Kevin la tomó en brazos, la empujó contra la nevera y aplastó su boca en la de ella.

Molly sabía exactamente por qué lo hacía. Y aunque tal vez fuera una idea mejor que la del chupetón, también era mucho más peligrosa.

La mano libre de Kevin agarró su pierna por debajo de la rodilla y la levantó. Molly enroscó su pierna en la cadera de Kevin y lo abrazó. La otra mano de Kevin se deslizó bajo el top de Molly en busca de uno de sus pechos. Como si tuviera algún derecho.

La puerta de la cocina se abrió de par en par y Molly recordó de pronto que tenían testigos. Ése, por supuesto, era el objetivo. Kevin se echó atrás unos centímetros, aunque no lo bastante como para que los labios de Molly se enfriasen. Kevin no apartó la vista de la boca de Molly, ni tampoco retiró la mano de su pecho.

– Marchaos.

Un grito sofocado de Amy. Un portazo. El sonido de unos pasos rápidos en retirada.

– Supongo que les hemos dado una lección -dijo Molly rozándole los labios.

– Supongo -dijo Kevin, antes de empezar a besarla de nuevo.

– Molly, te… ¡Oh, perdón!

Otro portazo. Más pasos en retirada, esta vez de Lilly.

Kevin soltó un taco.

– Nos vamos de aquí.

Su voz contenía la misma nota de determinación que le había oído en entrevistas de televisión cuando prometía ganar a Green Bay. Kevin soltó la pierna de Molly, y retiró de mala gana la mano que tenía encima de su pecho.

Molly se había vuelto a meter donde se suponía que no debía.

– La verdad, pienso que…

– Basta de pensar, Molly. Soy tu marido, maldita sea, y ya es hora de que te comportes como una esposa.

– ¿Cómo una…? ¿A qué te…?

Pero Kevin era fundamentalmente un hombre de acción y ya había tenido suficiente charla. Asiéndola por la muñeca, la arrastró hacia la puerta de atrás.

Molly no se lo podía creer. La estaba secuestrando para cometer… ¡sexo ala fuerza!

«Santo Dios… ¡Resístete! ¡Dile que no!»

Molly veía el programa de Oprah y sabía exactamente qué se suponía que tenía que hacer una mujer en aquella situación. Gritar a todo pulmón, tirarse al suelo y ponerse a darle patadas a su asaltante con todas sus fuerzas. La entendida en la materia del programa había explicado que esta estrategia no sólo tenía la ventaja de la sorpresa, sino que utilizaba la fuerza de la parte inferior del cuerpo de la mujer.

«Gritar. Tirarse al suelo. Dar patadas.»

– No -susurró.

Kevin ni la oyó. Siguió arrastrándola por el jardín y luego por el camino que corría entre las casitas y el lago. Las largas piernas de Kevin devoraban el terreno como si estuviera intentando vencer al pitido final. Se habría caído de bruces si Kevin no la hubiera estado agarrando tan fuerte.

«Gritar. Tirarse al suelo. Dar patadas.» Y no dejar de gritar Molly recordaba aquella parte. Se suponía que no había dejar de gritar ni un segundo mientras se daban las patadas.

La idea de tirarse al suelo resultaba interesante. Nada intuitiva, aunque tenía sentido. Las mujeres no podían competir con los hombres en cuanto a fuerza de la parte superior del cuerpo, pero si el asaltante masculino estaba en pie y la mujer se tiraba al suelo… Una ráfaga de patadas fuertes y rápidas en las partes blandas… Sin duda, tenía sentido.

– Mmm, Kevin…

– Cállate, o te juro por Dios que te poseo aquí mismo.

Sí, sin duda era sexo a la fuerza.

«Gracias a Dios.»

Molly estaba tan cansada de pensar, tan cansada de huir de lo que tanto deseaba. Ella sabía que tener que creer que la decisión se le había ido de las manos decía muy poco a favor de su madurez personal. Y considerar a Kevin como un depredador sexual era incluso más lamentable. Pero a sus veintisiete años, Molly todavía no era la mujer que quería ser. La mujer que intentaba ser. Cuando tuviera los treinta, estaba absolutamente segura de que ya dominaría su propia sexualidad. Pero, de momento, que lo hiciera él.

Avanzaron a sacudidas por el camino dejando atrás al Buen Señor y Arca de Noé. Lirios del campo estaba justo delante.

Molly se acordó de las escasas prestaciones como amante de Kevin y juró que no le diría ni una palabra sobre el tema ni durante ni después. Kevin no era una persona egoísta por naturaleza. ¿Qué iba a saber él de prolegómenos cuando tenía a todas aquellas mujeres colmándole de atenciones? Y un «pim, pam, gracias, señora» ya estaría bien. Aquellas enfermizas imágenes nocturnas que le habían arrebatado el sueño se esfumarían finalmente ante la cruda realidad.


– Adentro -dijo abriendo de golpe la puerta de la casita y empujando a Molly.

Molly no tenía ninguna opción en el asunto. Ninguna en absoluto. Él era más alto, más fuerte, y tenía propensión a ponerse violento en cualquier momento.

Incluso para una persona imaginativa, aquello era un callejón sin salida.

Molly deseó que no la hubiera soltado, aunque le gustó el modo como se echó las manos a las caderas. Y su mirada parecía seriamente amenazadora.

– No vas a empezara soltarme el rollo de siempre, ¿verdad?

La pregunta le planteó un dilema. Si decía que sí, él daría marcha atrás. Si decía que no, le estaría dando permiso para hacer algo a lo que ella sabía que debería resistirse. Por suerte, Kevin seguía enojado.

– ¡Porque ya estoy harto! No somos chiquillos. Somos dos adultos sanos, y nos deseamos.

¿Por qué no dejaba de hablar y la arrastraba sin más al dormitorio? Si no de los pelos, sí al menos del brazo.

– Llevo todas las medidas de seguridad que vamos a necesitar…

Si al menos hubiera dicho que llevaba una pistola y que pensaba encañonarla si no se acostaba allí y le dejaba hacer lo que le apeteciera. Claro que Molly quería hacer mucho más que simplemente acostarse allí.

– ¡Ahora, te recomiendo que muevas tu lindo trasero hacia el dormitorio!

Las palabras fueron perfectas, y a Molly le encantó la forma como señaló la puerta con el dedo, aunque el enojo que hasta entonces había dominado su mirada empezaba a dejar paso a la cautela. Se estaba preparando para echarse atrás.

Molly corrió hacia el dormitorio. Tampoco había para tanto, no debía darle demasiada importancia. Era una hermosa esclava obligada a entregarse a su implacable (aunque divinamente atractivo) amo. ¡Una esclava que tenía que quitarse la ropa antes de que él la azotara!

Se quitó el top y se quedó en pie ante él cubierta simplemente por el sujetador y el pantalón, que en realidad era un calzón de gasa de los que se llevan en los harenes. Calzón que él rasgaría si ella no se apresuraba a quitarse.

Inclinó la cabeza y dio un puntapié en el aire para desprenderse de sus sandalias. Luego se quitó el pantalón -el calzón de gasa- y lo arrojó a un lado. Cuando levantó la mirada, vio a su amo en pie junto a la puerta del dormitorio, con una expresión ligeramente aturdida, como si no pudiera creerse que iba a ser tan fácil. ¡Ja! ¡Fácil para él! ¡No estaba mirando a la muerte a la cara!

Ella sólo llevaba el sujetador y las bragas. Levantó la barbilla y lo miró desafiante. ¡Tal vez poseería su cuerpo, pero jamás podría tener su alma!

Una vez se hubo convencido de nuevo, Kevin avanzó hacia ella. Por supuesto que estaba convencido. Ella también lo estaría si tuviera a un ejército de guardias estacionados justo detrás de la puerta, listos para arrastrar a una esclava desobediente a la muerte si no se sometía.

Kevin se paró delante de ella y miró abajo, rastrillando su cuerpo con sus ojos verdes. Si se hubiera dejado el top puesto, él se lo habría arrancado con una daga… ¡No, con los dientes!

Los imperiosos ojos de Kevin abrasaban el cuerpo de Molly. ¿Qué pasaría si no le complacía? Un amo tan despiadado exigía de ella algo más que la simple sumisión. ¡Exigía colaboración! Y (acababa de recordar) había jurado torturar hasta la muerte a su mejor amiga, la dulce esclava Melissa, si no quedaba satisfecho. ¡Por mucho que le doliera a su orgullo, tenía que satisfacerle!

Para salvar a Melissa.

Levantó los brazos y sujetó la magnífica mandíbula de Kevin entre sus manos, en un intento desesperado de aplacar a aquel bárbaro. Se inclinó hacia delante y apretó sus labios inocentes contra aquellos labios crueles, cruelmente, cruelmente… dulces.

Molly suspiró y le tentó con la punta de la lengua. Cuando Kevin abrió la boca, ella la invadió. ¿Cómo podía hacer otra cosa cuando tenía que proteger la vida de la pobre Melissa?

Las manos de Kevin se extendieron en su espalda desnuda, buscando el broche del sujetador. A Molly se le puso la piel de gallina. El broche se abrió.

Kevin la cogió por los hombros y tomó el mando del beso. Luego, tiró del sujetador y lo lanzó a un lado.

Su boca se apartó de la de Molly. Su mandíbula le acarició la mejilla.

– Molly…

Ella no quería ser Molly. Si fuera Molly, tendría que recoger la ropa y vestirse de inmediato, porque Molly no era autodestructiva.

Sólo era una esclava, e inclinó la cabeza con sumisión cuando él se echó atrás para contemplar sus senos desnudos, expuestos ya a sus depredadores ojos esmeralda. Se estremeció y esperó. El algodón crepitó cuando Kevin se quitó la camiseta -su túnica de seda- y la dejó caer a un lado. Molly cerró los ojos con fuerza cuando él tiró de ella y su pecho de conquistador apretó sus pechos desnudos e indefensos.

Un temblor recorrió toda su piel cuando Kevin empezó a comérsela a besos: primero rodeó por completo su cuello, y luego fue descendiendo hacia los pechos, que ya no le pertenecían a ella. Le pertenecían a él. ¡Todas las partes de su cuerpo le pertenecían a él! Las rodillas se le aflojaron. Había deseado tanto aquel momento, y sin embargo necesitaba a toda costa seguir con la fantasía.

Amo… Esclava… Suya para satisfacer sus deseos. No debía enojarle… Debía dejarle -oh, sí- extender aquel recorrido de besos por sus costillas y hacia el ombligo, el estómago, mientras se deslizaba por sus caderas y empezaba a tirar de sus bragas.

¡Concéntrate! ¡Imagina esos labios crueles! ¡Esos ojos como puñales! La horrible pena que debería sufrir la esclava si no abría las piernas para que él pudiera deslizar su mano entre ellas. Su despiadado amo… Su salvaje propietario… Su…

– Hay una conejita en tus bragas.

Ni siquiera la mente más creativa podría haber mantenido la fantasía ante esa risilla ronca y burlona. Ella le miró y se le impuso la incómoda certeza de que uno de los dos no llevaba puestas más que unas braguitas azules con una conejita mientras que el otro no se había quitado los pantalones.

– ¿Y qué, si la hay?

Kevin se estiró y, después de frotar con los dedos la parte delantera de las braguitas, le dio una palmadita a la conejita. Molly se estremeció.

– Sólo me ha sorprendido.

– Me las regaló Phoebe. Fue una sorpresa.

– Para mí sí que ha sido una sorpresa -dijo mordisqueando el cuello de Molly mientras seguía dándole palmaditas a la conejita-. ¿Son las únicas?

– Tal vez haya unas cuantas más.

Kevin extendió su otra mano sobre el trasero de Molly y le dio un masaje.

– ¿Tienes algunas con el chico tejón?

Sí, tenía unas con Benny luciendo su bonita máscara de tejón.

– ¿Podrías dejar…de hablar…y concentrarte…ah…en la conquista?

– ¿Qué conquista? -preguntó él deslizando el dedo bajo la banda de la entrepierna.

– No importa.

Molly suspiró mientras él seguía con su caricia. Oh, era delicioso. Molly abrió las piernas para dejarle ir a donde quisiera.

Y él quería ir a todas partes.

Antes de darse cuenta, sus bragas habían desaparecido, junto a la ropa de él, y estaban desnudos en la cama, demasiado impacientes para quitar la colcha.

Sus juegos se volvieron serios demasiado pronto. Kevin agarró a Molly por los hombros y la colocó encima de él: no había duda de que iba al grano. Molly se contoneó sobre el cuerpo de Kevin, le cogió la cabeza con ambas manos y volvió a besarle, con la esperanza de desacelerarle.

– Eres tan dulce… -murmuró Kevin dentro de su boca.

Pero era imposible distraerle. La cogió por la parte posterior de las rodillas y las abrió a la altura de las caderas. Ya estaba. ¡Molly se preparó para resistir la acometida y se mordió el labio para no gritarle que se tomara su tiempo, por lo que más quisiera, y dejara de actuar como si el árbitro hubiera dado la señal de los dos últimos minutos!

Se había prometido que no le criticaría, así que optó por hincar los dientes en los fuertes músculos de su hombro.

Kevin emitió un sonido ronco que tanto podría haber sido de dolor como de placer, y la siguiente cosa que supo Molly fue que estaba tumbada de espaldas con Kevin cerniéndose encima de ella, mirándola con aquellos crueles ojos verdes.

– ¿Así que la conejita quiere jugar duro?

«¿Contra noventa kilos de músculo? No, creo que no.»

Molly iba a decirle que sólo intentaba distraerle para que no fuera tan rápido con el gatillo, pero Kevin le sujetó las muñecas y se lanzó en picado hacia sus pechos.

Aaaaah… Era una tortura. Una agonía. Peor que una agonía. ¿Cómo podía una boca causar tantos estragos? Molly deseó que no se acabara nunca.

Kevin deslizó los labios por uno de sus pechos. Le rindió los honores al pezón y pasó al otro pecho, donde repitió la operación. Luego, sin previo aviso, se puso a succionar.

Molly se debatió contra él, pero Kevin no le soltó las muñecas, que tenía aprisionadas con una sola mano para poder juguetear con la otra a placer.

La mano vagó por el pecho y fue descendiendo primero hasta el ombligo, y luego más abajo, donde se entretuvo con los rizos. Pero al parecer su pretensión era atormentarla, porque justo en ese momento se desvió hacia la parte interior de los muslos.

Los muslos se abrieron.

Kevin se quedó donde estaba.

Molly se retorció, intentando obligar a aquellos dedos tentadores a que abandonaran sus muslos y volvieran a aquella parte de ella que palpitaba hasta tal punto que creía que iba a morir.

Kevin no captó la idea. Estaba demasiado ocupado atormentándola, demasiado ocupado jugando con sus pechos. Molly había oído que algunas mujeres podían tener orgasmos sólo por aquello, pero nunca se lo había creído.

Estaba equivocada.

La onda expansiva la pilló desprevenida, retronó a su alrededor y la elevó hacia el cielo. No recordaba haber gritado, pero al oír el eco supo que lo había hecho.

Kevin se paró. Molly se estremeció contra su pecho, respiró profundamente, intentó comprender qué le había pasado.

Kevin le acarició el hombro. Le besó el lóbulo de la oreja. Su aliento susurrado cosquilleó sus cabellos.

– Un poco rápida con el gatillo, ¿no?

Molly se sintió mortificada. O algo así. Excepto que había sido tan agradable. Y tan inesperado.

– Ha sido un accidente -masculló-. Ahora es tu turno.

– Ah, yo no tengo ninguna prisa… -Kevin tomó un mechón de sus cabellos y se lo acercó a la nariz-. Al contrario que otra gente.

El brillo de la transpiración que recubría la piel de Kevin y la forma en que presionaba su muslo le dijeron a Molly que tenía más prisa de la que quería admitir. Mucha prisa. Curiosamente, no recordaba aquella parte de él. No exactamente. Recordaba que le había dolido. Y en aquel momento, pensando en ello, se le ocurrió por un instante que tal vez ella era demasiado pequeña.

No había momento mejor que aquél para averiguar si era verdad.

Molly se encaramó sobre él.

Kevin volvió a tumbarla de espaldas. Le besó la comisura de los labios. ¿Cuándo pensaba llegar a la parte del pim, pam?

– ¿Por qué no te tumbas y descansas un poco? -susurró Kevin.

«¿Descansar?»

– No, de verdad que no…

Kevin la sujetó por los hombros escondiendo los pulgares en sus axilas y volvió a iniciar el recorrido de besos. Sólo que esta vez siguió adelante.

Poco después la tomó por las rodillas y le abrió las piernas. Sus cabellos frotaron la parte interior de los muslos de Molly, que estaban tan sensibles que se estremeció. Luego la tomó de nuevo con su boca.

Una suave succión… Unas dulces acometidas… Molly no podía respirar. Cogió la cabeza de Kevin, suplicando. Sus caderas se combaron cuando las oleadas volvieron a dominarla.

Esta vez, cuando Molly se hubo calmado, Kevin, en lugar de burlarse de ella, cogió el condón del que ella ya se había olvidado, acomodó su cuerpo sobre el de Molly y la observó con aquellos ojos verdes. Bajo el resplandor del sol de última hora de la tarde, el cuerpo de Kevin parecía cubierto de oro fundido y Molly sentía el calor de su piel en las manos. Cuando el esfuerzo por contenerse resultó demasiado para él, Molly sintió que los músculos de Kevin se estremecían bajo las palmas de sus manos. Aun así, le había dado a Molly todo el tiempo del mundo.

Molly se abrió… se estiró para aceptarle.

Kevin la penetró lentamente, besándola, calmándola. Molly le amó por lo cuidadoso que estaba siendo y, lentamente, le aceptó dentro de su cuerpo.

Pero, incluso cuando ya estaba dentro de ella, Kevin se contuvo, e inició un balanceo lento y dulce.

Era delicioso, pero no era suficiente, y Molly se dio cuenta de que ya no quería su contención. Le quería libre y salvaje. Quería que disfrutara de su cuerpo, que lo utilizara como le placiera. Rodeándole con las piernas, le presionó las caderas conminándole a liberarse.

La correa con la que Kevin había estado sujetando su autocontrol se rompió. Kevin acometió. Molly gimió al recibir la acometida. Era como arder en una hoguera de sensaciones.

Kevin era demasiado grande para ella, demasiado fuerte, demasiado feroz… Absolutamente perfecto.

El sol fue ardiendo con más intensidad hasta que explotó. Kevin y Molly volaron juntos hacia un vacío cristalino y brillante.


Kevin no había hecho nunca el amor con una mujer que llevase una conejita en las bragas. Pero había muchos aspectos de hacer el amor con Molly que eran diferentes de todas demás cosas que había experimentado. Su entusiasmo, su generosidad… ¿Por qué debería sorprenderse? Kevin deslizó su mano sobre la cadera de Molly y pensó en lo agradable que había sido, aunque al principio ella había comportado de un modo extraño, casi como si hubiera estado intentando convencerse a sí misma de que le tenía miedo. Recordó que se había quedado en pie delante de él con el sujetador y las bragas de la conejita, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás. Si hubiera tenido una bandera de los Estados Unidos ondeando a su espalda, habría parecido un atrevido cartel de reclutamiento para la infantería de marina. Pocos, orgullosos y con colita de algodón.

Molly se agitó en los brazos de Kevin y resopló ruidosamente por la nariz, amadrigándose como uno de sus amigos de ficción. Aunque, a pesar de los resoplidos, las madrigueras y las bragas de conejita, Molly había sido una mujer de los pies a la cabeza.

Y Kevin estaba en un buen lío. En una tarde, había tirado por la borda todo lo que había intentado lograr al ignorarla.

Molly deslizó la mano por su pecho hasta alcanzar su barriga. Aquí y allá, los últimos rayos de luz del sol lustraban sus cabellos con salpicaduras como las que había utilizado el la el día antes para las galletas de azúcar. Kevin se obligó a recordar los motivos por los que había intentado con tanto empeño mantenerla alejada, empezando por el hecho de que no iba a formar parte de su vida durante mucho tiempo, cosa que muy probablemente iba a enfurecer a su hermana, que resultaba ser la propietaria del equipo al que Kevin pretendía llevar, aquel año sí, a la Super Bowl.

Kevin no podía pensar en todos los medios a los que pueden recorrer los propietarios de equipos para hacérselas pasa canutas incluso a sus estrellas, no de momento. Sí que pensó, en cambio, en toda la pasión que había encerrada dentro del cuerpecito caprichoso de aquella mujer que era su esposa y no era su esposa.

Molly volvió a resoplar.

– No eres un paquete. Como amante, me refiero.

Kevin se alegró de que ella no pudiera ver su sonrisa, porque darle la más mínima ventaja significaba generalmente acabar bañándose en el lago con la ropa puesta. Así que se decantó por el sarcasmo.

– Me parece que nos estamos poniendo tiernos. ¿Debo sacar un pañuelo?

– Sólo quería decir que… Bueno, la última vez…

– No me digas.

– Era lo único que tenía para comparar.

– Por el amor de…

– Sí, ya sé que no es justo. Tú estabas dormido. Y no diste tu consentimiento. Eso no lo he olvidado.

– Pues tal vez ya va siendo hora -dijo arrimándose a ella.

Molly sintió una explosión en su cabeza, y le miró con un millón de emociones en el rostro, la principal de ellas la esperanza.

– ¿Qué quieres decir?

Kevin le acarició el cogote.

– Quiero decir que se acabó. Que está olvidado. Y tú estás perdonada.

– Lo dices en serio, ¿verdad? -preguntó con los ojos inundados de lágrimas.

– En serio.

– Oh, Kevin… Yo…

Kevin presintió que lo siguiente iba a ser un discurso, y no estaba de humor para más charlas, así que empezó de nuevo a hacerle el amor.

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