Capítulo 8

Bajé al vestíbulo. Recorrí los alrededores para familiarizarme con el lugar. A la luz del día, el terciopelo rojo y la purpurina poseían la misma atmósfera plomiza que un cine vacío. Un joven con uniforme rojo pasaba una aspiradora por la alfombra. La recepcionista de noche se había ido y en su lugar había un equipo de jóvenes de aspecto sano y traje azul marino. Nada iba a sacar del personal de guardia. Cualquier pregunta rara se transferiría al jefe de turno, al gerente o al director, que me mirarían con el escepticismo que merecía. Para conseguir información tendría que valerme del ingenio, es decir, de las mentiras y engaños de costumbre.

Casi todos los huéspedes de hotel tienden a ver los servicios en función de sus propias necesidades: recepción, restaurantes, la tienda de regalos, lavabos, teléfonos públicos, el servicio de botones, los salones de congresos y las salas de reuniones. En la primera incursión busqué los despachos de los directivos. Recorrí el perímetro y por último crucé una puerta de cristal que daba a un pasillo lujosamente alfombrado, con mucha ebanistería e iluminación indirecta. Los despachos de diversos jefes de departamento se identificaban por las placas de bronce grabadas.

En aquella parte del hotel no se había hecho nada por introducir la nota medieval o vaquera. Puesto que era sábado, las puertas de cristal del director de ventas y del director de seguridad estaban a oscuras y con el cerrojo echado. Las horas de servicio estaban diáfanamente escritas en oro y aclaraban que iba a tener las manos libres hasta las nueve de la mañana del lunes. Supuse que habría guardias jurados de servicio las veinticuatro horas del día, pero hasta el momento no había visto a ninguno. El director de ventas era directora y se llamaba Jillian Brace. El director de seguridad se llamaba Burnham J. Pauley. Memoricé los nombres y proseguí la expedición por la zona administrativa hasta una puerta que había al final del pasillo vacío.

Volví a recepción y esperé hasta que estuvo libre uno de los empleados. El joven que avanzaba hacia mí tendría veinticinco años, iba bien afeitado y era de piel clara, de ojos azules y algo gordo. Según el marbete de la pechera se llamaba Todd Luckenbill. Los señores de Luckenbill se habían ocupado de que el hijo tuviese la dentadura recta, de que sus modales fueran impecables y de que supiera estar de pie. Ni pendientes, ni piedrecillas en la nariz, ni tatuajes a la vista.

– ¿En qué puedo servirla? -dijo.

– A eso vamos, Todd -dije-. Estoy de paso en Dallas por un asunto familiar, pero resulta que mi jefe anda buscando un hotel donde poder reservar plaza para una importante convención comercial que ha de celebrarse la primavera que viene. Estoy pensando en recomendarle éste, pero no sé con exactitud con qué servicios cuenta. ¿Me podrías indicar cómo puedo hablar con el director de ventas? ¿Está hoy en el establecimiento?

Todd sonrió.

– No es director -dijo con cierto tono de reproche-. Jillian Brace es nuestra directora de ventas, pero no trabaja los fines de semana. Podrá hablar con ella el lunes por la mañana. Suele llegar a las nueve y la atenderá con mucho gusto.

– Sí, me encantaría, pero mi avión sale a las seis. ¿Por qué no me das una tarjeta suya? Así podré llamarla desde Chicago.

– Cómo no. Espere un momento que enseguida se la traigo.

– Gracias. Ah, otra cosa, ya que estamos en esto. A mi jefe le preocupa la seguridad de la convención. Ya tuvimos un pequeño problema con un gran hotel el año pasado y sé que le cuesta decidirse si no está convencido de las medidas de seguridad.

– ¿A qué se dedica su empresa?

– Inversiones bursátiles. De altísimo nivel.

– Tendrá que hablar entonces con el señor Pauley. Es el director de seguridad. ¿Quiere también una tarjeta suya?

– Claro, sería estupendo. Si no es molestia, te lo agradecería mucho.

– No hay ningún inconveniente.

Mientras iba a lo suyo, saqué un par de postales de un expositor del mostrador. La imagen satinada de la fachada permitía ver el vestíbulo color clarete y dos heraldos con hopalandas que empuñaban sendos cuernos, más grandes que sus brazos. Los busqué, pero no parecían estar en el establecimiento aquella mañana. Todd volvió momentos más tarde con las tarjetas prometidas. Le di las gracias y crucé el vestíbulo hasta un entrante amueblado con una mesa de caoba y dos banquetas con asiento de terciopelo.

Encontré papel de cartas en el cajón y me puse a tomar notas. Respiré hondo, descolgué el teléfono y dije a la telefonista que me pusiera con Laura Huckaby. Hubo una pausa y la telefonista dijo:

– Lo siento, señora, pero no encuentro a nadie con ese nombre.

– ¿De veras? Pues sí que es raro. Ah, sí. Espere. Pruebe con Hudson.

La telefonista no dijo nada, aunque al parecer, me estaba comunicando con una huésped apellidada de aquel modo. Esperaba que fuese la que me interesaba. Escribí el apellido y tracé un círculo alrededor para no olvidarme.

Al primer timbrazo se puso una mujer que habló con voz nerviosa y descompuesta.

– ¿Farley?

¿Farley? ¿Qué nombre era aquél? Igual era el sujeto que se había quedado en el aeropuerto de Santa Teresa.

– ¿Señora Hudson?, Soy Sara Fullerton, ayudante de Jillian Brace en Ventas y Comerciales. ¿Qué tal estamos hoy? -Empleé la entonación cálida y falsa que todos los negociantes telefónicos aprenden en la facultad de transacciones por teléfono.

– Bien -dijo Laura con cautela, en espera del chiste.

– Oh, eso es estupendo. Me alegro de oírselo decir. Señora Hudson, estamos llevando a cabo una encuesta confidencial con ciertos huéspedes selectos y quería saber si puedo hacerle algunas preguntas. Le prometo que no la entretendré más de dos minutos. ¿Nos concedería usted ese tiempo?

La mujer no parecía tener interés alguno, pero tampoco quería ser grosera.

– Está bien, pero que sea rápido. Estoy esperando una llamada y no quiero bloquear la línea.

El corazón se me puso a latir más aprisa. Si no era la huésped que buscaba, pronto lo sabría.

– Lo comprendo y agradecemos su cooperación. Bien. Según la información facilitada, sabemos que llegó usted anoche de Santa Teresa, estado de California, en el vuelo 508 de American Airlines, ¿es exacto? -Hubo un momento de silencio-. Disculpe, señora Hudson. ¿Es exacto?

Respondió con un timbre de alarma en la voz.

– Sí.

– ¿Y llegó aproximadamente a las dos menos cuarto de la madrugada?

– Eso es.

– ¿Tuvo alguna dificultad para encontrar el servicio de transbordadores del hotel cuando llamó usted desde la zona de recogida de equipajes?

– No. Descolgué y marqué el número.

– ¿Apareció pronto el transbordador?

– Supongo. Tardó en llegar un cuarto de hora, pero lo encontré normal.

– Entiendo. ¿Fue el conductor amable y servicial?

– Fue muy educado.

– ¿Cómo clasificaría usted el servicio? ¿Excelente, muy bueno, normal o deficiente?

– Yo diría que excelente. Quiero decir que no tuve ningún problema ni nada parecido. -Se lo estaba tomando ya en serio y procuraba responder con objetividad, pero también con justicia.

– Es muy satisfactorio oír eso. ¿Y cuál es la duración prevista de su estancia entre nosotros?

– No lo sé aún. Por lo menos estaré otra noche, pero no sé si me quedaré más tiempo. ¿Quiere que se lo diga cuando lo sepa?

– No será necesario. Nos complacerá tenerla con nosotros todo el tiempo que estime usted conveniente. Si me confirma ahora el número de su habitación, ya no la molestaré más.

– La 1236.

– Perfecto… 1236, coincide con nuestros datos. Ya hemos terminado la encuesta. Le damos las gracias por la paciencia que ha tenido, señora Hudson, y esperamos que disfrute de su estancia. Si podemos serle útiles, por favor, no dude en llamarnos.

Sólo me faltaba encontrar el modo de entrar en su habitación.

Hice otra incursión por el vestíbulo, esta vez buscando el acceso a la parte trasera del edificio. Me interesaban los montacargas, las escaleras de servicio, cualquier puerta anónima, o una que pusiera «Personal». Encontré una que decía «Sólo Empleados». Entré y bajé unos peldaños hasta otra puerta en que ponía «Prohibida la entrada». No podían haberlo puesto en serio porque la puerta estaba abierta, así que entré sin llamar.

Todos los hoteles tienen su cara pública, aseada, alfombrada, tapizada, encerada, adornada y pulimentada. Pero la administración real de un hotel se hace en condiciones menos deslumbrantes. El pasillo al que accedí era de paredes de hormigón y con el suelo de cuadrados marrones de vinilo. El aire era allí mucho más cálido y olía a maquinaria, a comida cocinándose y a fregonas viejas. El techo era alto y estaba cubierto de cañerías, cables gruesos y tubos de la calefacción. Percibí ruido de platos, pero la acústica dificultaba la identificación del origen.

Miré en ambas direcciones. A mi izquierda se habían subido unas anchas persianas metálicas que dejaban al descubierto la zona de carga y descarga. Había camiones con la parte trasera pegada a los andenes y cámaras de seguridad en los rincones, ojos mecánicos que observaban a todo el que se les ponía delante. No quería que advirtieran mi presencia, así que me di la vuelta y anduve en la otra dirección.

Avancé por el pasillo y al doblar una esquina me vi en la primera de las diversas cocinas que se comunicaban entre sí como un laberinto. En la pared que tenía delante había seis máquinas de hielo. Conté veinte carritos metálicos de servir comida, con soportes para las bandejas. El suelo se había fregado recientemente, brillaba aún a causa de la humedad y olía a desinfectante. Anduve con cuidado entre grandes peroles de acero inoxidable, cisternas de sopa y lavaplatos de tamaño industrial que echaban humo. De vez en cuando me miraba con curiosidad alguna empleada del servicio de cocina, con delantal blanco y cofia, pero nadie parecía cuestionar mi presencia en el lugar. Una mujer negra troceaba pimientos verdes. Un blanco envolvía los carritos con plástico transparente para proteger la comida. Había encimeras del tamaño de una sala y frigoríficos más grandes que el depósito de cadáveres del Hospital Clínico de Santa Teresa. Otras empleadas, con delantal blanco, cofia y guantes de goma, lavaban las hortalizas de las ensaladas y las ponían en fuentes alineadas sobre el largo mostrador de acero inoxidable.

Me asomé a una despensa que tenía el tamaño de un cuartel de la Guardia Nacional y donde había cajas de frascos de ketchup, tarros de mostaza, latas de aceitunas y pepinillos; estantes llenos de pan de molde en bolsas; expositores con croissants, pasteles caseros, tartas de queso, pastas, brazos de gitano. Las verduras y frutas naturales estaban en bidones de plástico. El aire estaba lleno de olores fuertes: cebollas cortadas, sofrito de tomate, coles, apio, limón, levadura; las capas de olores culinarios alternaban con las de los productos de limpieza. Había algo desagradable en aquella acumulación de olores y me daba cuenta de que mis nervios olfativos enviaban una confusa amalgama de datos a olvidados rincones de mi cerebro. Fue un alivio salir por un extremo del complejo. La temperatura del aire cayó en picado y los olores se volvieron de pronto tan limpios como los de un bosque. Encontré el pasillo principal y giré a la derecha.

Ante mí y pegado a la pared había un tren expreso de carritos de ropa. Los laterales eran de lona amarilla y estaban llenos hasta los topes de sábanas y toallas sucias. Eché a andar con incontenible resolución, mirando al pasar las habitaciones que encontraba. Me detuve en la puerta de la lavandería, una amplia sala llena de lavadoras empotradas, casi todas más altas que yo. Del techo colgaban unas guías móviles y gigantescas bolsas de ropa giraban por el recodo sujetas por ganchos. Percibí el zumbido de gigantescas secadoras en acción. El aire estaba impregnado de olores a algodón húmedo y detergente. Dos mujeres uniformadas trabajaban al alimón con una máquina cuya misión parecía ser planchar y doblar las sábanas del hotel. Los movimientos de las mujeres eran repetitivos, sacando las sábanas cuando la máquina terminaba el doble proceso. La sábana se volvía a doblar y se ponía a un lado, sin que la máquina permitiese ningún margen de error mientras escupía la siguiente sábana doblada.

Seguí andando por el pasillo a menor velocidad. Esta vez pasé ante un estrecho vano con media puerta coronada por un estante que hacía de mostrador. El rótulo de encima del hueco decía Ropa de Empleados. Bien, bien, bien. Me detuve y eché un vistazo a lo que sin duda era la lavandería de los uniformes del personal. Al igual que en los establecimientos de lavado en seco, había cientos de uniformes de algodón idénticos, lavados, planchados y colgados de un riel mecánico, en espera de que el personal los retirase. Me asomé por el hueco y escruté el denso bosque de bolsas de ropa. No parecía haber nadie a cargo de aquello.

– ¿Hola?

No hubo respuesta.

Así el tirador, abrí la media puerta y entré. Estudié los uniformes en rápida sucesión. Todos parecían consistir en una falda corta de algodón rojo y una bata roja. Imposible adivinar de qué tamaño eran. Un papel enganchado a cada colgador informaba del nombre de pila de la usuaria: Lucy, Guadalupe, Historia, Juanita, Lateesha, Mary, Gloria, Nettie. Nombres y más nombres. Elegí tres al azar y salí al pasillo, cerrando a mis espaldas.

– ¿Busca algo?

Di un respingo, a punto ya de darme de manos a boca con la gorda de uniforme rojo que estaba en el pasillo, delante mismo de la puerta. La mente se me puso en blanco.

Las aletas de su nariz palpitaron como si percibieran los falsos testimonios.

– ¿Qué hace con esos uniformes? -añadió. Tenía las fosas nasales por encima de mi frente y lo que veía no era un bonito espectáculo. Su marbete decía que era Spitz, Encargada de Lavandería.

– Ah, buena pregunta, señora Spitz. Precisamente andaba buscándola. Soy ayudante de Jillian Brace, de Ventas y Comerciales. -Con la mano libre saqué una tarjeta y se la puse delante.

Me la arrebató y la observó con el entrecejo fruncido.

– Aquí dice Burnham J. Pauley. ¿Se puede saber qué está pasando? -Tenía la cara grande y cada rasgo parecía vibrar de sospecha.

– Bueno -dije-, la madre que… Me alegro de que lo haya preguntado. Porque…, en realidad, la empresa está pensando implantar otros uniformes. Por motivos de seguridad. Y el señor Pauley ha dicho a la señorita Brace que le enseñe una muestra de lo que tenemos actualmente.

– Es lo más absurdo que he oído en mi vida -me soltó-. Estos uniformes son nuevos, como la empresa sabe muy bien. Además, no es el procedimiento indicado y estoy ya hasta las narices. En la última reunión del departamento le dije al señor Tompkins que esto es de mi competencia y que quiero que siga así. Espere aquí. Voy a llamarle ahora mismo. No quiero que nadie de Asociados se meta en mis asuntos. -Hasta su aliento olía a indignación. Me traspasó con los ojos-. ¿Cómo se llama usted?

– Vikki Biggs.

– ¿Y la placa de identificación?

– Arriba.

Me apuntó con el dedo.

– No se mueva. Tengo intención de llegar al fondo de esto. Asociados tiene mucha cara al enviar a alguien de esta manera. ¿Cuál es la extensión de la señorita Brace?

– 202 -dije automáticamente. ¿Lo comprendéis ahora? Esto es lo hermoso de conservar ciertas habilidades. En una situación crítica, sólo tenía que abrir la boca y me salía una mentirijilla. Una embustera sin experiencia no siempre podría estar a la altura de las circunstancias con la misma espontaneidad que yo.

Entró a velocidad sorprendente. La media puerta se cerró con fuerza a sus espaldas. Me colgué los uniformes del brazo izquierdo y eché a andar como si fuera a algún sitio, con el corazón a cien por hora. Doblé la esquina y eché a correr. Encontré la escalera y subí los peldaños de dos en dos. No me atreví a utilizar los ascensores. Imaginé a Spitz alertando a Seguridad y guardias jurados acudiendo a las salidas en mi busca. Al llegar a la tercera planta estaba ya sin aliento, pero seguí subiendo. Rebasé la sexta planta jadeando, con los pulmones ardiendo y sintiendo las rodillas como si las rótulas estuvieran a punto de caérseme. Por fin crucé tambaleándome la puerta del descansillo que ostentaba un 8 y pisé tierra conocida, un recodo del pasillo donde estaba mi habitación.

Me colé en la 815. Tiré los uniformes confiscados sobre el respaldo de una silla y me desplomé en la cama, que estaba recién hecha. Me entró un ataque de risa mientras recuperaba el aliento. Spitz haría bien en analizarse los niveles hormonales o en regular su medicación. Acabarían por despedirla si seguía hablando mal de Asociados. Casi esperaba que aporrearan mi puerta soltando preguntas y acusaciones, un informe detallado de las mentiras que había contado hasta el momento.

Me levanté, fui a la puerta y eché la cadena de seguridad. Pasé varios minutos probándome los uniformes robados. El primero era el que mejor me quedaba. Me miré en el espejo de cuerpo entero. La falda me venía ancha por la cintura, pero no se veía con la bata que la cubría. De cada bata colgaba una franja blanca alechugada, una especie de cuello que había que abotonar. La bata tenía una pequeña pinza en las mangas. El color no era desagradable. Vestida así, con las piernas desnudas y el calzado deportivo, parecía preparada para fregar el cuarto de baño en un santiamén. Me puse otra vez los téjanos y guardé el uniforme en el armario. No sabía qué hacer con los dos restantes, de modo que los doblé y los metí en el cajón del escritorio. Ya encontraría un lugar donde ponerlos antes de irme del hotel.

Comí el menú del servicio de habitaciones, temerosa de aventurarme tan pronto por el hotel. A las dos salí al pasillo para hacer una expedición de reconocimiento y trazar un plano mental de la planta. Localicé el extintor, dos salidas contra incendios y la máquina de hielo. Enfrente de los ascensores había una consola con un teléfono interior. En el hueco del final del pasillo vi dos carritos de la ropa encajados. Me dirigí a aquel punto y dediqué unos minutos a informarme sobre el material a mano. Planchas y tablas de planchar, dos aspiradores. Al lado del entrante había un gran armario de ropa, lleno hasta el techo de estantes cargados de sábanas y toallas limpias. Vi cajas de papel higiénico y torrecillas de estuches de plástico con útiles de aseo en miniatura. Genial. Me gustaba aquello. Un montón de toallas en el brazo suele ser una buena coartada para entrar en una habitación. Vi un colgante de plástico que ponía Servicio de Habitaciones y, ya que estaba en ello, me lo llevé.

Tras agotar las restantes posibilidades, bajé a la tienda de regalos para comprar un libro. No tuve más remedio que elegir entre quince novelones de título tremebundo, que constituían todas las reservas del hotel. Me compré un puñado de pastillas de menta y me detuve en el vestíbulo el tiempo imprescindible para llamar a la habitación de Laura. Cuando respondió, murmuré «Ay, perdón» y colgué. Al parecer le había interrumpido la siesta. Pasé la tarde leyendo y dormitando. Con una asombrosa falta de imaginación, pedí la cena del servicio de habitaciones, que era igual que la comida que me habían servido antes: hamburguesa al queso, patatas fritas y Pepsi Diet.

Poco después de las siete, me despojé de los téjanos y me puse el coqueto uniforme rojo. No me entusiasmaba estar con las piernas al aire ni lo del calzado deportivo, pero ¿qué podía hacer? Me llené los bolsillos de pastillas de menta y saqué del cajón los otros dos uniformes. Me guardé la llave de la habitación en el bolsillo y fui hacia la escalera de incendios. Subí y al llegar a la planta décima me entretuve el tiempo necesario para dejar los uniformes en el cuarto de la limpieza. No quería que el robo afectara a las otras empleadas.

La distribución de la planta duodécima era idéntica a la de la octava; la única excepción era el cuarto de la limpieza, que estaba peor surtido. Me hice con un trapo del polvo y un aspirador, busqué un enchufe en el pasillo y me puse a limpiar mientras avanzaba hacia la habitación de Laura. La alfombra era un reguero extravagante de formas geométricas, triángulos que se superponían en un vistoso dibujo de lazos oro y verde. Pasar la aspiradora relaja siempre: un movimiento lento y reiterado envuelto en un zumbido y ese chasquido satisfactorio cada vez que absorbe algo realmente bueno. Jamás se había limpiado una alfombra con tanta minuciosidad. Sudé la gota gorda, pero me entretuve el tiempo que quise.

A las siete y media oí el ping del ascensor y un empleado del servicio de habitaciones apareció con una bandeja de comida. Se dirigía hacia la 1236; con la bandeja sostenida con comodidad a la altura del hombro, llamó a la puerta. Avancé en aquella dirección, arreglándomelas para ver a Laura cuando hizo pasar al mozo. Iba descalza y parecía una tienda de campaña, envuelta en la bata del hotel y con el camisón colgándole por debajo. El refrigerio sugería que pensaba pasar la noche allí, lo cual era positivo desde mi punto de vista. El camarero salió momentos más tarde. Se cruzó conmigo sin decir nada y desapareció en el ascensor sin percatarse de mi existencia. Seguí vigilando por si Laura recibía visitas o salía a reunirse con alguien.

Cuando me cansé de pasar la aspiradora, saqué el trapo, me puse a gatas y empecé a quitar el polvo a unos zócalos que por lo visto no tocaba nadie desde hacía años. A veces rompe el corazón imaginar a los detectives del otro sexo haciendo lo mismo. De vez en cuando pegaba la cabeza a la puerta de Laura Huckaby, pero no oía nada. Puede que me hubiera dejado entrar si hubiera ladrado y arañado. De tarde en tarde pasaban otros huéspedes, pero ninguno me prestó atención.

He aquí lo que he aprendido sobre ser empleada de hotel: la gente casi nunca te mira a los ojos. Ocasionalmente hay una mirada que se posa en tu cara por casualidad, pero, por lo que se refiere a la acción recíproca, nadie podría identificarte después en una rueda de identificación policial. Magnífica noticia, aunque creo que ni siquiera en Texas se consideraría delito suplantar a una empleada de hotel.

A las ocho y cuarto volví a meter la aspiradora en el cuarto de la ropa y recogí una provisión de toallas limpias. Volví a la 1236 y llamé con los nudillos, exclamando «Servicio de habitaciones» con voz clara y musical. Fue cosa de magia. Laura Huckaby entreabrió la puerta, que tenía la cadena echada.

– ¿Sí?

Sin rímel, sus ojos de color avellana parecían fofos y descoloridos. Tenía la piel rojiza a causa de la lluvia de pecas que había ocultado el maquillaje. También tenía un hoyuelo en la barbilla que no le había notado antes. Hablé al tirador de la puerta para no parecer altanera.

– Vengo a hacerle la cama.

– ¿Hacen la cama en este hotel? -Lo dijo con la sorpresa justa, como si la idea le resultara ridícula.

– Sí, señora.

Hizo una pausa y se encogió de hombros.

– Aguarde -dijo. Cerró la puerta. Transcurrieron unos minutos, soltó la cadena y se apartó para dejarme pasar.

Tenía curiosidad por saber cuánto podía percibir mi vista periférica. ¿Sería muy coqueta? Habría jurado que había tardado en abrir porque había corrido a maquillarse. El enmarañado pelo rojizo se lo acababa de lavar y aún lo tenía pegado al cráneo. Del cuarto de baño salían ráfagas calientes y húmedas que olían a champú. Puse las toallas limpias en el estante próximo a la pila, volví junto a la cama y eché las cortinas. El televisor estaba encendido, con el sonido bajo. La llave de la habitación estaba en el escritorio. Inmediatamente me entraron ganas de echarle el guante. Por el desorden resultante deduje que había estado en la cama con el teléfono cerca. Puede que hubiera recibido la llamada que esperaba. Del petate no se veía el menor rastro.

Se sentó ante el escritorio con una revista. Cruzó las piernas y se las vi durante unos segundos. Tenía la pantorrilla derecha, desde el tobillo hasta la rodilla, surcada por una ennegrecida cadena de moraduras antiguas, orladas de verde. ¿Le había zurrado su amigo el cincuentón? Esto explicaría la frialdad con que lo trataba y su obsesión por el aspecto. La bandeja de la cena seguía en la mesa, delante de ella, con la servilleta arrugada encima de los platos sucios. No sé lo que había pedido, pero había comido poco. Aunque en teoría se trataba de mi trabajo, parecía cortada por mi presencia, cosa que me beneficiaba. Me hacía muy poco caso, aunque de tarde en tarde me lanzaba una mirada de turbación. Empezaba a gustarme la invisibilidad. Podía espiarla de cerca sin necesidad del engorroso acercamiento personal. ¿Tenía un rastro de moradura en la parte derecha de la mandíbula o eran figuraciones mías? ¿Con qué sujeto se había juntado? Por lo que se sabía, había sacudido a conciencia a Ray Rawson, así que también había podido pegarle a ella.

El uniforme produjo un frufrú cuando doblé el edredón en dos y luego en cuatro. Lo enrollé como un saco de dormir y lo puse en un rincón. Bajé la sábana, mullí las almohadas y puse una pastilla de menta en la mesita de noche.

Volví a la zona del tocador y limpié la pila, abriendo y cerrando el grifo, que fue casi lo único que hice. Inspeccioné su arsenal cosmético: un lápiz, base, polvos, colorete. En un frasco redondo había un producto llamado DermaSeal, «cosmético impermeable para ocultar las imperfecciones faciales». Me asomé ligeramente para mirarla y vi que ella me miraba del mismo modo. A mis espaldas estaba el armario, que ardía en deseos de registrar. Fui al cuarto de baño y recogí la toalla húmeda que Laura había dejado en el borde de la bañera. Puse en orden la cortina de la ducha y tiré de la cadena como si hubiera limpiado la taza por dentro. Volví a la zona del tocador y abrí el armario. Bingo. El petate.

– ¿Qué hace usted? -exclamó. Parecía atónita y pensé que a lo mejor me había pasado de la raya.

– ¿Necesita más colgadores, señora?

– ¿Qué? No. Tengo de sobra.

Yo sólo quería ser útil. No tenía por qué ponerse así.

Cerré el armario y recogí las toallas limpias que me habían sobrado. Se había levantado y me observaba atentamente mientras terminaba la faena. Me fijé en un punto situado a su izquierda.

– ¿Y la bandeja? Si ha terminado, me la llevaré.

Se volvió para mirar hacia la mesa.

– Gracias.

Puse las toallas a un lado, me acerqué a la mesa, cogí la llave de la habitación y la puse en la bandeja, ocultándola con la servilleta arrugada. Me dirigí a la puerta y la sostuve con la cadera mientras dejaba la bandeja en el pasillo. Fui a recoger las toallas.

Se había situado en la puerta con algo que me tendía. Al principio pensé que era una nota. No tardé en darme cuenta de que era una propina. Murmuré «Gracias» y me guardé el billete en el bolsillo de la bata sin mirar de cuánto era. Comprobarlo de reojo habría supuesto avaricia por mi parte.

– Buenas noches -dije.

– Gracias.

En cuanto crucé la puerta, saqué el billete y miré de cuánto era. Guau. Me había dado uno de cinco. No estaba mal por una sencilla limpieza de diez minutos. Me entraron ganas de llamar a la puerta de enfrente. Si me hacía toda la planta, podría costearme la habitación aquella noche. Recogí la llave de la bandeja y dejé ésta donde estaba. Tenía un aspecto impresentable y no me gustaba el efecto que producía en mi pasillo recién adecentado, pero como se dice hoy profesionalmente, llevármela no era cosa de mi departamento.

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