Seguir con un solo coche suele ser una pérdida de tiempo, sobre todo si es de noche, momento en que los faros propios se notan mucho en el retrovisor ajeno. En el presente caso, fueran cuales fuesen las intenciones de aquel individuo, no creía que sospechase que lo seguía. Al salir de la vivienda de Johnny no me había parecido ni alerta ni cauteloso y me figuré que lo que menos esperaba era que lo siguieran. Tampoco lo había esperado yo, así que cuando menos estaba tan sorprendida como él. En la autopista no hizo nada (cambios desorientadores de carril, salidas repentinas) que indicara que se hubiese percatado de mi presencia. El perfil del Stetson me proporcionaba una buena pista visual para prevenir los posibles deslumbres de los coches que corrían hacia nosotros. Tomó la salida de la parte norte de State Street e hice lo mismo detrás de él. Conduje con la izquierda mientras con la derecha buscaba en el bolso papel y lápiz. Ya que lo tenía a la vista, por lo menos apuntaría el número de la matrícula. La clase de matrícula ya indicaba que era un coche de alquiler, entre otras cosas porque en el borde de la placa ponía Alquiler Coches Económicos. Una buena deducción. Apunté el número en el dorso de una antigua factura del supermercado. Ya llamaría más tarde a quien pudiera comprobar la situación del coche alquilado.
Pasaban de las siete y cuarto cuando el Taurus blanco aparcó delante del Capri, un motel de diez plazas que se alzaba a un lado de la carretera. El perímetro del aparcamiento estaba señalado por las ristras de bombillas navideñas que colgaban entre los postes. El motel constaba de dos filas de bungalows de madera, todos con un saledizo para dejar el coche. La oscuridad envolvía el exterior lo suficiente para disimular la pintura desconchada, la tela metálica medio rota y la mala calidad de la construcción. Casi todas las plazas parecían vacías: no había luz en las ventanas ni coches bajo los saledizos. Delante de una puerta había un coche grúa tan pequeño que parecía de juguete. Las dos primeras plazas del bloque de la izquierda estaban ocupadas, al igual que la segunda de la derecha, que era donde estaba estacionado el Taurus.
El conductor cerró con llave el coche y se dirigió hacia el pequeño porche del bungalow, iluminado por una bombilla de no más de cuarenta vatios. Esperé hasta que hubo abierto y entrado, y entonces deslicé el VW por la grava del aparcamiento hasta una plaza a oscuras. Me metí en marcha atrás debajo del saledizo, apagué los faros y bajé la ventanilla. Sólo los crujidos del motor que se enfriaba interrumpían el silencio reinante. Y una bombilla navideña de color verde que parpadeaba y zumbaba por encima de mí como un abejorro. Me quedé sentada en la oscuridad, calculando cuánto tiempo estaba dispuesta a esperar antes de dar media vuelta. La pobre Nell estaría preguntándose dónde estaba el supermercado. Le había prometido que sería rápida, quince minutos máximo. Ya habían transcurrido treinta. Sentí una burbuja sólida en la boca del estómago, una extraña mezcla emocional de nerviosismo y excitación. ¿Qué había en el petate que el individuo había sacado de la casa? Tal vez herramientas de desvalijador. Partía de la base de que era el mismo individuo que había entrado anteriormente en la vivienda, pero no adivinaba por qué había tenido que volver. Ray Rawson sospechaba quién podía haber sido el caco, pero no me había dado ninguna pista sobre su identidad. Lamenté no haberle presionado para sonsacarle aquella información. Valía la pena esperar un poco. Si se me agotaba la paciencia, apuntaría la dirección del motel y por la mañana recurriría a una treta telefónica para averiguar quién se hospedaba allí.
Volví a mirar la hora. Pasaban ya de las siete y media. El individuo llevaba ya quince minutos en sus habitaciones. ¿Pensaba quedarse toda la noche? No podía quedarme allí indefinidamente y no me pareció sensato acercarme al bungalow para espiar por las ventanas. Puede que viajara con un perro con muy mala uva y capaz de armar un escándalo. Era el lugar indicado para alojar niños y animales raros de compañía. De lo contrario, el negocio no sería rentable, salvo por casualidad.
Estaba ya a punto de irme cuando vi movimiento en el porche del bungalow. El hombre apareció acompañado de una mujer, que era quien llevaba ahora el petate. Seguía con el sombrero puesto y llevaba un maletín, que metió en el maletero. La mujer le entregó el petate y el hombre lo puso con el maletín. Abrió la portezuela del copiloto y ayudó a la mujer a subir al vehículo. Advertí que no tomaban ninguna precaución. O se iban a dar una vuelta o se marchaban sin pagar. El hombre rodeó el coche. Arranqué al mismo tiempo que él, aprovechando su ruido para ocultar el mío. Encendió las luces traseras, las rojas de los frenos medio eclipsadas por las blancas de la marcha atrás.
Mantuve apagadas mis luces y esperé a que el Taurus retrocediera y girase hacia la calzada. Partió en dirección a la autopista e hice lo propio a una distancia prudencial. No me gustaba la situación. Había muy poco tráfico y si tenía que seguirlos durante mucho tiempo, acabarían descubriéndome. Por suerte, se dirigió al acceso norte de la autopista y cuando entré en ésta detrás de él ya había vehículos de sobra para camuflar mi presencia.
El Taurus se mantuvo por el carril de la derecha y dejó atrás dos salidas antes de tomar la que llevaba hacia el aeropuerto y la universidad. Con dos bultos en el maletero, no creía que fueran a las clases nocturnas. La rampa de salida ascendía y giraba a la izquierda, ensanchándose hasta tener seis carriles. De un acceso lateral surgió de pronto un taxi y aflojé el acelerador para que se me pusiera delante. El Taurus seguía en el carril de la derecha y salió de la rampa al llegar a Rockpit, girando nuevamente a la derecha al llegar a la señal de Stop. Me quedé a merced del viento mientras primero el Taurus y luego el taxi entraban en el aeropuerto.
Vi que el Taurus pasaba al carril izquierdo y que frenaba al llegar al parquímetro de la zona de estacionamiento temporal. Se alzó el brazo del tíquet como un saludo automatizado. El taxi, mientras tanto, se había ido hacia la derecha para detenerse ante la puerta de facturación de equipajes, donde se apearon dos pasajeros con maletas. Esperé hasta que el Taurus entró en la zona de estacionamiento temporal y reanudé la marcha. Zumbó el parquímetro y por la ranura apareció un tíquet como si fuera una lengua. Me lo llevé de un tirón y entré en el aparcamiento.
El Taurus se había metido en el primer pasillo de la izquierda y se había detenido ya en la fila frontal, cerca de la calzada. Entreví a la pareja, que se dirigía a la terminal. La mujer llevaba un impermeable sobre los hombros. Busqué algún sitio vacío y metí el coche en el primero que encontré. Apagué el motor, bajé y seguí a la pareja con disimulo. Hablaban y ninguno parecía haberse dado cuenta de mi presencia.
Era ya noche cerrada y el edificio de la terminal estaba iluminado como un belén. En la acera había dos mozos poniendo etiquetas en las maletas de los pasajeros que habían bajado del taxi. Mi pareja entró en la terminal. Advertí que dejaban atrás las ventanillas de alquiler de coches. ¿Se largaban sin pagar? Apreté el paso y el bolso se puso a golpearme la cadera mientras recorría al trote el corto trecho que había hasta la entrada. La terminal del aeropuerto de Santa Teresa sólo tiene seis puertas.
Las Puertas 1, 2 y 3, en el ala izquierda, son para los vuelos de cercanías, los «saltacharcos» que iban y venían de Los Angeles, San Francisco, San José, Fresno, Sacramento y otros lugares situados en un radio de seiscientos kilómetros. En el vestíbulo principal, United Airlines compartía el mostrador con la American. Hice una rápida inspección visual entre los pasajeros sentados en los diversos grupos de sillones. El Stetson habría tenido que facilitar la localización, pero no vi el menor rastro de la pareja.
Casi todos los pasajeros que partían pasaban por la Puerta 5, que quedaba bien visible en la otra parte del pequeño vestíbulo. Había poco tráfico aéreo a aquella hora de la noche y un vistazo al panel indicador del movimiento me reveló que sólo iban a despegar dos aviones. Uno era un reactor de United con destino Los Angeles y el otro un vuelo normal de American Airlines a Palm Beach, con escala en Dallas/Fort Worth. Al lado tenía la Puerta 4, que se utilizaba como puerta de llegada de los vuelos de United. Los ventanales rematados en arco daban a una zona de hierba, iluminada por las luces exteriores, y rodeada por un muro enlucido y coronado por un vidrio protector de un metro de altura. Oía el agudo rugido de un pequeño avión que se acercaba por la pista. Avancé hacia las puertas dobles y miré al exterior. Habría seis o siete personas en aquel sector: una mujer con un niño pequeño, tres universitarios, dos ancianos con un perro. Ni rastro de la pareja que buscaba.
Al cruzar las puertas del vestíbulo principal que conducían al ala de cercanías, vi el Stetson, fieltro negro con ala ancha y cuerpo alto y blando. El hombre estaba en la tienda abonando el importe de un par de revistas. Lo tenía de costado, pero la luz era excelente. Como si quisiera prestarme un servicio, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo antes de volver a calarse la prenda con otra inclinación. Lo observé con atención para poder identificarlo más adelante, si llegaba el caso. Le eché casi sesenta años; tenía la cara magra, de ave de rapiña, y ojos oscuros y pequeños. Lucía un bigote poblado y blanquinegro. Lo que a la luz de la farola me había parecido una mata de pelo negro y rizado era en realidad cabellera canosa. Llevaba botas vaqueras, téjanos y chaqueta de lana oscura. Mediría un metro ochenta, aunque las botas podían ser responsables de varios centímetros, y le calculé unos ochenta kilos de peso. Se puso las revistas bajo el brazo y se guardó el cambio en el bolsillo. Me alejé de la puerta cuando se giró.
A mis espaldas había una fila de teléfonos públicos. En parte para ocultarme y en parte por desesperación, me instalé ante el primer teléfono y abrí la guía encadenada al estante de metal. Me puse a buscar el número de Bucky mientras el hombre salía de la tienda. Vi de reojo que cruzaba el vestíbulo y se reunía con la mujer, que se encontraba ya en el mostrador de los pasajes, con la espalda hacia mí y el petate a los pies. ¿De dónde había salido? Seguramente del lavabo de señoras. Ahora hacía cola para comprar los pasajes. Se había quitado el impermeable y lo llevaba colgando del brazo. El pasajero que tenía delante terminó su transacción y le tocó el turno a la mujer, que puso una maleta grande en la báscula y adelantó el petate con el pie para pegarlo al mostrador.
La empleada de la compañía la saludó y cambiaron unas palabras. Mientras la empleada escribía en el teclado del ordenador, la mujer adelantó la mano y recogió una etiqueta identificadora de una caja. Dio sus señas y entregó la etiqueta a la empleada, que reunía las distintas partes del pasaje. La mujer puso sobre el mostrador un fajo de billetes, la empleada los contó y los guardó. Acto seguido, ató la etiqueta de identificación a la maleta, junto con una ficha de reclamaciones, y puso la maleta en la cinta transportadora. El bulto móvil se coló por una gatera igual que un ataúd camino de las llamas. Las dos mujeres terminaron la operación y la empleada entregó a la pasajera el sobre con el pasaje y la tarjeta de embarque.
Cuando la mujer se volvió hacia su compañero, vi que estaba embarazada de seis o siete meses. ¿Sería la hija? Era mucho más joven que él, de unos treinta y cinco años, con un pelo color fuego amontonado en la parte superior de la cabeza. Su piel tenía ese aire de yeso que da el exceso de crema y se había echado además un poco de colorete, con lo que parecía tener la cara algo sucia. El vestido de pre-mamá era de esos largos y anchos, de tela vaquera azul claro, manga corta y cintura caída, hinchada a causa de la barriga. Debajo del vestido llevaba una camiseta blanca de tamaño extragrande y de manga larga. Calzaba unos calientapiernas a franjas rojas y blancas, y botas de deporte rojas. El vestido de tela vaquera lo había visto en una revista de jardinería y era de un estilo que solían llevar las antiguas hippies que habían cambiado las drogas y las comunas sexuales por la comida macrobiótica y la ropa de fibra natural.
El hombre recogió el petate y los dos se apartaron cuando le tocó el turno al siguiente pasajero de la cola. El hombre volvió a dejar el petate en el suelo y los dos se mantuvieron a un lado, enfrascados en una conversación intrascendente. Estaban a punto de subir a un avión y yo no sabía qué hacer. Detenerlos en nombre de la ley me parecía, en el mejor de los casos, peligroso. Yo ni siquiera habría podido afirmar que se hubiera cometido ningún delito. Ahora bien, ¿qué otra cosa había podido hacer aquel sujeto en el piso de Johnny Lee? Había sido poli durante el tiempo suficiente para saber que allí había gato encerrado. A juzgar por las apariencias, el petate estaba a punto de cambiar de estado. Ignoraba si la pareja tenía intención de volver a Santa Teresa o si se estaban fugando contraviniendo alguna ley.
Volví a concentrarme en el teléfono público y pasé las páginas con nerviosismo, hablando para mí misma. Vamos, vamos. Lawrence. Laymon. Recorrí las columnas con el dedo. Leason. Leatherman. Leber. Aja. Quince personas apellidadas Lee, pero sólo una domiciliada en Bay. Bucyrus Lee. ¿Bucky era el diminutivo de Bucyrus? Encontré una moneda en el bolsillo de la chaqueta, la introduje en la ranura y marqué el número. Descolgaron al segundo timbrazo.
– Hola, ¿Bucky?
– Soy Chester. ¿Quién eres tú?
– Kinsey…
– Mierda. Será mejor que vengas. Aquí ha estallado la bomba.
– ¿Qué ha pasado?
– Salimos del local de Rosie y al ir a casa encontramos a Ray Rawson arrastrándose por el sendero del garaje. La cara llena de sangre y una mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Tenía rotos dos dedos y Dios sabe qué más. Han entrado otra vez en el piso y han hecho agujeros debajo del armario de la cocina.
Se pusieron a decir por los altavoces algo relativo a un vuelo de American Airlines.
– Un momento -dije. Puse la mano en el auricular. Me había perdido los detalles, pero tenía que ser la orden de embarque para los pasajeros del avión de Palm Beach. Por el rabillo del ojo vi que el hombre recogía el petate y que abandonaba la terminal con la embarazada, girando a la izquierda, hacia la puerta de American Airlines. El corazón se me aceleró. Me concentré otra vez en Chester-. ¿Está bien Rawson?
– Oye, tenemos esto lleno de coches de la policía y hay una ambulancia en camino. El hombre no tiene buen aspecto. ¿Qué ruido es ése? Casi no te oigo.
– Por eso te llamaba. Estoy en el aeropuerto -dije-. Vi salir del piso a un individuo con un petate. Va con una mujer y creo que van a subir a un avión. Lo he seguido hasta aquí, pero si perdemos la pista a la bolsa, será ya sólo mi palabra contra la suya.
– Espera. Voy por Bucky y salimos disparados. No te despegues de él hasta que lleguemos.
– Pero Chester, están subiendo ya al avión. ¿Sabes qué se llevaron?
– No tengo ni idea. Mientras esto esté lleno de gente ni siquiera podré entrar. ¿Y la policía del aeropuerto? ¿No podría echarte una mano?
– ¿Qué policía? No hay ningún agente a la vista. Estoy completamente sola.
– Bueno, maldita sea, ¡haz algo!
Repasé las posibilidades a toda velocidad.
– Págame el pasaje y lo sigo -dije.
– ¿Adonde?
– El vuelo es con destino Palm Beach, con escala en Dallas. Decídete porque dos minutos más y se habrá ido.
– Adelante. Ya arreglaremos cuentas. Llámame cuando puedas.
Colgué y al pasar miré otra vez el panel indicador del movimiento aéreo. La palabra EMBARQUE parpadeaba alegremente al lado de la hora prevista del vuelo 508 de American Airlines. La terminal se había vaciado de pasajeros que sin duda se encontraban agrupados en la puerta. Correteé por el vestíbulo hacia el mostrador de American Airlines. Una empleada atendía a un pasajero, pero la otra se me quedó mirando.
– Acérquese, por favor.
Me puse ante ella.
– ¿Quedan plazas en el avión de Palm Beach? -No sabía si la pareja iba a Dallas o a Palm Beach, pero tenía que partir de lo segundo si no quería que se me escaparan.
– Voy a ver lo que hay. El avión no va lleno. -Se puso a escribir con rapidez en el teclado del ordenador que tenía ante sí, deteniéndose para descifrar los datos que le salían en la pantalla-. Quedan diecisiete plazas libres… doce de clase turística y cinco de primera clase.
– ¿Cuánto vale la turística?
– Cuatrocientos ochenta y siete dólares.
No era ningún drama.
– ¿Ida y vuelta?
– Sólo ida.
– ¿Cuatrocientos ochenta y siete dólares la ida? -La voz me salió aguda y temblona como si acabara de tener la menstruación por primera vez.
– Sí, señora.
– Qué remedio -dije-. Deje la vuelta abierta. No sé cuánto tiempo voy a quedarme. -La pura verdad era que no sabía adonde se dirigía la pareja. Podían irse perfectamente a México, al Cono Sur o al Honolulu. No había visto ningún pasaporte cambiar de manos, pero tampoco podía descartar la posibilidad. Como la empleada que tenía ante mí no era la que había atendido a la embarazada, no tenía sentido interrogarla. Abrí la billetera, saqué una tarjeta de crédito y la puse encima del mostrador. La empleada no pareció poner en duda la prudencia del impulso. Madre mía. O Chester me costeaba el viaje o me iba a pique.
– ¿Asiento de pasillo o ventanilla?
– Pasillo. Hacia la parte delantera. -Era de cajón que la pareja bajara del avión antes que yo y quería estar preparada para salir tras ellos.
La empleada pasó a otra pantalla tecleando con parsimonia.
– ¿Lleva equipaje?
– Sólo lo puesto -dije. Quise gritarle que se diera prisa, pero no tenía sentido. La máquina de los billetes se puso a traquetear y a zumbar, y expulsó el pasaje, la tarjeta de embarque y el comprobante de la tarjeta de crédito, que firmé donde se indicaba. Creo que fruncí el entrecejo al ver lo que me habían cobrado. El viaje de ida y vuelta en clase turística, sin descuentos para estudiantes ni rebajas en posteriores iniciativas, me había costado 974 dólares. Hice unas cuantas operaciones. El límite del crédito de aquella tarjeta era de 2.500 dólares y aún estaba pagando unas compras que había hecho durante el verano. Según mis cálculos, aún disponía de un crédito de cuatrocientos dólares. En fin. Si no hubiera tenido ni un céntimo en el banco habría sido lo mismo, porque no podía sacarlo a aquellas horas.
Recogí el sobre del pasaje, di las gracias a la empleada y corrí alrededor de la terminal para ir a la Puerta 6, donde puse el bolso de mano en la cinta que pasaba por la máquina de rayos X. Saqué la llave de Johnny del bolsillo del pantalón y la guardé en el bolso. Pasé por el detector de metales sin problemas y recogí el bolso en el otro lado. Los pasajeros de primera clase y las personas con niños pequeños ya habían cruzado la puerta y abandonado la terminal. Los veía avanzar por la pista en dirección al aparato. Ya estaba en curso el embarque general y me puse al final de la lenta cola. El hombre del Stetson era claramente visible.
La pareja estaba unos seis pasajeros más allá, sin decirse prácticamente nada. La mujer llevaba ahora las revistas y él acarreaba el petate. Se comportaban como si estuvieran sometidos a cierta tensión y tenían la cara inexpresiva. No vi que hubiera entre ellos ninguna muestra de afecto, descontado el vientre de la señora, que sugería por lo menos un rato de intimidad seis o siete meses antes. Puede que se hubieran visto obligados a casarse por el niño. Fuera cual fuese la explicación, la dinámica sentimental entre ellos parecía nula.
Cuando llegaron a la puerta, el hombre tendió el petate a la mujer y le dijo algo. Ella le respondió con un murmullo, sin mirarle. Parecía reticente y trataba al hombre con un distanciamiento palpable. El hombre le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso. Retrocedió a continuación, se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando mientras la mujer entregaba la tarjeta de embarque al empleado de la puerta y se alejaba con el petate en la mano. Pues estábamos buenos. ¿Qué hacía ahora? El hombre esperó junto a la puerta hasta que la mujer se perdió de vista. Titubeé y repasé mis alternativas. Siempre podía seguirlo a él, pero lo importante era el petate, por lo menos hasta que averiguara qué contenía. Una vez desaparecido el botín, nadie podría ya seguirle la pista hasta sus orígenes.
El hombre se volvió hacia mí, echando a andar hacia la salida. Me miró a los ojos un instante antes de que pudiese desviarlos. Lo miré otra vez con rapidez y tomé una foto mental de su cara grisácea, de la cicatriz de la barbilla, una profunda raya de color blanco que comenzaba en el labio superior y seguía hasta el cuello. O había cruzado volando una ventana o le habían dado un navajazo.
El empleado de la puerta recogió la tarjeta de embarque y me devolvió la matriz. Si había que dar media vuelta, era el momento indicado. Delante de mí, en el asfalto mal iluminado, vi que la embarazada llegaba a lo alto de la pasarela y que cruzaba la puerta del avión. Respiré hondo, salí a la pista y llegué a la pasarela. Hacía fresco y el viento incesante que parecía asolar la pista me traspasaba el tejido de la chaqueta de mezclilla. Subí los peldaños, produciendo ruidos metálicos al pisar las láminas sueltas.
Me sentí mejor cuando hube cruzado el umbral del 737 y entrado en la iluminada calidez del interior. Miré a los pasajeros de primera clase, pero la embarazada no estaba entre ellos. Comprobé el número de mi asiento en la matriz de la tarjeta de embarque: 10D, seguramente sobre el ala izquierda del aparato. Mientras esperaba a que se instalasen los pasajeros que me precedían, me puse a otear las primeras filas de la clase turística. La mujer estaba en la fila octava, en un asiento de ventanilla de la derecha. Había sacado una polvera y se miraba en el espejito. Sacó un tarro de maquillaje, lo abrió y se embadurnó las mejillas de color beige.
Casi todos los compartimientos para el equipaje de mano estaban abiertos a la altura de la cabeza. Avancé un paso y esperé a que el universitario que tenía delante metiera una mochila del tamaño de un sofá en el compartimiento que le correspondía. Al pasar junto a la fila octava, vi el petate medio oculto por el doblado impermeable de la embarazada, ambos objetos encajonados entre un abultado bolso de lona, un maletín y un carrito de transportar maletas, los típicos trastos que se caen y nos dan en la cabeza en el momento de aterrizar. Si hubiera tenido temple, me habría llevado el petate sin más y lo hubiera escondido bajo el asiento hasta el momento de inspeccionar el contenido. La embarazada me miró. Me volví con naturalidad.
Ocupé mi asiento y empotré el bolso en el respaldo del asiento delantero. Los dos que tenía junto a mí estaban vacíos y rogué al dios de los aviones que me dejaran la fila para mí sola. Al cabo de unos minutos me llevaría las manos a la nuca y me estiraría para echar una siesta. La embarazada se levantó en aquel momento y salió al pasillo, desde donde abrió el compartimiento del equipaje de mano. Apartó el bolso de lona y extrajo con esfuerzo un libro encuadernado de un bolsillo exterior del petate. La azafata avanzaba por el pasillo hacia ella, cerrando los compartimientos metálicos con movimientos decididos.
Poco después de cerrarse la puerta del aparato, la azafata se puso delante de los presentes y dio detalladas instrucciones, con ejemplos prácticos, sobre cómo abrochar y desabrochar el cinturón de seguridad. Me pregunté si habría alguien en el avión que todavía no comprendiera el complicado procedimiento. Nos explicó también qué había que hacer si corríamos peligro de estrellarnos, hacernos papilla y carbonizarnos por caer hacia la corteza terrestre a velocidad supersónica desde ochocientos metros de altura. En mi opinión, el tubito del oxígeno que colgaba del techo estaba fuera de lugar, pero la azafata parecía sentirse mejor dándonos indicaciones sobre el uso del aparato. Para distraernos del miedo a morirnos por el camino, nos prometió un carrito de bebidas y una cena rápida en cuanto estuviésemos volando.
El avión se alejó de la terminal y entró en la pista de despegue. Hubo una pausa y el avión comenzó a correr, adquiriendo velocidad con auténticas ganas. Vibramos y nos sacudimos con los motores a tope. El aparato se elevó en el cielo nocturno y los iluminados edificios de abajo se encogieron hasta que no quedó de ellos más que una reja de luces.