Registré la red del respaldo del asiento delantero: la bolsa para vomitar, una hoja satinada con instrucciones de seguridad ilustradas con dibujos, una aburrida revista de líneas aéreas y un catálogo de regalos por si me apetecía ir de compras navideñas en pleno vuelo. Iba a ser un viaje largo y yo sin mi fiel novela de Leonard. Me volví casi involuntariamente hacia la mujer embarazada, que estaba al otro lado del pasillo y dos filas delante de mí. Desde donde me encontraba sólo podía verle una parte de la cara. La maraña de pelo rojo me despertaba el deseo de asaltarla con un peine.
Aún no podía creer que estuviera haciendo aquello. Para evaluar mi situación me dije que lo mejor era hacer un inventario rápido. Llevaba encima la ropa, es decir, las Reebok y los calcetines, las bragas, los téjanos, el jersey de cuello alto y la chaqueta de mezclilla. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y encontré una entrada de cine de hacía una semana, dos monedas de veinticinco centavos, un bolígrafo y un sujetapapeles metálico. Me palpé el bolsillo derecho del tejano, que estaba vacío. En el otro había un pañuelo de papel arrugado, lo saqué y me soné la nariz. Saqué el contenido del bolso de mano y lo puse en el asiento contiguo. Tenía la billetera, con el permiso de conducir californiano y la licencia de detective; dos tarjetas de crédito internacionales, una con un límite de 2.500 dólares (menos el saldo de los últimos gastos), la otra, según comprobé en aquel momento, ya caducada. Maldición. Tenía 46 dólares con 52 centavos en metálico, la tarjeta telefónica y una tarjeta de unos grandes almacenes, del todo inútil fuera de California. ¿Dónde tenía el talonario? Ah, en casa, encima de la mesa, donde había estado rellenando algunos cheques. Pero la virtud no sirve de nada cuando la necesidad apremia. Si hubiera sido descuidada, habría llevado el talonario conmigo, aumentando mi magro caudal en trescientos o cuatrocientos dólares. En el fondo del compartimiento interior de la billetera llevaba el juego de ganzúas, un artículo que el viajero improvisado siempre ha de tener a mano.
Tenía además el cepillo de dientes, el dentífrico y las bragas limpias que siempre llevo conmigo. Y una navaja de explorador, unas gafas de sol, un peine, una barra de carmín, un sacacorchos, la llave de la caja de Johnny, dos bolígrafos, la factura de la tienda donde había apuntado la matrícula del Taurus, un frasco de aspirinas y los anticonceptivos. Ocurriera lo que ocurriese, no iba a quedarme embarazada, así que ¿por qué preocuparse? A fin de cuentas, estaba de vacaciones y no me obligaban otras responsabilidades.
No tenía ni la más remota idea de lo que haría cuando aterrizásemos. Como es lógico, esperaría a ver qué decisión tomaba mi compañera de viaje. Si se iba del país, no podría impedírselo, pues entre las cosas que no llevaba encima figuraba el pasaporte. Seguramente podría entrar en México con el permiso de conducir, aunque no me gustaba la idea. He oído demasiadas anécdotas sobre las cárceles mexicanas. Por el lado positivo, tenía pagado el viaje de vuelta, de manera que siempre podía abordar otro avión y regresar. Lo peor que podía ocurrir mientras tanto era que metiese la pata… y hay antecedentes en mi historial.
En cuanto se apagó el aviso luminoso de abrocharse los cinturones, me desabroché el mío y busqué una manta y una almohada en el compartimiento de arriba. Me dirigí a la parte trasera e hice uso de la grifería volante, me lavé las manos, me miré en el espejo y recogí un ejemplar de la revista Time al volver al asiento. El piloto nos habló por los altavoces y nos dio unos datos de vuelo con voz segura. Nos dijo la altura de vuelo, el clima y la dirección que íbamos a seguir, más la hora aproximada de llegada.
Llegó el carrito de las bebidas y adquirí tres dólares de vino malo. Ardía en deseos de engullir el tentempié de cuatrocientos ochenta y siete dólares, que resultó ser un tomate enano, una ramita de perejil y un rollo de primavera del tamaño de un pisapapeles. De postre había un barquillo al chocolate envuelto en papel de aluminio. En cuanto estuvimos llenos se amortiguaron las luces de la carlinga. La mitad de los pasajeros optó por dormir y la otra mitad encendió las lámparas de lectura, para leer o preparar documentos. Cuarenta y cinco minutos más tarde vi que la embarazada pasaba por mi lado.
Me volví con curiosidad y vi que se dirigía hacia los lavabos del extremo del aparato. Observé a los pasajeros más cercanos. Casi todos dormían. Nadie parecía prestarme atención. Nada más cerrarse la puerta del lavabo, me levanté, me adelanté dos filas y me senté junto al pasillo, a dos asientos del de la embarazada. Me puse a revolver el contenido de la red del respaldo del asiento delantero como si buscase algo. No estaba segura de tener tiempo (ni audacia) para bajar el petate. La mujer, por lo visto, se había llevado el bolso (un rasgo de desconfianza), de manera que no podía registrarlo. Miré en su red. No había nada interesante. Sólo se había dejado la novela encuadernada de Danielle Steel, cerrada ahora y en medio del asiento. Miré las guardas, pero no vi ningún nombre escrito. Advertí que utilizaba como punto de lectura la matriz de la tarjeta de embarque. La saqué, me la guardé en el bolsillo de la chaqueta y volví a mi asiento. Nadie chilló, ni me señaló, ni me acusó con la mirada.
Momentos después pasó otra vez la embarazada, que volvía a su asiento. La vi recoger el libro. Se levantó a medías y miró el asiento, luego se agachó y buscó a su alrededor, seguramente la tarjeta perdida. Casi podía ver el signo de interrogación cerrado, en forma de nube, flotando encima de su cabeza. Pareció encogerse de hombros. Se incorporó, sacó del compartimiento una almohada y la manta, apagó la luz y se recostó en el asiento arropada con la manta.
Saqué la matriz del bolsillo y leí la escueta información que contenía. La mujer se llamaba Laura Huckaby y se dirigía a Palm Beach.
Dallas/Fort Worth está en la zona horaria central, dos horas por delante de California, que, sumadas a las tres horas de vuelo, se convirtieron en las dos menos cuarto de la madrugada cuando por fin tomamos tierra. Unos minutos antes de aterrizar, la azafata comunicó por los altavoces el número de las puertas correspondientes a otros vuelos con que podíamos empalmar. Comunicó asimismo que el avión estaría en tierra alrededor de setenta minutos y que luego continuaría el vuelo 508, a Palm Beach. Si queríamos bajar, tendríamos que llevar la tarjeta de embarque para identificarnos a la vuelta. Gracias a mi arte, la pobre Laura Huckaby ya no tenía tarjeta. La contemplé con sentimiento de culpa, pensando que o se pondría a discutir con nerviosismo con la azafata o se resignaría a permanecer en el asiento, con cara de infelicidad, hasta que el avión despegara.
Pero en cuanto se detuvo el avión ante la puerta y se apagó la orden luminosa de abrocharse el cinturón de seguridad, la mujer se puso en pie, recogió el impermeable y el petate, guardó el libro en el bolsillo exterior de éste y se sumó a la lenta cola de pasajeros que bajaban. No supe qué pensar, pero estaba obligada a seguirla. Avanzamos por la pasarela tubular como lo que éramos, un grupo heterogéneo de cansados viajeros de madrugada. Los pocos pasajeros que llevaban bolsa de viaje gravitaban cansinamente hacia las salidas, pero el grueso se dirigió hacia la cinta móvil de los equipajes. Tenía a Laura Huckaby bien a la vista. El pelo rojizo se le había aplastado con sus cabezadas y tenía el respaldo del vestido cubierto de arrugas horizontales. Aún llevaba el impermeable colgado del brazo, pero tuvo que detenerse dos veces para cambiar de mano el petate. ¿Adonde iba? ¿Pensaría que estábamos en Palm Beach?
El aeropuerto Dallas/Fort Worth estaba pintado con colores neutros y matices del beige y los suelos eran de baldosas coloreadas. Los pasillos eran anchos y estaban silenciosos a aquella hora. Un grupo de empresarios asiáticos nos adelantó en un chirriante cochecito eléctrico que emitía continuas notas agudas para advertir a los peatones desprevenidos. Las luces del techo nos ponía en la piel un suave tono de ictericia. Casi todos los establecimientos estaban cerrados y a oscuras. Dejamos atrás un restaurante y una mezcla de quiosco y tienda de regalos donde había libros encuadernados y de bolsillo, revistas del corazón, prensa diaria, salsas tejanas para barbacoa, libros de recetas tejanomexicanas y camisetas estampadas con motivos de Texas. La sección de recogida de los equipajes del vuelo 508 apareció ante nosotros, al otro lado de una puerta giratoria. Laura Huckaby pasó delante de mí y se detuvo titubeando en el umbral, como para orientarse. Al principio pensé que buscaba a alguien, pero por lo visto no era así.
La adelanté y me dirigí a la cinta móvil por la que saldrían los equipajes. No sabía qué estaba pasando. ¿Había tenido intención de bajar en Dallas desde el principio? ¿Había facturado el equipaje a Palm Beach o sólo a Dallas? A la izquierda había una fila de sillas de cromo y cuero de pega. Había un televisor en el rincón, en lo alto de la pared, y casi todas las cabezas estaban vueltas hacia él. En la pantalla se veían, en colores chillones, los restos de un avión estrellado hacía poco; una columna de humo negro se elevaba todavía del carbonizado fuselaje en un paisaje iluminado con crudeza. La informadora hablaba directamente a la cámara. Llevaba un abrigo de pelo de camello y la nieve caía a su alrededor. El viento le azotaba el pelo y coloreaba sus mejillas de rosa fuerte. El sonido era defectuoso, pero ninguno de los presentes tuvo ninguna duda sobre el contenido de sus comentarios. Me acerqué al depósito de agua y bebí en abundancia y con ruido.
Por el rabillo del ojo vi que Laura Huckaby se acercaba al panel informativo, donde se indicaba la forma de avisar al servicio de transporte de los muchos hoteles de los alrededores. Descolgó el teléfono y marcó cuatro cifras. Hubo una breve conversación. Esperé hasta que colgó, busqué su trayectoria y acabé detrás de ella cuando se acercaba a las escaleras mecánicas. Bajamos al nivel de la calle, donde cruzamos una serie de puertas de cristal.
Fuera hacía un frío inesperado. A pesar de la iluminación artificial, la zona de carga y descarga de pasajeros estaba sumida en la oscuridad. Entre la acera y el edificio habían puesto un poco de verde. La hierba, visible a lo ancho de la fachada de color crema, estaba repartida en islotes espaciados, como si fueran implantes de pelo. Me dirigí al área señalizada con el rótulo de servicio de transbordadores y me puse a esperar mientras escrutaba la avenida. No nos miramos. Laura Huckeby parecía cansada y preocupada, sin manifestar el menor interés por los demás viajeros. En cierto momento hizo una mueca y se llevó la mano a los riñones. Otras dos personas se reunieron con nosotros: un hombre de buen ver con traje y corbata que llevaba un maletín y una bolsa de viaje, y una joven con un plumón de esquiar y una mochila al hombro. Pasaron algunos coches, a velocidad suficiente para levantar una brisa de humo de motor que se arremolinó alrededor de nuestros pies. A aquella hora había disminuido el tráfico aéreo, pero aún se oía el sordo rugido de los aviones que despegaban de tarde en tarde.
Pasaron varios transbordadores. La mujer no hizo nada por detenerlos y tampoco las dos personas que aguardaban con nosotros. Finalmente apareció por la curva un microbus rojo. En un costado podía verse, con caligrafía dorada, la inscripción EL CASTILLO VACIO, con el perfil de un castillo simbólico. Laura Huckaby levantó la mano para llamar a la furgoneta. El conductor la vio y frenó pegado al bordillo. Bajó del vehículo y ayudó al hombre a meter el equipaje, mientras la embarazada y yo subíamos al microbús, seguidas por el hombre. La joven de la mochila se quedó donde estaba, con la mirada nerviosamente atenta a los vehículos que pasaban. Busqué asiento al final del microbús a oscuras. Laura Huckaby se instaló en la parte delantera, la mejilla apoyada en la palma de la mano. El pelo del moño primitivo se le había soltado casi totalmente.
El conductor se puso al volante otra vez, cerró la puerta, sacó una carpeta y se volvió a medias hacia nosotros para comprobar los nombres de la lista.
– ¿Wheeler?
– Sí -dijo el hombre del traje.
– ¿Hudson?
Ante mi sorpresa, Laura Huckaby levantó la mano. ¿Hudson? ¿De dónde salía aquello? Curioso desarrollo de los acontecimientos. No sólo se había bajado en una ciudad que no era su destino previsto, sino que al parecer había hecho la reserva hotelera con otro nombre. ¿Qué se proponía?
– Voy a reunirme con otra persona -dije, en respuesta a su mirada interrogativa.
El conductor asintió, dejó a un lado la carpeta, cambió de velocidad y partimos. Seguimos un complicado trayecto por carriles que se cruzaban y descruzaban alrededor de la terminal, y salimos por fin a campo abierto. El terreno era llano y muy oscuro. En la negrura destacaba algún que otro edificio iluminado como un espejismo titubeante. Cruzamos lo que tenía que ser un complejo gastronómico, restaurantes y más restaurantes iluminados con colores chillones como cualquier calle céntrica de Las Vegas. Al fondo apareció por fin la mole de un hotel, uno de esos establecimientos sin estilo con el precio de la habitación (69 dólares por persona) escrito debajo mismo del nombre. Las rojas letras de neón del Castillo Vacío palidecían unos instantes y se volvían a iluminar, y en el proceso se hacía visible otra frase, PARA DORMIR COMO UN REY. Oh, por favor. El logotipo era dos esquemáticas palmeras de neón verde flanqueando una torre de neón rojo con almenas.
Dejamos atrás un oasis de palmeras de verdad que rodeaban una reproducción de la torre pintada en el edificio, una estructura de piedra falsa con foso y puente levadizo. Cuando el microbús se detuvo en el andén del hotel, me entretuve hasta que Laura Huckaby (alias Hudson) hubo bajado. No parecía haber ningún botones de servicio. El hombre del traje recogió el maletín y la bolsa de viaje. Los tres entramos en el vestíbulo por las puertas giratorias, yo en retaguardia. Laura Huckaby no llevaba más equipaje que el petate.
En el interior se había explotado hasta la saciedad el motivo de la «vieja y alegre Inglaterra». Todo era oro y carmesí, pesadas cortinas de terciopelo, molduras almenadas y tapices que colgaban de ganchos metálicos que sobresalían de los muros del «castillo». Al otro lado de los ascensores, una flecha indicaba el camino a los lavabos, una puerta para los «Caballeros» y otra para las «Damas». En recepción, reacia a llamar la atención de Laura Huckaby, procuré ponerme la última. Dado el precio de las habitaciones, podía costearme quizás una estancia de dos noches, aunque tenía que tener cuidado con los gastos adicionales. Ignoraba cuánto tiempo pensaba estar Laura Huckaby. Terminó ésta de rellenar la ficha de registro y se dirigió a los ascensores con el petate a rastras. Estiré un poco el cuello y vi que entre los ascensores había sendas columnas de luces que indicaban en qué piso concreto se encontraba el ascensor respectivo. Subió al primer ascensor y en cuanto se cerraron las puertas, murmuré «Enseguida vuelvo» a nadie en particular y corrí hacia el panel de las luces. El piloto rojo subía sistemáticamente de piso en piso y se detuvo en la planta doce.
Volví a recepción en el instante en que el hombre del traje terminaba de inscribirse y se dirigía a los ascensores. Me acerqué al mostrador. Dada la decoración, esperaba ver como mínimo a una mujer con brial o a un hombre con cota de malla. La mujer, por el contrario, llevaba un típico uniforme de hostelería, blusa blanca, chaqueta azul marino y una falda lisa del mismo color. El marbete decía que era Vikki Biggs, Encargada de Noche. Tenía veintitantos años, seguramente era nueva y por tanto la habían relegado a aquel turno. Me dio una ficha en blanco. Apunté mi nombre y dirección y vi que arrancaba un comprobante de operación a crédito. Miró la dirección al grapar el comprobante a la ficha.
– Mi madre. Esta noche vienen todos de California -dijo-. La otra señora era también de Santa Teresa.
– Ya lo sé. Vamos juntas. Es mi cuñada. ¿Podría ponerme en la misma planta que ella?
– Vamos a ver -dijo. Escribió unas líneas en el omnipresente teclado y miró la pantalla con cara de concentración. A veces me entran ganas de apoyarme en el mostrador para echar un vistazo. Desde el punto de vista de Vikki, no había buenas noticias-. Lo lamento, pero esa planta está completa. Hay una habitación libre en la octava.
– Servirá -dije. Y tras ocurrírseme otra cosa-: ¿En qué habitación está? -Como si Vikki Biggs acabara de decirlo y no la hubiera oído bien.
Biggs no era tonta. Y yo, por lo visto, acababa de meterme en el país de las reticencias hoteleras. Torció la boca en una mueca de pesar.
– No nos permiten revelar el número de las habitaciones. Pero puede hacer otra cosa. Pida hablar con ella en cuanto suba usted a su habitación y la telefonista hará la llamada con mucho gusto.
– Ah, claro, ningún problema. Le puedo llamar más tarde. Sé que está tan cansada como yo. Beber en el avión es fatal.
– Desde luego. ¿Está aquí por trabajo o por placer?
– Un poco de ambos.
Biggs metió mi llave en un sobre y me puso éste delante, en el mostrador.
– Que disfrute de la estancia.
En el ascensor me pusieron música sinfónica mientras me miraba en el espejo de superficie ahumada.
– Das asco, chica -dije a mi reflejo.
Había poca luz en la octava planta y el silencio era absoluto. Avancé con cautela, igual que una ladrona, por el ancho pasillo alfombrado y abrí mi puerta. Las cursilerías medievales no se habían prolongado hasta allí. De la Inglaterra del siglo XIV me vi transportada al violento y salvaje Oeste, residuo decorativo de algún propietario anterior. La habitación combinaba el naranja quemado con los marrones y el papel de la pared imitaba la textura de la madera sin desbastar. El edredón estaba adornado con cactos y sillas de montar, separados por un muestrario de marcas ganaderas bordadas. Hice una rápida inspección, recorriendo la habitación para ver los servicios de que disponía.
A la derecha de la puerta había un armario doble con cuatro colgadores de madera, una plancha y una tabla de planchar de patas metálicas y setenta centímetros de longitud. Más allá había un espacio destinado a arreglarse, con tocador, pila y un secador de pelo adosado a la pared de la derecha. En el tocador había una cafetera de cuatro tazas, sobres de azúcar y pequeños envases de leche vegetal. En un recipiente había frascos pequeños de champú, fijador y colonia, una cajita de costura y un sobre con un gorro de baño. En el lavabo había una bañera de fibra de vidrio y un tubo de ducha que iba desde la pared hasta la altura del cuello. La cortina de plástico estaba decorada con herraduras y potros dando coces. Había una taza, tres toallas de baño, una alfombra pequeña y una de esas esterillas de goma que se han hecho para reducir las caídas desagradables y las demandas judiciales más desagradables aún.
No había minibar, pero sí un tarro con caramelos de cuatro sabores fuertes, envueltos en papel transparente. Todo un detalle. Me habían concedido también teléfono, televisor y un radiodespertador. Por la mañana llamaría a Henry para que me contara las últimas noticias de Santa Teresa. Eché las cortinas y me quité la ropa, que colgué esmeradamente en el magro surtido de perchas. Por razones sanitarias, lavé las bragas ahora que tenía tiempo, utilizando un sobre de champú hotelero. Luego las secaría con el secador de pelo y la plancha, y las dejaría listas para volver a ponérmelas. Una rápida llamada a American Airlines me reveló que no habría ningún vuelo de Dallas a Palm Beach hasta la tarde del día siguiente, lo que quería decir que Laura pasaría allí la noche. Eran cerca de las tres y media cuando colgué el rótulo de «No molestar» y me metí entre las sábanas casi desnuda. Me dormí casi inmediatamente, sin que nada me turbara el sueño. Si Laura Huckaby se despertaba con las gallinas y se iba durante las ocho horas siguientes, entonces al diablo. Subiría al primer avión y volvería a casa.
Desperté a mediodía y me saqué el corcho de la boca con el cepillo de dientes plegable. Me duché, me lavé el pelo y me puse la ropa de la víspera, menos las bragas que había lavado y que aún estaban húmedas. Acto seguido me di un banquete integral a base de café caliente con dos sobres de azúcar y otros dos de leche, y cuatro caramelos del frasco, dos de naranja y dos de cereza. Al descorrer las cortinas tuve que retroceder ante el sol cegador de Texas. Fuera no había más que tierra llana y seca que se extendía por todas partes hasta el horizonte, con algún árbol o arbusto ocasional. La luz se reflejaba en el único edificio visible, un complejo de oficinas con espejos en la fachada del entrante central. A la derecha, una autopista de cuatro carriles se perdía en ambas direcciones sin que se indicara en ningún sitio adonde se iba por uno u otro lado. El hotel parecía construido en el centro de un polígono comercial-industrial donde sólo había otra empresa. Mientras miraba apareció un grupo de corredores por mi izquierda. Parecían jóvenes, estudiantes de instituto, en esa etapa de la adolescencia donde se dan cita todos los tamaños y complexiones. Altos, bajos, chaparros y delgados como fideos, corriendo con las huesudas rodillas por delante mientras los lentos van en la cola. Llevaban pantalón corto y camiseta verde de raso, pero estaban demasiado lejos para ver el nombre del colegio estampado en el uniforme.
Eché las cortinas y volví a la cama, donde me estiré y me recosté en las almohadas mientras llamaba a Henry. En cuanto descolgó, dije:
– Adivine dónde estoy.
– En la cárcel.
Me eché a reír.
– En Dallas.
– No me sorprende. He hablado con Chester esta mañana y me ha dicho que te habías ido en pos de una liebre.
– ¿Qué noticias hay en casa de Bucky? ¿Se sabe ya qué robaron anoche?
– Que yo sepa, no. Chester me dijo que habían arrancado la chapa del fondo del armario de la cocina. Parece que el viejo construyó una especie de escondrijo cuando instaló el fregadero. Puede que el agujero estuviese ya vacío, pero da la sensación de que se han llevado algo.
– ¿Un escondrijo además de la caja de seguridad? Qué interesante. ¿Qué querría esconder?
– Chester cree que eran documentos de guerra.
– Ya me habló de eso. No me lo creo y tengo intención de averiguarlo. El individuo que vi entregó el petate a su mujer o amante y ésta tomó anoche el avión. El individuo no subió, pero seguramente tiene intención de reunirse con ella. La mujer tenía pasaje para Palm Beach, pero se bajó en Dallas y yo, como es lógico, hice lo mismo.
– Claro, claro. ¿Por qué no?
Sonreí al oír su entonación.
– En cualquier caso, podría usted avisar a la policía para que vigilara el motel Capri. No tuve tiempo de decírselo a Chester. No sé el número, pero es el segundo bungalow de la derecha. Puede que el sujeto esté aún allí.
– Lo estoy apuntando -dijo Henry-. Se lo entregaré a la policía, si quieres.
– ¿Y Ray? ¿Creen que ha tenido algo que ver?
– Bueno, seguramente hubo alguna relación. La policía le preguntó, pero no soltó prenda. Si sabe algo, no ha querido decirlo.
– Es como si le hubieran dado una paliza para que no contara lo de la chapa de la cocina.
– Eso creo yo. Un agente se lo llevó a urgencias del St. Terry, pero se fue en cuanto lo curaron y desde entonces no se sabe nada de él.
– Hágame un favor. Vaya al hotel Lexington y compruebe si sigue allí. Habitación 407. No llame antes por teléfono. Puede que no quiera…
– Demasiado tarde -dijo Henry, interrumpiéndome-. Ya se ha ido y no creo que vuelva a aparecer. Bucky fue al hotel esta mañana y ya habían limpiado su habitación. No me extraña, a la policía le interesa como testigo material. ¿Y tú? ¿Quieres que cuente a la policía lo que has visto?
– Adelante, pero no sé hasta qué punto servirá. En cuanto sepa lo que pasa, llamaré personalmente a la policía de Santa Teresa. La de aquí no tiene jurisdicción sobre el caso y a estas alturas ni siquiera soy capaz de decir qué delito pensamos que se ha cometido.
– Agresión, por ejemplo.
– Sí, pero ¿y si Ray Rawson no reaparece? Y aunque diera la cara. Puede que desconozca la identidad de su agresor, puede que se niegue a hacer la denuncia. En cuanto al supuesto robo, ni siquiera sé lo que se han llevado, y no digamos quién.
– Pensaba que habías visto al individuo.
– Desde luego. Lo vi salir del piso de Johnny. Pero no puedo jurar que robara nada.
– ¿Y la mujer del petate?
– Puede que ignore la importancia del bulto que transporta. Ella no tuvo absolutamente nada que ver con la agresión.
– ¿No podría ser culpable de recoger objetos robados?
– No podemos ni siquiera afirmar que ha habido un robo -dije-. Además, es posible que la mujer no sepa que se ha cometido un delito. El marido vuelve a casa. Ella se va de viaje. El dice: Hazme un favor y llévate esto cuando te vayas.
– ¿Qué piensas hacer?
– No estoy segura. Me gustaría meter las manos en ese petate. Puede que nos dé una pista sobre lo que se cuece.
– Kinsey… -advirtió Henry.
– No se preocupe, caramba. No pienso arriesgarme.
– Me pongo mal cuando dices eso. Te conozco. ¿En qué hotel te hospedas? Dame el teléfono.
Le recité el número que había en el centro del disco.
– El hotel es el Castillo Vacío, está cerca del aeropuerto de Dallas. Habitación 815. La mujer está en la planta doce.
– ¿Cuál es el plan?
– Yo qué sé -dije-. Supongo que esperar a ver qué hace la mujer. Su pasaje era para Palm Beach, de modo que si sube a otro avión, tendré que hacerlo yo también.
Henry guardó silencio durante unos instantes.
– ¿Y el dinero? ¿Te hacen falta fondos adicionales?
– Tengo unos cuarenta dólares en metálico y un pasaje de vuelta. Me apañaré mientras tenga cuidado con la tarjeta de crédito. Espero que impresione usted a Chester con mi profesionalidad. No me gustaría quedarme sin blanca.
– No me gusta eso.
– Tampoco me entusiasma a mí la situación. Yo sólo quería que supiera usted dónde estaba.
– Procura no infringir la ley.
– Me sería más fácil si conociera el código tejano -dije.