Gilbert y Laura se presentaron en menos de una hora, con el petate de lona en ristre, seguramente lleno con los ocho mil dólares en efectivo. Gilbert volvía a llevar el Stetson, tal vez con la esperanza de reivindicar su imagen de duro después de haber sido derrotado por una ciega de ochenta y cinco años. Se notaba mucho que Laura estaba agotada. Tenía la piel como lavada con lejía y lo que quedaba de las moraduras le sombreaba la barbilla de un desleído verdiamarillo. En comparación con la cualidad cerúlea de la piel, el pelo rojizo parecía estropajoso y artificial, y contrastaba de un modo molesto con el aspecto exangüe de las mejillas. Advertí entonces que tenía los ojos del mismo color avellana que Ray y que el hoyuelo de su barbilla reproducía el del padre. Tenía aspecto de haber dormido vestida. Había vuelto a ponerse el vestido que le había visto la primera vez, el ancho de manga corta, de tela vaquera azul claro; debajo llevaba una camiseta blanca de manga larga y leotardos a franjas rojas y blancas, y calzaba zapatillas de tenis rojas. No llevaba ya la faja del embarazo y el efecto era curioso, como si hubiera adelgazado de manera espectacular después de una enfermedad terrible.
Gilbert parecía en tensión. Tenía aún la cara señalada con manchas donde le habían alcanzado los perdigones de Helen y se había puesto un trozo de esparadrapo en el lóbulo. Aparte de las pruebas que evidenciaban una intervención de urgencia, se había planchado los téjanos y cepillado las botas. Llevaba una camisa blanca de estilo Lejano Oeste, chaleco de cuero y al cuello un cordón con broche. Era una indumentaria afectada y supuse que había estado al oeste del Missisipi sólo una vez en su vida y que de esto hacía menos de una semana. Al ver a su abuela, Laura fue a cruzar la habitación, pero Gilbert chascó los dedos y la mujer retrocedió como una perrita. El hombre apoyó la mano en la nuca de Laura y le murmuró algo al oído. Laura parecía sufrir, pero no opuso resistencia. La atención de Gilbert se desvió al ver la pistola en la cintura de Ray.
– Oye, Ray. ¿Te importaría devolvérmelo?
– Dame antes las llaves -dijo Ray.
– No tengo intención de discutir -dijo Gilbert.
Cerró la mano derecha alrededor del cuello de Laura y con un chasquido brotó la hoja del cuchillo que había tenido escondido en la palma. La punta se hundió en la piel de la mujer y el jadeo que emitió ésta fue de sorpresa y dolor.
– ¿Papá?
Ray vio el hilillo de sangre y la inmovilidad absoluta de su hija. Bajó los ojos al Colt que llevaba en la cintura. Sacó el revólver y se lo tendió a Gilbert con la culata por delante.
– Toma. Quédate esta mierda. Aparta el cuchillo del cuello.
Gilbert observó a Ray y apartó la punta de un modo casi imperceptible. Laura no se movió. Vi que la sangre comenzaba a empapar el cuello de la camiseta. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Ray hizo un ademán de impaciencia.
– Vamos, coge el arma. Quítale el cuchillo del cuello.
Gilbert apretó un botón y la hoja volvió al interior del mango. Laura se tocó la herida y se miró las yemas de los dedos ensangrentadas. Fue hacia una silla y tomó asiento, la cara ya sin el menor rastro de color. Gilbert se pasó el cuchillo a la mano izquierda y alargó la derecha para recoger la pistola. Miró el cargador, que estaba lleno, y se introdujo la pistola en la cintura, amartillada y con el seguro puesto. Pareció relajarse al recuperar el arma.
– Vamos a fiarnos los unos de los otros, ¿de acuerdo? En cuanto tenga mi parte del dinero, ella vuelve contigo y estamos en paz.
– Un trato es un trato -dijo Ray. Saltaba a la vista que estaba irritado y Gilbert se dio cuenta.
– De acuerdo. Démonos la mano -dijo Gilbert, haciendo lo que decía.
Ray miró la mano durante un segundo y se la estrechó.
– Seamos amigos en esto y nada de juego sucio.
Gilbert sonreía con amabilidad.
– No me hace falta jugar sucio mientras la tenga a ella.
Laura había presenciado la conversación con una mezcla de horror e incredulidad.
– ¿Qué has hecho? -dijo a Ray-. ¿Por qué le has dado el revólver? ¿De verdad crees que mantendrá su palabra?
Gilbert estaba impertérrito.
– No te metas en esto, criatura.
Hubo un dejo de indignación en el tono de la mujer y voluntad de traición en sus ojos.
– No tiene intención de repartir el dinero. ¿Es que te has vuelto loco? Dile dónde está y vayámonos de aquí antes de que me mate.
– ¡Un momento! -dijo Ray-. Esto es un negocio, ¿estamos? He pasado cuarenta años en chirona por culpa de ese dinero y no voy a echarme atrás ahora porque tú tengas problemas con este ciudadano. ¿Dónde has estado tú todos estos años? Yo sé dónde estaba yo, pero ¿dónde estabas tú? Viniste a mí convencida de que te sacaría de la crisis, pues bien, eso es lo que hago, ¿lo oyes? Así que cierra la boca y déjame llevar esto a mi manera.
– Papá, ayúdame, tienes que ayudarme.
– Ya lo hago. Estoy comprando tu vida y no me sale barata. El trato lo hago con él, así que se acabó la discusión.
Laura adoptó una expresión hermética y se quedó mirando al suelo con las mandíbulas apretadas. A Gilbert pareció hacerle gracia que la hubieran mandado a hacer gárgaras. Hizo como si fuera a tocarla, pero la mujer le apartó la mano. Gilbert sonrió para sí y me guiñó el ojo. No me fiaba de ninguno de los presentes y esta convicción me hacía polvo el estómago.
Les miré mientras Ray explicaba el plan de operaciones, poniendo a Gilbert al tanto de las llamadas que habíamos efectuado y del motivo de las mismas. Advertí que omitía ciertos datos relevantes, como el nombre del camposanto y el apellido del monumento.
– Aún no hemos encontrado el dinero, pero estamos cerca. Si esperas beneficios, será mejor que arrimes el hombro y cooperes -dijo Ray con los ojos llenos de desprecio. Cambiaron una sonrisa helada, llena de advertencias. Los miré por turno y deseé fervientemente no estar allí si al final les daba por competir a ver quién meaba más lejos.
– Supongo que llevas las llaves encima -dijo Ray.
Gilbert las sacó del bolsillo, las enseñó durante un segundo, las dos en un llavero, y se las guardó.
Sin decir palabra, Ray se puso a recoger parte del material que había reunido: la cuerda, las dos palas, las tenazas.
– Que todo el mundo coja algo y andando -dijo-. Lo meteremos todo en el maletero.
Gilbert asió el taladro manual, aunque tomándoselo con calma, para que no pareciera que obedecía órdenes.
– Otra cosa. Quiero que la vieja nos acompañe.
– Yo no voy contigo a ninguna parte, pollo -le soltó Helen. Estaba sentada en su silla y se apoyaba en el bate con determinación.
– ¿Qué tiene que ver ella con esto? -dijo Ray.
– Si se queda alguien, ¿cómo sé que no llamará al 911? -dijo Gilbert a Ray, sin hacer caso a Helen.
– Vamos -dijo Ray-. Mi madre no haría eso.
– Desde luego que lo haría -dijo Helen en el acto.
Gilbert se quedó mirando a Ray.
– ¿Te das cuenta? La vieja está más loca que una cabra. O se viene con nosotros o esto se va a la porra.
– Pero no digas tonterías, hombre. ¿Vas a dejar escapar la pasta?
Gilbert sonrió, asió otra vez la nuca de Laura y le zarandeó la cabeza.
– No voy a dejar escapar nada. Aquí eres tú la única perdedora.
Ray cerró los ojos durante unos segundos.
– Señor. Ponte el abrigo, mamá. Te vienes con nosotros. Perdóname la faena.
Helen desplazó la mirada de Gilbert a Ray.
– Está bien, hijo. Ya que insistes, iré.
Como Gilbert no se fiaba de nosotros, fuimos todos en un solo coche. Gilbert, Helen y Laura se instalaron en el asiento trasero, abuela y nieta cogidas de la mano. Helen no soltaba el bate y Gilbert no perdía éste de vista. Intuyendo su mirada, Helen agitó el bate hacia el hombre.
– Ya ajustaremos cuentas, mami -murmuró Gilbert.
Ray empuñó el volante mientras yo lo orientaba desde el asiento del copiloto, siguiendo la ruta en el plano abierto. Se dirigió al este por Portland Avenue, dobló por Market Street y desde aquí, pasando por debajo del puente, accedió a la 71, en dirección norte. Hacía viento y un poco más de calor que antes. El cielo era una sábana azulada como un huevo de tordo, con el horizonte ribeteado de nubes. Esperaba que Ray infringiese algún artículo del código para que nos parasen los motoristas, pero mantenía la aguja del velocímetro dentro de lo permitido y hacía con el brazo unas señales que ya no hacía nadie en las últimas décadas.
Unos dos kilómetros más allá de la autopista Watterson accedió a la Gene Snyder y tomó la primera salida que vio. Desembocamos en la 22, que seguimos durante un rato. La carretera que tomamos probablemente había sido antaño un camino de carros que recorría muchos kilómetros de campo sin que lo utilizara casi nadie. Me imaginé a los pequeños comerciantes y agricultores de los alrededores viajando en carromato durante horas para llegar a los bosques donde enterraban a sus difuntos. El Cementerio de las Doce Fuentes estaba a unos kilómetros de la frontera comarcal del condado de Oldham, rodeado de tapias enjalbegadas, ocupando un terreno que antaño había sido un bosque de doscientas cincuenta hectáreas. Con el paso de los años, el campo se había civilizado y hecho la manicura.
Las verjas de hierro estaban abiertas, flanqueadas por dos columnas de mampostería de unos cinco metros de altura. El camino se dividía a derecha e izquierda, rodeando un monumento de tres grandes fuentes de piedra que vomitaban trémulas columnas y chorritos de agua en el helado aire de noviembre. Una modesta señal nos envió por la izquierda, donde había un pequeño edificio de piedra encogido contra un telón de fondo de cipreses y sauces llorones. Ray se detuvo en el aparcamiento de grava. Vi que nos miraba la mujer de la oficina.
Gilbert se dirigió a la oficina con Helen. La cara de Laura estaba todavía tan claramente magullada que podía llamar la atención. También él tenía aún la cara picada de cortes, pero nadie se atrevería a preguntarle qué había pasado. Laura, mientras tanto, vio que Ray la miraba por el espejo retrovisor.
– ¿Y ésta? -dijo señalándome.
– ¡¿Esta?! -dijo Ray, confuso.
– Gilbert temía que la abuela avisara a la poli. ¿Por qué crees que no lo hará ésta?
Me volví para darle la cara.
– No voy a avisar a nadie. Yo sólo quiero irme a mi casa -dije.
Laura no me hizo caso.
– ¿Crees que se quedará aquí sentada, viendo cómo nos vamos con el dinero?
– Aún no lo hemos encontrado -dijo Ray.
– Pero cuando lo tengamos, ¿qué pasará?
Ray puso cara de pena.
– Laura, en el nombre de Dios, ¿qué quieres que haga?
– Nos va a traer problemas.
– ¡No es verdad!
Laura apartó la cara y se puso a mirar por la ventanilla con las mandíbulas apretadas. Gilbert y Helen volvían ya. Gilbert introdujo a la anciana sin miramientos en el asiento trasero y fue a subir por la otra portezuela. Helen murmuró un insulto.
– Ojo, mamá -dijo Ray.
Helen acarició el hombro de Ray con afecto.
Gilbert subió al coche, cerró de un golpe y me tendió el folleto que llevaba en la mano. Como yo ya había hablado con la mujer de la oficina de ventas, ésta nos había conseguido un folleto que describía y contaba la historia del cementerio. La parte central era un plano del camposanto, con los puntos de interés señalados con una X. También nos había trazado en papel aparte un plano pormenorizado de la sección concreta que íbamos a visitar. Un círculo rojo rodeaba la tumba de Pelissaro. Me volví para mirar a Gilbert.
– Tienes que comprender que podría ser una pista falsa -dije.
– Espero que en tal caso tengas preparado un plan de reserva.
Mi plan de reserva era echar a correr como un galgo.
Ray encendió el motor. Le indiqué la ruta, que la mujer había señalado con bolígrafo. El cementerio consistía en una serie de circunferencias secantes que desde el aire se habrían parecido a los dibujos de anillos nupciales de algunos edredones. Los caminos abarcaban las secciones, rodeándose entre sí como en un cinturón de circunvalación. Seguimos el primer camino de la izquierda hasta llegar a la fuente de las Tres Vírgenes. Giramos a la izquierda en el desvío, rebasamos el lago, doblamos luego a la derecha y accedimos al sector antiguo del cementerio. Este había recibido su nombre de las doce fuentes, inesperadamente visibles desde allí, caprichosas cortinas de agua que buscaban el cielo. Por derrochar agua en California te llevaban ante el juez, sobre todo en los años de sequía, que por lo visto eran más que los lluviosos.
Dejamos atrás el Rincón del Soldado, donde estaban enterrados los militares, las lápidas blancas, idénticas y tan limpiamente alineadas como un huerto recién plantado. La perspectiva se desplazaba con nosotros y el punto de fuga recorría las hileras de cruces blancas como la luz de un faro. En aquel sector del cementerio había monumentos impresionantes, panteones de granito y piedra caliza, con frontón y pilastras de capitel jónico. Los sepulcros mayores estaban adornados con niños de rodillas y con la cabeza agachada, corderos de piedra, urnas, cortinas de piedra y columnas corintias. Había pirámides, capiteles y mujeres esbeltas en posición contemplativa, perros de bronce, arcos, pilares, bustos de personajes serios, y recargadas vasijas de piedra, todo ello entre losas verticales de granito y lápidas sencillas de dimensiones más modestas. Recorrimos las tumbas observando hasta donde alcanzaba la vista. Las lápidas representaban sendas relaciones familiares, el final de sendas historias. Hasta el aire era allí sombrío y el suelo estaba empapado de tristeza. Cada lápida parecía decir: He aquí una vida que significó algo, y aquí está el recuerdo de la desaparición de un ser que amábamos y al que añoraremos profunda y eternamente. Incluso los afligidos estaban ya muertos, y los afligidos que habían llorado a éstos.
La tumba de Pelissaro estaba en un callejón sin salida. Nos detuvimos y bajamos del coche. Gilbert dejó el Stetson en el asiento trasero y los cinco avanzamos hacia el monumento de cualquier manera. Miré la foto, maravillándome de que el paisaje que teníamos delante estuviera exactamente igual que hacía cuarenta años. El monumento Pelissaro, un obelisco de mármol blanco, sobresalía de las tumbas contiguas. Casi todos los árboles de la foto estaban aún en pie y muchos de éstos habían crecido con el paso del tiempo. Al igual que en la foto, las ramas volvían a estar desnudas, pero esta vez no había nieve y la hierba estaba hibernada, de un marrón sucio mezclado con verde apagado. Vi el mismo puñado de lápidas cercadas por una verja de hierro, el muro de piedra a nuestra derecha.
Gilbert estaba ya impaciente.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó a Ray.
Ray y yo nos miramos. Hasta el momento, Gilbert había cumplido su parte del trato. Se había presentado con Laura, que no sólo estaba viva y con buena salud, sino que además tenía aspecto de no haber recibido ninguna paliza por la noche. De modo que nos quedamos así, haciendo tiempo, pues sabíamos que no podíamos cumplir nuestra parte. Habíamos tratado de señalar los límites de nuestros conocimientos, pero Gilbert no toleraba la pluralidad de interpretaciones. Helen esperaba pacientemente, arropada en el abrigo, mirando con fijeza un sepulcro que sin duda tomaba por uno de nosotros.
– No me apetece mover monumentos -dijo Gilbert-. Y éste menos aún. Seguramente pesa dos toneladas.
– Un momento -dijo Ray. Inspeccionó el lugar, barriendo con la mirada las lápidas, los rasgos del paisaje, valles, árboles, la cordillera circular del fondo. Sabía lo que estaba haciendo Ray porque lo hacía yo también, tantear el siguiente movimiento en el curioso juego de tablero al que jugábamos. Casi había esperado ver una torre de agua sobresaliendo a lo lejos, con alguna palabra pintada en el cilindro de la cúspide. Y habría jurado que tenía que haber por allí un antiguo cobertizo de jardinería o un rótulo, cualquier cosa que sugiriese qué hacer a continuación. La tumba de Pelissaro tenía que ser importante, de lo contrario ¿por qué molestarse en mandar la foto? La llaves podían tener importancia o no tenerla, pero el monumento anunciaba algo, aunque no se nos ocurría qué.
Vi que Ray comprobaba los nombres de las lápidas que tenía al alcance de los ojos. Ninguno parecía significar nada. Di un giro de trescientos sesenta grados, inspeccionando el callejón sin salida de nuestra espalda, que estaba flanqueado de panteones.
– Ya lo tengo -dije. Puse la mano en el brazo de Ray y señalé. Había cinco panteones en el semicírculo, estructuras de piedra caliza gris que se hundían en las faldas de la loma que bordeaba el lugar como un cuello de camisa levantado. La fachada de cada panteón era diferente. Una parecía una catedral en miniatura, otra era una versión reducida del Partenón. Dos parecían bancos de poca monta, con columnata y escalones anchos que conducían a sendas puertas antaño impresionantes, pero en aquellos momentos tapiadas con hormigón. Encima de la puerta de cada panteón se había esculpido el apellido de la familia. REXROTH. BARTON. HARTFORD. WILLIAMSON. Fue el quinto panteón el que me interesó. El apellido de la puerta era LEE.
Ray chascó los dedos.
– Dame las llaves -dijo a Gilbert, que obedeció sin protestar.
Avanzamos por el paseo con la atención puesta en el aspecto del panteón. La entrada estaba protegida por una verja de hierro, cuya cerradura se veía de lejos. Habían pasado además una cadena por los barrotes, alrededor de la cerradura, que tenía un candado. Miré el papel que describía la situación de las parcelas de la zona. El panteón de los Ley estaba en la sección M, parcela 550. El mensaje de Johnny Lee había sido enviado y recibido. No me lo podía creer, pero habíamos conseguido descifrarlo.
Ray se dirigió al coche, que habíamos estacionado en el semicírculo, enfrente del panteón. Abrió el maletero y sacó una palanqueta de neumático.
– Coged herramientas -dijo. Gilbert volvió a obedecer sin rechistar y se armó con una pala. Laura se hizo con un martillo y con un pico que Ray había encontrado en el último momento. Los cinco cruzamos el suelo de asfalto, Helen en retaguardia golpeando el suelo con el bate. Subimos los peldaños en desorden y miramos entre los barrotes de la verja. Dentro había una especie de vestíbulo pavimentado, de unos tres metros de anchura por dos de profundidad. En la pared del fondo había dieciséis nichos para sendos ataúdes individuales, dispuestos en cuatro filas de cuatro.
Esperamos mientras Ray introducía la llave pequeña en el candado Master, que se abrió con una vuelta. La cadena, suelta ya, cayó con ruido en el suelo. La llave grande de hierro giró en el ojo de la cerradura con dificultad. La verja dio un gemido al abrirse, un chirrido de metal contra metal. Entramos. Todos los nichos estaban llenos al parecer. En doce había sendas lápidas con el nombre del fallecido, la fecha de nacimiento y defunción, y a veces una cita poética. Todas las fechas de nacimiento y defunción correspondían al siglo pasado. Los cuatro nichos restantes estaban tapados con cemento puro y no contenían ningún dato.
Al principio, Ray se mostró reacio a actuar. Al fin y al cabo, estábamos en un lugar donde había una familia enterrada.
– Hay que moverse -dijo.
Con actitud tanteadora atacó con la palanqueta el cuadrado de cemento que estaba más arriba. Tras el golpe inicial, se puso a machacar la muda superficie con insistencia y concentración. Gilbert empuñó una pala y, poniéndose al lado de Ray, hizo lo mismo con la hoja. El ruido se me antojó excesivo y retumbaba en todos los rincones del panteón. No sé si fuera se oiría algo. Localizar el origen de los golpes no habría sido fácil. El cemento era al parecer la capa exterior porque el pequeño tabique comenzó a resquebrajarse y a ceder ante la fuerza bruta. Cuando Ray consiguió perforarlo, Gilbert apartó los escombros y ensanchó el boquete.
Laura, mientras tanto, se había arrodillado y machacaba con idéntica fuerza con el pico la capa de cemento del nicho inferior. El polvo saltaba, cubriendo el aire de una nube clara y densa de partículas. Había algo inquietante en el brío con que trabajaban. Todos los conflictos y disputas se habían arrinconado al llegar a la recta final de la cacería. El descubrimiento era inminente y la codicia había desplazado a la animosidad.
Helen y yo retrocedimos hasta la pared para no estorbarles. Por los barrotes de la verja, mirando hacia la falda de la colina, veía las ramas agitadas por el viento. Estiré el cuello y miré al cielo con preocupación. Estaba ya completamente nublado y las masas negras se amontonaban encima de nosotros. El tiempo era allí tan tornadizo como fijo y monótono en California. No sabía adonde iba a llevarnos aquella situación y me debatía entre el temor y una leve esperanza de que al final todo saliera bien. Ray y Gilbert se repartirían el dinero, se darían la mano y cada cual se iría a lo suyo, dejándome a mí en libertad de ir a lo mío. Laura abandonaría a Gilbert; puede que se quedara un tiempo con su padre y su abuela, hasta que al final se separasen. Ray se quedaría seguramente con su madre hasta que la operasen de los ojos, a menos que lo capturasen antes y lo enviasen otra vez a la cárcel.
Miré la hora. Sólo eran las diez y cuarto de la mañana. Si conseguía un vuelo a primera hora de la tarde, estaría en casa para cenar. Me había perdido casi todas las celebraciones prenupciales. Al día siguiente por la noche, el miércoles, víspera de la boda, William y los muchachos habían dicho que irían a la bolera, mientras Nell, Klotilde y yo cenaríamos seguramente en el local de Rosie. Esta había jurado que no quería ensayar nada. «¿Qué hay que ensayar? Estaremos juntos y repetiremos lo que el juez nos diga.» Nell no había tenido tiempo de dar los últimos retoques a mi sayo de dama de honor, pero ¿qué había que retocar en una cosa así?
El golpeteo adquirió un ritmo reiterativo. Oí a lo lejos a un lugareño que accionaba una máquina cortacésped. Por la carretera que bordeaba el cementerio no pasaban coches. Cuando me di cuenta, Ray, Gilbert y Laura arrastraban sacas de lona por la puerta y los peldaños. Helen y yo fuimos tras ellos y miramos mientras Ray abría una saca y vaciaba el contenido en el asfalto.
– Aquel tipo era un genio -dijo Ray-. Se le ocurría lo que no se le ocurría a nadie. Ojalá estuviera aquí. Ojalá pudiera ver esto. Fijaos. Qué hermoso es, Señor.
Lo que había caído en el asfalto era un montón de billetes nacionales y extranjeros, joyas, cubertería y cacharrería de plata, títulos de bolsa, monedas de plata, billetes del gobierno confederado, pagarés, documentos legales sin identificar, monedas, series especiales, papeles timbrados y dólares de oro y plata. El montículo de valores me llegaba casi a la rodilla y aún había otras seis sacas tan llenas como aquélla. Incluso Helen, que veía poco, parecía haberse percatado cicla enormidad del descubrimiento. Una gota de lluvia apareció en el suelo, seguida de otra y otra a intervalos espaciados. Ray miró al cielo con sorpresa y extendió la mano.
– Hay que irse -dijo.
Laura volvió a llenar la saca mientras Ray y Gilbert arrastraban las restantes hasta el maletero del coche y las metían dentro. Cuando hubieron cargado la última saca, Ray cerró el maletero. Estábamos ya subiendo al vehículo cuando vimos a Gilbert. Durante un segundo pensé que se había detenido para remeterse la camisa, pero inmediatamente me di cuenta de que empuñaba la pistola. Ray vio mi expresión y miró a Gilbert, que estaba erguido ya, con las piernas abiertas y el Cok en la mano. Laura apretó el brazo de Helen, las dos petrificadas. Vi que Laura murmuraba algo al oído de su abuela, para avisarla de lo que estaba pasando, ya que la anciana no se había enterado.
Gilbert miraba a Ray con expresión divertida, como si los demás no estuviéramos presentes.
– Siento decírtelo, Ray, pero tu amigo Johnny era un asesino nato.
Ray lo miró con fijeza.
– ¿De veras?
– Puso precio a Darrell McDermid e hizo que lo mataran.
Ray frunció el entrecejo.
– Creía que Darrell había muerto en un accidente.
– No fue un accidente. Lo cosieron a tiros. Johnny pagó una pasta a un tío para asegurarse de que Darrell no se levantaba.
– ¿Por qué? ¿Porque Darrell nos vendió a la poli?
– Eso es lo que decía Johnny.
– ¿Quién lo hizo entonces?
– Yo. El chico estaba hecho polvo por lo de su hermano y puse punto final a su sufrimiento.
Ray meditó aquello y se encogió de hombros.
– ¿Y qué? Eso no me afecta. Estuvo bien lo que hiciste. El muy cabrón se lo merecía.
– Sí, pero Darrell no era culpable. Darrell no hizo nada. Alguien llenó de mentiras la cabeza de Johnny -dijo Gilbert con tristeza fingida-. Fui yo quien se lo contó a la poli. Me cuesta creer que no lo hayáis adivinado.
– ¿Tú fuiste el chivato?
– Me temo que sí -dijo Gilbert-. Mira, afrontémoslo con realismo. Soy un muerto de hambre, no valgo para nada. Es como aquella anécdota del tipo que salva a una serpiente y a cambio recibe una mordedura mortal. El tipo no para de decir: «Oye, tú, ¿por qué me haces esto? Te he salvado la vida», y la serpiente dice: «Mira, tío, cuando me recogiste, ya sabías que era una serpiente venenosa».
– Gilbert, tengo que decirte algo. Nunca te he tenido por un buen sujeto. Ni una sola vez. -Ray se llevó una mano a los riñones y cuando volvió a enseñarla, empuñaba una Smith & Wesson del 0,38 especial.
Gilbert se echó a reír.
– Joder. Tiroteo a la vista. Será divertido.
– Más para mí que para ti -dijo Ray. Los ojos le brillaban de maldad, mientras que Gilbert sólo parecía divertido, como si Ray no representase una amenaza que tuviera que tomarse en serio.
– Papá, no -dijo Laura.
– Vamos, chicos, vamos -dije-. No hay que llegar a estos extremos. Hay dinero de sobra…
– No es por el dinero -dijo Ray sin mirarme, con los ojos fijos en Gilbert, los dos a tres metros de distancia a lo sumo-. Es por un tipo que ha maltratado a mi hija y ha apaleado a mi ex mujer. Es por Darrell y Farley, hijo de perra. Sabes de qué hablo, ¿verdad?
– Totalmente -dijo Gilbert.
Retrocedí un paso, tan pendiente de los dos hombres que no vi lo que hacía Helen. Esta levantó el bate de béisbol para descargarlo con furia más o menos donde estaba Gilbert, golpeando el brazo de Ray al tomar impulso. Ni siquiera rozó a Gilbert y casi me dio a mí en toda la boca. Sentí la corriente de aire que me azotaba los labios cuando el bate me pasó silbando. El palo dio en el coche y el golpe le hizo soltar el bate.
– ¡Maldita sea, mamá! Vete de aquí. ¡Vete de aquí!
Laura gritó y se agachó. Yo me arrojé al suelo y alcé los ojos a tiempo de ver que Gilbert apuntaba y disparaba contra ella. Sonó un chasquido hueco. Gilbert miró el Colt con asombro. Lo amartilló otra vez y apretó el gatillo; el percutor volvió a dar en falso. Tiró del cierre, salió despedido un cartucho, y soltó el mecanismo, poniendo otro en la recámara. Giró el arma y apuntó a Ray. Apretó el gatillo. Clic. Volvió a amartillar el revólver y apretó el gatillo nuevamente. Clic.
– ¿Qué pasa? -dijo.
Ray sonrió.
– Bueno, creo que la culpa la tengo yo. He olvidado decirte que he limado la aguja del percutor.
Ray hizo fuego y Gilbert se desplomó con un ruido extraño, como si le hubieran sacado todo el aire. Ray avanzó hasta situarse encima de Gilbert. Volvió a hacer fuego.
Contemplé hechizada el tercer disparo. Ray se volvió hacia mí.
– No, no hagas eso.
Percibí cierto movimiento por el rabillo del ojo y de pronto oí el impacto del bate al darme en la cabeza. En la décima de segundo que precedió a mi desmayo, miré a Helen con pesar. La buena señora había estado bateando a ciegas y acababa de darme un buen golpe. Lo malo fue que la vi con claridad, y que no tenía nada en las manos. Era Laura quien empuñaba el bate y yo me hundía cada vez más en las tinieblas.
Pasé la noche en una habitación semiprivada de un hospital llamado Baptista Este, con el peor dolor de cabeza que recuerdo haber tenido en mi vida. A causa de la conmoción, el médico no me había dado ningún sedante y cada treinta minutos aproximadamente me comprobaban las constantes vitales. Puesto que no me dejaban dormir, pasé dos horas aburridas bombardeada por las preguntas de dos agentes de la Comisaría del Sheriff del Condado de Oldham. Gente simpática, pero que escucharon con natural escepticismo la historia que les conté. Aunque medio conmocionada, mentí una frase sí y otra también, para eliminar cualquier rastro de culpa de los acontecimientos que describía. Al final llamaron al Courier-Journal y un periodista mal pagado consultó los archivos y encontró una crónica del atraco que detallaba el nombre de todos los sospechosos y hacía muchas cabalas vistosas sobre el dinero desaparecido. Bueno, la verdad es que el dinero había vuelto a desaparecer, al igual que Ray Rawson, su anciana madre y su hija Laura, cuyo marido natural se encontraba tendido en el depósito de cadáveres, con el cuerpo cosido a balazos.
Mantuve y sostuve que me habían obligado a punta de pistola, y que me habían dado una paliza y tirado a la cuneta cuando había dejado de serles útil. ¿Quién podía decir que no era verdad? Llamaron a Santa Teresa y se pusieron al habla con el teniente Dolan, que habló en mi favor y salió en defensa de mi honor en entredicho. El agente encargado del caso archivó mi versión de los acontecimientos y accedí a hacer de testigo cuando Ray Rawson y su alegre banda fuera detenida y procesada. No creo que haya muchas probabilidades de que esto ocurra. Ray tiene un montón de dinero en su poder y los cuarenta años de contactos y astucia criminal que había acumulado en la cárcel. Estoy convencida de que ha comprado documentos de identidad falsos, pasaportes incluidos, y tres pasajes de primera clase hacia un lugar desconocido.
El miércoles por la mañana, cuando me dieron de alta, una enfermera que acababa el servicio se ofreció a llevarme al barrio de Portland donde vivía Helen Rawson. Bajé del vehículo en la esquina y fui andando hasta la puerta. La casa estaba a oscuras. La puerta trasera se encontraba abierta y vi desperdigada la ropa que se les había caído con las prisas por marcharse. Entré en el dormitorio y encendí la lámpara de mesa. Todas las pastillas de la anciana habían desaparecido, prueba inequívoca de que se había ido con el hijo y la nieta. Me tomé la libertad de utilizar el teléfono, esta vez sin molestarme en abonar la llamada con la tarjeta de crédito. Perdí un montón de tiempo tratando de hablar con alguien. Llamé a Henry y volvió a ponerse el contestador automático. ¿Nunca estaba en casa aquel hombre? Llamé al local de Rosie y no respondió nadie. Llamé a mi amiga Vera, pero sin duda se había ido con su marido el médico a pasar fuera el puente de Acción de Gracias. Llamé a mi viejo amigo Jonah Robb. Tampoco estaba. Llamé incluso a Darcy Pascoe, la recepcionista de la empresa para la que había trabajado antaño. La suerte me había abandonado y comencé a asustarme, pues estaba en un apuro y no sabía a quién recurrir. Por último, presa de la desesperación, llamé a la última persona que me pasó por la cabeza. El teléfono sonó cuatro veces y contestaron.
– Hola, ¿Tasha? -dije-. Soy tu prima Kinsey. ¿Recuerdas que dijiste que te llamara si necesitaba algo?