Capítulo 10

Saqué uno de los carritos de la ropa del trastero de la planta donde estaba Laura Huckaby. Había vuelto a ponerme el uniforme rojo y estaba lista para empezar el trabajo. Saqué sábanas y toallas limpias del estante del armario de la ropa y las puse en el carrito, junto con cajas de pañuelos de papel, papel higiénico, objetos de aseo y el colgante del Servicio de Habitaciones que me había agenciado con anterioridad. Comprobé el cuaderno que colgaba del carrito por un extremo. De la parte superior, atado con un cordel, pendía un bolígrafo. Por lo que leí, no se había arreglado ninguna habitación. Bernardette y Eileen tenían turno a aquella hora, pero ninguna de las dos había terminado la respectiva faena. No sabía lo que sucedería si una de ellas me sorprendía. Lo más probable es que nadie se ofendiera por verme trabajar con ahínco… a menos que aquellas mujeres se creyeran con derecho a monopolizar la taza del retrete. Empujé el carrito por el pasillo alfombrado. Las ruedas se trababan y tenía que evitar que el carrito se me fuera contra las paredes.

El plan que Ray Rawson y yo habíamos trazado era como sigue: Rawson llamaría a Laura por el teléfono interior, desde el extremo del vestíbulo, y con el mostrador de recepción bien a la vista. Diría que era el recepcionista, que acababa de recibir un paquete y que necesitaba su firma. Añadiría que se iba a comer, pero que el paquete se quedaría en recepción. Si bajaba enseguida, se lo entregaría cualquier otro empleado. Si Laura decía que se lo subiesen,

Rawson le diría con voz pesarosa que iba contra las normas del hotel. Hacía poco se había entregado un paquete a quien no correspondía y desde entonces la dirección quería que los huéspedes los recogieran personalmente.

Mientras tanto, yo estaría en el pasillo, cerca de la habitación de Laura, atenta al momento en que saliese. En cuanto se cerrasen las puertas del ascensor «de bajada», entraría en la 1236 con su llave. Laura llegaría al vestíbulo y el recepcionista buscaría en vano el inexistente paquete. Confusión, conmoción y excusas previsibles. Todos dirían no saber nada ni del paquete ni de las normas del hotel. Perdón por las molestias. En cuanto apareciera el paquete, se enviaría a la habitación.

En cuanto se alejase de recepción para volver arriba, Rawson llamaría a la habitación y dejaría que el teléfono sonara una vez. Sería la señal para irme, en el caso de que aún estuviera allí. Puesto que sabía dónde estaba el petate, no tardaría más de diez segundos en sacar el contenido. Cuando Laura bajara del ascensor en la planta doce, yo ya iría camino de la planta octava por la escalera de incendios. Me pondría la ropa de calle y recogería el bolso de mano. Me reuniría con Rawson en el vestíbulo y antes incluso de que Laura se diese cuenta de que le habían robado los dos iríamos camino del aeropuerto, donde tomaríamos el primer avión. No me afectaba la ética de robar a los ladrones. Lo que me producía palpitaciones era el miedo a que me sorprendieran.

Estacioné el carrito a dos puertas de la habitación de Laura y miré la hora. Rawson esperaba para hacer la llamada a las diez en punto, con objeto de darme tiempo para prepararme. Faltaban dos minutos para las diez. Me puse a manosear un puñado de toallas, que doblé y volví a doblar, para parecer ocupada cuando Laura Huckaby apareciese. El pasillo estaba en silencio y la acústica era tal que oí el teléfono cuando Rawson llamó a Laura. Descolgaron a los dos timbrazos y siguieron unos instantes de silencio. El estómago se me puso a murmurar en previsión de lo que iba a suceder. Ensayé mentalmente, imaginándomela ya por el pasillo, en el ascensor y hacia el mostrador de recepción. Cruce de frases con el recepcionista, búsqueda del paquete, contrariedad y garantías, y vuelta a la habitación. Dispondría de un margen mínimo de cinco minutos, tiempo más que suficiente para cumplir la misión que yo misma me había encomendado.

Volví a consultar el reloj. Las diez y ocho minutos. ¿Por qué tardaba tanto? Supuse que sentiría mucha curiosidad por la llegada de un paquete, sobre todo si éste necesitaba su firma. Fuera cual fuese la causa de la demora, cuando salió eran ya las diez y diecisiete minutos. Mantuve la cara apartada y evité su mirada mientras trazaba cruces al azar en el cuaderno del servicio. Cerró a sus espaldas y entonces me vio.

– Ah, hola. ¿Se acuerda de mí?

La miré.

– Sí, señora. ¿Cómo está? -dije. Dejé el cuaderno, me hice con una toalla y la doblé.

– ¿Vio usted mi llave cuando arregló anoche mi habitación? -Llevaba el habitual maquillaje recargado y se había recogido el pelo en una cola de caballo, que se había atado con un pañuelo de seda verde.

– No, señora, pero si la ha perdido, pida un duplicado en recepción. -Doblé otra toalla y la puse en el montón.

– Es lo que voy a hacer -dijo-. Gracias. Buenos días.

– Buenos días. -Observé su espalda mientras avanzaba hacia los ascensores. Llevaba un jersey blanco de algodón y de cuello alto debajo de un chaquetón verde oscuro de pana, que tal vez formase parte del atuendo premamá. El chaquetón le colgaba más por detrás que por delante. La mujer se tiraba de la prenda, que se abolsaba en la parte central. Calzaba las botas de deporte rojas y aquel día se había puesto leotardos verde oscuro. Si mis sospechas eran acertadas y era víctima de malos tratos conyugales, esto explicaría su tendencia a taparse por entero. Metí la mano en el bolsillo, donde los cinco dólares de propina seguían doblados desde la noche anterior. Aquel billete era la única brizna de reconocimiento que me había ganado disfrazada de señora de la limpieza. Ojalá no se hubiera comportado tan amablemente conmigo. De pronto me sentí como una cerda por lo que iba a hacer.

Dobló la esquina. Dejé las toallas y saqué la llave. Pausa. Me sentía como en espera del disparo del juez que da comienzo a la carrera. Oí el ping que produjo el ascensor al detenerse en la planta y a continuación el ahogado murmullo de las puertas al abrirse y cerrarse. Yo ya me dirigía a la habitación 1236. Introduje la llave en la cerradura, la giré, abrí la puerta y colgué del tirador el plástico del Servicio de Habitaciones, por si volvía sin previo aviso. Las diez y dieciocho minutos. Eché un rápido vistazo para comprobar que la habitación y el cuarto de baño estaban tan vacíos como esperaba. Encendí la luz de la zona del tocador.

Desde la noche anterior se habían abierto y ordenado alrededor de la pila más útiles de aseo. Fui al armario y abrí la puerta. El petate estaba donde lo había visto la víspera, con el bolso de Laura al lado. Saqué el primero y lo puse sobre el tocador. Lo miré por encima, para asegurarme de que no era una trampa. Era de lona beige, seguramente impermeable, con asas de cuero oscuro y un bolsillo lateral para revistas. En ambos extremos había bolsillos con solapa para guardar objetos pequeños. Abrí la cremallera del petate y miré el contenido con rapidez. Calcetines, pijamas de franela, braguitas limpias, pantis. Registré las fundas de los extremos, pero estaban vacías. Nada en el bolsillo lateral. Puede que Laura hubiera sacado el dinero y lo hubiese puesto en otra parte. Miré la hora. Las diez y diecinueve minutos. Me quedaban aún tres minutos largos.

Dejé el petate, bajé el bolso y registré el contenido. En la billetera había un permiso de conducir extendido en Kentucky, varias tarjetas de crédito, identificación heterogénea y alrededor de cien dólares en metálico. Dejé el bolso junto al petate. ¿Cuánto dinero pensaba yo que habían robado y cuanto espacio ocupaba? Me puse de puntillas y pasé la mano por el estante del armario, pero no encontré nada. Registré los bolsillos del impermeable, luego metí la mano en los bolsillos del vestido de tela vaquera que le había visto puesto y que en aquellos momentos colgaba al lado del impermeable. Miré en el armarito de debajo de la pila, pero sólo vi cañerías de agua y una llave de paso. Inspeccioné la ducha y la cisterna de la taza. Volví a la habitación principal y me puse a mirar los cajones uno por uno. Todos estaban vacíos. Nada en el mueble del televisor. Nada en la mesita de noche.

El teléfono sonó de pronto. Una vez. Silencio a continuación.

El corazón se me puso a doscientos por hora. Laura Huckaby estaba subiendo. El tiempo se me acababa. Fui al escritorio y saqué el cajón para ver si tenía algo pegado debajo. Me puse a cuatro patas y miré debajo de las camas, recogí el edredón y levanté el colchón de la que más cerca tenía. Nada. Miré en la otra cama, metiendo el brazo entre el colchón y el somier. Me incorporé y alisé la cama. Volví a registrar el petate, manoteando entre el desorden de ropa y preguntándome qué habría pasado por alto. Puede que hubiese un bolsillo con cremallera dentro del petate. Al diablo. Así el petate y me dirigí a la puerta. Recogí el colgador del Servicio de Habitaciones y cerré a mis espaldas. Oí el ping del ascensor y el murmullo de las puertas al abrirse. Metí a toda velocidad el petate bajo un montón de sábanas limpias y me puse a empujar el carrito por el pasillo.

Laura Huckaby se cruzó conmigo andando con rapidez. Llevaba en la mano la llave de la habitación, de modo que el paseo no había sido por lo menos una pérdida de tiempo total. Esta vez ni siquiera me miró. Entró en la habitación y cerró de un portazo. Metí el carrito en el rincón del extremo del pasillo, recogí el petate y me dirigí a la salida de incendios. Llegué a la escalera y bajé corriendo y saltándome peldaños. Si Laura Huckaby tenía la mosca detrás de la oreja, no tardaría en advertir el ligero desorden. Me la imaginé yendo derecha al armario y maldiciendo su estupidez al comprobar que no estaba el petate. Seguro que se daría cuenta de que le habían tomado el pelo. Que armase un escándalo o no dependería del temple que tuviera. Si hubiera transportado una cantidad elevada de dinero honrado, ¿no la habría guardado en la caja de seguridad del hotel? A no ser que Ray Rawson me hubiera mentido en lo tocante al botín.

Llegué a la planta octava y abrí la puerta, encaminándome a la habitación 815. Me detuve en seco. En al pasillo, delante de mi puerta, había un hombre con traje y corbata. Se volvió al notar mi presencia. El petate se me antojó de pronto enorme y visible como una montaña. ¿Qué hacía una camarera de hotel con un petate de lona? Automáticamente me dirigí al rincón de la limpieza. El pecho me ardía y las fosas nasales se me habían dilatado. Por el rabillo del ojo vi que el hombre volvía a llamar a mi puerta. Miró a izquierda y derecha, sacó una llave maestra y entró en mi habitación. Por el amor de Dios, ¿qué hago ahora?

Dejé el petate en un estante del cuarto de la ropa y puse unas cuantas sábanas limpias encima. Las sábanas cayeron al suelo y el petate las siguió. Recogí el petate y lo metí por el momento en una gran bolsa destinada a las sábanas sucias. Me arrodillé y me puse a recoger las sábanas caídas. Algo tenía que hacer mientras esperaba a que el individuo saliera de mi habitación. Me asomé por la puerta. Ni rastro del individuo, por lo que supuse que estaba aún en mi cuarto, husmeando entre mis pertenencias. Tenía el bolso en el armario y no tenía ganas de que lo registrara, pero no podía impedírselo, a no ser que prendiera fuego al edificio. Oí abrirse y cerrarse la puerta de la salida de incendios. Por favor, no, por favor, que no sea una camarera de verdad, pensé. Una persona entró en mi campo visual. Levanté los ojos. Bueno, mi petición se había escuchado. No era la camarera, era un guardia de seguridad.

Sufrí una descarga de miedo y el calor me enrojeció la cara. Era cuarentón, de pelo corto, con gafas, recién afeitado, gordo. En mi opinión, habría tenido que estar haciendo abdominales para remediar aquella barriga. Se quedó inmóvil, mirándome mientras yo doblaba una funda de almohada. Sonreí como una tonta. Me sentía como una actriz que interpreta una obra poseída por el pánico de las candilejas. La saliva se me fue de la boca y se me escurrió por el otro extremo.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Ah. Ordenaba las sábanas. La señora Splitz me dijo que comprobara la ropa de cama de esta planta. -Me puse en pie. Aunque disfrazada de fregona sin lustre, no tenía ganas de que me mirase desde arriba.

Me observó con atención. En sus ojos había una expresión muerta y su voz era una mezcla de autoridad y enjuiciamiento.

– ¿Quiere decirme cómo se llama?

– Sí. -Era evidente que había que decirle algo-. Katy. Soy nueva. Estoy aprendiendo. Las encargadas de este turno son en realidad Eileen y Bernardette. Yo tenía que echarles una mano, pero se me cayeron las sábanas. -Quise sonreír, pero me salió una mueca de crispación.

Me miró con detenimiento, sopesando al parecer la cantidad de verdad que había en la afirmación que acababa de hacer. Bajó los ojos a mi uniforme.

– ¿Y el marbete de identificación, Katy?

Me llevé la mano al corazón como en el Juramento de Lealtad. No se me ocurría nada.

– Lo he perdido. El otro no lo he recogido aún.

– ¿Te importa si lo compruebo hablando con la señora Spitz?

– No, qué va. Adelante.

– ¿Cuál es tu apellido? -Había sacado ya el walkie-talkie y acercaba el pulgar al botón.

– Beatty, como Warren Beatty -dije sin pensar. Un segundo después me daba cuenta de que mi nuevo nombre era Katy Beatty. Puse la directa-. Si ha subido para hablar con el director, está en la 815. La mujer que busca bajó hace un rato -dije. Señalé hacia la 815. La mano me temblaba como un flan, pero el guardia no pareció percatarse. Se había dado la vuelta para mirar hacia el pasillo.

– ¿Está aquí el señor Dentón?

– Sí. Por lo menos, me pareció él. Creo que buscaba a la mujer que acababa de irse.

– ¿Cuál es el problema?

– No me lo dijo.

Bajó el walkie-talkie.

– ¿Cuándo ha sido eso?

– Hace cinco minutos. Yo salí del ascensor y entró ella.

Se me quedó mirando mientras se enganchaba el walkie-talkie al cinturón. Sus ojos se posaron en mis pies y ascendieron hasta mi cara.

– Ese calzado no es de reglamento.

– Ah, ¿no? Nadie me ha dicho nada hasta ahora.

– Si lo ve la señora Spitz, dará parte por escrito.

Me ruboricé.

– Gracias. Lo tendré en cuenta.

Echó a andar por el pasillo. Me quedé clavada, deseosa de salir corriendo, reacia a moverme por miedo a llamar la atención. Llamó a mi puerta. Transcurrió un momento y la puerta se entreabrió. El guardia de seguridad habló con el intruso. Inmediatamente después, salió el hombre del traje y cerró a sus espaldas. Los dos avanzaron por el pasillo, hacia el ascensor. Esperé hasta oír el ping del aparato y recuperé el petate. Aún no se habían cerrado las puertas del ascensor cuando ya estaba en mi habitación echando la cadena de seguridad. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que adivinaran que Kinsey Millhone y la camarera antirreglamentaria y sin etiqueta identificativa eran la misma persona?

Me quité los zapatos. Me quité la bata roja por la cabeza, bajé la cremallera de la falda del uniforme y la dejé en el suelo. Me apoyé en la pared para ponerme los calcetines de correr. Recogí los téjanos y me enfundé en ellos, perdiendo el equilibrio al subírmelos. Me puse el jersey de cuello alto y volví a calzarme sin atarme los cordones. Abrí el armario. El bolso seguía en el suelo, donde lo había dejado, pero me bastó una ojeada para darme cuenta de que el hombre del traje lo había registrado. Víbora asquerosa. Descolgué la chaqueta de un tirón y me la puse a toda velocidad. Miré a mi alrededor para comprobar que no me dejaba nada. Recordé los cinco dólares de la propina y saqué el billete del bolsillo del uniforme. Así el petate y me dispuse a partir. Retrocedí, recogí el uniforme rojo del suelo, hice una bola con él y lo guardé en el interior del petate. Si volvían a registrar, ¿por qué darles la satisfacción de encontrarlo? Cerré la puerta de la habitación a mis espaldas y anduve medio al trote hacia la escalera de incendios.

Bajé ocho tramos de escalones. Cuando llegué a la puerta del vestíbulo, la entreabrí y eché un vistazo. Un reducido grupo de empresarios parecía haber improvisado una reunión profesional en uno de los rincones amueblados. La mesa estaba llena de papeles. Miré hacia la izquierda. Una pareja hablaba con el conserje, que sostenía un plano abierto de la ciudad. No vi el menor rastro del señor Dentón ni del guardia de seguridad. Tampoco de Ray Rawson, puestos a ello. Me había dicho que nos reuniríamos junto al teléfono, que podía ver claramente al otro lado del vestíbulo. En los alrededores no había nadie, pero estaba demasiado a la vista para mi gusto.

Miré a mi derecha. A unos dos metros había una fila de teléfonos públicos y, más allá, los «Caballeros» y las «Damas». Frente a mí, hacia la izquierda, estaba la entrada de la cafetería. Dejé la seguridad relativa de la escalera, anduve un trecho de pasillo y entré en el lavabo de señoras. Dos de los cinco excusados estaban cerrados, pero al mirar por debajo de la puerta no vi pies de ninguna clase. Me encerré en el excusado de las minusválidas, me senté en la taza y me até los zapatos. Luego vacié el petate, sacudiéndolo para que todo el contenido cayera al suelo.

Primero comprobé el petate, mirando en todos los bolsillos y pliegues, metiendo los dedos en todos los rincones. Había pensado que a lo mejor encontraba un compartimiento secreto, pero no parecía haber nada por el estilo. Toqueteé todas las costuras, todos los ganchos, todos los refuerzos. Inspeccioné todas las prendas que había vaciado en el suelo, doblando y volviendo a guardar el uniforme robado, un pijama de algodón, dos leotardos, camisetas, tampones, dos sostenes y una cantidad incalculable de bragas y calcetines. Allí no había absolutamente nada.

Empezaba a ponerme nerviosa. Había seguido la pista de aquel absurdo equipaje por tres estados, basándome en la suposición de que contenía algo que valía la pena recuperar. Y ahora resultaba que no contenía más que ropa usada. ¿Qué le iba a decir a Chester? Se iba a poner furioso cuando le contara que había volado de Santa Teresa a Dallas sólo por aquello. No ganaba el dinero para mandarme a recorrer el país en pos de un puñado de bragas de algodón. En cuanto a mí, había violado la ley. Podía ir a parar a la cárcel. Había puesto en juego mi licencia y mi medio de vida. Me dispuse a meter de nuevo las prendas en el petate. Por suerte, las bragas parecían de mi talla, podía llevarme unas que estuvieran limpias. Titubeé. No, seguramente no era una buena idea. Si me detenían por ladrona, no quería llevar las pruebas en el culo.

Salí del excusado esforzándome por parecer indiferente y no una fugitiva cazadora de recompensas de lencería. No me animaba a abandonar el petate. Básicamente, seguía aferrada a la idea de que simbolizaba algo raro y precioso y no el visado para la cárcel. Miré hacia el teléfono, pero no vi el menor rastro de Ray. Me puse ante uno de los teléfonos públicos. Rebusqué en un bolsillo de la chaqueta y saqué el contenido para ver cuántas monedas tenía. Puse en el estante de metal la entrada de cine, el bolígrafo, los cinco dólares de la propina, dos monedas de veinticinco centavos y el sujetapapeles metálico. Introduje una moneda de veinticinco centavos en la ranura y puse una conferencia a California, a casa de Chester, cargando la llamada a la tarjeta de crédito. Recuperé la moneda, la puse con la otra y para calmarme toqueteé y removí las cuatro cosas que había en el estante. A Chester no le iba a gustar. Deseé que no estuviera en casa, pero descolgó al tercer timbrazo.

– Sí.

– Hola, ¿Chester? Soy Kinsey.

– Habla más alto. No te oigo. ¿Quién dices que eres?

Me cubrí la boca con la mano y me volví de espaldas para que mi nombre no resonara por todo el vestíbulo.

– Yo. Kinsey -susurré-. Tengo el petate, pero no contiene nada de importancia.

Silencio sepulcral.

– Bromeas.

– No, no, de verdad. O han sacado el botín o no robaron nada.

– ¡Desde luego que robaron! Arrancaron la chapa de la cocina. Mi padre seguramente escondía allí dinero.

– ¿Viste alguna vez dinero en aquel sitio?

– No, pero eso no significa que no estuviera.

– Eso es pura especulación. Puede que el tipo entrase y no encontrara nada. Puede que el petate saliera vacío de la casa. -Seguí removiendo los objetos del estante metálico, poniendo una de las monedas de veinticinco centavos encima de la cara de Lincoln del billete de cinco dólares. El George Washington de la moneda parecía desnudo, mientras que el Lincoln del billete se había acicalado con el traje de los domingos. Por lo visto sorprendieron a George en la sauna, con el pelo echado hacia atrás.

– No me lo trago -dijo Chester con voz malhumorada-. ¿Y me llamas para esto, para soltarme todas esas tonterías?

– Pensé que querrías estar al tanto. Creí que era lo justo.

– ¿Lo justo? ¿Crees que es justo que me gaste el dinero enviándote a Dallas para nada? Esperaba resultados.

– Alto ahí. Hasta ahora no has gastado nada. El dinero lo he gastado yo. Lo que te corresponde en principio es pagarme. -Quité la funda al bolígrafo y pinté a Lincoln un bigote que le redujo la nariz. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo narigudo que era.

– ¿Pagarte por qué? ¿Por aire y humo? Olvídalo.

– Vamos. Tomamos una decisión y ha salido mal.

– Entonces ¿por qué tengo que pagarte? No pienso pagar por tu incompetencia.

– Créeme, Chester, me lo he ganado. Podrían retirarme la licencia por la mitad de lo que he hecho. Ni siquiera estoy autorizada a trabajar en este estado. -Puse las dos monedas en los dos extremos del billete, para pegarlo al metal.

– Es tu problema, no el mío. No habría accedido si hubiera sabido que ibas a volver de una absurda persecución con las manos vacías.

– Bueno, yo tampoco. Es el riesgo que aceptamos. Sabías tanto como yo al principio -dije. Escribí una palabrota en el billete. No conocía otra forma de contener las ganas de gritarle.

– A la mierda entonces. ¡Estás despedida! -Le oí murmurar para sí «¡Maldita sea!» en el momento de colgar con brusquedad.

Hice una mueca al auricular y puse los ojos en blanco. Cogí la guía y busqué el teléfono de las reservas de American Airlines. Me daba vergüenza admitir que había dado un patinazo, pero no entendía qué utilidad podía tener quedarme en Dallas. Me había equivocado. Había sabido desde el principio que obraba guiada por un impulso. Me había basado en la única información que tenía y si mis juicios habían resultado erróneos, ya no podía hacer nada. Me daba cuenta de que me estaba justificando, pero no podía evitarlo después del enfado de Chester. A ver quién le echaba la culpa a él.

Recogí el billete de cinco dólares y me lo acerqué a la cara para observar los detalles. El papel moneda tiene una complicada colección de nombres y números impresos con variada intensidad, dibujos con mucho ringorrango geométrico y sellos oficiales. Qué raro. ¿Desde cuándo era Henry Morgenthau ministro de Hacienda? ¿Y quién era aquel Julián cuya firma de loco era tan imposible de descifrar? Inmediatamente a la derecha de la cara de Lincoln ponía «Serie 1934 A». Metí la mano en el bolso y saqué la billetera para comprobar los billetes que llevaba encima. El único de cinco dólares que tenía era de la serie 1981 Buchanan-Reagan. Los de un dólar eran 1981 Buchanan-Reagan y 1981-A Ortega-Reagan, más un par de 1985 Ortega-Baker que acababan de ponerse en circulación. El de veinte y el de diez parecían de la misma emisión. Mucho me equivocaba o la propina que me había dado Laura Huckaby era un billete de 1934. ¿No daba a entender esto que se dedicaba a gastar dinero de un alijo de billetes antiguos? Era improbable que tuviera aquel billete en su poder por pura casualidad.

Dejé la guía, renunciando a la idea de tomar el avión de vuelta. Puede que no estuviera todo perdido. Recogí el petate y eché a andar, inspeccionando con la mirada la superficie del vestíbulo. Los cinco empresarios habían juntado las cabezas y se pasaban las hojas de algún informe. Como suele suceder en tales grupos, un individuo parecía concentrar la atención de los otros. De repente se abrió una puerta a mis espaldas y antes de que pudiera volverme me asieron por el codo y me arrastraron hacia las escaleras.

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