Capítulo 13

Miré la hora. No tendría que embarcar en mi avión hasta pasados otros veinte o treinta minutos. El personal de limpieza tenía que barrer, recoger los periódicos, los pañuelos arrugados, los auriculares y los objetos olvidados por los usuarios. Dejé el periódico y seguí a un Gilbert fácil de distinguir gracias al Stetson y a la chaqueta y las botas vaqueras. Tenía que ser algo mayor de lo que me había parecido a primera vista, más de la edad de Ray. Le había echado cincuenta y tantos, casi sesenta, pero tenía que tener sesenta y dos o sesenta y tres. No comprendía qué había visto Laura en aquel hombre, a menos que buscase un padre, como quien dice al pie de la letra. Fuera cual fuese la clave de la atracción, la química sexual tenía que estar mezclada con su brutalidad. Son muchas las mujeres que confunden la agresividad masculina con la inteligencia y el silencio con la profundidad.

Cruzó las puertas giratorias y entró en la zona de recogida de equipajes en la que había estado yo a primera hora del sábado. La zona estaba atestada, lo que favorecía mi anonimato. Mientras Gilbert esperaba el equipaje, miré a mi alrededor en busca de un teléfono. Tenía que haber alguno al doblar la esquina, pero no quería perderlo de vista. Me dirigí al panel de información hotelera y vi el número del Castillo Vacío. La red telefónica comunicaba con todos los hoteles que transportaban pasajeros aéreos, pero no admitía más llamadas exteriores que las relacionadas con el transporte. Saqué del bolso papel y bolígrafo mientras sonaba el teléfono al otro lado de la línea.

– Castillo Vacío -dijo una mujer al descolgar.

– Hola, estoy en el aeropuerto. ¿Me puede poner con la centralita?

– No, señora. No estoy conectada. Esta línea es independiente.

– Bueno, ¿podría decirme en tal caso el número del hotel?

– Sí, señora. ¿Reserva de habitaciones, ventas o catering?

– Sólo el de información general.

Me recitó el número y tomé cumplida nota del mismo. Buscaría un teléfono público a la primera oportunidad.

A mis espaldas se oyó por fin una escala de sonidos que imitaba las alarmas antirrobo. Las solapadas planchas metálicas de la cinta giratoria sufrieron una convulsión y comenzaron a moverse en sentido contrario a las agujas del reloj. Dos maletas aparecieron por la curva, luego otra y a continuación otra, todas procedentes del nivel inferior. Los pasajeros se adelantaron en grupo, situándose en posición de recogida mientras los bultos caían por la pendiente e iniciaban la lenta trayectoria por aquella especie de tiovivo.

Mientras Gilbert buscaba su equipaje con la mirada, saqué las dos monedas del bolsillo de la chaqueta y me puse a juguetear con ellas con nerviosismo, a la espera de lo que hiciese aquél. Recogió de la cinta giratoria una maleta de lona y se abrió paso entre el gentío, en dirección al pasillo. Me volví mucho antes de que me adelantara, consciente de que cualquier movimiento brusco podía llamar su atención. Al acercarse a la escalera metálica, se hizo a un lado, se agachó, abrió la cremallera de la maleta y sacó una pistola de gran tamaño, en cuyo cañón incrustó un silenciador. Varias personas miraron y vieron lo que hacía, pero siguieron su camino como si no pasase nada. Era evidente que no les parecía hombre capaz de liarse a tiros con una multitud, liquidando a todo el que se le pusiera por delante.

Se introdujo la pistola en el cinturón y se abotonó la chaqueta vaquera.

Se ajustó el Stetson, cerró la cremallera de la maleta y siguió andando con desenvoltura hacia las ventanillas de alquiler de coches. No era probable que hubiese hecho una reserva por anticipado, porque lo vi preguntar en Budget y dirigirse a Avis a continuación. Encontré una fila de teléfonos públicos y comprobé que de los cinco sólo había uno libre. Introduje una moneda en la ranura y marqué el número del Castillo Vacío. Me volví para inspeccionar el espacio que me rodeaba, pero no divisé a ningún agente de seguridad del aeropuerto.

– Castillo Vacío. ¿Con quién quiere hablar?

– Con la habitación de Laura Hudson, por favor. Es la 1236 -dije.

La línea de Laura comunicaba. Esperé a que la telefonista volviera a ponerse, pero por lo visto había dejado el empleo y se había ido a trabajar al extranjero. Pulsé la palanca y comencé de nuevo, empleando la última moneda que me quedaba en llamar otra vez al hotel.

– Castillo Vacío. ¿Con quién quiere hablar?

– Hola, quisiera hablar con Laura Hudson, habitación 1236, pero comunica. ¿Podría decirme si Ray Rawson sigue hospedado ahí?

– Un momento, por favor. -Se desconectó, introduciendo un silencio sepulcral en la línea. Conectó de nuevo conmigo-. Sí, señora. ¿Quiere que la ponga con su habitación?

– Sí, pero ¿querría volver a hablar conmigo si no contesta?

– Naturalmente.

El teléfono sonó quince veces en la habitación de Ray antes de que la telefonista volviera a conectar conmigo.

– El señor Rawson no contesta. ¿Quiere dejarle un recado?

– ¿No se le puede avisar?

– No, señora. Lo siento. ¿Desea alguna cosa más?

– Creo que no. Ah, sí, un momento. Póngame con el director.

Colgó antes de oír la frase completa.

Tenía ya tanta adrenalina en el aparato circulatorio que me costaba respirar. Gilbert Hays estaba en la ventanilla de Avis, rellenando unos papeles. Parecía consultar uno de esos mapas multicolores de los alrededores mientras el empleado le orientaba señalándole la ruta. Tomé la escalera mecánica para salir a la calle.

Fuera habían encendido las luces, pero sólo despejaban parcialmente la oscuridad de la zona de carga y descarga de pasajeros. Una limusina se detuvo en la acera delante de mí y el uniformado conductor de raza blanca bajó y corrió a la portezuela del otro lado para ayudar a bajar a una pareja de la tercera edad. La mujer llevaba un pellejo de animal salvaje que no había visto en mi vida. Miró a su alrededor con nerviosismo, como si estuviera acostumbrada a rechazar agresiones. El conductor sacó el equipaje del maletero. Inspeccioné la zona con la mirada, en busca de la policía del aeropuerto. Luces y sombras rayaban el cemento formando figuras tan reiterativas como una greca. Las obras habían abierto un túnel aerodinámico y por él soplaba un ventarrón con perfume de combustible, generado por el tráfico continuo. No vi ninguno de los microbuses del hotel. No vi paradas de taxis ni taxis en movimiento. Seguramente Gilbert había recogido ya las llaves del coche alquilado. Estaría saliendo por la puerta que había a mis espaldas, buscando con los ojos la parada del transbordador que lo llevaría al patio donde le aguardaría el vehículo. O lo que sería mucho peor, que el coche alquilado estuviera en el garaje que había enfrente, con lo cual no tendría más que cruzar la calzada.

Me quedé mirando la limusina. El conductor había recogido la propina, se había rozado la gorra y había cerrado la portezuela trasera. Rodeó el vehículo por detrás y se dirigió a la portezuela del conductor, la abrió y se deslizó ante el volante. Me puse a golpear con los nudillos la ventanilla del copiloto. El cristal era tan oscuro que no veía absolutamente nada del interior. La ventanilla bajó con un zumbido. El conductor me miró con cara inexpresiva. Era un treintañero de cara redonda y con un pelo rojo y raleante que llevaba peinado hacia atrás. Se le notaba la marca de la gorra a la altura de las sienes. Me incliné ligeramente y le enseñé la billetera, con el permiso de conducir y la licencia de detective bien a la vista.

– Escucha con atención, por favor -dije-. Necesito ayuda. Soy investigadora privada, con sede en Santa Teresa, California. Detrás de mí hay un hombre armado con una pistola que ha venido a Dallas a matar a dos amigos míos. Tengo que llegar al Castillo Vacío. ¿Sabes dónde está?

Recogió la billetera con precaución, como un gato que condesciende con un regalo de mano desconocida.

– Conozco el Castillo Vacío. -Miró la foto de mi permiso de conducir. Lo vi digerir los datos de la licencia de detective. Miró por encima el resto de la documentación identificadora. Me devolvió la billetera y se me quedó mirando. Quitó el seguro de la portezuela y puso la mano en la llave de contacto.

Abrí la portezuela del copiloto y subí.

La limusina se alejó de la acera tan silenciosa como un tren que sale de la estación. Los asientos eran de cuero gris y el salpicadero era de nogal con nudos, tan pulimentado que parecía de plástico. A la altura de mi rodilla izquierda estaba la bandeja del teléfono móvil.

– ¿Te importa si llamo a la policía? -pregunté.

– Estás en tu coche.

Marqué el 911 y expliqué la situación al agente de guardia, que me preguntó dónde estaba aproximadamente y me aseguró que enviaría a un ayudante del sheriff al Castillo Vacío para que se reuniese con nosotros. Volví a llamar al hotel, pero la telefonista no respondió.

Rodeamos el aeropuerto y nos desviamos para salir a pleno campo. Ya era noche cerrada. La tierra parecía inmensa y llana. Los faros iluminaban grandes extensiones verdes salpicadas de aislados y monolíticos edificios de oficinas que rasgaban el horizonte. Los rótulos iluminados se sucedían como una serie de fichas didácticas. Al coronar una cuesta vi el nudo de las autopistas que se cruzaban dibujado por las luces de los vehículos en movimiento. El nerviosismo vibraba en mi interior y chisporroteaba en la boca del estómago como un tubo de neón defectuoso que me transparentara órganos vitales.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté. Si no hablaba, reventaba.

– Nathaniel.

– ¿Y cómo es que haces esto?

– Es una forma de ganar dinero mientras acabo una novela. -Hablaba con cierta reticencia.

– Ah -dije.

– Antes vivía en California Sur. Quería colocar un guión de cine, me trasladé a Hollywood y trabajé para una actriz que hacía de cuñada imbécil en un culebrón sobre una camarera que tiene cinco hijos adorables. La serie duraba sólo dos temporadas, pero ella ganaba dinero a manos llenas. Si he de ser sincero, creo que invertía casi todo el dinero en su nariz. La llevaba y traía del estudio todos los días, lavaba el coche y cosas por el estilo. El caso es que me dijo que si se me ocurría alguna idea para hacer una película, ella me pondría en contacto con su agente y a lo mejor me conseguía una oportunidad. Bueno, se me ocurrió una idea, una relación demencial entre madre e hija en que la chica se muere de cáncer. Se la expliqué y me dijo que ya veríamos. Nadie me dice nada y un día entro en un cine de Westwood Boulevard y veo una película sobre una chica que se muere de cáncer. ¿Puedes creértelo? Esa que se llama… Shirley McLaine; y la otra, Debra Winger. Y allí estaba. Habría tenido que registrarla en el sindicato de guionistas, pero nadie me dijo que lo hiciera. Muchas gracias, pandilla.

Me lo quedé mirando.

– ¿Era tuyo el argumento de La fuerza del cariño?

– Bueno, el argumento en cuanto tal, no, pero sí la idea de base. Mi protagonista no se casaba ni tenía todos aquellos niños. Por si te interesa saberlo, fue el colmo.

– Pero ¿no estaba basada esa película en una novela de Larry McMurtry?

Negó con la cabeza suspirando.

– Ahí vamos. ¿De dónde te crees que sacó la idea?

– ¿Y el astronauta? ¿El personaje que interpretaba Jack Nicholson?

– Fue para despistar y, en mi opinión, no pegaba ni con cola. Tiempo después averigüé que el agente de mi actriz había sido socio del agente de Shirley McLaine por aquella época. Así es Hollywood. Incestuoso hasta la médula. El asunto me dolió, si he de serte sincero. Nunca vi un céntimo y cuando pregunté a mi actriz, me miró como quien no sabe de qué le están hablando. La emprendí a patadas con su coche de paseo y le prendí fuego.

– Ah, ¿sí?

Me miró de reojo.

– En tu trabajo te tienen que pasar muchas cosas interesantes.

– A mí no. Hago sobre todo gestiones de oficina.

– Lo mismo que yo. La gente cree que tengo que conocer a todas las estrellas del rock. Lo más cerca que he estado fue cuando llevé a Sonny Bono a un hotel. El vidrio de separación estuvo subido casi todo el trayecto, un detalle desesperante. Como si hubiera ido a llamar al National Enquirer por verle meter la mano bajo la falda de alguna tía.

Me giré. El vidrio de separación estaba bajado e inspeccioné el interior de la limusina hasta la ahumada ventanilla trasera. Nos seguía un río de vehículos que corría por la autopista a velocidad de vértigo. Nos desviamos de la autopista principal para adentrarnos en el polígono comercial-industrial. Vi aparecer a lo lejos el Castillo Vacío, los tubos de neón brillando con furia en el cielo de la noche. Me quedé mirando mientras el rojo abandonaba las letras y volvía a llenarlas. La proporción entre habitaciones iluminadas y las que estaban a oscuras creaba un efecto de damero descompensado, donde la abundancia de escaques negros sugería un uso del quince por ciento. Ya sólo nos seguían unos cuantos coches. Era domingo por la noche y costaba creer que alguien se dirigiese a las oficinas de enfrente. Dejamos atrás el oasis en miniatura y su torre de piedra falsa, una estructura casi tan baja como yo. Nathaniel dobló hacia el camino circular, de acceso al hotel y se detuvo con suavidad delante de la entrada.

Empecé a ponerme nerviosa y me pregunté si esperaba que le abonase el trayecto.

– No llevo nada encima. Estoy sin blanca.

– Tranquila. -Me alargó una tarjeta-. Si se te ocurre algo para una película a lo Sam Spade pero en mujer, podríamos colaborar. Tías que dan hostias y cosas así.

– Lo pensaré. Y muchas gracias.

Bajé y cerré la portezuela a mis espaldas, consciente de que el vehículo se alejaba ya. No vi el menor rastro del ayudante del sheriff, pero el condado de Dallas es muy grande y había transcurrido muy poco tiempo desde la llamada. Me dirigí a las puertas giratorias, con tanta prisa que casi corría. El vestíbulo estaba prácticamente tomado por los corredores que se iban, crios en pantalón corto, téjanos y cazadora estudiantil con el símbolo del colegio bordado en la espalda. Todos calzaban zapatos de competición y parecían tener unos pies enormes y unas piernas delgadas como palillos. Las bolsas de deporte y las mochilas se habían agrupado en montones desiguales mientras los crios se entretenían gastándose una variada gama de bromas pesadas y ruidosas. Algunas chicas se habían sentado en las mochilas. A un muchacho le habían quitado la camiseta y forcejeaba por ella con dos compañeros. Las carcajadas tenían un punto de crispación. La verdad es que me recordaron a esos cachorrillos que juegan a disputarse un calcetín viejo tirando de él con los dientes. Los adultos que estaban al mando parecían dar por sentado aquel derroche de energía, probablemente con la esperanza de que los chicos estuvieran ya agotados cuando subieran al autobús.

Llegué a los ascensores y apreté el botón de subida. Se abrieron las puertas y entré en el ascensor girando la cabeza por si veía a Gilbert. En aquel momento llegaba el plateado autobús de transbordo de Trailways, el motor rezongando mientras las puertas se abrían con farfullar de gases intestinales. Apreté el botón número 12 y se cerraron las puertas del ascensor.

Ya en la planta de Laura, troté por el pasillo y llamé a la puerta de la 1236. Murmuraba para mí mientras chascaba los dedos a toda velocidad. Vamos, vamos, vamos.

Fue Laura quien abrió. Dio un paso atrás al verme.

– ¿Qué haces aquí? Creía que te habías ido.

– ¿Dónde está Ray? Tengo que hablar con él.

– Está durmiendo, aquí mismo. ¿Qué ha pasado?

– Vi a Gilbert en el aeropuerto. Viene hacia aquí y lleva una pistola. Despierta a Ray, recoge tus cosas y vámonos de aquí.

– ¿Qué pasa? -dijo Ray a espaldas de Laura. Se había levantado y se remetía la camisa mientras avanzaba hacia la puerta. Entré en la habitación y Laura cerró a mis espaldas. Se apoyó en la pared y el miedo le hizo cerrar los ojos durante unos segundos. Eché la cadena de seguridad.

– Andando -dije.

El verbo movilizó a la mujer, que se dirigió al armario y sacó el impermeable y el petate.

– ¿Qué ocurre? -dijo Ray, mirando a una y a otra.

– Ha visto a Gilbert. Tiene una pistola y está al llegar.

– Deberías haber llamado en vez de recorrer todo el camino hasta aquí -dijo Laura en son de reproche. Abrió el petate y comenzó a guardar los cosméticos del tocador.

– Llamé, pero estaba comunicando.

– Estaba hablando con el servicio de habitaciones. Teníamos que comer -dijo Laura.

– Señoras, os recomiendo dejar de discutir y ponerse en movimiento.

– ¡Yo ya me muevo! -Laura se puso a recoger el camisón, las zapatillas, las bragas sucias. Había dejado el vestido de tela vaquera colgado del respaldo de la silla, lo recogió y se lo sujetó contra el pecho para doblarlo en tres y luego por la mitad. Ray se lo quitó de las manos, hizo con él una pelota y lo empotró en el petate, cuya cremallera cerró a continuación.

Vi las dos maletas del hombre a la izquierda de la puerta. Recogí la más pequeña y me quedé mirando mientras él recogía la otra.

– Llévate lo esencial y tira el resto -dije-. ¿Tienes coche?

– En el aparcamiento.

– ¿Por dónde subirá Gilbert, por el ascensor o por las escaleras?

– ¿Quién sabe?

– Vamos a ver -dije-. Creo que vosotros dos deberíais ir por detrás. Gilbert puede romperse la mano llamando a la puerta, si quiere. También podría llamar a la de Ray si se le ocurre pensar que también Ray está aquí. Dame las llaves del coche y dime dónde está aparcado.

– ¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto? -preguntó Laura.

– Esperadme fuera, junto a la torre de pega del camino de entrada. Recogeré el coche y volveré por vosotros. Gilbert no me conoce y no pasará nada si me cruzo con él en el pasillo.

Ray me dio una descripción rápida del vehículo y de su situación. El colgante de plástico de la llave tenía escrito el número de la matrícula, de modo que estaba dentro de lo normal que lo encontrase sin problemas. Di a Ray la maleta mientras Laura hacía una rápida inspección para asegurarse de que no dejaba nada revelador. Quitó la cadena, asomó la cabeza y la giró para mirar el pasillo en ambas direcciones. Ray y Laura se fueron por la derecha, hacia la escalera de incendios del fondo. Yo me fui por la izquierda, hacia los ascensores.

Bajar en el ascensor era como caer a cámara lenta. Vi los números iluminados de las plantas que se movían de derecha a izquierda, avanzando hacia el 0 con lentitud. Cuando llegué al vestíbulo, se oyó el ping de costumbre y se abrieron las puertas. Gilbert estaba a medio metro de distancia, esperando para entrar. Nos miramos a los ojos durante unos segundos. Los suyos eran agujeros negros sin fondo. Aparté la mirada con naturalidad, mientras me cruzaba con él y me iba por la derecha, como ocupada en un trámite hotelero normal y corriente. Oí que las puertas se cerraban detrás de mí. Miré en el vestíbulo, por si veía al ayudante del sheriff del condado. Ni el menor rastro de los representantes de la ley. Seguí andando, no sin volverme de manera automática para mirar el indicador luminoso del movimiento del ascensor. El ascensor ya debería de estar subiendo. Pero la luz estaba inmóvil. Oí un ping y se abrió la puerta del ascensor. Salió Gilbert. Se detuvo en la alfombra que se extendía ante los ascensores y miró hacia donde yo estaba. Los polis y los cacos entran a veces en estados de hiperconciencia en que la percepción adquiere una agudeza hija de la adrenalina. Su trabajo, y en muchas ocasiones también su vida, depende de la claridad de ideas. Gilbert, por lo visto, era una persona que grababa la realidad con una precisión siniestra. En su expresión había algo que me decía que recordaba haber visto mi cara en un breve encuentro tenido en el aeropuerto de Santa Teresa. Cómo me relacionó con Laura Huckaby es algo que no sabré nunca. El momento fue electrizante, con las ondas del reconocimiento trazando entre nosotros un arco voltaico.

Seguí andando «normalmente» al doblar la esquina. Pasé ante la puerta de la cafetería y volví a girar a la derecha para acceder a un pasillo en el que había tres puertas, una sin nada, otra con el rótulo de Sólo Personal Autorizado y la tercera de Mantenimiento. En cuanto salí del campo visual de Gilbert, eché a correr con el bolso rebotándome en la cadera. Crucé a toda velocidad la puerta sin nada y me vi en un desolado pasillo de la parte trasera que no había visto antes. El suelo de cemento y las desnudas paredes de hormigón trazaban una curva hacia la izquierda. Las paredes se perdían en la oscuridad de las alturas. No había ninguna clase de techo a la vista, sólo una serie de sogas y cadenas que colgaban inmóviles de las sombras. Avancé entre los bastidores de guardar las bandejas de servicio, todas vacías; escurridores de madera cubiertos de vasos y copas; montañas de manteles, carritos llenos de platos de tamaños variados. Las torres de sillas bordeaban las paredes, estrechando el paso en algunos puntos.

Mis pasos sólo producían un rumor apagado, gracias a las suelas de goma de las Reebok. No tenía más remedio que creer que era un pasillo de servicio que rodeaba alguna sala de banquetes, círculo inscrito en otro círculo con acceso a los montaplatos y a las cocinas de la planta inferior. Vi unas escaleras que subían. Me así del pasamanos y tiré de mí, saltándome peldaños mientras corría. Sentía el bolso como si fuera un ancla, pero no podía separarme de él. Rebasados los peldaños, el pasillo continuaba. Las paredes de aquel nivel servían para acoger motivos decorativos de temporada, ángeles navideños, abetos artificiales, dos gigantescas máscaras de tragedia y comedia, unidas como siameses, angelitos y cupidos de madera pintada con purpurina, enormes corazones de San Valentín traspasados por flechas de oro. Una colección de ficus de seda sugería un bosquecillo de interiores privado de pájaros y demás fauna salvaje.

Oí gemir un gozne a mis espaldas. Aceleré el paso, avanzando por el pasillo vacío. En la pared de mi izquierda subía una escalerilla metálica que era como las de incendios. Subí primero con la vista, pues ignoraba qué habría allí. Miré a mis espaldas, percibiendo vagamente que una persona se acercaba por el pasillo. Me así del primer barrote y comencé a subir, con las Reebok produciendo gemidos en el metal. Me detuve al llegar al final, a unos seis metros de altura. Delante tenía una pasarela metálica que se extendía en línea recta, pegada a la pared. Ya estaba lo bastante cerca del techo para tocarlo si me ponía de pie. La pasarela tenía menos de un metro de anchura. Abajo, más allá de las bostezantes sombras, el suelo semejaba un río de cemento, liso e inmóvil. Lo único que me impedía caer era el pasamanos, una cadena que colgaba de postes metálicos. Como siempre que me enfrentaba a las alturas, lo que más miedo me daba era el irresistible impulso que sentía de arrojarme al vacío.

Avancé pegada a la pared a velocidad reptante. No me atrevía a ir más aprisa por temor de que la pasarela se soltara de los montantes de la pared. Me sentía más o menos segura, protegida por las sombras de las alturas, aunque el pasillo funcionaba como una especie de cámara de resonancia que delataba mi presencia. Oí ruido de tacones que golpeaban el cemento, una carrera que de pronto redujo la velocidad. Me puse a gatas y avancé con cuidado por aquella superficie metálica que vibraba y temblaba. Tenía que empujar el bolso por delante de mí mientras avanzaba. No quería que me descubrieran, pero la destartalada pasarela crujía y bailaba acusando mi peso.

Descubrí en la pared una pequeña puerta de madera. Giré el pomo con sumo cuidado y la abrí. Se trataba de un pasadizo mohoso, mal iluminado y de un metro ochenta de altura, bordeado por la parte superior por una serie de ventanucos que se abrían con manivela; algunos estaban abiertos y por ellos entraba luz artificial. El suelo estaba enmoquetado y olía a polvo. Seguí avanzando, todavía a gatas, ahora tirando del bolso. Lo único que rompía el silencio era el ritmo de mi respiración jadeante.

Me volví para cerrar la puerta, me acerqué reptando a la ventana más próxima y me enderecé con cautela. Abajo había una de esas salas que se destinan a banquetes y reuniones concurridas. La alfombra estaba decorada con un infinito dibujo a base de flores de lis, azul metálico sobre fondo gris. En el centro podía ponerse una serie de puertas de corredera para dividir la sala en dos. Del techo colgaban ocho arañas separadas por distancias regulares que parecían racimos de estalactitas y apenas daban luz. En la circunferencia que trazaban los bordes del techo, la cenefa continua de ventanucos con cristal de espejo ocultaba el pasadizo en que me encontraba. Miré por encima del hombro. En la semioscuridad distinguí los aparatosos paneles del sistema de iluminación que sin duda se ponía en funcionamiento en ocasiones especiales, reflectores y focos con filtros de varios colores.

Abrí el bolso a la luz que entraba por los ventanucos y saqué la billetera. Recogí el permiso de conducir, la licencia de detective y otros documentos identificativos, incluidos el dinero y las tarjetas de crédito, que me guardé en los bolsillos de la chaqueta a toda velocidad. Saqué las llaves del coche de Ray, los anticonceptivos, las ganzúas y la navaja de explorador, maldiciendo la costumbre de no poner bolsillos interiores en las chaquetas de las mujeres. Saqué el cepillo de dientes y me lo guardé con los restantes objetos. Tenía los bolsillos de la chaqueta como si hubiera ido a robar melocotones, pero no podía remediarlo. Llegado el caso, aguanto unas bragas sucias, pero no unos dientes sin cepillar.

Advertí que el suelo vibraba, aunque ligeramente. En California habría pensado que se trataba de un temblor de magnitud 2,2 que recorría la tierra como una ola del mar. Volví la cabeza hacia la puerta. Aparté el bolso, me agaché y avancé como una oca por el estrecho pasadizo. Palpé el montante de la puerta, buscando con los dedos el pomo de este lado. Al otro lado de la pared, alguien avanzaba entre crujidos metálicos, como yo minutos antes, por la pasarela. Encontré el pomo y, siempre sin hacer ruido, giré la tarabilla del centro.

Tenía aún la mano en el pomo cuando la puerta sufrió una sacudida intencionada. Alguien situado en el otro lado intentaba girarlo. Una inyección de miedo me recorrió de arriba abajo, llenándome los ojos de lágrimas. Me llevé la mano a la boca para reprimir un grito. La puerta vibró contra los batientes con tanta fuerza que pensé que iba a ceder, dejándome al descubierto. Silencio. El suelo comenzó a temblar otra vez, Gilbert reanudaba el camino. Miré hacia mi izquierda, siguiendo su progreso mientras avanzaba por la pasarela. Recé para que no hubiera otra puerta de madera un poco más allá.

Tuvo que llegar a un callejón sin salida porque unos minutos más tarde noté que el suelo volvía a vibrar y pasó otra vez por delante de la puerta, esta vez en dirección a la escalera que bajaba hasta el pasillo.

Esperé un tiempo prudencial. Me pareció una eternidad, aunque seguramente fueron quince minutos. Me estiré con cuidado y giré la espita del centro del pomo. Escuché con atención, pero no oí nada. En cuanto abrí la puerta, se puso a sonar la alarma contra incendios.

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