Capítulo 18

Ray condujo a Helen al cuarto de baño. Poco después oí el agua de la cisterna y los murmullos tranquilizadores de Ray mientras acomodaba a su madre en la cama. Mientras esperaba, volví a guardar los objetos del cajón y metí éste en su sitio. Enderecé la silla de Ray y a continuación me puse a gatas para buscar la pistola de Gilbert. ¿Dónde estaría? Erguí el tórax como un perrito de las praderas e inspeccioné el punto donde había estado Gilbert, tratando de adivinar la trayectoria del arma al resbalar ésta en el suelo. Avanzando con cuidado entre los vidrios rotos, me acerqué al rincón más cercano y fui siguiendo el zócalo. Por fin localicé el arma, un revólver Cok de 0,45 pulgadas de calibre, con cachas de nogal, estaba empotrado detrás del mueble modernista. La saqué con ayuda de un tenedor para no borrar las huellas que tuviera. Si la policía de Louisville investigaba a Gilbert, cabía la posibilidad de que encontrase una orden de búsqueda y captura todavía en vigor y más de un motivo para detenerlo… si lo encontraban, claro.

Puse la pistola en la mesa de la cocina y me acerqué de puntillas a la puerta del dormitorio. Golpeé con los nudillos y un momento después asomaba Ray la cabeza.

– Tenemos que avisar a la policía -dije. Quise entrar para utilizar el teléfono, pero Ray me puso la mano en el brazo.

– No lo hagas.

– ¿Por qué? -Hablábamos en voz baja para no molestar a Helen, que ya había tenido suficientes emociones aquel día.

– Mira, me reuniré contigo enseguida, en cuanto se duerma. Tenemos que hablar. -Fue a cerrar la puerta, pero se lo impedí con la mano.

– ¿De qué hay que hablar? Necesitamos ayuda.

– Por favor. -Me enseñó la palma de la mano y asintió para darme a entender que la conversación ya había comenzado. Y me dio con la puerta en las narices.

Volví a la cocina a regañadientes, para esperarlo. Encontré la escoba y el recogedor detrás de la puerta del cuarto de la limpieza y puse un poco de orden. Alguien había pisado el puré de la fuente caída y dejado un ligero rastro de batata, semejante a las cagadas de perro, por toda la habitación. Saqué el cubo de la basura de debajo del fregadero y me puse a recoger con cuidado los vidrios rotos y los cascajos de la fuente. La porquería que quedaba la recogí con una toalla de papel húmeda.

El fregadero y el mármol estaban alfombrados de vidrios rotos procedentes de la ventana reventada por la perdigonada. Me, costaba creer que los vecinos no hubieran llegado corriendo. Por el hueco entraba aire frío, pero no podía impedirlo. Saqué el viejo aspirador y enchufé la manguera al depósito de piel sintética. Lo puse en marcha y estuve unos minutos chupando vidrio. Entre que perseguía yo o me perseguían a mí, lo único que había hecho desde que había salido de casa había sido barrer y pasar la aspiradora. En cierto momento pegué el oído a la puerta del dormitorio y habría jurado que oía a Ray hablando por teléfono. Bueno. Puede que al final hubiera seguido mi consejo.

Volvió a la cocina cerrando la puerta del dormitorio a sus espaldas. Si dirigió en línea recta a la despensa, sacó una botella de whisky, bajó dos vasos de vidrio grueso y sirvió una potente ración para cada uno. Me tendió un vaso y me lo rozó con el suyo para brindar. Mientras yo contemplaba mi vaso, echó atrás la cabeza y apuró el contenido del suyo. Tragué aire y me bebí mi ración, ignorante del incendio abrasador que se me iba a declarar en el esófago. El calor me subió a la cara en el momento en que el estómago comenzó a arderme. Instantes después, la tensión se me iba como si fuera humo. Cabeceé tiritando mientras un gusano revulsivo me recorría el esqueleto.

– Puf. Qué porquería. Jamás seré alcohólica. ¿Cómo puedes tragártelo sin más?

– Hace falta práctica -dijo Ray. Se sirvió otro trago y lo engulló igual que el primero-. Es una de las cosas que echaba de menos en la cárcel.

Vio el Colt en la mesa, lo empuñó sin decir nada y se lo encajó en la cintura del pantalón.

– Gracias, Ray. Has echado a perder las huellas.

– Nadie va a buscar huellas -dijo.

– ¿En serio? ¿Por qué lo dices?

No me hizo caso. Entró en el comedor y sacó una caja de cartón, la vació, la aplastó, cubrió con ella la ventana rota y la fijó con la cinta aislante de Gilbert. La luz solar disminuía y seguía entrando frío, pero así al menos no podrían entrar los pájaros y los ovnis pequeños. Lo observé mientras sacaba las cazuelas y sartenes de la pila y las amontonaba al lado para fregarlas. Me gusta contemplar a los hombres que colaboran en las faenas domésticas.

– Te he oído hablar por teléfono. ¿Llamaste al 911?

– Llamé a María para saber cómo estaba. Gilbert le ha dado una paliza. Dice que tiene la nariz rota, pero no quiere presentar ninguna denuncia mientras él tenga a Laura.

– Llama al 911 -dije. ¿Me oyó?

Volví a conectar el aspirador y me puse a recoger astillas de vidrio conforme las descubría. Seguía esperando a que Ray reanudara la conversación, pero parecía evitar intencionadamente el asunto. Por último apagué el aspirador y dije:

– ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no llamas a la policía? Han raptado a Laura. No pensarás resolver esto por tu cuenta.

– Ya te he dicho que María no va a hacer nada. Dice que no hay que precipitarse.

– No hablo de María. Hablo de ti.

– Primero busquemos el dinero. Si en un día no aparece nada, avisamos a la poli.

– Estás loco. Necesitas ayuda.

– Puedo hacerlo.

– Eso es mentira. Gilbert la matará.

– No si encontramos el dinero.

– ¿Y cómo lo encontrarás?

– Aún no lo sé.

Se ató un delantal alrededor de la cintura. Puso el tapón en el desagüe y abrió el grifo del agua caliente. Empuñó el detergente líquido y soltó un buen chorro en el fregadero, procurando no meter los dedos lastimados en el agua. Comenzó a formarse un cerro de espuma blanca y Ray metió en ella platos y cubiertos.

– Aprendí a fregar platos cuando tenía seis años -dijo con naturalidad, empuñando un cepillo de mango largo-. Mi madre me subía a un cajón de madera y me indicaba cómo se hacía. Desde entonces me lo impusieron como un deber. En la cárcel había grandes máquinas industriales, pero el principio es el mismo. Todos los presidiarios de cierta edad saben arreglárselas solos, pero estos mierdas de ahora no saben nada, sólo pelearse. Drogados y pandilleros. Unos mierdas.

– Ray.

– Me recuerdan a los gallos de pelea… agresivos y con muchos humos. No les importa nada. Están educados para morir. No tienen esperanzas ni expectativas. Son pura pose, sólo pose. Y encima te hablan de respeto sin haber hecho nada para merecerlo. La mitad ni siquiera sabe leer.

– Al grano -dije.

– No hay grano. He cambiado de conversación. El grano es que no quiero llamar a la poli.

– ¿Hay algún problema?

– No me gusta la poli.

– No te pido que establezcas una relación duradera -dije. Lo observé-. ¿Qué pasa? Seguro que hay algo más.

Aclaró un plato y lo puso en el escurridor, evitando mi mirada.

– ¿Ray?

Puso otro plato en el escurridor.

– La he quebrantado.

Pienso: ¿quebrantar?

– ¿El qué? -dije. Se encogió de hombros. La moneda se coló por fin-. ¿La libertad condicional? ¿Has quebrantado la condicional?

– Algo así.

– ¿Qué exactamente?

– Bueno, pues exactamente es que me fui.

– ¿Te fugaste?

– Mujer, yo no lo llamaría fuga. Estaba en régimen abierto.

– Pero no para irte. Todavía eras un recluso. ¿O no?

– Oye, allí no había muros. No nos encerraban en las celdas por la noche. Ni siquiera había celdas. Teníamos habitaciones -dijo-. Por eso ha sido más irme que fugarme. Sí, eso es. Como ausentarse del cuartel sin desertar.

– Madre mía -dije. Di un fuerte suspiro y medité las consecuencias-. ¿Cómo obtuviste el permiso de conducir?

– Yo no tengo permiso de conducir.

– ¿Has conducido sin carnet? ¿Y cómo alquilaste un coche sin carnet de conducir?

– Yo no alquilé nada.

Cerré los ojos con ganas de tenderme en el suelo y dormir una siesta. Abrí los ojos.

– ¿¡Robaste el coche de alquiler?! -No pude evitarlo. El tono fue acusatorio, pero se debió en buena parte a que la acusación iba contra él.

Ray curvó la boca hacia abajo.

– Podría decirse que fue así. O sea que la situación es la siguiente: llamamos a la poli, me investigan y me meten dentro otra vez. Una condena de aquí te espero.

– ¿Pondrías en peligro la vida de tu hija sólo por eludir la cárcel?

– No es sólo eso.

– ¿Qué más hay entonces?

Se volvió para mirarme con unos ojos de color avellana tan transparentes como el agua.

– ¿Cómo voy a enfrentarme a Gilbert si meto en escena un montón de policías?

– Ray, tienes que confiar en mí. No vale la pena. Pasarías entre rejas el resto de tu vida.

– ¿Qué resto? Tengo sesenta y cinco años. ¿Cuánto tiempo me queda?

– No seas cabezota. Te queda mucho tiempo. Fíjate en tu madre. Conseguirá vivir un siglo. No lo estropees.

– Escucha, Kinsey -dijo-. Voy a contarte la verdad. Llamamos a la poli, ¿sabes qué ocurrirá a continuación? Iremos a la comisaría. Rellenaremos formularios. Nos harán muchas preguntas a las que no me apetecerá contestar. Me investigarán o no me investigarán. Si me investigan, paso a la historia y adiós Laura. Si no me investigan es lo mismo. Estamos jodidos igualmente. Las horas van pasando, ¿y qué ocurre? Que al final la poli no puede hacer nada. Ah, qué lástima. De modo que al final volvemos a estar en la calle y sin una maldita pista sobre el paradero del botín. Créeme. Cuando Gilbert vuelva a ponerse en contacto con nosotros, no querrá oír excusas. ¿Y qué le diremos? «Lo siento, aún no hemos encontrado el dinero. Nos han entretenido en comisaría y se nos ha pasado el tiempo.»

– Dile que estás en ello -sugerí-. Dile que tienes el dinero y que quieres reunirte con él en otro sitio. La policía le echará el guante.

Ray puso cara de aburrimiento.

– Has visto demasiada televisión. La verdad es que cuando la poli interviene, lo estropea todo la mitad de las veces. Detienen al delincuente y la víctima muere. ¿Sabes qué pasa a continuación? Juicio sonado. Publicidad. Un abogado peleón se pone a contar la atribulada infancia del secuestrador. Que está mal de la cabeza, que la víctima lo maltrataba y que raptó a ésta en legítima defensa. Miles de dólares pasan por el tubo. El jurado no tiene un veredicto unánime y el muchacho sale libre. Mientras tanto, Laura está en el cementerio y yo otra vez en la cárcel. ¿Quién gana entonces? Yo no y ella te puedo asegurar que tampoco.

Empezaba a calentárseme la sangre. Dejé el trapo de cocina.

– ¿Sabes qué? Que hagas lo que te dé la gana. No es mi problema. ¿No quieres llamar a la poli? De acuerdo. Allá tú. Yo me voy.

– ¿A California?

– Si consigo administrarme -dije-. Claro que como ahora tiene Gilbert los ocho mil, supongo que no irás a pagarme el pasaje de vuelta, como habías prometido, aunque esto tiene poca importancia. El caso es que no tengo dinero para ir en taxi al aeropuerto, así que te agradecería que me llevaras. Es lo menos que puedes hacer.

Por lo visto, también a él se le había calentado la sangre.

– Claro. Ningún problema. Deja que arregle un poco la cocina y nos pondremos en marcha. Si Laura muere, caerá sobre tu conciencia. Has podido echarnos una mano. Has dicho que no. Tendrás que vivir con eso dentro de ti, igual que yo.

– ¿Yo? Pero si todo esto es obra tuya. Y encima quieres endosármelo a mí. Hablas igual que Gilbert.

Me asió la mano.

– Oye. Necesito ayuda. -Nos miramos a los ojos durante unos instantes. Aparté la mirada. Cambió de tono. Se puso a darme coba-. Vamos a idear algo. Tú y yo. No te pido nada más. Aún falta mucho para que salga el avión.

– ¿Qué avión? He hecho la reserva, pero no tengo el pasaje y estoy sin blanca.

– Entonces no pierdes nada si te quedas y me ayudas.

– Mira, voy a serte franca -dije-. Faltan dos días para Acción de Gracias. Tengo que asistir a una boda y por eso quiero volver. Dos amigos a los que quiero mucho van a casarse y yo soy dama de honor, ¿me explico? Con el tráfico de la festividad, los aeropuertos estarán colapsados. Fue un golpe de suerte conseguir esta reserva.

– Pero no tienes dinero -dijo Ray.

– ¡¡Ya lo sé!! -Se llevó el dedo a los labios y miró con intención hacia el dormitorio donde estaba Helen-. Ya sé que no tengo dinero -añadí susurrando con aspereza-. Pero trato de calcular la cantidad.

Ray sacó la billetera.

– ¿Cuánto?

– Quinientos.

Apartó la billetera.

– Creía que tenías amigos. Gente dispuesta a prestarte lo que haga falta.

– Y así será si puedo hablar por teléfono. Pero tu madre duerme.

– No tardará en levantarse. Es una anciana. Duerme poco de noche y hace varias siestas. En cuanto se levante, llamas a California. Si tu amigo te compra el pasaje con la tarjeta de crédito, podrás subir a ese avión. Tú déjame. Voy a mirar a ver qué hace. ¿De acuerdo? -Se dirigió al dormitorio y entreabrió la puerta con mucho aparato-. Se levantará dentro de nada. Te lo prometo. Ya la veo moverse.

– Vale, vale.

Cerró la puerta.

– Ayúdame a encontrar el dinero. Hablemos de ese tema. Es lo único que te pido.

Extendió la mano para señalarme una silla. Lo miré con fijeza. Bueno, amigos, pues así estaban las cosas. El altruismo y el egoísmo estaban enfrentados. ¿Qué camino tomaría, el sublime o el mezquino? ¿Sabía aún a aquellas alturas cuál era cada cuál? Hasta el momento, y si descontamos lo de pasar el aspirador, todo lo que había hecho era ilegal: habitaciones de hotel forzadas, conspiración con delincuentes buscados. Seguro que pasar el aspirador había infringido alguna cláusula del convenio sindical. No tenía sentido ponerse puritana a última hora.

– Tienes el corazón chorreando mierda -dije.

Apartó la silla de la mesa y tomé asiento. Fue increíble, pero lo hice. Mi deber habría sido dirigirme al supermercado de la esquina y buscar un teléfono público, pero ¿qué queréis que os diga? Aquel hombre me importaba, me importaba su hija y me importaba su anciana y dormilona madre. Como si le hubieran dado el aviso, salió en aquel instante del dormitorio con los ojos brillantes y llenos de vida. Había estado acostada menos de un cuarto de hora y ya estaba lista para pelear otra vez. Ray le acercó una silla.

– ¿Cómo estás?

– Bien. Mucho mejor -dijo-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué vamos a hacer?

– Adivinar dónde escondió Johnny el dinero -dijo Ray. Tenía que habérselo confesado todo a su madre porque la anciana no cuestionó el asunto ni la relación de su hijo con él. Supongo que a los ochenta y cinco años le preocupaba ya muy poco la idea de ir a la cárcel. En la mesa aparecieron lápiz y papel como por arte de magia-. Tomemos notas. Bueno, lo haré yo -dijo al ver mi expresión-. Creo que tú querías hablar por teléfono. Está ahí dentro.

– Ya sé dónde está el teléfono. Vuelvo enseguida -dije. Utilicé la tarjeta de crédito para poner otra conferencia a Henry. Quiso la suerte que no estuviera en casa todavía. Le dejé otro mensaje en el contestador, detallándole que mi vuelo de regreso era tema de polémica por falta de fondos de una servidora. Repetí el número de teléfono de Helen, instándolo a llamarme para ver si había alguna forma de que yo tomara el avión previsto. Ya que estaba en ello, probé con el número del local de Rosie, pero comunicaba. Volví a la cocina.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Ray con amabilidad.

– Le he dejado un recado a Henry. Espero que llame antes de una hora.

– Lástima que no lo encontraras. Supongo que no tiene sentido ir al aeropuerto hasta que hables con él.

Tomé asiento pasando por alto sus condolencias, que sonaban a falsas.

– Empecemos por las llaves -dije.

Ray escribió algo en el cuaderno, la palabra «llaves». La rodeó con una circunferencia y la observó entornando los ojos.

– ¿Por qué son importantes las llaves si las tiene Gilbert?

– Porque son la única pista tangible que hay. Pongamos por escrito lo que recordemos.

– ¿De qué hablas? Yo no recuerdo nada.

– Bueno, una era de hierro. De unos quince centímetros de longitud, una llave maestra de aire antiguo, marca Ley. La otra era una Master…

– Espera un poco. ¿Cómo sabes todo eso?

– Porque lo vi -dije. Me volví a Helen-. ¿Hay guía telefónica en la casa? No la he visto en el dormitorio y seguramente nos hará falta.

– En el cajón del tocador. Espera. Voy a buscarla -dijo Ray, poniéndose en pie. Entró en el dormitorio.

– ¿Te suena la casa Ley? -le dije en voz alta-. Se me ocurrió que podía ser de aquí. -Miré a Helen-. ¿No le suena de nada a usted?

Negó con la cabeza.

– No he oído ese nombre en mi vida.

Ray volvió con dos volúmenes en la mano, la guía de Louisville y las Páginas Amarillas.

– ¿Por qué crees que es de aquí?

Abrí las Páginas Amarillas.

– Soy optimista -dije-. En mi trabajo, empiezo siempre por lo evidente. -Ray dejó la guía telefónica en una silla vacía. Encontré el listado de los cerrajeros. No había ninguna casa Ley a la vista, pero Louisville Compañía Cerrajera parecía una posibilidad prometedora. El destacado anuncio decía que la empresa estaba en el ramo desde 1910-. También podemos probar en la biblioteca municipal. Las guías telefónicas de comienzos de los años cuarenta podrían depararnos alguna sorpresa.

– Es detective privada, mamá -dijo Ray a Helen-. Por eso está metida en esto.

– Sí, ya me preguntaba yo quién era.

Dejé el volumen en la mesa, abierto por la página de los cerrajeros. Golpeé con la uña el anuncio de Louisville CC.

– Llamaremos aquí dentro de un minuto -dije-. Bien. ¿Dónde estábamos? -Miré las notas de Ray-. Ah, sí, la otra llave era una Master. Creo que sólo fabrican candados, pero podemos preguntar cuando llamemos. Ahora viene la pregunta: ¿estamos buscando una puerta grande y otra más pequeña? ¿O una puerta y además un cofre, una caja, algo parecido?

Ray se encogió de hombros.

– Seguramente lo primero. En los años cuarenta no había esos lugares de depósitos independientes que hay ahora. Lo pusiera donde lo pusiese, tuvo que cerciorarse de que no lo iban a tocar. No podría ser la caja de seguridad de un banco porque la llave no me pareció a mí la indicada. Además, Johnny aborrecía los bancos. Por eso se metió en líos. Y no creo que fuera a depositar el botín a punta de pistola, ¿entiendes?

– Sí, entiendo. Además, los bancos se derriban, sufren reformas, cambian de domicilio social. ¿Y los edificios públicos de otras clases? ¿El ayuntamiento o el palacio de justicia? ¿El Consejo de Educación, un museo?

Ray cabeceó, rechazando la idea.

– Viene a ser lo mismo, ¿no? No son más que parcelas rentables para cualquier agente de la propiedad. Importa poco lo que se construya en ellos.

– ¿Y otros lugares de la ciudad? Los monumentos históricos. Tienen que estar protegidos.

– Vamos a pensar por ahí.

– Una iglesia -dijo Helen de pronto.

– Es posible -dijo Ray.

Helen señaló el cuaderno.

– Anótalo.

Ray apuntó lo de las iglesias.

– Está la compañía de aguas potables, junto al río. Las escuelas. Churchill Downs. No van a derribar estas cosas.

– ¿Y alguna propiedad grande?

– No está mal pensado. Antes había muchas fincas grandes por aquí. Pero he estado fuera muchos años y no sé qué quedará en pie.

– Si Johnny huía de la policía, tenía que ser un lugar de fácil acceso -dije-. Y además, estar relativamente a salvo de intrusismos.

Ray arrugó la frente.

– ¿Cómo podía asegurarse de que nadie más lo encontraría? Era arriesgadísimo. Dejar las sacas del dinero por ahí. ¿Quién dice que no tropezará con ellas cualquier crío que esté jugando al béisbol?

– Los crios ya no juegan al béisbol en la calle, ahora tienen videojuegos -dije.

– Bueno, pues un obrero de la construcción o un vecino curioso. El lugar tenía que ser seco, ¿no crees?

– Seguramente -dije-. Las dos llaves sugieren por lo menos que el dinero no se enterró.

– Cuánto siento que Gilbert se las haya llevado. Nos llevará ventaja aunque encontremos el lugar.

– No te preocupes por eso. Nunca salgo de casa sin mi juego de ganzúas. Si encontramos las cerraduras que interesan, ya es nuestro.

– Además, podemos forzarlas -sugirió Ray-. Aprendí a hacerlo en la cárcel, junto con otras cosas.

– Recibiste una educación completa por lo que veo.

– Soy buen estudiante -dijo con modestia.

Los tres guardamos silencio durante unos segundos, en espera de que la imaginación se pusiera a trabajar.

– El cerrajero que vio la llave grande dijo que podía ser de un portalón. A ver qué os parece esto. Johnny tenía acceso a una mansión antigua. La llave grande era del portalón y la pequeña la del candado de la puerta principal.

Ray no parecía contento.

– ¿Cómo sabía Johnny que no iban a vender o derribar la casa?

– Puede que fuera un monumento histórico. Protegido por la tradición.

– ¿Y si han restaurado la mansión y cobran por visitarla? Medio estado habrá desfilado por allí.

– Es verdad -dije-. En cualquier caso, el dinero no podía estar a la vista para que lo viese cualquiera que entrase. Tenía que estar oculto.

– Y así volvemos al principio -dijo Ray.

Guardamos silencio otro rato.

– Lo que me pone enfermo es que es toda una pasta. Siete, ocho sacas llenas de dinero y joyas. Pesaban un montón. Entonces éramos fuertes y jóvenes. Tendrías que habernos oído quejarnos y gruñir mientras cargábamos las sacas en el maletero del coche.

Lo miré con curiosidad.

– ¿Cuál era el plan inicial? ¿Qué habría pasado si la poli no hubiera aparecido? ¿Qué pensaba hacer Johnny con el dinero en tal caso?

– Supongo que lo mismo. Siempre decía que a los atracadores los descubrían porque se gastaban el dinero demasiado deprisa. Que se ponían a pasar plata y joyas mientras la policía distribuía información sobre el botín robado. Dejando rastros fáciles de seguir.

– Entonces, fuera cual fuese el plan, Johnny lo tenía ya preparado de antemano -dije.

– Por fuerza.

Medité aquello.

– ¿Dónde lo capturaron?

– Ya no me acuerdo. Fuera de la ciudad. En la carretera de no sé qué sitio.

– Carretera de Ballardsville -dijo Helen-. No sé por qué, pero lo tenía metido en la cabeza. ¿No te acuerdas?

Ray sonrió satisfecho.

– Mi madre tiene razón -dijo-. ¿Cómo es que lo recordabas?

– Lo oí en la radio -dijo Helen-. Estaba muy asustada. Creía que estabas con él. No sabía que os habíais separado y estaba convencida de que te habían detenido.

– Me detuvieron, pero en otra parte -dijo Ray.

– ¿Pasó mucho tiempo entre el robo y la captura de Johnny?

Ray me miró a los ojos.

– ¿Crees que pudo esconder el botín en algún lugar entre el banco, que estaba en el casco urbano, y el punto en que lo capturaron?

– A no ser que tuviera tiempo de ir a otra ciudad y volver -dije-. Que es como decir que siempre se encuentra algo en el último lugar en que se busca. Está clarísimo. Una vez que encuentras lo que buscabas, dejas de buscar. La última vez que lo viste iba cargado con varias sacas de dinero. Cuando lo capturaron, las sacas habían desaparecido. En consecuencia, el dinero tuvo que esconderse en ese intervalo final. A propósito, no me has dicho cuánto tiempo transcurrió.

– Medio día.

– Entonces no tuvo tiempo de ir muy lejos.

– Sí, es verdad. Siempre he imaginado que el dinero estaba en la ciudad. Nunca se me ha ocurrido que pudiera haberlo dejado y volver a continuación. Tiene que estar en un radio de ciento cincuenta kilómetros.

– Pienso que deberíamos partir de la base de que está en Louisville. No quiero afrontar la perspectiva de registrar todo el Kentucky occidental.

Ray miró sus notas.

– ¿Qué más tenemos? No parece gran cosa.

– Aguarda. A ver qué te parece. La llave pequeña tenía un número. Lo recuerdo -dije-. M550. Es mi cumpleaños, el cinco de mayo.

– ¿Y en qué nos beneficia eso?

– Podríamos ir al cerrajero para que nos haga otra llave.

– ¿Para abrir qué?

– Bueno, no lo sé, pero por lo menos tendríamos una llave. Puede que al cerrajero se le ocurra algo.

– Eso me parece insustancial -dijo Ray-. Es como echarlo a suertes.

– Vamos, Ray -dije-. Hay que trabajar con lo que se tiene. Créeme, he empezado con menos y al final lo he sacado todo.

– De acuerdo -dijo con escepticismo. Apuntó la dirección del cerrajero. Recogió el chaquetón, que colgaba de la silla.

Me puse en pie al mismo tiempo que Ray y me abroché la chaqueta.

– ¿Y tu madre? No creo prudente dejarla aquí.

La anciana se sobresaltó ante la insinuación.

– De ningún modo. Yo no pienso quedarme aquí sola -dijo con énfasis-. Y menos estando ese individuo suelto. ¿Y si vuelve?

– Está bien. Te llevaremos con nosotros. Pero te quedarás en el coche mientras trabajamos.

– ¿Allí sentada?

– ¿Por qué no?

– De acuerdo, pero no indefensa.

– Mamá, no permitiré que te quedes en el coche con una escopeta cargada. Puede pasar la policía y pensar que estamos cometiendo un atraco.

– Tengo un bate de béisbol. Fue idea de Freida. Compró un Louisville Slugger y me lo escondió debajo de la cama.

– Dios mío, esa Freida es un sargento de artillería.

– Sargenta -corrigió la madre con viveza.

– Anda, ponte el abrigo.

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