Capítulo 19

Louisville Compañía Cerrajera estaba en el sector oeste de Main Street, en un edificio de tres plantas de ladrillo rojo, construido probablemente en los años treinta. Ray encontró sitio para aparcar en una travesía y estalló una breve disputa cuando Helen se negó a quedarse en el coche, como habíamos convenido. Ray cedió al final y dejó que nos acompañara, aunque la anciana insistió en llevar el bate de béisbol. La fachada del establecimiento era estrecha y estaba flanqueada por dos oscuras columnas de piedra. La ebanistería que la cubría estaba pintada de marrón cenagoso y el escaparate estaba cubierto de rótulos escritos a mano que detallaban los servicios en oferta: instalación de cerrojos, confección de llaves, instalación y reparación de cerraduras, instalación de cajas de seguridad empotradas en la pared y en el suelo, cambios de combinación.

El interior era estrecho y profundo, y consistía casi totalmente en un largo mostrador de madera tras el que vi varias máquinas de hacer llaves. De pared a pared y del suelo al techo había filas de llaves colgadas, en un orden conocido sólo por los empleados. Una escalerilla de mano que se deslizaba sobre guías próximas al techo permitía acceder, por lo visto, a las llaves situadas en las sombrías alturas. Todo el espacio libre que quedaba en el gastado suelo de madera estaba ocupado por las cajas fuertes Horizon que estaban a la venta. Éramos los únicos clientes y no vi ni cajeros, ni empleados ni aprendices.

El propietario, Whitey Reidel, mediría un metro cincuenta y era gordo de cintura. Llevaba camisa blanca de vestir, tirantes negros y pantalones negros. No me fijé, pero me dio la sensación de que se le veía mucho tobillo por debajo del dobladillo de los pantalones. Tenía la nariz fofa e informe y grandes bolsas oscuras bajo los ojos. El pelo le había retrocedido como la marea cuando baja y los pocos mechones que le quedaban le sobresalían blancos y rizados de la parte delantera como a una muñeca Kewpie. Tendía de manera natural a inclinarse hacia delante y a apoyar las manos en el mostrador, sujetándose a él como si soplara un huracán. Nos miró uno por uno y por último posó los ojos en el bate de Helen.

– Es entrenadora en la Liga Infantil -dijo Ray al ver su expresión.

– Pues ustedes dirán -dijo Reidel.

Me adelanté para presentarme y le expliqué en pocas palabras lo que necesitábamos y por qué. Se puso a negar con la cabeza y curvó la boca en cuanto mencioné la llave de candado Master con el número M550 en un lado.

– Imposible -dijo.

– Aún no he terminado.

– No hace falta. Las explicaciones no servirán de nada. No existe ninguna llave de candado Master con una serie que comience por M.

Lo miré con fijeza. Ray estaba detrás de mí y Helen estaba junto a Ray. Me volví a éste.

– Díselo tú.

– Tú eres la única que ha visto la llave. Yo no la vi. Vamos, lo que se dice verla, la vi, pero no me fijé en los números.

– Yo lo recuerdo con toda claridad -dije a Reidel-. ¿Me da un papel? Se lo enseñaré.

El aludido me alargó lápiz y papel, pero sólo por no decirme que no. Escribí el número y se lo señalé, como si el ademán añadiese legitimidad a mi afirmación. No me contradijo. Metió la mano bajo el mostrador y sacó el catálogo de candados Master.

– Si la encuentra, se la hago -dijo. Apoyó las manos en el mostrador, descargando todo el peso en los brazos.

Hojeé el catálogo con una mezcla de confusión y terquedad. Había múltiples series, unas caracterizadas por letras, otras por números, ninguna por la M que había visto yo.

– Habría jurado que era una llave de candado Master.

– La creo.

– ¿Y cómo puede una llave tener números que no existen?

Curvó la boca y se encogió de hombros.

– Sería un duplicado.

– ¿Y eso tiene importancia?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.

– Es la llave de un candado que tengo aquí. En este lado está el fabricante, un candado Master en este caso, como en la llave de que hablamos. ¿Era como ésta?

– Más o menos -dije.

Helen había perdido todo interés. Se había acercado a una caja de seguridad que se exponía en solitario y se había sentado encima, apoyándose en el bate como si fuera un bastón.

– Bueno. En este lado pone Master, ¿entendido?

– Entendido.

– En este otro están los números correspondientes al candado concreto que abre la llave. ¿Me siguen? -Apartó los ojos de mí para posarlos en Ray y los dos asentimos como idiotas-. Ustedes me dicen los números, yo puedo mirarlos en el catálogo para obtener la información que necesito para hacer un duplicado de la llave. Pero el duplicado no tendrá números. Estará limpio.

– Bien -dije, pronunciando la palabra escrupulosamente. No se me ocurría adonde quería ir a parar aquel hombre.

– Bien. Así que los números que vio usted tuvieron que grabarse después de hacer la llave.

Señalé el cuaderno.

– Lo que usted dice es que alguien puso los números en esta llave -repetí.

– Exacto -dijo.

– Pero ¿por qué? -dije.

– Señora, es usted quien ha acudido a mí y no al revés -dijo. Cuando sonrió vi que tenía los dientes manchados y puntos oscuros en la zona próxima a las encías-. Si es un candado Master, esos números no tienen el menor sentido.

– ¿Podría ser el número de otro fabricante de llaves?

– Podría.

– Si averiguamos el fabricante, ¿podría usted hacer la llave?

– Naturalmente -dijo-. El problema es que hay seguramente medio centenar de fabricantes. Tendrían que repasar dos o tres catálogos por compañía y hay muchos modelos que no toco. Los números que hay en las llaves a veces corresponden a puertas o propiedades, pero por lo que me ha dicho no hay forma de saberlo.

– ¿Ha oído hablar de cerraduras de marca Ley?

Negó con la cabeza.

– Jamás.

– ¿Por qué está tan seguro? -dije, irritada por su actitud de sabelotodo.

– La empresa era de mi padre y antes había sido de mi abuelo. Hace más de setenta y cinco años que estamos en el negocio. Si hubiera existido una casa con ese nombre, la conocería aunque sólo fuese de oídas. Podría ser extranjera.

Hice una mueca, pues sabía que no habría forma de investigar aquella pista.

– ¿Hay alguna posibilidad de que la casa Ley estuviese activa durante los años cuarenta y hoy ya no exista?

– Ninguna.

Ray me puso una mano en el brazo.

– Vámonos de aquí. Ya está bien. Procederemos por eliminación.

– Espera un poco -dije.

– Déjalo. Tienes una cara que parece que quisieras morder al caballero. -Se volvió hacia su madre-. Eh, mamá, nos vamos. -La ayudó a levantarse, sujetándole el brazo con la derecha mientras asía el mío con la izquierda. Tiraba de mí de tal modo que no había duda sobre sus intenciones. No teníamos por qué quedarnos para discutir con un hombre que sabía más que nosotros.

Me sentía frustrada.

– Tiene que haber algún nexo. Sé que tengo razón.

– No te preocupes por tener razón. Preocupémonos por quitarnos a Gilbert de encima -dijo Ray. Y a continuación, a Reidel-: Gracias por todo. -Nos abrió la puerta para que saliéramos-. Además, no nos hace falta la llave. Gilbert tiene una.

– ¿Querrá devolverla?

– Podría ser. Si encontramos las cerraduras, tal vez se avenga a cooperar. Por conveniencia.

– Pero ¿qué significan los números? M550 tiene que ser una clave, ¿no? Y si no es de una llave, será de otra cosa.

– Deja de preocuparte -dijo Ray.

– Es que me preocupa. Gilbert querrá respuestas. Lo dijiste tú.

Ya en la calle, vi con asombro que había oscurecido. El viento del crepúsculo soplaba del río Ohio, que supuse estaría sólo a tres o cuatro manzanas de distancia. En el aire flotaban algunos copos de nieve. Las luces municipales se habían encendido. Casi todos los comercios de Main Street estaban ya cerrados y la oscuridad bañaba la fachada de todos los edificios. Estos eran generalmente de ladrillo, de cinco o seis plantas, y con una ornamentación propia de la arquitectura de otros tiempos. Algunos establecimientos tenían puertas metálicas plegables, cerradas en aquellos momentos con el correspondiente candado. A veces podía verse dentro el débil resplandor de una lucecita encendida, pero en términos generales dominaba una escalofriante oscuridad que acentuaba el aire de abandono que reinaba en la calle. El tráfico era escaso en aquella parte de la ciudad. El centro propiamente dicho destacaba hacia el este con su despliegue de iluminados edificios comerciales de veinte y treinta plantas.

Volvimos a casa de Helen, rodeando la manzana por si veíamos a Gilbert. No sabíamos qué coche conducía, pero no dejábamos de vigilar, pues pensábamos que podíamos descubrirlo en las sombras o sentado en un vehículo estacionado. Ray dejó el coche en el callejón de piedra artificial que discurría por detrás de la casa de su madre. Cruzamos el patio trasero y llegamos a la entrada de atrás, que estaba sumida en sombras. A ninguno se le había ocurrido dejar las luces encendidas y la casa estaba negra como un túnel. Ray entró primero mientras Helen y yo esperábamos en los peldaños del porche de la limpieza. Helen se ayudaba con el bate, que por lo visto había adoptado como accesorio permanente. En los patios de los vecinos alcanzaba a distinguir las formas de los árboles pelados que se perfilaban sobre el cielo contaminado de noviembre. El viento agitaba las ramas. Yo tiritaba ya cuando Ray acabó de encender lámparas y bombillas del techo, y nos hizo pasar. Esperamos en la cocina mientras Ray comprobaba las habitaciones delanteras y el dormitorio sin utilizar del primer piso.

Habíamos estado fuera menos de una hora, pero la casa olía ya a abandono. La bombilla de la cocina emitía una luz cruda e irritante. El cartón que tapaba la ventana de la cocina dejaba un hueco en el borde. Helen recorrió la estancia, desde la despensa hasta el frigorífico, sacando artículos para una cena rápida. Se movía con seguridad, aunque advertí que contaba los pasos que daba. Ray y yo colaboramos sin hablar apenas, pues todos, inconscientemente, esperábamos que sonara el teléfono. Como Helen no tenía contestador automático, no tenía sentido preguntarse si Henry o Gilbert habían llamado en nuestra ausencia.

Nos sentamos y comimos beicon con huevos revueltos, patatas fritas en grasa de tocino, lo que quedaba de las manzanas fritas con cebollas, y galletas caseras con mermelada casera de fresas. Lástima que no friera las galletas en vez de cocerlas. Sobredosis de colesterol aparte, todo estaba exquisito. De modo, me dije, que así son las abuelas. Por entonces ya había abandonado toda esperanza de llegar a mi casa aquel día. Aún estábamos a lunes. Tenía todo el martes y todo el miércoles para tomar un avión. Y ya estaba harta de angustiarme por culpa de aquel asunto. ¿Por qué complicarse la vida? Haría allí lo que pudiera y seguiría mi camino.

Después de cenar, Helen se instaló en el dormitorio para ver la televisión. Ray se ocupó de los platos y yo recogí la mesa. Estaba despejándola, recogiendo el azucarero y las vinagreras, cuando me fijé en el recordatorio que Johnny Lee había mandado a Ray. Helen lo había dejado en la mesa, debajo del azucarero. Volví a leer el texto, inclinándolo hacia la luz.

– ¿Qué es? -dijo Ray.

– La tarjeta que te envió Johnny. Estaba leyendo el texto. Parece mecanografiado.

– Léemelo otra vez -dijo Ray.

– «Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 19. Pienso en la hora de tu libertad.» A mí me parece de esas tarjetas que ha de llenar el interesado.

– Podría ser. Si es un mensaje secreto, es poco probable que encontrase un recordatorio con ese pasaje evangélico en particular. Era casi inevitable que comprara un recordatorio en blanco para escribirlo él mismo.

Observé el pasaje evangélico.

– Puede que M550 signifique Mateo, capítulo cinco, versículo cincuenta -sugerí.

– Mateo 5 es el Sermón de la Montaña y no tiene cincuenta versículos, sólo cuarenta y ocho. -Me miró sonriendo con turbación-. Es otra de las cosas que hice en la cárcel, aparte de empollar criminología. Estaba en el grupo de estudios bíblicos de los lunes por la noche.

– Eres un pozo de sorpresas.

– Eso creo yo también -dijo.

Di la vuelta al recordatorio y observé la foto en blanco y negro. En ella se veía la borrosa imagen de un camposanto cubierto de nieve. Levanté el borde suelto y miré el cartón que había debajo. La foto se había pegado sobre una postal normal y corriente con una puesta de sol en el mar. Arranqué la foto y miré el dorso con la esperanza de descubrir un mensaje escrito. La foto era de diez centímetros por quince, de papel Kodak, mate, sin reborde. Aparte de la palabra Kodak desfilando en diagonal, el dorso estaba en blanco.

– ¿Crees que puede ser un positivo reciente de un negativo antiguo? ¿O una foto que se ha tomado de otra antigua?

– ¿Importa mucho?

Me encogí de hombros.

– Verás, no creo que una puesta de sol en el mar nos diga gran cosa. Puede que las llaves no tengan relación entre sí. Cabe la posibilidad de que la foto sea el mensaje y que las llaves sean una táctica para despistar.

Cogió el recordatorio y lo llevó a la mesa, poniéndolo a la luz como yo había hecho antes, y observando la fotografía. Miré por encima de su hombro. Las lápidas parecían antiguas y las adornadas inscripciones estaban erosionadas por la lluvia y las crudas nevadas de invierno. Había cinco lápidas pequeñas y tres monumentos grandes de la escuela del ángel y el cordero. Incluso las lápidas menores, seguramente de mármol o de granito, estaban cubiertas de hojas, rollos, cruces y palomas esculpidos en bajorrelieve. El monumento más destacado era un obelisco de mármol blanco, de unos cuatro metros de altura, montado sobre un pedestal de granito donde podía verse el apellido PELISSARO. Todos los árboles visibles estaban en la flor de la vida, aunque sin hojas. El suelo estaba alfombrado por una delgada capa de nieve. Un grupo de lápidas estaba cercado con una verja de hierro y a la derecha se veía un muro de piedra.

– Supongo que no reconocerás el sitio -dije.

Negó con la cabeza.

– Podría ser un cementerio particular, una parcela familiar en un terreno privado.

– Demasiado esparcido todo. Creo que un cementerio particular sería más compacto y rural. Más homogéneo. Fíjate en las lápidas, las hay de todas clases.

– ¿Y qué tiene esto que ver con las llaves? No tenía tiempo suficiente para desenterrar un ataúd y meter el botín en él. Estábamos en invierno y el suelo estaba helado.

Miré a Ray con fijeza.

– ¿En invierno? ¿Crees que la foto pudo hacerse entonces?

– Bueno, es posible, pero si enterró el dinero tuvo que emplear maquinaria de excavación, que, imagino, tendría que sacar de alguna parte. Creo que me dijo en cierta ocasión que había sido guarda de un cementerio. Puede que metiera el dinero en un panteón. No sé, ¿qué piensas tú?

– Pero ¿por qué una foto así? Puede que se trate del apellido Pelissaro. Es una suposición. Puede que dejara el dinero con una persona apellidada de ese modo. En un edificio o comercio de los alrededores del cementerio. Edificio Pelissaro, Granjas Pelissaro. El viejo rancho Pelissaro -dije, moviendo las cejas.

Ray negó con la cabeza.

– Cambia de canal.

– ¿Y si es algo visible desde este sitio? Una torre de agua, un cobertizo, una marmolistería. ¿Dónde está la guía telefónica? Atrevámonos a ser tontos. Puede que descubramos algo.

– ¿Qué buscamos?

– El apellido Pelissaro. Puede que Johnny tuviera un compinche.

Miré a mi alrededor y vi el volumen alfabético en la silla donde Ray lo había dejado. Aparté una silla de la mesa, me senté y hojeé las Páginas Blancas por la P. No había ningún Pelissaro con teléfono. Ni nada que se le pareciera.

– Mierda -dije-. Mmmm, bueno, puede que hubiera un Pelissaro en los años cuarenta. Por la mañana iremos a la biblioteca municipal. No perdemos nada.

– Hay que hacer algo y rápido. Gilbert llamará en cualquier momento y no voy a decirle que nos vamos a la biblioteca municipal. Preferiría decirle que tenemos algo a quedarme aquí sentado, atreviéndome a ser tonto, que quiere decir muerto en el diccionario de Gilbert.

– Eres insoportable, ¿lo sabías? Un momento, vamos a ver. -Abrí las Páginas Amarillas y busqué «Cementerios». Había alrededor de una veintena-. Mira y dime dónde están -dije-. Si trazáramos un círculo en un plano, delimitaríamos la zona. Por lo menos podríamos registrar todos los cementerios que quedaran dentro del área donde capturaron a Johnny. ¿Te parece práctico? No puede haber muchos. El cementerio de la foto parece de larga tradición. Las tumbas son antiguas. No pueden haber desaparecido.

– Eso no lo sabes -dijo-. Trasladaron tumbas cuando represaron el río para construir un lago.

– Sí, bueno, si el dinero está bajo el agua, estamos perdidos -dije-. Trabajemos sobre la base de que está en tierra firme. ¿No tienes un plano de Louisville? Indícame dónde estamos.

Fue al coche y volvió con el mapa del sureste de Estados Unidos, varios mapas locales y un plano de Louisville.

– Gentileza del Club del Automóvil. El coche que me prestaron estaba bien surtido -dijo.

– Eres muy escrupuloso -dije mientras abría el plano de la ciudad-. Empecemos por éste. ¿Dónde está la Autopista Dixie?

Localizamos uno por uno los cementerios consignados en las Páginas Amarillas, señalando su situación en el plano de Louisville. Había cuatro, tal vez cinco, a una distancia automovilística razonable del punto donde la policía había capturado a Johnny. Apunté en un papel el nombre de los cementerios, la dirección y el teléfono.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Pues mañana por la mañana iremos a estos cementerios para ver si tienen enterrado a algún Pelissaro.

– En el caso de que el cementerio esté en Louisville.

– ¿Quieres dejar de hacer el ganso? -dije-. Tenemos que partir de la base de que la foto es una pista porque, de lo contrario, Johnny no te la habría enviado. Su objetivo era informarte, no tomarte el pelo.

– Sí, bueno, esperemos que no complicara demasiado las cosas. A lo mejor no desciframos nunca el misterio, y nos quedamos con las manos vacías.

A las nueve me sentía ya agotada y comencé a introducir coletillas soñolientas en mis comentarios. Ray parecía nervioso y tenso, preocupado porque Gilbert no hubiera dado señales de vida.

– ¿Qué le dirás si llama? -pregunté.

– No lo sé. Cualquier cosa. Preferiría que apareciesen por la mañana, así sabría que Laura está bien. Acomódate mientras tanto. Pareces derrotada.

Encontró dos mantas y una almohada en el armario de su madre.

– Será mejor que pases antes por el cuarto de baño. Arriba no hay.

Estuve unos minutos en el cuarto de baño y subí las escaleras detrás de Ray. La verdad es que tampoco había allí gran cosa: una cama individual de madera con el somier flojo, una mesita de noche con una pata menos, y una lámpara con una bombilla de cuarenta vatios y tulipa amarillenta. Pensé con temor en los bichos, pero entonces me di cuenta de que hacía demasiado frío para que sobreviviera nada en aquellos parajes.

– ¿Necesitas algo más?

– Está bien así -dije.

Me senté con cuidado en la cama mientras Ray bajaba las escaleras. No me podía sentar derecha porque el techo descendía en brusca pendiente en el rincón donde estaba la cama. Hacía un frío cortante y la habitación olía a hollín. Para conseguir algo de aislamiento, se habían puesto periódicos entre el colchón y el somier, y los oía crujir cada vez que me movía. Levanté una punta del colchón y miré la fecha: 5 de agosto de 1962.

Dormí vestida, envuelta en tantas capas de mantas como pude. Encogida en posición fetal, conservaba el poco calor corporal que me quedaba. Apagué la lámpara, aunque no me gustó desprenderme de la tibia caricia de la bombilla. La almohada estaba apelmazada y un poco húmeda. Durante un rato fui consciente del resplandor que llegaba de la escalera. Oí ruidos, Ray moviéndose, una silla que se arrastraba, alguna carcajada procedente del televisor. No sé cómo pude dormir en aquella situación, pero sin duda lo hice. Desperté en el acto y encendí la luz para ver la hora: las dos de la madrugada, y las luces de abajo todavía encendidas. No oía la televisión, pero había ocasionales sonidos sin identificar que turbaban el silencio nocturno. Volví a despertar más tarde y vi la casa a oscuras y en completo silencio. La vejiga me recordaba a gritos su existencia, pero el único remedio que se me ocurría era el control mental.

La verdad es que no sé qué es peor cuando pasas la noche en casa ajena, tener frío y pocas mantas o tener ganas de mear y ningún lavabo disponible. Supongo que habría podido bajar sigilosamente la escalera para solucionar ambos conflictos, pero temía que Helen creyera que era un ladrón y que Ray se figurase que iba en su busca, para meterme en su cama.

Desperté otra vez al clarear el día y me quedé inmóvil y deprimida. Cerré los ojos durante un rato. Nada más oír que abajo se movía alguien, salté de la cama y bajé flechada por las escaleras. Ray y su madre se habían levantado ya. Di un rodeo hacia el cuarto de baño, donde, entre otras cosas, me cepillé los dientes. Cuando volví a la cocina, Ray leía el periódico. No había tenido ocasión de afeitarse y tenía la barbilla alfombrada de brotes blancos, y seguramente tan áspera como el bordillo de una acera. Me había acostumbrado tanto a sus magulladuras que ya ni las veía. Encima de la habitual camiseta blanca se había puesto una camisa de leñador que llevaba por fuera del pantalón. Estaba en buena forma física a pesar de su edad y los músculos del tórax se le marcaban como si hubiera levantado pesas en la cárcel.

– ¿Se sabe algo de Gilbert?

Negó con la cabeza.

Me senté a la mesa de la cocina, que Helen había puesto en algún momento de la noche. Ray me pasó una sección del Courier-Journal. Otro día juntos y ya habíamos desarrollado ciertas costumbres, como un matrimonio maduro que viviera con la madre de él. Helen iba cojeando de aquí para allá, sirviéndose del bate como de un bastón.

– ¿Le hacen daño los pies? -pregunté.

– Es la cadera. Tengo una moradura desde aquí hasta aquí -dijo con orgullo.

– Si puedo ayudarla, dígamelo.

El café no tardó en gorgotear y Helen se puso a freír salchichas. Esta vez se excedió, y preparó para cada uno un plato que ella llamaba «pan tuerto» y que consistía en un huevo frito en un agujero practicado en el centro de un trozo de pan frito igualmente. Ray le echó salsa de tomate, pero yo no tuve agallas.

Después de desayunar fui al teléfono y llamé a los cinco cementerios de la lista. En todas las ocasiones dije que era una genealogista aficionada que quería trazar la historia de mi familia en aquella zona. No es que me lo preguntase nadie. Todos eran terrenos civiles con parcelas en venta. Al efectuar la cuarta llamada, la mujer de la oficina de ventas comprobó sus ficheros y encontró un Pelissaro. Me indicó cómo se llegaba al lugar y llamé al quinto cementerio por si se había enterrado allí a otro Pelissaro. Sólo había uno.

Ray y yo nos miramos.

– Espero que no te equivoques -dijo.

– Míralo de otro modo. ¿Qué más tenemos?

– Vale, vale.

Me disculpé y fui a la ducha. El teléfono sonó mientras me aclaraba el pelo. Lo oí a través de la pared, un agudo contrapunto del tamborileo del agua, la última burbuja del champú corriéndome por los hombros. Respondió Ray y su voz retumbó brevemente. Aceleré los movimientos, cerré el grifo, me sequé y me vestí. Por lo menos no me atormentaban las dudas sobre qué ponerme. Cuando llegué a la cocina, Ray estaba reuniendo una serie de herramientas, algunas de las cuales sacaba de un pequeño cobertizo que había en el patio. Había encontrado dos palas, una cuerda, tenazas, alicates, cizallas, un martillo, una argolla, un taladro manual de aspecto antiguo y dos llaves inglesas.

– Gilbert y Laura están en camino. No sé con qué nos enfrentaremos. Puede que tengamos que desenterrar un ataúd y me he dicho que más vale ir preparados.

El Colt estaba en el tablero extensible del mueble modernista. Ray lo recogió al pasar y volvió a metérselo en la cintura del pantalón.

– ¿Y eso para qué?

– Esta vez no me pillará en pelotas.

Quise protestar, pero vi que estaba decidido. Mi nerviosismo aumentaba. Sentía el pecho duro y que algo que tenía en el estómago se me derretía y deslizaba, enviando ligeras vibraciones de miedo por todos mis conductos. Titubeaba entre salir corriendo y satisfacer la anómala curiosidad por saber lo que ocurriría a continuación. ¿Qué estaba pensando? ¿Que yo podía influir en el resultado final? Es posible. Cuando una ha llegado tan lejos, tiene que seguir adelante.

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