Capítulo 11

– ¿Dónde carajo has estado?

Me volví sobresaltada. Era Ray, con la cara amoratada a unos diez centímetros de la mía. Se había quitado la tirita de la nariz, pero al parecer aún tenía las fosas nasales llenas de algodón. La piel le olía a productos farmacéuticos, a esa colonia que solemos ponernos en la sala de cuidados intensivos, compuesta a partes iguales de alcohol alcanforado, esparadrapo y yodo. Aún me tenía sujeta con la maltrecha mano, los dedos rotos en posición rígida.

– ¿Que dónde he estado? ¿Dónde has estado tú? -Nuestras voces subían rebotando por las escaleras como una bandada de pájaros chillones. Levantamos la vista y bajamos la voz hasta hablar en susurros. Ray me llevó al callejón sin salida que formaba el último tramo de escalones por la parte de la pared.

– Joder, van detrás de ti -exclamó en voz baja-. Un cretino con walkie-talkie me ha estado aplicando el tercer grado. Estoy esperando junto al teléfono y va y me dice que tenga la bondad de «entrar en la oficina». ¿Qué iba a hacer? Sabe quién eres y quiere saber qué haces aquí.

– ¿Y por qué te lo han preguntado a ti?

– Habían hecho averiguaciones. La camarera tuvo que decirle que nos había visto juntos. A mí no era difícil localizarme con esta facha. Le dije que eras una investigadora privada que trabajaba en secreto en un caso del que no estaba autorizado a hablar.

– ¿Qué pensó que eras?, ¿policía?

– Le dije que yo tenía parte activa en un plan de protección de testigos y que iban a enviarme a otro estado. No tuve más remedio que contárselo como si todo fuera muy secreto y asunto de vida o muerte.

– ¿Y si no te hubieran creído? ¿Cómo habrías escapado?

– Les traía sin cuidado quién era yo. Lo único que querían era que me fuese. Dije que tenía que subir a mi habitación para recoger mis cosas. Me acompañaron al ascensor y, en cuanto se marcharon, di media vuelta y bajé. ¿Es ése el petate? Dámelo.

Lo puse fuera de su alcance.

– Un momento, listo. ¿Me juras por un montón de Biblias que me has dicho la verdad? ¿Que es dinero lo que buscamos y no drogas, diamantes o documentos robados?

– Es dinero. Lo juro. ¿No lo has visto?

– No he visto nada. ¿De cuánto hablamos?

– De ocho mil dólares, quizás un poco menos ya.

– ¿Sólo eso?

– Vamos. Es mucho cuando no tienes un centavo y yo no lo tengo.

– No sé por qué, pero tenía la impresión de que era más -dije. Nuestras voces habían empezado a resonar otra vez. Se llevó el dedo a los labios-. ¿De dónde salió el dinero? -susurré con voz silbante.

– Después te lo contaré. Ahora vamos a ver si podemos salir de aquí.

– Debajo de éste hay un pasillo de servicio, pero no se puede entrar por aquí -dije.

– ¿Y el piso de arriba?

– No lo creo. -Fue a subir, pero le así del brazo-. Espera. No corras tanto. Necesitamos un plan.

– Necesitamos el dinero -me corrigió- antes de que los de seguridad del hotel nos echen el guante otra vez. Puede que la Huckaby entregara el dinero a la dirección.

– Imposible. Yo estaba en la misma cola que ella cuando se inscribió. No dejó en depósito nada de valor. Lo habría visto.

– ¿Dónde está entonces? No es lógico que lo haya perdido de vista. Si averiguáramos dónde lo ha puesto, podrías agenciártelo y salir corriendo.

– ¿Yo? Qué simpático. ¿Y tú?

– Hablo en sentido figurado -dijo.

– Bueno, el dinero no está en su habitación porque ya la he registrado.

– Entonces lo lleva encima.

– Que no. Ya te lo he dicho. ¡Hey! -Oí el chasquido que producen las ideas cuando el cerebro se nos ilumina, una explosión insignificante, como una combustión espontánea en la base del cráneo-. Un momento. Ya lo tengo. Creo que ya sé dónde está. Ven conmigo.

Llamé a la puerta de Laura Huckaby. Hubo un momento de silencio. Seguramente estaba con el ojo pegado a la mirilla para ver quién era. Ray se había pegado a la pared, a la izquierda de la puerta, con cara de sufrimiento.

– Sé cómo se enteró Gilbert del día que me soltaban -dijo con voz pesarosa-. No quería decírtelo a menos que fuera necesario.

– Silencio -murmuré casi sin voz. No sabía qué le pasaba, salvo lo que saltaba a la vista. Se había mostrado curiosamente reacio a subir conmigo hasta la habitación, aduciendo toda clase de motivos para que fuese yo sola. Me había mantenido firme. Primero: si nos sorprendían, podíamos comportarnos como si nos estuviéramos marchando. Segundo: puesto que Chester se había rajado, no quería cargar sola con la responsabilidad. Como la vez anterior, Laura entreabrió la puerta sin soltar la cadena de seguridad.

Levanté el petate.

– Hola, soy yo. Ya he terminado el turno. He encontrado esto en el pasillo.

– ¿Es mío?

– Creo que sí. ¿No estaba anoche en su armario?

– ¿Y cómo ha salido de allí?

– A mí no me pregunte. Lo he visto al pasar y he querido devolvérselo.

Me observó durante unos momentos.

– Espere. Voy a ver. -Dejó la puerta entornada, asegurada todavía con la cadena, mientras se dirigía hacia el tocador y abría el armario. Ray y yo nos miramos. Estaba claro que Laura no iba a ver el petate, pero esperé como es debido para no estropear la farsa. Volvió a la puerta con cara de confusión-. Creo que es mío. -Era evidente que no se fiaba de mí, pero yo no podía hacer nada por remediarlo. Desde su punto de vista, venían sucediéndole cosas inexplicables. Perdía una llave, no encontraba cierto paquete y ahora el petate errante.

– Si quiere, lo dejo aquí en el suelo.

– No, perdóneme. -Cerró la puerta y sacó la cadena de la guía. Volvió a abrir la puerta, lo suficiente para que pasara el petate, y alargó la mano como esperando que se lo diera.

Apoyé la otra mano en el borde de la puerta para impedir que la cerrase. Pareció sobresaltarse al ver la maniobra y exclamó:

– ¡Oiga! -con irritación.

Sonreí con la esperanza de tranquilizarla.

– ¿Le importa si entro? Tenemos que hablar. -Empujé la puerta.

– Váyase -dijo, empujando también.

Forcejeamos con la puerta, pero Ray acababa de entrar en la foto y, después de unos segundos de resistencia muda, Laura Huckaby se dio por vencida. Comenzaba a darse cuenta de que pasaba algo muy serio.

– Soy Kinsey Millhone -dije mientras entrábamos en la habitación-. Y éste es mi amigo Ray.

Laura retrocedió, observando la cara hinchada y magullada de Ray.

– ¿Qué es esto?

– Llamémoslo un simposio sobre el dinero -dije-. Los tres solos, usted, yo y él.

Se giró en redondo, se dirigió a toda velocidad a la mesita de noche y descolgó el teléfono. Ray golpeó la horquilla antes de que Laura pudiese marcar el 0.

– Tranquila, señora. Sólo queremos hablar con usted -dijo. Le quitó el auricular de la mano y lo depositó en la horquilla.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Y qué es esto, un chantaje?

– De ningún modo -dije-. La hemos seguido desde California. Su amigo Gilbert robó cierto dinero y el amigo Ray lo quiere recuperar.

Los ojos de Laura se posaron en mí y saltaron hacia Ray mientras despuntaba en ellos un atisbo de comprensión.

– Usted es Ray Rawson.

– El mismo.

Laura alzó la mano como para propinarle una boletada. Ray detuvo el movimiento y recibió el golpe en el antebrazo. Le atenazó la muñeca con la mano sana.

– No hagas eso -dijo.

– ¡Quítame tus sucias manos de encima!

– Devuélvenos el dinero y te dejaremos en paz.

– No es tuyo. Es de Gilbert.

Ray negó con la cabeza.

– Me temo que no. El dinero es mío y de un tío llamado Johnny Lee. Johnny murió hace cuatro meses y no tengo inconveniente en ceder su parte a su hijo y su nieto. Gilbert nos vendió.

– ¿Serás cabrón? ¡Eso no es verdad! El dinero es suyo y tú lo sabes. Fuiste tú quien se fue de la lengua. Su hermano murió por tu culpa.

– Eso es mentira. ¿Es lo que va diciendo?

– Pues sí. Me dijo que fue una especie de encerrona y que todo estaba preparado. Tú diste el chivatazo a la poli y Donnie murió en el tiroteo -dijo Laura.

– Eh, eh, un momento -dije-. ¿Qué pasa aquí?

Ray pareció calmarse, pero ni siquiera me miró.

– Te mintió, criatura. Gilbert te contó una película. Seguramente tuvo que hacerlo para asegurarse tu participación, ¿me equivoco? Porque si hubieras sabido la verdad, no le habrías ayudado. Espero.

– Cerdo. Ya me dijo que lo intentarías, tergiversar la verdad según te conviniera.

– ¿Quieres la verdad? Te la diré. ¿Quieres saber qué ocurrió?

Laura se llevó las manos a los oídos, como para no oírle.

– No tienes por qué contármela tú. Gilbert ya me contó lo que ocurrió.

Alcé una mano.

– ¿Les importaría callarse y decirme de qué va todo esto? ¿Se conocían ya?

– No exactamente -dijo Ray. Se volvió hacia Laura y los dos se miraron con fijeza a los ojos. Los ojos de Ray se desviaron hacia mí-. Te presento a mi hija. Hacía años que no la veía.

Laura se lanzó sobre él, golpeándole el pecho con los puños.

– Eres un cabrón -dijo y se echó a llorar.

Miré a uno y luego a la otra. No me quedé con la boca abierta, pero así es como me sentía.

Ray la rodeó con los brazos.

– Lo sé, pequeña, lo sé -murmuró acariciándola-. Siento muchísimo lo ocurrido.

Las lágrimas de Laura tardaron en secarse cinco o seis minutos. Había ocultado la cara en el hombro de Ray y el abrazo tenía su punto de torpeza a causa de la barriga de la mujer. Ray apoyó la magullada barbilla en el enmarañado pelo de la mujer, que casi se había soltado ya y le colgaba en mechas de fuego. Ray casi gemía de tristeza al ver la desdicha de Laura, que ésta expresaba con infantil ausencia de inhibiciones. Ninguno de los dos estaba acostumbrado al contacto físico y sospechaba para mí que aquel acercamiento pasajero no significaba en absoluto que se hubieran resuelto las cosas. Si habían estado separados desde siempre, haría falta algo más que un Momento Sublime para reparar el pasado. Mientras tanto, me prohibí pensar en mi prima Tasha y en mi repudio de la abuela.

Fui a la ventana y contemplé el estéril paisaje tejano. Me sentía igual de seca. Allí, como en California, el uso generoso de agua importada era el único medio de rescatar la tierra del desierto. Por lo menos ya sabía por qué Ray no había querido subir a la planta doce. Seguramente había temido el momento de encontrarse con su hija, en particular al comprender cómo la había utilizado Gilbert Hays. ¿Por qué los momentos más conmovedores de la vida suelen ser los más deprimentes?

Advertí que el llanto comenzaba a mitigarse a mis espaldas. Cambiaron algunos murmullos y me entregué a pensar respetuosamente en otra cosa. Cuando me volví, estaban sentados juntos en una de las camas. Las lágrimas de Laura habían abierto regueros en las múltiples capas del maquillaje, dejando al descubierto magulladuras antiguas. Se notaba que le habían puesto un ojo negro recientemente. Tenía en la barbilla una mancha verdosa orlada de amarillo, matices que reproducían los de las magulladuras de la cara de su padre. Resultaba extraño pensar que el mismo hombre había golpeado a ambos. Ray observó la cara de Laura y no se le escapó lo que sucedía. En sus ojos se dibujó una expresión de dolor.

– ¿Ha sido él? Porque si ha sido él, lo mataré, lo juro por Dios.

– No fue así -dijo Laura.

– No fue así. ¡Mentira!

Los ojos de la mujer volvieron a humedecerse. Me acerqué al tocador y saqué de la caja un puñado de pañuelos de papel. Al acercarme a la cama, Ray cogió los pañuelos y se los dio a Laura. Esta se sonó la nariz y me miró con resentimiento.

– Usted no es del servicio de habitaciones -dijo con resquemor-. Ni siquiera sabe meter bien las puntas de las sábanas.

– Soy detective privada.

– Ya sabía yo que en este hotel no se hacían las camas. Habría tenido que fiarme de mi instinto.

Esa no es la verdad -dije. Me senté en la otra cama-. ¿Le importaría a cualquiera de los dos informarme de lo que pasa?

Ray se volvió hacia mí con expresión expectante.

– Vamos a ver. ¿Cuál es el trato?

– ¿Trato?

– Yo no sé dónde está el dinero. Pensaba que estaría en esta habitación.

– Ah, el dinero. ¿Por qué no le preguntas a ella?

– ¿A mí? Yo no lo tengo. ¿De qué hablas?

– De esto. -Alargué la mano y golpeé el hinchado vientre de Laura. El ruido sordo que oí no fue de los que suele producir la blanda carne materna. Me apartó de un manotazo.

– No me toques.

Ray nos miraba atónito.

– ¿Lo tiene en el estómago? ¿Encajado en la tripa?

– No exactamente. La barriga es falsa.

– ¿Cómo lo has averiguado?

– Hay tampones en el petate. Si estuviera embarazada, no los necesitaría. Cosas de mujeres -dije.

– Estoy embarazada. ¿No te lo crees? El niño nacerá en enero. El dieciséis, para ser exactos.

– En ese caso, levántate el vestido para que veamos las pataditas.

– No tengo por qué hacerlo. Es increíble que lo hayas sugerido.

– Ray, hazme caso. Seguro que tiene el dinero en una especie de faja. Así lo metió en el avión sin que se viera en seguridad. Ocho mil dólares en un petate, habrían hecho demasiadas preguntas.

– Es ridículo. No hay ninguna ley que prohíba ir de un estado a otro con dinero encima.

– Sí, cuando el dinero es robado -dije con mi mejor voz de marisabidilla. La verdad es que éramos tal para cual, discutiendo por cualquier cosa.

– Vamos, señoritas. Por favor.

Cerré el puño.

– ¿Quieres que te dé un puñetazo en el estómago? Sería una buena comprobación.

– ¡Maldita sea! No es asunto tuyo.

– Sí lo es. Chester me contrató para encontrar el dinero y es lo que he hecho.

– No-tengo-el-dinero -dijo Laura, separando las palabras.

Alcé el puño.

– ¡Está bien! Maldita sea. Lo llevo en un chaleco de lona que se engancha por delante. Espero que estés satisfecha.

Me encantó su indignación, como si hubiera sido yo quien le hubiera estado mintiendo.

– Estupendo. Veámoslo. Tengo curiosidad por ver qué aspecto tiene.

– Ray, ¿quieres decirle que se aparte de mí?

Ray me miró.

– Olvídalo. Esto es una estupidez. Me pareció que decías que querías oír la historia.

– Y es verdad.

– Déjate entonces de majaderías y vayamos al asunto. -Miró a su hija-. Empieza. Me gustaría oír la versión de Gilbert. ¿Qué dice, que yo traicioné a los otros?

– Antes quiero lavarme la cara -dijo Laura-. Estoy horrible. -La nariz se le había enrojecido y tenía los ojos hinchados de la emoción. Se levantó, se dirigió a la pila contigua al tocador y abrió el grifo.

– ¿Tu hija? Habrías podido decírmelo -dije.

Ray evitó mi mirada, igual que un perro que se ha hecho caca en la mejor alfombra. Cuando volvió Laura, Ray dejó que se sentara en la cama mientras él acercaba una silla. La cara de Laura, ya sin maquillaje, tenía todas las abotargadas irregularidades que se podían esperar. Miró una vez a Ray con expresión titubeante. Cogió un puñado de pañuelos de papel y se los puso alrededor del dedo índice. Aunque era el centro de la atención, se mostraba extrañamente reacia a hablar.

– Gilbert dice que asaltasteis un banco en 1941.

– Correcto.

Me volví como un rayo.

– ¡¿Correcto?!

– Fuisteis cinco. Tú, Gilbert, su hermano Donnie, el tipo que mencionaste…

– Johnny Lee -dijo Ray.

– Ese. Y un hombre apellidado McDermid.

– En realidad éramos seis. Había dos McDermid, Frank y Darrell -rectificó Ray.

Laura se encogió de hombros, admitiendo una rectificación que por lo visto no afectaba a su comprensión de los hechos.

– Dice Gilbert que te chivaste a la poli y que los agentes aparecieron en pleno atraco. Hubo un tiroteo y su hermano Donnie resultó muerto. También cayeron McDermid y un policía. El dinero desapareció, pero Gilbert estaba convencido de que tú y Johnny sabíais dónde estaba escondido. Johnny estuvo dos años en la cárcel y cuando lo soltaron desapareció. Gilbert no sabía cómo encontrarlo, esperó a que salieras, te siguió y, bueno, allí estaba. Gilbert sólo se llevó su parte. Bueno, creo que también la parte de su hermano. Pensaba que Johnny y tú lo habíais usado durante años y que, por tanto, lo que quedara era suyo por derecho propio.

– ¿Podemos aclarar un punto? -dije.

– Adelante.

– ¿Fue tu madre quien te dijo cuándo iba a salir Ray de la cárcel?

Asintió.

– Me lo comentó. Gilbert me había contado ya lo sucedido y estaba furiosa. Quiero decir que, por si no bastaba con que mi padre se hubiera pasado toda la vida en la cárcel, encima descubro que traicionó a todos sus amigos. Es lo más ruin del mundo.

– Tengo que decirte algo, pequeña. No sé qué relación tendrás con Gilbert, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que se acercó a ti para tenerme a mí vigilado?

– No. Categóricamente. No puedes hablar de lo que no sabes -dijo.

– Tú concéntrate en los hechos. Quiero decir que es lo más lógico -dijo Ray-. ¿No te preguntó por mí ya desde el primer momento? Puede que no por mi nombre, bastaba aludir a la situación familiar, que si esto, que si lo otro, que si tu padre, que si tu padrastro, cosas por el estilo.

– ¿Y qué si preguntó? Todo el mundo pregunta esas cosas al principio.

– ¿Y no te parece extraño? Oye, qué casualidad, si resulta que hace cuarenta y tantos años atracamos juntos un banco.

– No fue así. Gilbert conocía a Paul del trabajo… es mi padrastro -dijo Laura volviéndose hacia mí-. Lo más seguro es que Paul mencionara el apellido Rawson en un momento dado.

– Oh, sí, claro -dijo Ray con acritud-. A Paul le daba por ponerse a decir perrerías sobre mí ante sus compañeros de trabajo.

– ¿Qué importancia tiene? -dijo Laura-. Salió a relucir y ya está. Puede que fuera el karma.

La cara de Ray ardía de impaciencia (no se había tragado el cuento ni por un segundo) e hizo con la mano ese movimiento giratorio que quiere decir: «al grano».

– Ray, si te comportas así no me dejarás hablar -dijo Laura en plan remilgado-. Me has preguntado por mi versión y es lo que quiero hacer, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Tienes razón. Lo siento. Pero me gustaría preguntarte…

– No digo que conozca todos los detalles -añadió Laura interrumpiéndolo.

– Lo comprendo. Sólo preguntaba por la lógica. Mira, en el evangelio según Gilbert, si lo que dice él es cierto, ¿cómo es que he pasado cuarenta años entre rejas? Si yo di el chivatazo, es de suponer que llegué a un acuerdo. No habría estado encerrado ni un solo día. O me habrían rebajado la condena y habría estado en la cárcel el tiempo imprescindible para disimular.

Laura guardó silencio y advertí que se esforzaba por encontrar una explicación coherente.

– La verdad es que no lo sé. Nunca me he detenido a pensarlo.

– Pues piénsalo ahora.

– Sé que Gilbert no estuvo mucho tiempo encerrado -dijo Laura tanteando.

– Sí, pero él tenía diecisiete años. Entraba todavía en la categoría de delincuente juvenil y era su primer delito. Johnny creyó siempre que había sido Darrell, el menor de los McDermid. Frank era demasiado chulo. Darrell fue el único que declaró contra los demás ante el juez y pasó menos de un año en la cárcel. ¿Quieres saber por qué? Porque nos entregó y a cambio le rebajaron la condena. Gilbert quiere echarme a mí la culpa porque el muy cabrón es avaricioso y quiere una justificación para quedarse con el botín. A propósito, no me lo has dicho, ¿os habéis casado?

– Vivimos juntos.

– Vivís juntos. Muy bonito. ¿Hace un año, dos?

– Más o menos -dijo Laura.

– ¿Y todavía no sabes cómo es?

Laura no dijo nada. A juzgar por las moraduras, sabía de sobra cómo era Gilbert.

– No creo que me mintiera. Tú eres quien miente.

– ¿Por qué no suspendes el juicio hasta oír mi versión?

Levanté una mano.

– ¿Eh, Ray? ¿Me voy a quedar de piedra por lo que voy a oír? ¿Va ser el notición que me cabreará?

Sonrió con apocamiento.

– ¿Por qué?

– Porque me pregunto cuántas versiones tienes intención de contar. Que yo sepa, es la número tres.

– Ahora va en serio. Es la última. Lo juro por Dios.

Miré a Laura.

– Miente como respira, si es que respira.

– Yo no miento -dijo Ray-. Puede que haya dejado de mencionar un par de cosas.

– ¿Un tiroteo con la poli? ¿Qué más has olvidado mencionar? Sabré resistirlo -dije.

– Puedo hacerlo sin sarcasmos.

– ¡Y yo sin mentiras! A mí me dijiste que Gilbert era un antiguo compañero de celda.

– Tenía que decirte algo. Vamos. Esto no es fácil para mí. He tenido cerrada la boca durante cuarenta años. Johnny Lee y yo juramos que jamás revelaríamos nada. El problema es que murió sin darme cierta información vital.

– Voy a ponerme cómoda -dije. Saqué las almohadas de debajo del edredón y las amontoné pegadas al respaldo de la cama, quitándome los zapatos antes de recostarme. Aquello era como el cuento de antes de irse a la cama y no quería perdérmelo.

– ¿Estás a gusto?

– Agustísimo.

– Johnny trazó el plan y me convenció de que participara. Para comprenderlo tengo que ponerte en antecedentes. Espero que no te importe.

– Si para variar vas a decir la verdad, tómate el tiempo que quieras.

Ray se puso en pie y comenzó a pasearse.

– Estoy pensando a cuándo hay que remontarse. Vamos a ver. El río Ohio se desbordó en el invierno de 1937. Creo que se puso a llover en enero y que el río creció. Al final se inundaron unas seis mil hectáreas a ambos lados del río. Johnny estaba entonces en la cárcel de Lexington. Bueno, los presos se sublevaron. Escaparon sesenta y Johnny Lee entre ellos. Llega a Louisville y desaparece en la confusión. Se pone a colaborar en las medidas contra la inundación. -Se detuvo para mirarnos por turno-. Tened paciencia -dijo-. Tenéis que comprender cómo se forjó el plan.

– Por mí no hay problema -dijo Laura.

Ray me miró.

– Sigue, sigue -dije.

– De acuerdo. El caso es que llegaron a la ciudad miles de voluntarios. Y nadie hacía preguntas. Por lo que me contó Johnny, mientras arrimaras el hombro, a nadie le importaba quién eras ni de dónde venías. De manera que se fue dando tumbos por el oeste, rescatando gente de los techos. El agua llegaba al primer piso en muchos lugares, he visto fotos del suceso, tan arriba como las luces de los semáforos. Johnny hizo una barca con cuatro barriles y unas cestas y se lanzó a remar por la calle. Fue el gran momento de su vida. Incluso se quedó por allí después y ayudó en las tareas de limpieza, y así fue como se le ocurrió lo del golpe.

»Muchos edificios se habían derrumbado. Quiero decir que todo el centro estuvo inundado durante semanas, y cuando el agua se retiró, se formaron grupos para reparar lo que se había estropeado. Johnny era listo. Se las sabía todas. Dijo que había trabajado en la construcción y lo pusieron en un grupo. El caso es que estaba recorriendo un sótano cierto día cuando se da cuenta de que está debajo de un banco. La electricidad no funciona desde hace días, los desagües han reventado y el sótano está lleno de agua. En la pared hay una grieta que tiene que reparar. Hace una chapuza que no engañaría a un profesional, pero no hay ninguno por allí. Todos están demasiado ocupados para fijarse en él. Dice entonces que lo ha arreglado cuando lo único que ha hecho ha sido taparlo. Incluso firma la inspección con una falsa rúbrica. Quiero decir que nadie va a revisar su trabajo.

«Cuando nos conocimos… fue ya cuatro años después. En aquella época se construían grandes cámaras de seguridad, utilizaban barras de refuerzo de veinte, que quiere decir veinte milímetros de diámetro, diez centímetros en el centro, repartidas al azar. Haceos cargo, no soy ningún experto. Todo esto lo aprendí de él. La cámara se había construido durante la Depresión, en algún plan de obras públicas, así que ya podéis imaginaros lo bien construida que estaba. En una cámara así se puede entrar con las herramientas indicadas y con tiempo por delante. Me dijo que lo tenía en la sesera desde hacía mucho tiempo, pero que sabía que no podría hacerlo solo cuando llegase el momento y ahí fue donde entré yo.

»Johnny se pone a trabajar en el sótano. Noches y semanas, desde el sótano del edificio contiguo ataca la estructura subterránea. Probablemente tarda un mes, pero al final entra por el suelo de la cámara. Ahora se hace todo con equipo de alta tecnología, pero en aquella época, para asaltar un banco había que tener temple y trabajar como un animal. Hacía falta paciencia y habilidad. Johnny suponía que el sistema de alarma era más resistente que la cámara. Por entonces estaban ya con nosotros unos cuantos muchachos, porque necesitábamos ayuda. Johnny había trabajado de pequeño con un cerrajero, había leído todos los manuales y se conocía todos los detalles de memoria, pero para desconectar la alarma necesitábamos a otro especialista. Yo había estado en chirona con un tío en el que me parecía que se podía confiar. Era Donnie Hays y Donnie nos presentó a su hermano Gilbert. Como ha dicho Laura, Donnie murió y yo tengo que agradecerle esto a Gilbert. -Nos enseñó la mano magullada y con los dedos vendados.

Vi que Laura apartaba la cabeza y nos miramos. Por lo visto no se le había ocurrido hasta entonces que Gilbert había sido el responsable de las lesiones que Ray Rawson tenía en la cara.

– Johnny contactó con un par de sujetos que se apellidaban McDermid. Creo que eran primos y que los había conocido mientras estaba en Lexington. Donnie Hays desconectó la alarma y nos pusimos a trabajar con los sopletes y taladros, perforando como locos hasta que por fin entramos. Johnny se puso a abrir cajas de seguridad con el taladro mientras los demás limpiábamos el contenido.

– Un momento. ¿Quién es Farley? ¿Cómo encaja en la historia? -pregunté.

– Es el sobrino de Gilbert -dijo Laura-. Fuimos a la costa los tres juntos.

– Perdón por la interrupción. Sigue.

– Bueno, trabajamos en cadena, sacando la pasta y las joyas de las cajas de seguridad, metiéndolas en bolsas de lona y luego pasando las bolsas por el agujero, hasta el coche que esperaba en el callejón. Trabajamos como animales, y parecía que todo iba a salir según lo planeado cuando de repente aparece la poli y se arma el gran follón. Estalla el tiroteo y en el cruce de disparos Frank McDermid y Donnie Hays resultan muertos, junto con un policía. Yo tenía un carácter endiablado en aquella época, el tiro que mató al poli salió de mi pistola. Detuvieron a Gilbert y también a Darrell McDermid. Oí después que Darrell había muerto en un accidente, pero hasta hoy no he sabido nada que lo confirme.

– ¿Y a ti y a Johnny no os detuvieron? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– No en aquel momento. Escapamos, pero sabíamos que era cuestión de tiempo y que antes o después nos atraparían. Estábamos desesperados, con los bolsillos rebosantes de dinero y deseosos de guardarlo en un lugar seguro antes de que la poli se nos echara encima. Decidimos separarnos. Johnny dijo que conocía el lugar perfecto para guardar la pasta, pero pensaba que lo mejor era que sólo lo supiese uno de nosotros. Le habría confiado mi vida. Me juró que no tocaría el dinero hasta que estuviéramos libres para gastarlo. Nos separamos y cuando nos capturaron él ya no tenía nada encima. La poli le aplicó el tercer grado para que cantase, pero no dijo nada. Al final admitió el delito, pero jamás dijo a nadie qué había sido del dinero. Lo paradójico fue que, como le habían arrancado la confesión a la fuerza, le anularon la condena.

»Mientras tanto, sospechábamos que había sido Darrell quien había dado el chivatazo. Como ya he dicho, cuando nos detuvieron, testificó contra nosotros ante el juez. Luego juró y perjuró que no nos había delatado, y quiso echarle las culpas a su hermano Frank. A mí y a Johnny nos cayeron de veinticinco años a cadena perpetua, pero Johnny apeló y anularon la condena. Se fue a casa con su familia mientras yo daba con mis huesos en la penitenciaría nacional de Atlanta, estado de Georgia. Johnny volvió más tarde y recogió el dinero que necesitaba para mantenerse él y mantener a mi madre, que sigue en Kentucky. -Señaló la barriga de Laura-. Y eso es lo que queda.

– Un momento. ¿Cómo estás tan seguro de que son ocho de los grandes?

– Porque Johnny me dijo cuánto se llevó y lo que había gastado desde entonces. Hice operaciones y deduje el saldo.

– ¿Dónde está lo demás?

– Bueno, verás. Sospecho que donde estaba.

Lo miré con fijeza.

– No me estarás diciendo que murió sin revelar dónde lo había escondido.

Ray se encogió de hombros con nerviosismo. -Pues eso hizo.

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