Capítulo 16

La casa de la madre de Ray ocupaba una estrecha parcela de una calle de viviendas unifamiliares. Era una casa de ladrillo rojo, con un primer piso y una planta baja que se prolongaba por la parte delantera. Las dos estrechas ventanas de la fachada, con barrotes antirrobo, estaban juntas y coronadas por dinteles idénticos. Tres peldaños de hormigón subían hasta la puerta, que comunicaba directamente con la casa y estaba coronada por un pequeño frontón de madera. Vi otra puerta en la parte derecha de la casa, al final de un corto sendero. La casa de al lado era su hermana gemela, con la única diferencia de que el porche no tenía techo y dejaba la puerta a merced de los elementos.

Ray se digirió a la puerta lateral con Laura y yo pisándole los talones como un par de gallinas. Hacía mucho frío en el espacio que quedaba entre las dos construcciones. Crucé los brazos para entrar en calor, saltando primero con un pie y luego con el otro, deseosa de entrar en la casa. Ray llamó a la puerta, cuyo ventanuco estaba cruzado por barrotes de adorno. Por el ventanuco vimos la luz que salía de una habitación situada a la izquierda, aunque no había indicios de movimiento. Ray me habló por encima del hombro, con naturalidad.

– Les llaman las casas de las escopetas, una sala grande y cuatro habitaciones muy profundas; te pones en la puerta de la calle y de un escopetazo llegas a la parte trasera. -Señaló el primer piso-. La de mi madre es la casa de la joroba, porque encima de la cocina tiene otro dormitorio. Mi bisabuelo construyó las dos partes en 1880.

– Me lo creo -dijo Laura.

Ray la apuntó con un dedo.

– Escúchame bien. No consentiré que hieras los sentimientos de tu abuela.

– Vale, vale. Ni que hubiera venido adrede para ofender su casa. Cómo eres, Ray. Concédeme un poco de sentido común.

– ¿Qué te pasa? ¿Siempre tienes que hacerte la víctima? -dijo Ray.

Se encendió otra luz en la casa. Laura reprimió la venenosa réplica que le había suscitado la observación de su padre. Se apartó la cortina y se asomó una anciana. No tenía dientes y los labios se le habían doblado hacia el interior de la boca, como si se le hundieran. Era baja y gorda, de cara redonda y fofa, y con el blanco pelo anudado con gomas elásticas en un prieto moño. Entornó los ojos detrás de las gafas de montura metálica y lentes de muchos aumentos.

– ¿Qué quieren? -exclamó desde el otro lado del vidrio.

– Mamá, soy yo. Ray -exclamó Ray.

La mujer tardó unos segundos en asimilar la información. Las dudas se le despejaron y se llevó las nudosas manos a la boca. Comenzó a mover metales, cerrojo, pestillo, cadena de seguridad, y terminó abriendo una anticuada cerradura sin muelles que tardó unos segundos en ceder. La puerta se abrió y la anciana se arrojó en brazos del hijo.

– Ray -dijo con voz trémula-, mi Ray.

Ray se echó a reír y la abrazó mientras la anciana emitía maullantes gemidos de alegría y ternura. Aunque gorda, abultaba la mitad que Ray. Llevaba un delantal blanco encima de un vestido casero que parecía cosido a mano: algodón rosa con botones blancos estampados en filas diagonales, con las mangas adornadas con una cenefa rosa. Se apartó de él con las gafas inclinadas en el puente de la nariz. Sus ojos se posaron en Laura, que estaba detrás de su padre. Era evidente que le costaba distinguir las caras en el nebuloso mundo de su visión defectuosa.

– ¿Quién es? -dijo.

– Yo, abuela. Laura. Y ésta es Kinsey. La recogimos en Dallas. ¿Cómo estás?

– Santo cielo, Laura. Mi pequeña. No puedo creerlo. Es maravilloso. Estoy muy contenta de verte. Fíjate, estoy hecha un desastre. Nadie me dijo que ibais a venir y me sorprendéis con estos harapos. -Laura la abrazó y le dio un beso, manteniéndose de costado para ocultar el sólido bulto de la faja del embarazo.

La madre de Ray no lo advertía ni de frente ni de perfil.

– Deja que te mire. -Encerró la cara de Laura entre sus manos y la miró con atención-. Ojalá pudiera verte mejor, pequeña, pero creo que has salido a tu abuelo Rawson. Dios te bendiga, criatura. Cuánto tiempo ha pasado. -Las lágrimas le rodaron por las mejillas y al final se llevó el delantal a la cara para ocultar la emoción. Acto seguido se abanicó para serenarse-. Ay, no sé qué me pasa. Entrad, entrad todos. Hijo, no te perdonaré por no haberme avisado. Estoy aturdida. Toda la casa está revuelta.

Entramos en el vestíbulo, Laura en cabeza, luego Ray, y yo cerrando la retaguardia. Nos detuvimos mientras la anciana volvía a cerrar la puerta. Hasta el momento no se había mencionado su nombre de pila. A la derecha estaba la escalera estrecha que conducía al dormitorio del primer piso; estaba sumida en la oscuridad a pesar de la hora que era. A la izquierda estaba la cocina, al parecer la única estancia con las luces encendidas. Como las casas estaban allí tan pegadas, era escasa la luz solar que entraba en aquella parte. En la cocina sólo había una ventana, al final de la pared de la izquierda, encima de un fregadero de metal y porcelana. Una gran mesa de roble con cuatro sillas de madera desiguales ocupaban el centro de la estancia, debajo de una bombilla desnuda. Esta debía de ser de 250 vatios, porque la luz que daba no sólo era cegadora, sino que además había elevado la temperatura por lo menos diez grados.

La vieja cocina estaba esmaltada en verde con cenefas negras, y tenía cuatro quemadores y horno en la parte superior. A la izquierda de la puerta había un mueble modernista con tablero de metal extensible, un bidón de harina y un cedazo. Los recuerdos me invadieron. Yo había visto una habitación así en algún otro sitio, tal vez en la casa de la abuela, en Lompoc, cuando tenía cuatro años. Aún podía representarme mentalmente los objetos que poblaban los estantes, la caja de papel encerado, el salero cilíndrico azul oscuro, con la chica del paraguas («Cuando llueve, cae»), café Sanka en una pequeña lata anaranjada, la lata de cacao de Hershey. La despensa de la señora Rawson estaba llena de objetos muy parecidos, incluso tenía el mismo frasco de vidrio de color hierbabuena con la palabra AZÚCAR pintada en el centro. Los frascos de la pimienta y de la sal, desproporcionados y con tapón de rosca, estaban al lado.

La madre de Ray, a pesar de las protestas del hijo, se había puesto enseguida a quitar montones de periódicos de las sillas de la cocina.

– Vamos, mamá, vamos. No tienes que hacer eso. Déjame a mí.

La anciana le dio un golpe en la mano.

– Cállate. Puedo hacerlo yo sola. Si me hubieras dicho que venías, habría limpiado un poco. Laura pensará que no sé cuidar una casa.

Ray le quitó un fardo de periódicos y lo puso contra la pared. Laura murmuró una disculpa y se fue a la habitación del fondo. Esperaba que hubiera cerca un cuarto de baño que pudiera visitar en el momento oportuno. Acerqué una silla y me senté, haciendo una inspección general mientras Ray y su madre ponían un poco de orden.

Desde allí veía parte del comedor, con vitrinas empotradas para la porcelana. La habitación estaba atestada de trastos, muebles y cajas de cartón que dificultaban el paso. Vi a lo lejos una antigua radio de madera marrón, una Zenith con un dial redondo inserto en un mueble de esquinas redondeadas del tamaño de una cómoda. Se notaba la sombra redonda del altavoz tras el tirante tejido de la parte de abajo. El papel de la pared era un mágico remolino de hojas pardas.

La habitación que había al otro lado del comedor era seguramente un salón, con dos ventanas a la calle y una puerta principal como es debido. La cocina olía a bolas de polvo y a café fuerte y recalentado. Oí el gemido de las cañerías, el murmullo pluvial que sugiere que una masa de agua cae de mucha altura. Cuando Laura salió de la habitación del fondo, ya no llevaba la faja del embarazo. Seguramente le incomodaba la idea de tener que explicar su «estado» si su abuela se daba cuenta.

Me puse a escuchar a la anciana, que seguía quejándose de buena fe de lo inesperado de la visita.

– ¿Cómo quieres que tenga una buena comida preparada si no me avisas antes?

– Si te lo estoy diciendo -dijo Ray con paciencia-. Haz una lista con lo que necesitas, vamos al supermercado y en dos patadas estamos de vuelta.

– Tenía una lista a medio hacer, pero no sé dónde la he puesto -dijo, buscando entre los papeles sueltos que había en el centro de la mesa-. Freida Green, la vecina del otro lado, es la que me lleva al supermercado una vez a la semana, cuando va ella. No, aquí no. ¿Qué pone aquí?

Ray asió la lista y leyó en voz alta y afectada.

– Dice chuletas de cerdo con bechamel, batatas, manzanas fritas y cebollas, pan de centeno…

La anciana quiso arrebatarle el papel, pero Ray lo mantuvo lejos de su alcance.

– Nunca se me ocurriría. Esa no es. Déjame que la vea. ¿Es esto lo que te apetece, hijo?

– Sí, señora. -Le tendió el papel.

– Bueno, puedo prepararlo. Tengo batatas por ahí y creo que aún me queda algo de las judías tiernas y el tomate frito que traje en verano. Acabo de sacar del horno una bandeja de galletas de crema de cacahuete. Nos las podemos comer de postre si traéis un kilo de helado de vainilla. El mío de verdad. No quiero leche merengada. -Escribía mientras hablaba, letras grandes y angulosas que iban a la deriva por la página.

– Por mí, estupendo. ¿Tú qué dices, Kinsey?

– Genial.

– Oh, lo siento, Kinsey, perdona mis malos modales. Te había olvidado, querida. ¿Qué podría darte? Tengo que tener en alguna parte una lata de refresco. Mira en la despensa tú misma, pero no te fijes en su estado. Tenía intención de ponerla en orden, pero no ha podido ser.

– La verdad es que me gustaría utilizar su teléfono, y lápiz y papel, si es tan amable.

– Sírvete tú misma, siempre que no llames a París. Tengo ingresos fijos y ese teléfono ya me cuesta demasiado. Aquí tienes papel. Laura, enséñale dónde está el teléfono. Está ahí dentro, al lado de la cama. Yo voy a ocuparme de la lista.

– También le prometí que podría lavar la ropa en tu lavadora -dijo Ray-. ¿Tienes detergente?

– En el cuarto de la limpieza -dijo la anciana, señalando hacia la puerta.

Recogí el papel y lápiz prometidos, y entré en el dormitorio, que estaba tan intransitable como un armario de abrigos. La luz de la estancia entraba por el pequeño cuarto de baño que había a la izquierda. Las ventanas, con las persianas echadas, estaban cubiertas por gruesas cortinas. El colchón de la cama de matrimonio, una estructura de hierro, estaba cubierto de edredones hechos a mano. La habitación habría quedado perfecta en la feria de muestras del estado, en alguna exposición de interiores domésticos de los años cuarenta. En todas las superficies había una fina capa de polvo. La verdad es que no había un solo punto en toda la casa que estuviese técnicamente aseado, probablemente por culpa de la pésima vista de la anciana.

El viejo y negro teléfono de disco estaba en la mesita de noche, al lado de una lámpara de mesa y en medio de libros de tipografía grande, frascos de píldoras, cremas y lociones. Encendí la lamparita y llamé a Información para pedir el teléfono de United y American Airlines. Llamé primero a United y escuché la grabación que me garantizaba que me atenderían inmediatamente, y que no me retirase, por favor. Por deferencia a la madre de Ray reprimí las ganas de registrar el cajón de la mesita de noche mientras esperaba. Inspeccioné visualmente la habitación, en busca de la faja del embarazo. Tenía que estar por allí.

Se puso por fin el empleado y me informó del movimiento aéreo que me interesaba. Había un avión a Chicago a las siete y cuarto de la tarde que llegaba a las siete y veinticinco, intervalo que reflejaba la diferencia de zona horaria. Tras una breve espera, empalmaría con un vuelo que salía de Chicago a las ocho y cuarto y que llegaba a Los Angeles a las diez y veinticinco, hora de California. El avión de Santa Teresa despegaba a las once y aterrizaba cuarenta y cinco minutos más tarde. La última conexión disponía de un margen de tiempo muy estrecho, pero el empleado me juró que las puertas de llegada y salida de un vuelo y otro estaban muy cerca. Como viajaba sin equipaje, pensaba que no habría ningún problema. Me aconsejó que estuviera en el aeropuerto una hora antes de la prevista para el despegue, con objeto de abonar el pasaje reservado.

En cuanto el empleado se retiró apareció Ray en la puerta con una toalla limpia en la mano.

– Para ti -dijo, arrojándola sobre la cama-. Cuando hayas terminado de hablar, puedes ducharte si quieres. Hay una bata detrás de la puerta. Mi madre te lavará la ropa.

Puse la mano en el auricular.

– Gracias -dije-. Enseguida estoy. ¿Y lo que hay en el coche?

– Ya lo tiene Laura. Lo he traído todo. -Iba a salir, pero asomó la cabeza-. Ah, casi me olvidaba. Dice mi madre que en el mismo paseo donde está el supermercado hay una tintorería ultrarrápida. Si me das la chaqueta, la dejaré al ir a comprar y la recogeré al volver.

El empleado se había puesto al aparato otra vez y se puso a confirmarme los transbordos mientras yo asentía a Ray con entusiasmo. Con el auricular pegado al cuello, vacié los bolsillos de la chaqueta y se la entregué. Se despidió con la mano y se alejó mientras yo terminaba la gestión.

Me dirigí al cuarto de baño, donde, tras una rápida búsqueda, encontré la faja en el cesto de la ropa sucia. La saqué y la inspeccioné, maravillándome del ingenio con que se había confeccionado. La bolsa delantera parecía una careta de béisbol, una armazón convexa hecha con plástico tubular semiflexible envuelto en guata, en cuyo interior había ordenados incontables fajos de dinero. La faja se ataba con fuertes tiras de lona. Saqué un par de fajos y vi billetes de cinco, de diez, de veinte, de cincuenta dólares, de diversos tamaños. Muchos billetes me resultaban desconocidos y supuse que ya no estaban en circulación. Algunos fajos parecían recién salidos de la Casa de la Moneda. Sufrí al pensar que Laura venía pagando los gastos cotidianos con billetes de banco por los que un coleccionista serio pagaría una burrada. Ray era un idiota por cruzarse de brazos mientras la hija se desprendía del dinero. ¿Quién sabía cuánto quedaba aún por recuperar?

Volví a meter la faja en el cesto. Me gustan las soluciones y me pica todo cuando hay muchas preguntas sin responder. Sin embargo, aquello no era asunto mío. Seis horas más tarde partiría para California. Si había más dinero en algún escondrijo, era exclusivamente cosa de Ray. Había una bata azul de algodón colgada de un gancho, detrás de la puerta. Me quité el vestido de tela vaquera y las bragas, me puse la bata y llevé la ropa sucia a la cocina. Ray y Laura, por lo visto, se habían ido ya de compras. Vi batatas en la cocina, humeando en una cazuela esmaltada con motas blanquiazules. De los estantes de la despensa habían bajado varios frascos herméticos de tomate y judías tiernas, y los habían dejado en el mármol. Pensé fugazmente en las posibilidades de botulismo que ofrecían los productos mal conservados, pero qué demonios, el índice de mortalidad es sólo el sesenta y cinco por ciento. La madre de Ray no habría podido llegar a edad tan avanzada si no hubiera sabido cerrar bien los envases.

La puerta del cuarto de la limpieza estaba abierta. La habitación no estaba aislada y de ella salía un aire helado. La madre de Ray vivía como si no sintiera la crudeza del clima. Había una lavadora antigua con secadora aparte, arrinconada contra la pared de la izquierda. Entre ambas máquinas había un aspirador de bolsa, con una forma que parecía el morro cónico de una nave espacial.

– Voy a meterme en la ducha, señora Rawson. ¿Puede hacerse cargo de esto? -pregunté.

– Ah, eres tú -dijo la anciana-. Estaba poniendo las cosas de Laura. Llámame Helen, por favor. Mi difunto marido me llamaba Helena de Troya.

La observé mientras palpaba el vaso del detergente, introduciendo el pulgar para conocer al tacto la altura alcanzada por el polvo.

– Hace años que legalmente se me considera ciega y cada día veo peor. Puedo andar normalmente siempre que no me pongan obstáculos delante. Tenía que haberme operado, pero quise esperar a que Ray volviera. Bueno, te estoy entreteniendo.

– No se preocupe -dije-. ¿Quiere que la ayude?

– Oh, no, querida. Tú ve a ducharte. Lleva la bata hasta que la ropa esté seca. Estas lavadoras antiguas trabajan muy aprisa. Mi amiga Freida Green tiene una lavadora nueva y tarda tres veces más en hacer la colada y gasta el doble de agua. En cuanto termine con esto, prepararé tortas de maíz. Espero que te gusten.

– Desde luego. No tardaré en volver y le echaré una mano.

La ducha fue una fuente de bendiciones encontradas. El agua casi no tenía presión y salía fría o caliente en una anárquica fluctuación que dependía de los ciclos de la lavadora. Conseguí frotarme a conciencia y me lavé el pelo cubriéndolo de chorros jabonosos superpuestos, raspándolo y aclarándolo hasta que volví a sentirme limpia. Me sequé y me puse la bata de Helen. Me calcé las Reebok, ya que me da alergia andar descalza por suelos sólo parcialmente limpios. No suelo ser vanidosa, pero me moría de ganas por ponerme mi propia ropa.

Antes de volver a la cocina llamé otra vez por teléfono, utilizando la tarjeta de crédito para poner una conferencia a Henry. Por lo visto había salido, pero se puso el contestador automático.

– Henry, soy Kinsey -dije-. Estoy en Louisville, Kentucky. Aquí es algo más de la una y salgo en avión a las siete. No sé a qué hora iremos al aeropuerto, pero aún tengo que estar aquí dos horas. Si es posible, me gustaría que fuera usted a buscarme al aeropuerto. Apenas tengo dinero y no sé cómo recuperar el coche. Podría pedirlo prestado aquí, pero estoy con unas personas en las que no acabo de confiar. Si no tengo noticias suyas antes de irme, le llamaré en cuanto llegue a Los Angeles. -Miré el número escrito en la pegatina circular del centro del disco y se lo leí a Henry antes de colgar. Me pasé el peine por el pelo y entré en la cocina, donde Helen me puso a preparar la mesa.

Ray y Laura volvieron con mi chaqueta dentro de una bolsa de plástico transparente y con los brazos cargados de comestibles, que fuimos abriendo y apartando. Colgué la chaqueta en el pomo interior de la puerta del dormitorio. Laura fue tras de mí, desviándose hacia el cuarto de baño para darse una ducha. La colada tenía que estar ya limpia porque oí la secadora retumbando en la pared. En cuanto estuviera seca, sacaría mi ropa y me la pondría.

Helen me enseñó a pelar y prensar las batatas, mientras ella troceaba manzanas y cebollas, y las echaba en la sartén con mantequilla. Yo guardaba silencio igual que una mosca en la pared, y oía charlar a Ray con su madre, mientras ésta preparaba la cena.

– Hace cosa de cuatro meses entraron en la casa de Frieda Green, entonces mandé instalar los barrotes antirrobo. Los vecinos celebramos una reunión con dos agentes de policía y nos dijeron qué podíamos hacer si nos atacaban. Freída y su amiga Minnie Paxton fueron a un cursillo de defensa personal. Dijeron que les enseñaban a gritar y a dar patadas, así de lado, de las que hacen daño. El objetivo es romperle la rodilla al agresor y derribarlo. Freída estaba practicando, se cayó de espaldas y se rompió la rabadilla. Minnie se rió tanto que casi se mea, hasta que se dio cuenta de que lo de Freída era serio. Tuvo que sentarse encima de una bolsa de hielo durante un mes, la pobre.

– Bueno, pero ni se te ocurra a ti atacar a nadie.

– No, qué dices. Yo no haría una cosa así. Es absurdo, una anciana como yo. Los viejos no siempre podemos depender de la fortaleza física. Incluso Freída lo dice. Por eso he puesto tantas cerraduras. Antes, en verano, dejaba las puertas abiertas para que corriese el aire. Pero eso se acabó. Ahora ni pensarlo.

– Ah, antes de que se me olvide. ¿He recibido algo por correo? Pensaba que a lo mejor mi amigo de California me había enviado una carta o un paquete a esta dirección.

– Pues sí, ahora que lo dices, te guardaba algo que te enviaron. Llegó hace mucho. A ver si recuerdo dónde la puse, tiene que estar por aquí. Mira en ese cajón que está debajo de todo.

Ray abrió el cajón y revolvió el contenido: cordones de lámpara, pilas, lápices, chapas de botella, cupones, un martillo, un destornillador, utensilios de cocina. Al fondo había un fajo de cartas, pero casi todas iban dirigidas al «Sr. Propietario» del inmueble. La única con destinatario nominal iba dirigida a Ray Rawson y no tenía remite. Miró el matasellos entornando los ojos.

– Esta es -dijo. Rasgó el sobre y sacó un recordatorio de condolencia con la foto de un cementerio en blanco y negro pegada en la parte delantera. Detrás había un mensaje:

«Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 19.

«Pienso en la hora de tu libertad».

En la parte trasera había una pequeña llave metálica sujeta con cinta adhesiva. La arrancó y la agitó en la mano antes de tendérmela. Inspeccioné primero un lado y luego el otro, tal como había hecho él. Tenía cuatro centímetros de longitud. En un lado podía leerse la palabra Master y en la otra el número M550. No era difícil de recordar. El número era la fecha de mi cumpleaños, escrita de forma abreviada.

– Seguramente de un candado -dije.

– ¿Y la llave que tenías tú?

– En el dormitorio. La traeré en cuanto salga Laura.

La cena casi estaba ya en la mesa cuando salió Laura. Por lo visto se había empleado realmente a fondo con el pelo y el maquillaje, a pesar de que su abuela apenas podía verla. Mientras servían los platos fui al dormitorio y recogí la navaja de explorador del montón de pertenencias que había dejado en la mesita de noche. Saqué la chaqueta de la bolsa de la tintorería y corté con las tijeras los puntos que había dado en la costura interior de la hombrera. Saqué la llave por el agujero. La mía era pesada, de quince centímetros de longitud y tenía la tija redonda. La acerqué a la lámpara para ver si también era una Master. En la tija se había grabado la palabra ley, sin más señas identificativas. Conocía candados Master, pero jamás había oído hablar de candados Ley. Puede que fuese una marca local o una empresa que ya no existía.

Volví a la cocina, me senté a la mesa y alargué la llave a Ray.

– ¿De dónde es? -preguntó Laura, tomando asiento.

– No tengo ni idea, pero creo que va con esta otra -dijo Ray. Puso la llave grande en el centro de la mesa, al lado de la pequeña-. Esta la había, pegado Johnny en el interior de su caja de seguridad. Chester la encontró esta misma semana, mientras limpiaban el piso.

– ¿Guardan relación con el dinero escondido?

– Espero que sí. De lo contrario, mala suerte -dijo Ray.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque no tenemos más pistas. A menos que se te ocurra dónde buscar un montón de dinero que se escondió hace cuarenta años y pico.

– Yo no sabría por dónde empezar -dijo Laura.

– Yo tampoco. Esperaba que a Kinsey se le ocurriera algo, pero parece que vamos mal de tiempo -dijo Ray, que se volvió hacia su madre-. ¿Bendigo yo la mesa, mamá?

¿Por qué me sentía culpable? Yo no había hecho nada.

La cena era un claro ejemplo de la anticuada cocina sureña. Era la primera comida que tomaba en los últimos días que no estaba saturada de aditivos y conservantes. El contenido en azúcares, sodio y grasas distaba de ser el deseado, pero no suelo ponerme puritana cuando se trata de comida. Comí con ganas y concentración, sin prestar atención apenas a la conversación que sostenían los otros, hasta que la voz de Ray se elevó. Había dejado el tenedor y miraba a su hija con horror y desaliento.

– ¿Eso has hecho?

– ¿Qué hay de malo?

– ¿Cuándo has hablado con ella?

Vi que Laura se ruborizaba.

– Nada más llegar -dijo Laura a la defensiva-. Me viste entrar en el otro cuarto. ¿Qué creías que estaba haciendo? Hablar por teléfono.

– Jesús bendito. ¿La llamaste?

– Es mi madre. Claro que la llamé. No quería que se preocupase si Gilbert se presentaba en su casa. ¿Qué hay de malo?

– Que si Gilbert se presenta en su casa, le dirá dónde estás.

– No se lo dirá.

– Desde luego que lo hará. ¿Crees que Gilbert no tiene encanto para sonsacarla? Joder, olvídate del encanto. La molerá a golpes. Desde luego que se lo dirá. Lo hice yo. En cuanto empezó a romperme dedos, canté de plano. ¿Se lo advertiste por lo menos?

– ¿Qué?

– Oh, vamos -dijo Ray. Se frotó la cara con la mano, desfigurándose las facciones.

– Oye, Ray, no tienes por qué tratarme como si fuera idiota.

– Todavía no lo comprendes, ¿eh? Ese tío quiere matarme. Y también te matará a ti. Matará a Kinsey, a mi madre y a todo el que se interponga en su camino. Quiere el dinero. Para él no eres más que un medio para conseguir un fin.

– ¿Y cómo nos va a encontrar? -dijo Laura-. No nos encontrará.

– Hay que irse de aquí. -Ray se puso en pie, arrojó la servilleta en la mesa y se me quedó mirando. Los dos sabíamos que en cuanto Gilbert conociese nuestro paradero, aparecería en menos de una hora.

– Estoy de acuerdo -dije, echando la silla atrás.

Laura estaba atónita.

– Ni siquiera habéis terminado de comer. ¿Qué os pasa?

Ray se volvió hacia mí.

– Vístete. Mamá, ponte el abrigo. Apaga el fuego. Déjalo todo como está. Ya lo arreglaremos más tarde.

Su pánico era contagioso. Helen miró a su alrededor y dijo con voz trémula:

– ¿Qué pasa, hijo? No entiendo lo que ocurre. ¿Por qué nos vamos? Aún no he servido el helado.

– Haz lo que te digo y no preguntes -dijo Ray, levantándola de la silla.

Se puso a apagar los fuegos de la cocina. Apagó el horno. Yo no estaba vestida para tomar el avión. Sólo llevaba puestas las Reebok y el albornoz de Helen. Corrí al cuarto de la limpieza y con las prisas por llegar a la secadora casi derribé la silla de Ray. Laura se quejó con energía, pero vi que se movía tan deprisa como los demás. Abrí la secadora, saqué una brazada de ropa caliente y me dirigí al dormitorio. Me descalcé, me puse los calcetines, el sostén, las bragas, el jersey de cuello alto y los téjanos, y volví a ponerme las Reebok, aplastándoles el talón. Maldita sea, ya estaba otra vez compitiendo por la medalla de oro en las Olimpíadas de las Prisas. Me puse la chaqueta y me llené los bolsillos de pertenencias personales, dinero, tarjetas de crédito, las llaves de casa, las píldoras, las ganzúas. Laura dio un grito en la cocina y a continuación se oyó el impacto de una fuente al romperse en el suelo. Entré en la cocina con las manos todavía en los bolsillos.

Helen, Ray y Laura estaban en silencio e inmóviles. La fuente del puré de batatas yacía en el suelo convertida en una nube de fécula color calabaza acribillada por la porcelana rota. Pero la cosa no tenía la menor importancia porque Gilbert estaba en la puerta del comedor y me apuntaba con una pistola.

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