Llamé a la puerta de Bucky por segunda vez aquel día. El sol de primera hora de la tarde comenzaba a cocer la hierba y el aroma de la vegetación seca impregnaba el aire de noviembre. A mi derecha, por una puerta rematada en arco que daba a un corto porche, vi el borde escamado del antiguo tejado de tejas rojas. Estas tejas se construían antes en Santa Teresa de modo totalmente manual, curvando la arcilla en el muslo del artesano. Las tejas actuales ya no tienen forma de C, sino de S, y se hacen con máquina, y construir tejados con tejas antiguas cuesta un ojo de la cara. El que miraba costaría seguramente entre diez y quince de los grandes. Lo lógico era que los intrusos lo hubieran intentado con la casa, no con el piso del viejo, que tenía el linóleo agrietado.
Fue Babe quien abrió la puerta. Se había cambiado de ropa y tras quitarse la camiseta negra y los pantalones de ciclista, se había puesto un vestido suelto de algodón. Tenía los ojos grandísimos, del color del chocolate con leche, y las mejillas moteadas de pecas. El peso que le sobraba lo llevaba repartido con homogeneidad, como si se hubiese embutido en un traje de hombre rana.
– Hola. Soy Kinsey. Bucky me ha llamado para decirme que viniera.
– Ah, sí. Encantada de conocerte. Perdona si no te saludé antes.
– Supuse que acabaríamos conociéndonos. ¿Está Bucky en la parte trasera?
Agachó la cabeza y dejó de mirarme a los ojos.
– Está detrás con su padre. Chester no hace más que chillar desde que volvimos. Es un payaso -murmuró-. Siempre está dando gritos. No lo soporto. Nosotros no hemos tenido la culpa, ¿por qué nos grita entonces?
– ¿Habéis avisado a la policía?
– Aja. Están en camino. Espero -añadió con desdén.
Puede que, en el curso de sus experiencias, la policía no apareciera cuando se esperaba. Hablaba con una voz suave y envuelta en aliento. Tenía tendencia a murmurar y hablaba sin mover los labios. Tal vez quisiera dedicarse a la ventriloquia y estuviera haciendo prácticas. Retrocedió para dejarme entrar y la seguí por el pasillo, como había hecho antes con Bucky. Sus zapatillas de suela de goma hacían ruidos de succión al separarse del piso de madera.
– Veo que acabáis de llegar -dije. Me di cuenta de que hablaba con su nuca, aunque no me pasaron inadvertidos la gordura y temblequeteos de sus pantorrillas. La inscribí mentalmente en un plan de adelgazamiento, un tratamiento en profundidad y contundente.
– Sí. Hace un rato. Fuimos a Colgate, a ver a mi madre. Chester llegó antes que nosotros. Había ido a comprar una lámpara de techo que quería instalar. Al subir vio trozos de vidrio en los peldaños y comprobó que habían roto la ventana. Han puesto el piso patas arriba.
– ¿Se llevaron algo?
– Eso es lo que queremos averiguar. Chester le dijo a Bucky que no habría tenido que dejarte sola.
– ¿A mí? Valiente tontería. ¿Por qué iba yo a poner el piso patas arriba? No es mi estilo.
– Es lo que dijo Bucky, pero Chester nunca le hace caso. Cuando llegamos, estaba en plena furia. Estoy deseando que se vuelva a Ohio. Soy un manojo de nervios. Mi padre no me ha gritado en su vida y no estoy acostumbrada. Mi madre le habría partido el cráneo si le hubiera hablado de ese modo. Ya le he dicho a Bucky que hable con su padre para que deje de decir blasfemias delante de mí. No me gusta su comportamiento.
– ¿Y por qué no se lo dices tú directamente?
– Lo he hecho más de una vez, pero no ha servido de nada. Se ha casado cuatro veces y apuesto a que adivino por qué sus mujeres se divorciaron de él. Las novias que tiene últimamente son veinteañeras, y en cuanto les compra un montón de vestidos, incluso ellas acaban asqueadas.
Subimos ruidosamente la escalera del piso del garaje, cuya puerta estaba abierta de par en par. En la estrecha ventana adyacente faltaba una gigantesca estrella de vidrio. El método para entrar en aquella vivienda no tenía complicaciones. Sólo había una puerta y las otras ventanas estaban a seis metros del suelo. Pocos cacos se arriesgarían a apoyar una escalera de mano en la pared en pleno día. Era evidente que el intruso se había limitado a subir por la escalera, a romper el vidrio de un puñetazo, meter la mano por el agujero y tirar del pestillo por dentro. No había hecho falta una palanqueta ni herramientas de otra clase.
Chester tuvo que oírnos, porque salió al descansillo en aquel momento, sin mirar apenas a Babe, que retrocedió hasta la barandilla de madera, tratando de hacerse invisible. El suegro, por lo visto, la había desechado como chivo expiatorio; por el momento, vamos.
No costaba comprender de dónde había salido la pinta que tenía Bucky. Chester era corpulento y de carnes blandas, con un pelo rubio y ondulado que casi le llegaba a los hombros. ¿Se lo había teñido? Me esforcé por no mirar, pero habría jurado que aquel tono de pelo lo había visto en un anuncio de Clairol. Tenía ojos azules y pequeños, pestañas rubias y patillas que ya encanecían. Tenía la cara grande y la piel de color rojizo. Llevaba la camisa por fuera, sin duda para disimular los quince kilos que le sobraban. Tenía todo el aspecto de haber tocado de joven en un conjunto de rock, y de haber compuesto sus propias e insufribles canciones de aficionado. El pendiente me llamó la atención: una cruz de oro colgando de una cadenita. También me pareció ver un símbolo religioso en la cadena de oro que se perdía bajo el cuello de pico de su camiseta. Tenía el vello pectoral de color gris. Mirarle era como ver el preestreno de las futuras proezas de Bucky.
A veces voy al grano. Le tendí la diestra.
– Soy Kinsey Millhone, señor Lee. Comprendo su consternación.
Me estrechó la mano con indiferencia expeditiva.
– Déjate de memeces y llámame Chester. También yo te llamaré por tu nombre de pila cuando me meta contigo. Porque estoy muy cabreado. No sé para qué te querría Bucky, pero estoy convencido de que no era para esto.
Me mordí la lengua y miré el paisaje que había a sus espaldas. El lugar estaba hecho un desastre, las cajas boca abajo, los libros por todas partes, el colchón levantado, las sábanas y las almohadas en el suelo. La mitad de las prendas de Johnny las habían sacado del armario y puesto en un montón. Distinguía la cocina desde donde estaba y vi portezuelas abiertas, cazos y cacerolas tirados por el suelo. Aunque el caos era total, no parecía haberse roto ni estropeado nada. No había indicios de que se hubieran asaltado las frazadas cuchillo en mano. No había pintadas, ni comida desparramada, ni cañerías arrancadas de las paredes. Los vándalos acostumbran a decorar las paredes con pintura fecal, pero allí no había nada de esto. Parecía más el resultado de los registros que los policías de las grandes ciudades hacen a veces cuando buscan drogas. Pero ¿con qué objeto? Por si las moscas, pensé en la posibilidad de que me hubieran utilizado, de que me hubieran convocado como testigo de un delito fingido para que Bucky y su padre pudieran decir que se habían llevado algo de valor.
Bucky salió de la cocina y me vio. En el curso de una fracción de segundo cambiamos miradas extrañamente culpables, como si fuéramos conspiradores. Hay algo en las acusaciones de comportamiento criminal que nos hace sentimos responsables, aunque seamos inocentes. Bucky se volvió hacia su padre.
– La cisterna del lavabo está rota. Puede que ya estuviera así, pero hasta ahora no me había fijado.
Chester lo apuntó con el dedo.
– Si hay que cambiarla, la nueva la pagarás tú. La brillante idea de traer a ésta fue tuya. -Se volvió hacia mí y señaló el cuarto de baño llevándose el pulgar al hombro-. Entra y verás cómo ha quedado. Han arrancado el botiquín de la pared…
Se puso a hablar por los codos, dando multitud de detalles, en los que parecía complacerse. Sin duda le gustaba quejarse, y se ponía a recitar sus males para justificar su forma de tratar a los demás. Su irritación era contagiosa y noté que la cólera me subía por dentro. Interrumpí su monólogo.
– ¡Pues no he sido yo, Chester! Puedes sulfurarte y renegar todo lo que te dé la gana, pero cuando me fui, la casa estaba en orden. Cerré y metí la llave por la ranura del buzón de la puerta, tal como me había dicho Bucky. Ray Rawson estaba conmigo. Si no me creéis, preguntadle a él.
– Todos son inocentes. Nadie ha hecho nada. Todos tienen alguna excusa -masculló Chester.
– No ha sido ella, papá.
– Deja que sea yo quien lleve el asunto. -Se giró y me miró de hito en hito-. ¿Insinúas que ha sido Ray Rawson?
– Claro que no. Ese hombre quiere trasladarse aquí, ¿por qué iba a hacerlo? -El volumen de mi voz subía en consonancia con la suya y procuré dominarme. La actitud de Chester se volvió maliciosa.
– Bueno, será mejor que hables con él y averigües lo que sabe.
– ¿Por qué tiene que saber nada? Nos fuimos juntos.
Bucky intervino para introducir un poco de sentido común.
– El abuelo no tenía ni un maldito orinal, de manera que no había nada que llevarse. Además, murió en julio. Si los cacos creían que aquí había algo de valor, ¿por qué han esperado hasta hoy?
– Puede que hayan sido los niños -dije.
– Que yo sepa, no hay niños en este barrio.
– Eso es verdad -dije. Vivíamos en una zona que básicamente era de jubilados. Claro que siempre cabía la posibilidad de que alguna banda ambulante de cacos se hubiera fijado en la vivienda. Puede que pensaran que un lugar de aspecto tan mugriento tenía que ser la tapadera de algo sustancioso.
– ¡Tonterías! -exclamó Chester con cara de asco-. Voy abajo a esperar a la policía. En cuanto los criminólogos terminéis los análisis, a adecentar el piso.
Le dirigí una mirada penetrante.
– Yo no limpio esta pocilga ni loca.
– No hablaba contigo -dijo-. Bucky, tú y Babe ya os podéis poner en movimiento.
– Hay que esperar a la policía -dije.
Se giró en redondo y me fulminó con la mirada.
– ¿Por qué?
– Porque es la escena de un delito. Y puede que la policía quiera buscar huellas.
La cara de Chester se ensombreció.
– Eso son tonterías. Hay en todo esto algo malsano. -Me hizo una seña-. Baja conmigo.
Me volví hacia Bucky.
– Yo, en tu lugar, no tocaría nada. Podrías eliminar pruebas.
– Ya te he oído -dijo.
Chester me hizo señas impacientes para que fuese con él. Miré el reloj mientras bajábamos. Era la una y cuarto y ya estaba harta de las impertinencias de aquel sujeto. Las aguanto cuando cobro por ello, pero no estaba dispuesta a hacerlo gratis.
Chester entró en la cocina y fue directo al frigorífico, cuya puerta abrió de un tirón. Sacó un tarro de mahonesa, mostaza, un envase de salsa picante, un paquete de salchichas ahumadas y pan blanco de molde. ¿Me había ordenado que bajara sólo para verlo comer?
– Disculpa mi brusquedad, pero no me gusta lo que está pasando -dijo de mal humor. No me miraba y estuve tentada de echar otro vistazo, para ver si había alguien más en los alrededores. Chester había abandonado la actitud autoritaria y hablaba ahora con voz normal.
– ¿Tienes alguna teoría?
– Enseguida hablaremos de eso. Siéntate.
Por lo menos había cautivado mi atención. Tomé asiento ante la mesa de la cocina y contemplé sus preparativos. Dada mi profesión, me paso mucho tiempo en las cocinas mirando mientras los hombres se preparan sándwiches y afirmo categóricamente que los preparan mejor que las mujeres. Los hombres son valientes. La nutrición les trae sin cuidado y raras veces se fijan en la lista de contenidos que vienen en los envases. Nunca he visto que un hombre le quite la corteza al pan o que se queje de la estética de la «presentación». No les interesa la ramita de perejil ni el rábano semipelado con gracia. Para los hombres es puramente una cuestión de morder y masticar.
Chester puso con violencia una sartén metálica encima del quemador, encendió el gas y echó un poco de mantequilla, que se puso a silbar al cabo de unos segundos.
– Al principio quise que Bucky viviera con su abuelo, pero fue una equivocación. Supuse que los dos se cuidarían entre sí. Antes de que me diera cuenta, Bucky ya se había liado con esta tía. No tengo nada contra Babe… es un poco corta, lo mismo que él… Pero no creo que casarse fuera lo más indicado para ellos.
– ¿Y Johnny no le dijo nada?
– Joder, seguro que los animó. Lo suyo era fastidiar. Era un viejo chocho con mala leche.
No hice ningún comentario y dejé que contara la historia a su manera. Hubo un momento de paz mientras se concentraba en la sartén. La salchicha era de color rosa claro y medía lo que la circunferencia de un platito de café, un redondel perfecto de prietos productos derivados del cerdo. Chester la tiró en la sartén sin detenerse siquiera a quitarle la costura de la funda de plástico. Mientras se freía, untó de mahonesa una rebanada de pan y de mostaza la otra. Agitó la salsa picante encima de la amarillenta mostaza hasta cubrirla de gotas rojas.
De pequeña me alimentaron con esa misma clase de pan de molde, que tenía las siguientes propiedades increíbles: si se estrujaba, recuperaba al instante la esencia que tenía antes de amasarse; si se quedaba un paquete en el fondo de la cesta de la compra, el pan quedaba estropeado por siempre jamás y daba unos emparedados de forma muy rara. Para compensar estas desventajas, se podía prensar para fabricar proyectiles que yo tiraba a mi tía cuando no me miraba; si un proyectil de miga le daba en el pelo, se daba un sopapo con irritación, pensando que era una mosca. Todavía recuerdo la primera vez que comí un pan blanco casero que había hecho la vecina y que estaba tan áspero y seco como una esponja de celulosa. Olía igual que las botellas de cerveza vacías, y por más que se estrujara, no había forma de que los dedos dejaran marcas en la corteza.
El aire de la cocina olía ya a la salchicha que se ennegrecía y que se había cerrado totalmente hasta formar un pequeño cráter inundado de mantequilla derretida. La sobrecarga olfativa me mareaba.
– Te doy cuatrocientos dólares si me preparas otro igual -dije.
Me miró con suspicacia y sonrió por primera vez.
– ¿Quieres el pan tostado?
– Tú eres el chef, decídelo tú -dije.
Decidí satisfacer mi curiosidad mientras comíamos.
– ¿A qué te dedicabas en Columbus? -pregunté.
Se zampó como un perro hambriento lo que quedaba de sándwich y se limpió la boca con una servilleta de papel antes de contestar.
– Tenía una pequeña imprenta en Bexley. Huecograbado y relieve. Fotolitos y planchas metálicas. Folletos, hojas sueltas, tarjetas comerciales, papel de escribir de todas clases. Sé componer, compaginar, encuadernar y coser. Lo que quieras. He contratado a uno para que cuide del negocio mientras estoy fuera. Si lo hace bien, dejaré que me haga una oferta de compra. Antes hacía más cosas. Soy demasiado joven para jubilarme, pero estoy harto de trabajar para ganarme la vida.
– ¿Qué harías, venirte a vivir aquí?
Encendió un cigarrillo, un Camel sin filtro que olía a paja quemada.
– Aún no lo sé. Crecí en esta ciudad, pero me largué en cuanto cumplí los dieciocho. Mi padre vino en 1945, cuando compró la casa. Siempre decía que estaría aquí hasta que el sheriff o el enterrador se lo llevaran con los pies por delante. Nunca nos llevamos bien. Era bruto como él solo y su fuerte era maltratar a los hijos. Entonces no se hablaba de esto. Conozco a muchos que recibían unas palizas de muerte en aquella época. Era lo típico en los padres. Volvían de la fábrica, se zampaban unas cuantas cervezas y agarraban del pescuezo al primer crío que encontraban. A mí me daba puñetazos y puntapiés, me lanzaba contra la pared y me decía de todo. Si me metía en líos, me obligaba a correr hasta que caía al suelo reventado, y si pronunciaba alguna queja, me echaba Tabasco en la lengua. Detestaba aquella conducta, odiaba a mi padre por hacer aquello, pero pienso por otra parte que así era la vida entonces. Ahora le das a un niño un tortazo en público y te empapelan. El crío acaba en un hogar de acogida temporal y la ciudad entera sublevada.
– Creo que las cosas han mejorado -observé.
– Eso es verdad. Juré que jamás trataría así a mis hijos y es una promesa que he sabido cumplir. Nunca les he levantado la mano.
Lo miré en espera de algún reconocimiento a regañadientes de su propia conducta, pero la conexión por lo visto se le escapaba. Cambié de tema.
– Tu padre murió de un ataque al corazón, ¿no?
Dio una chupada al cigarrillo y se quitó una mota de tabaco de la lengua.
– Se cayó redondo en el patio. El médico le dijo que evitara las grasas y un sábado dio cuenta de una bandeja de huevos con beicon, salchichas fritas, pisto, cuatro tazas de café y un cigarrillo. Se levantó, dijo que se sentía como nunca y se fue a su casa. No llegó a las escaleras. Dijeron que había sido «oclusión coronaria». La autopsia le descubrió en la arteria una abertura fina como un hilo de coser.
– Entiendo que no crees que su muerte esté relacionada con la entrada en el piso.
– No creo que lo mataran, si es a eso a lo que quieres ir a parar, aunque podría haber alguna relación. Indirecta -dijo. Observó la brasa del cigarrillo-. Tienes que saber algo acerca de mi padre. Era un paranoico. Le gustaban las contraseñas, las llamadas en clave y todas esas patrañas de los espías de película. Había cosas de las que no le gustaba hablar, en particular de la guerra. De tarde en tarde, si le había dado al whisky, hablaba como una cotorra, pero cuando se le hacía una pregunta, cerraba la boca en el acto.
– ¿Qué crees que era?
– Bueno, acabé acostumbrándome, pero deja que te diga algo. A mí todo esto me parece muy raro, digo la cadena de los acontecimientos. El viejo se muere y eso habría tenido que ser el punto final. Pero a Bucky se le ocurre la brillante idea de solicitar lo del entierro y todos se ponen en guardia.
– ¿Quiénes se ponen en guardia?
– El Estado.
– El Estado -repetí.
Adelantó el tórax y bajó la voz.
– Tengo la sospecha de que mi padre se escondía del FBI.
Lo miré de hito en hito.
– ¿Por qué?
– ¿Que por qué? Ahora verás. ¿Cuánto hacía que se había acabado la guerra? Nunca solicitó nada, ni ayudas, ni pensiones, ni asistencia médica. ¿Y por qué?
– Me rindo.
Sonrió ligeramente, insensible al hecho de que no me lo tragara.
– Ríete si así te sientes mejor, pero fíjate en los hechos. Enviamos una solicitud… toda la información está bien… pero primero dicen que no tienen ningún expediente a su nombre, lo cual es mentira. Invención pura y simple. ¿Cómo no van a tener ningún expediente a su nombre? Es absurdo. Desde luego que tienen uno. ¿Lo admiten? No, señora. ¿Me sigues? Llamo por teléfono a Randolph, la base de las Fuerzas Aéreas donde se guardan todos los expedientes, y tengo que recorrer otra vez todo el laberinto. Me ponen toda clase de obstáculos, pero yo firme como una roca. Así que llamo al Centro de Información Nacional de San Luis. Nada de nada. No lo conocen ni por casualidad. Y llamo a Washington, D.C., llamo al Pentágono, ¿me comprendes? Nada. Ni expediente ni gaitas. Bueno, será que me estoy volviendo idiota porque yo ya no entiendo nada. Lo único que se me ocurre es armar un escándalo. Quiero decir que nos lo hemos tomado muy en serio. Trescientos dólares de mierda, pero yo no renuncio ni a un centavo. No voy a permitir que me los quiten. Mi padre combatió por su país y tiene derecho a un entierro decente. ¿Qué he conseguido? Exactamente lo mismo. No saben nada de nada. Y ahora esto. -Señaló con el pulgar hacia el piso del garaje-. ¿Entiendes lo que digo?
– No.
– Bueno, pues piensa. -Esperé. No tenía ni la más remota idea del punto al que quería llegar. Dio una larga chupada al cigarrillo-. ¿Sabes lo que creo? -Hizo una pausa para crear expectativas, para intensificar el efecto-. Creo que han tardado tanto para poder enviar aquí a unos cuantos tipos y averiguar cuánto sabíamos.
Era una frase tan espesa que no supe qué parte analizar primero. Procuré aparentar calma.
– ¿Sobre qué?
– Sobre lo que hizo durante la guerra -dijo, como si hablase con una retrasada mental-. Creo que mi padre estaba en información militar.
– Hubo muchos que trabajaron en información militar. ¿Y qué?
– Es verdad. Pero él nunca lo admitió, jamás dijo una palabra. ¿Y sabes por qué? Creo que era agente doble.
– Un momento. ¿Quieres decir espía?
– En cierto modo, sí. Recoger información. Creo que por eso se ha prohibido el acceso a su expediente.
– Piensas que se ha prohibido el acceso a su expediente. Y que por ese motivo no obtenéis ninguna confirmación de la Oficina de Veteranos -dije, reestructurando su pensamiento.
– Diana. -Me señaló con el dedo y me guiñó el ojo, como si por fin hubiera alcanzado yo el coeficiente intelectual que hacía falta.
Lo miré sin expresión. Aquello empezaba a parecerse a esas discusiones con los fanáticos de la ufología en las que la ausencia de documentación se toma como prueba manifiesta de la censura de las autoridades.
– ¿Quieres decir que trabajó para los alemanes o que les espió en beneficio nuestro?
– Para los alemanes, no. Para los japoneses. Creo que es posible que trabajara para ellos, pero no lo puedo asegurar. Estuvo en Birmania. Eso lo admitía.
– ¿Y por qué tendría que ser un secreto tan importante al cabo de tantos años?
– ¿A ti qué te parece?
– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Con franqueza, Chester, soy incapaz de conjeturar sobre este asunto. Ni siquiera conocía a tu padre. No tengo forma de imaginar en qué estaba metido. Si es que estaba metido en algo.
– No te digo que especules. Te pido que seas objetiva. ¿Por qué otro motivo iban a decirnos que no estuvo en las Fuerzas Aéreas? Dime un solo motivo de peso.
– Hasta ahora no tienes ninguna prueba de que estuviera.
– ¿Y por qué iba a mentir? El viejo no habría mentido en un asunto así. No te das cuenta.
– No, no me doy cuenta. De lo que sí me percato es de que en el fondo no dicen que no estuviese en las Fuerzas Aéreas -dije-. Dicen que no pueden identificarlo con la información que habéis remitido. Tiene que haber un centenar de hombres llamados John Lee. Seguramente más.
– ¿Con su misma fecha de nacimiento y su mismo número de la Seguridad Social? Vamos. ¿Crees que no tienen informatizado todo esto? Lo único que tienen que hacer es mecanografiarlo. Pulsar Return. Y bum, les sale en pantalla. ¿Por qué lo niegan entonces?
– ¿Qué te hace creer que tienen informatizados todos esos datos? -dije para pincharle. La cuestión no era precisamente aquélla, pero tenía ganas de discutir.
– ¿Qué te hace creer que no los tienen?
Contuve un quejido a duras penas. La conversación empezaba a reventarme, pero no encontraba la forma de escurrir el bulto.
– Vamos, Chester. Deja de darle vueltas, ¿quieres?
– Has preguntado y he respondido.
– Olvídalo, narices. Te lo concedo. Aceptemos que era espía como hipótesis de trabajo. Pero fue hace cuarenta años y pico. El hombre está muerto ya. ¿A quién crees que puede importarle?
– Puede que no sea él quien les importe. Puede que les importe algo que él tenía. Puede que les robara algo. Y ahora lo quieran recuperar.
– Me vas a volver loca. ¿Qué quieren recuperar?
– ¿Cómo voy a saberlo? Expedientes. Documentos. Sólo es una intuición.
Tenía ganas de apoyar la cabecita en la mesa y llorar de desesperación.
– Chester, eso no tiene ni pies ni cabeza.
– ¿Por qué no?
– Porque si es verdad, ¿por qué llamar la atención al respecto? ¿Por qué no se limitan a daros los trescientos dólares? Luego vienen cuando se les antoje y buscan el material en cuestión… lo que imaginas que tenía tu padre. Si estuvo escondido durante tantos años… si lo han estado buscando y ahora saben su paradero, ¿por qué levantar sospechas negándose a pagar una miserable reclamación de trescientos dólares?
– Cuatrocientos cincuenta con los gastos de la inhumación -dijo.
Transigí con los numeritos.
– Vale, cuatrocientos cincuenta -dije-. La pregunta es la misma. ¿Por qué levantar la liebre?
– Oye, yo no sabría decir por qué el Estado hace lo que hace. Si esos tíos fueran tan inteligentes, lo habrían localizado hace mucho. La solicitud a la Oficina de Veteranos ha sido la señal de alarma. Eso es lo único que digo.
Respiré profundamente.
– Adelantas conclusiones.
Apagó el cigarrillo.
– Pues claro que las adelanto. La cuestión es si estoy en lo cierto. Tal como yo lo veo, han acabado por descubrirlo y éste es el resultado. -Señaló con la cabeza hacia el piso del garaje-. He aquí la pregunta que me hago: ¿han encontrado lo que buscaban o sigue escondido en alguna parte? Y te diré algo más. El tal Rawson podría estar implicado en esto.
Esta vez lancé un quejido ruidoso y me llevé las manos a la cabeza. La charla me ponía tirante el cuello y me masajeé los trapecios.
– Bueno, mira. Es una hipótesis interesante y te deseo mucha suerte. Para lo único que me ofrecí fue para echar un vistazo, por si encontraba chapas identificativas o una fotografía. Tú quieres convertir esto en una historia de espías y ésa no es mi especialidad. Gracias por el bocadillo. Eres un genio con las salchichas.
La mirada de Chester se fijó de pronto en un punto situado a mis espaldas. Hubo un rápido repiqueteo en la puerta y di un respingo. Chester se puso en pie.
– Policía -dijo en Voz baja-. Limítate a comportarte con normalidad.
Se dirigió a la puerta para abrir al agente mientras me daba la vuelta y le miraba la espalda con un frunce de perplejidad. Que me comportara con normalidad. ¿Por qué no iba a comportarme con normalidad? Soy normal.
Oí desde el interior el murmullo de presentación del agente de uniforme. Chester lo hizo pasar a la cocina.
– Le agradezco que haya venido. Una vecina, Kinsey Millhone. El agente Wettig -dijo, con vocecita falsa de Buen Ciudadano.
Miré la placa identificativa del agente. P. Wettig. Paul, Peter, Phillip. Hasta la fecha no lo había visto durante mis paseos por Jefatura. Mis anfitriones siempre habían sido Gutiérrez y Pettigrew. A pesar de mi escepticismo, parece que la teoría conspiratoria de Chester había surtido algún efecto, porque ya me preguntaba si no habrían interceptado su llamada al 911 y enviado un impostor en lugar de un policía de verdad. Wettig estaría cerca de los cincuenta y más que un patrullero de uniforme parecía un cantante de sala de fiestas. Era rubio y llevaba el pelo largo y recogido en una coleta; ojos castaños, nariz pequeña y roma, barbilla redonda. Le eché un metro con noventa y alrededor de cien kilos de peso. El uniforme parecía auténtico, pero ¿no era un poco maduro para ser patrullero?
– Hola, qué tal -dije, estrechándole la mano-. Esperaba ver a Gerald Pettigrew y a María Gutiérrez.
La expresión de Wettig era neutral, su voz suave.
– Han deshecho el equipo. Pettigrew está ahora en Tráfico y María se fue a la comisaría del sheriff del condado.
– ¿De veras? No me había enterado. -Miré a Chester-. ¿Quieres que me quede? Si lo prefieres, me voy a dar una vuelta.
– No te preocupes. Te llamaré más tarde. -Miró al agente Wettig-. Será mejor que le enseñe el piso.
Vi que Chester y el agente bajaban los peldaños de la parte posterior y que cruzaban el sendero de cemento. En cuanto se perdieron de vista, me fui por el pasillo y miré hacia la calle. Junto a la acera había estacionado un coche patrulla blanquinegro. Encontré el teléfono, que estaba escondido en el vestíbulo, en un entrante que parecía un pequeño altar empotrado. Abrí la guía y marqué el número general de la Jefatura de Policía de Santa Teresa. Respondió una mujer de Archivos.
– Buenas. ¿Podría decirme si el agente Wettig está ahora de servicio?
– Espere un instante que voy a comprobarlo. -Interrumpió la comunicación, dejándome a la espera. La reanudó momentos después-. Está de servicio hasta las tres de la tarde. ¿Quiere dejarle algún recado?
– No, gracias. Volveré a llamar -dije y colgué. Me ruboricé con efectos retardados y sintiendo un poco de vergüenza. Pues claro que existía un agente Wettig. ¿Qué me pasaba?