Capítulo 5

A eso de las diez volví a casa de Bucky. Llamé a la puerta, pero como pasaron varios minutos sin que nadie respondiese, eché a andar por el sendero, hacia la parte trasera. La surtida colección de cajas había sido echada a un lado para hacer transitable el sendero. La puerta del garaje, a mi izquierda, estaba abierta y el Buick había desaparecido. Tal vez se habían ido los tres a desayunar. La otra mitad del garaje biplaza estaba llena de trastos y era una impenetrable montaña de cajas, muebles viejos, electrodomésticos y útiles para el cuidado del césped.

La caja de libros sobre la segunda guerra mundial estaba encima de todo. La arrastré hasta las escaleras y tomé asiento mientras miraba el contenido. Encontré lo que buscaba al fondo de la caja, en un libro de Robert Jackson titulado ¡Cazas! Historia de la guerra aérea, 1936-1945.

«El 4 de julio de 1942, la Unidad de Voluntarios de Estados Unidos dejó oficialmente de ser una unidad de combate independiente para formar parte de la recién creada Fuerza Aérea China, a las órdenes del Décimo Ejército del Aire. El mando de la FAC recayó en Claire Chennault, que cambió el uniforme chino por el estadounidense y obtuvo la graduación de general de brigada.

»Los pilotos de la UV, que habían resistido en Birmania durante tanto tiempo y con tantas y tan intolerables desventajas, se dispersaron por completo. Muy pocos permanecieron en China. Los que se quedaron formaron el núcleo del reciente 23 Escuadrón y siguieron con sus viejos P-40 derrengados por la guerra.»

Se mencionaban a continuación algunos nombres: Charles Older, Tex Hill, Ed Rector y Gil Bright. Lo que me interesaba era que a estos pilotos de la UV los había reclamado la Compañía Central de Fabricación de Aviones entre abril y julio de 1941. Todos en calidad de personal militar, y contratados por un año por la CCFA. Pero Bucky me había dicho que Chester recordaba que su padre había llegado, después de pasar dos años en el extranjero, el día que Chester cumplía cuatro años, el 17 de agosto de 1944. Como había sido tan concreto, la fecha se me había quedado en la memoria y la había apuntado en una ficha. El problema era que la UV había dejado de existir hacía dos años. ¿Cuál era la verdad entonces? ¿Había estado Johnny realmente en la UV? Más aún, ¿había ido a la guerra? Chester interpretaría la discrepancia en las fechas como la confirmación de su hipótesis. Ya me imaginaba su reacción: «Pues claro, joder, lo de la UV era una tapadera. Eso ya lo sabía yo». Seguramente se imaginaba a su padre lanzándose en paracaídas detrás de las líneas enemigas, dejándose quizá capturar adrede para acceder al alto mando japonés.

Por otro lado, si no había visto el frente ni de lejos, es posible que sólo hubiera comprado los libros para poder mentir al respecto. Lo cual explicaba su resistencia a hablar de la guerra. Habría sido peligroso porque siempre podía encontrarse con alguno que hubiera estado en la unidad mencionada por él. Creando la impresión de que era secreto de Estado, justificaba su resistencia a comentar detalles que podían delatarle.

Inspeccioné el patio trasero y me quedé contemplando el Ford Fairlane que descansaba en varios bloques de hormigón. ¿Por qué me preocupaba en un sentido u otro? El viejo estaba muerto. Si complacía al hijo y al nieto creer que había sido un héroe de guerra (o más impresionante aún, un espía cuya identidad había permanecido en secreto durante más de cuarenta años), ¿qué me importaba a mí? No me pagaban por manchar la memoria de Johnny. La verdad es que no me pagaban por hacer nada. ¿Por qué entonces no me olvidaba del asunto?

Porque es contrario a mi naturaleza, me contesté. Cuando se trata de averiguar la verdad soy como un lebrel. Meto el hocico en el agujero y me pongo a escarbar hasta que saco lo que hay dentro. A veces me muerden, pero es un riesgo que por lo general estoy dispuesta a correr. En cierto modo, me importa menos la naturaleza de la verdad que saber en qué consiste.

Recordé la llave que llevaba en el bolsillo, pegada al muslo. Estiré la pierna y metí la mano. Saqué la llave y la sostuve en la palma, sopesándola. Froté la oscurecida superficie con el pulgar. Fruncí el entrecejo igual que Babe mientras observaba el oxidado metal. En la caña podía distinguirse, aunque con dificultad, la marca de la llave, pero a simple vista no acababa de comprender lo que ponía. No parecía ser ninguna de las marcas que conocía, Schlage, Weslock, Weiser, Yale. La caja de seguridad era una Amsec y la cerradura era de combinación, así que no pensé que la llave tuviera nada que ver con ella.

Me puse en pie de un salto y volví a guardarme la llave. Estaba nerviosa y no sabía qué hacer hasta que Chester volviera. Siempre cabía la posibilidad de que le hubiera fallado la memoria. Yo sólo conocía la anécdota por Bucky y no era inconcebible que éste hubiera equivocado las fechas. Ray Rawson me había dicho que había trabajado con Johnny en los astilleros poco después de que Estados Unidos entrara en la guerra y eso había tenido que ser en 1942. Me parecía raro que una persona que había conocido a Johnny en los «buenos tiempos» se hubiera presentado de pronto en la puerta del viejo. A pesar de las explicaciones que improvisé, me pregunté si no estaría pasando allí algo más.

El Hotel Lexington estaba en una travesía de la parte inferior de State Street, la que queda más cerca de la playa. El edificio era un cubo de cinco plantas, de ladrillo amarillento con aspecto gastado, y con una arcada que cubría toda la planta baja. A un lado del edificio había una grieta zigzagueante, como el dibujo de un rayo, que rasgaba el ladrillo desde el tejado hasta los cimientos y que sugería unos daños sísmicos que probablemente databan de 1925. Las letras de la palabra Lexington descendían en sentido vertical en un rótulo fijado a una esquina del edificio, una zumbante franja de neón amarillo con puntos apagados en las curvas. La marquesina fanfarroneaba: servicio de habitaciones telefono TV EN COLOR. La entrada estaba flanqueada por un restaurante mexicano y un bar. Los dos establecimientos tenían sendas máquinas de discos que competían con ímpetu por el espacio aéreo, mezclando y revolviendo a Linda Ronstadt con Helen Reddy.

Entré en el vestíbulo, que estaba escasamente amueblado y olía a lejía. Vi dos hileras de macetones con palmas a ambos lados de una pisoteada alfombra roja que conducía a recepción. El conserje no estaba. Fui a la centralita y le pedí a la telefonista que me pusiera con la habitación de Ray Rawson. El interesado contestó al segundo timbrazo y me identifiqué. Cambiamos unas cuantas frases y me indicó que subiese a su habitación, en la cuarta planta.

– Utilice las escaleras. El ascensor tarda una eternidad -dijo y colgó.

Subí los peldaños de dos en dos para probar la capacidad de mis pulmones. Al llegar al descansillo del primer piso ya estaba sin aliento y tuve que aflojar el paso. Me así del pasamanos para subir lo que faltaba. Estar en forma en un deporte parece que no garantiza la eficacia en todos. Conozco corredores que no durarían ni veinte minutos en una bicicleta estática y nadadores que sufrirían un infarto si corriesen dos kilómetros.

Estuve unos segundos recuperando el aliento antes de llamar a la habitación 407. Ray me abrió con una zumbante afeitadora eléctrica en la mano. Iba descalzo, con un pantalón de tela basta, camiseta blanca y la calva todavía húmeda de la ducha. Se había recortado aún más el ya corto pelo gris que le había visto la víspera. Sonreía con confusión y el hueco que tenía entre los dos incisivos superiores le daba cierto aire de inocencia.

– Ha sido usted demasiado rápida. Quería arreglarme para recibirla. Enseguida vuelvo.

Entró en el cuarto de baño y el zumbido de la afeitadora se desvaneció cuando cerró la puerta.

La habitación era grande y monótona: paredes blancas, edredón blanco, cortinas blancas de cretona que colgaban de gruesas barras de madera y que estaban descorridas. Sólo había dos ventanas, más anchas que altas y daban al patio trasero del edificio, al otro lado de un callejón. La moqueta era gris y estaba relativamente limpia. Lo poco que había visto del cuarto de baño tenía paredes con baldosas blancas y un suelo decorado con figuras hexagonales blanquinegras de tres centímetros. Ray reapareció envuelto en el penetrante aroma de la loción.

– No está mal -dije, volviéndome a medias.

– Cincuenta dólares por noche. He pedido que me hagan precios semanales, hasta que encuentre alojamiento. Supongo que Bucky no le ha dicho nada sobre el alquiler.

– A mí no -dije-. ¿Se ha enterado de que han tenido ladrones?

– ¿Quiénes? ¿Se refiere a Bucky y los suyos? ¿Cuándo ha pasado?

Le hice un rápido resumen de lo sucedido y vi que primero la incredulidad y luego la preocupación le borraban la sonrisa.

– Oiga, eso es terrible -dijo. Vio mi expresión-: Un momento. ¿Por qué me mira así? Espero que no creerá que he tenido algo que ver.

– Es que parece raro que no hubiera ningún problema hasta que ha aparecido usted. Johnny murió hace cuatro meses. Se presenta usted hace una semana y Chester, de pronto, empieza a tener problemas.

– Vamos. Oiga. Anoche estaba sentado en el bar, viendo la televisión de pantalla grande. Puede preguntar.

– ¿Le importa que me siente?

– De ningún modo. Siéntese ahí, estará más cómoda. Yo lo haré en ésta. -Había una silla de madera y un sillón tapizado. Ray me condujo hacia éste y él se instaló en la silla de madera. Apoyó las manos en las rodillas y frotó la tela como si le sudaran las palmas-. Seguramente soy el mejor y más antiguo amigo que tuvo Johnny en toda su vida. No haría nada que molestara a su hijo ni a su nieto, ni ninguna otra cosa por el estilo. Créame.

– No le acuso de nada.

– Pues lo parece.

– Si creyera que ha sido usted, lo más probable es que no hubiera venido. Habría ido a la policía para sugerirles que buscaran huellas.

– ¿No lo han hecho?

– Chester no sabe qué se han llevado, lo que quiere decir que, desde el punto de vista de la policía, no ha sido un robo. Los técnicos sólo buscan huellas si se trata de un delito de verdad. Actos delictivos intencionados, no travesuras. Una barrabasada no tiene interés a menos que los daños causados se eleven a varios miles de dólares pero éste no ha sido el caso. -Lo que no me molesté en decirle es que la rutina policial es lenta y que Jefatura está siempre colapsada. Tres semanas es lo normal. En una situación de urgencia, se toman huellas y fotografías, se investiga y los resultados se envían por fax al Centro de Identificación, que está en Sacramento. El tiempo de espera suele ser un par de días. En el presente caso, no teníamos ni siquiera un sospechoso. Salvo él, quizá, me dije. Lo miré, recordando que llevaba la llave en el bolsillo. No quería que conociera todavía su existencia. Parecía un hombre con la cabeza ocupada por algo y quería oír su versión antes de contarle la mía.

– ¿Qué hay en Ashland? -pregunté.

Hubo una pausa de un milisegundo.

– Tengo familia allí.

– ¿Estuvo Johnny en la guerra realmente?

– No lo sé. Ya le dije que le perdí la pista durante años.

– ¿Cómo lo encontró?

– Johnny se puso en contacto conmigo.

– ¿Cómo sabía dónde encontrarlo?

La impaciencia le afloró a las facciones como si le estuvieran haciendo una foto.

– Porque tenía mis señas. ¿Qué pasa aquí? No tengo por qué responder a este interrogatorio. No es asunto suyo.

– Trato de llegar al fondo.

– Bueno, pues pruebe en otra parte.

– Chester cree que Johnny fue espía durante la segunda guerra mundial, una especie de agente doble al servicio de los japoneses.

Puso los ojos en blanco durante un segundo y sacudió la cabeza.

– ¿De dónde ha sacado esa idea?

– Es demasiado complicado para explicárselo. Dice que el viejo se comportaba de un modo muy paranoico. Y que era a causa de aquello.

– El viejo era un paranoico -dijo Ray-, pero eso no tenía nada que ver con los japoneses.

– ¿Con qué, entonces?

– ¿Por qué he de decírselo? No tengo más motivos para confiar en usted que usted para confiar en mí.

– Yo creía que éramos amigos -dije.

– Pues no lo somos -dijo sin asperezas.

Saqué la llave del bolsillo y la puse en alto.

– ¿La había visto antes?

Su mirada se posó en la llave.

– ¿De dónde la ha sacado?

– Estaba en una caja fuerte que Bucky encontró en la vivienda de Johnny. ¿La había visto antes?

– No.

– ¿Y la caja fuerte? ¿Sabe algo de eso?

Negó despacio con la cabeza. Ni que le estuviera arrancando las muelas.

– No entiendo cuál es su plan -dije.

– No hay ningún plan. No es nada.

– Si no es nada, ¿por qué no lo dice? Ya no puede hacer daño a nadie.

– Mire, puede que sepa quién entró en el piso. Si es quien pienso, cabe la posibilidad de que me hayan seguido hasta aquí. Eso es todo; y podría estar equivocado.

– ¿Qué buscaba?

– Oiga, ¿es que no se rinde nunca?

– Tiene que tener usted alguna idea.

– Pues no la tengo.

– Desde luego que sí -dije-. ¿Por qué, si no, ha venido hasta aquí desde Ashland?

Se puso en pie en estado de agitación y se dirigió a la ventana con las manos en los bolsillos.

– Vamos, vamos, basta ya. Me estoy cansando. No puede obligarme a responder, así que deje de fastidiar.

Me levanté, fui a la ventana y me apoyé en la pared para verle la cara.

– Voy a decirle lo que pienso. Esto me huele a delito. -Me toqué la sien-. Estoy pensando en voz alta. ¿Y si Johnny no estuvo en las Fuerzas Aéreas? Es un dato que me preocupa. Si no estuvo en la guerra, entonces cambia toda la historia. Porque en ese caso hay que preguntarse dónde estuvo durante todo aquel tiempo. -Me miró a los ojos. Fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor-. ¿Quiere oír mi teoría? Puede que estuviera en la cárcel. Puede que su pasado en las Fuerzas Aéreas, la historia esa de la Unidad de Voluntarios, fuera sólo una explicación honorable para justificar su ausencia. Estados Unidos ya había entrado en la guerra. Es mucho más patriótico decir que el marido está en el extranjero combatiendo que admitir que está entre rejas. -Aguardé unos instantes, pero Ray no contestaba. Me llevé la mano al oído-. ¿No hay comentarios?

Negó con la cabeza.

– Es su teoría. Puede pensar lo que quiera.

– ¿No va a ayudarme?

– En absoluto -dijo.

Me aparté de la pared.

– Bueno. Puede que cambie de idea. Vivo cerca del domicilio de Johnny, al doblar la esquina, en Albanil, la quinta casa. Cuando esté dispuesto, pásese y charlaremos un rato. -Me dirigí hacia la puerta.

– No lo entiendo -dijo-. Quiero decir… ¿a usted qué le va en esto?

Lo miré por encima del hombro.

– Tengo una corazonada y me gustaría saber si me equivoco. Es un buen ejercicio en mi trabajo.

Me regalé para comer con una superhamburguesa con queso y pasé la tarde sumergida en la última novela de Elmore Leonard. Me había estado diciendo lo estupendo que era no tener nada que hacer, pero me di cuenta de que la ociosidad me descentraba un poco. En términos generales, yo no diría que soy compulsiva, pero no me gusta perder el tiempo. Arreglé la casa y ordené algunos cajones, volví a la novela y procuré concentrarme. Al caer la tarde me puse la chaqueta de mezclilla y me fui a la esquina a tomar un bocado. Tenía la vaga intención de ir al cine, si decidía qué película quería ver.

El barrio estaba en silencio, con los porches de la mitad de las casas bañados en luz. Hacía fresco y parecía que iba a anochecer temprano. Olisqueé la cena que se preparaba en alguna casa y tuve visiones reconfortantes. De vez en cuando me entra el desasosiego y es cuando noto la falta de una pareja. Hay algo en el amor que da orientación a la vida. Tampoco me quejaría de la actividad sexual si pudiese acordarme de cómo era. Tendría que sacar el manual de instrucciones si volvía a meterme en la cama con alguien.

El local de Rosie estaba casi vacío, pero poco después de sentarme vi que Babe y Bucky cruzaban la puerta. Los saludé con la mano y se acercaron al reservado en que me encontraba, cadera con cadera, enlazados por la cintura.

– ¿Dónde está tu padre, Bucky? -dije-. Esperaba encontrármelo. Tenemos que hablar.

– Se ha ido al vertedero con una carga, pero ya no tardará en volver -dijo Bucky-. ¿Te sientas con nosotros? Queríamos ponernos en la barra para ver las noticias de las seis, hasta que llegara mi padre. -Parecía casi guapo a la media luz de la casa de comidas. Babe llevaba botas, falda vaquera larga y cazadora.

– Gracias, pero creo que cenaré pronto y me iré al cine.

– Bueno, aquí estaremos si cambias de idea. -Y se alejaron hacia la barra.

Rosie salió de la cocina en aquel punto y la vi sacar dos cervezas antes de reunirse conmigo. Ya había cogido el lápiz y el cuaderno y se había puesto a garabatear.

– Te he preparado un plato perfecto -dijo mientras me sonsacaba el menú de la cena-. Hígado de cerdo con salchicha, pepinillos y beicon. Además, una ensalada de manzana y col rizada con galletas crujientes.

– Suena a inspirado -dije. No le dije por quién.

– Y te lo vas a tomar con cerveza. Es mejor que el vino, que no va bien con los pepinillos.

– Debería negarme.

He de decir que comí con entusiasmo, aunque probablemente tendría una indigestión más tarde. El local comenzaba a llenarse con los adeptos del barrio a la Hora del Cóctel y con los solteros que salían del trabajo. El local de Rosie se había puesto de moda entre los deportistas de los alrededores, estropeándolo para quienes buscábamos paz y sosiego. Si no hubiera sido por el cariño que le tenía a Rosie y por lo cerca que estaba, habría cambiado de fonda. Vi que Bucky y Babe se dirigían a una mesa. Chester entró segundos después y los tres conferenciaron antes de pedir la cena. Había ya tanto ruido en el lugar que no me pareció táctico sentarme con ellos para hablar de la historia de Johnny.

A las seis y media pagué la cuenta y me dirigí a la salida. Se me habían quitado las ganas de ir al cine, pero siempre quedaba la posibilidad de que «los hermanos» me levantaran el ánimo.

Al llegar a casa, crucé el patio trasero y llamé al quicio de la puerta. Oí un «¡Yuju!» al fondo. Miré por la tela metálica y vi a Nell sentada en una silla de madera, muy cerca de la cocina. Miraba hacia la puerta y, cuando me vio, me indicó por señas que entrase. Abrí y asomé la cabeza.

– Hola, Nell. ¿Qué tal?

Había desguazado la cocina (el horno abierto, las bandejas y la encimera a un lado), al parecer para lavarla a conciencia. El mármol estaba cubierto de periódicos y encima de éstos se encontraban la encimera y las bandejas, todavía chorreando detergente.

– De fábula. Pasa, Kinsey. Me alegro de verte. -Por lo general llevaba su abundante cabellera de plata recogida en un complejo moño rodeado de peinetas de carey, pero aquel día se lo había remetido bajo las vueltas de un pañuelo y parecía una Cenicienta de la cuarta edad.

– Es usted muy trabajadora -dije-. Acaba de llegar y ya está haciendo cosas.

– Bueno, no me quedo contenta hasta que desmantelo una cocina y la limpio a fondo. Henry es muy escrupuloso en labores domésticas, pero toda cocina necesita un repaso femenino. Será sexista, pero es la verdad -dijo.

– ¿Quiere que la ayude?

– Te agradeceré la compañía. -Llevaba un delantal de cuerpo entero encima del vestido casero de algodón, las mangas largas protegidas por manguitos de toallas de papel que se había sujetado con gomas. Era corpulenta y seguramente había llegado a medir un metro ochenta de joven. Ancha de espaldas y de pecho abundante, tenía los pies y las manos grandes, aunque sus nudillos estaban ahora como sogas. Tenía la cara alargada y huesuda, con rasgos casi asexuados, las cejas blancas y raleantes, los ojos de un azul intenso y la piel cuarteada en sentido vertical por costuras y pliegues.

Había vaciado todas las bandejas del frigorífico y los mármoles estaban llenos de cuencos de sobras cubiertos con tapadera, tarros de aceitunas y pepinillos en vinagre, especias y verduras crudas. Había sacado los cajones de la despensa y uno yacía en un fregadero lleno de agua jabonosa. Había tirado multitud de artículos a la basura y vi que había metido algo asqueroso y blando en el triturador.

– No mires. Creo que todavía está vivo -dijo. Escurrió el trapo que estaba utilizando para fregar los estantes-. En cuanto termine, me daré un baño de sales y me pondré la bata y las zapatillas. Tengo pendientes de lectura unos cuantos libros. Se me ha metido en la cabeza que voy a perder la vista pronto y quiero aprovechar el tiempo. -Había desenroscado la tapa de un frasco y escrutaba el interior. Lo olisqueó, incapaz de identificar el contenido-. En el nombre del cielo, ¿qué será esto? -Lo alzó a la luz. El líquido era espeso y de un rojo brillante.

– Me parece que es el glaseado que pone Henry a las tartas de cereza. Creo que limpió el frigorífico hace sólo dos días.

Volvió a enroscar la tapa y dejó el frasco en el mármol.

– Eso es lo que él dice. La verdad es que limpiar frigoríficos es una de mis especialidades. Enseñé a Henry cómo se hacía en 1912. Su problema es que le falta rigor. Pocas personas lo tienen cuando se trata de la basura propia. Ya que estoy aquí, aprovecharé para dejarlo todo decente y presentable.

– ¿Ha sido ésa su misión en la vida, enseñar a los hombres cómo se lleva una casa?

– Más o menos. Tuve que ayudar a mi madre a criar a sus diez hijos. Cuando murió mi padre, me sentí obligada a quedarme hasta que mi madre se recuperase y el proceso duró casi treinta años. Se deprimió mucho cuando perdió al marido, y eso que nunca se llevaron bien, que yo recuerde por lo menos. Ay, Señor. Cuánto lloró por él. Más tarde se me ocurrió pensar que a lo mejor había exagerado un poco para retenerme.

– ¿Diez hijos? Pensé que sólo eran cinco hermanos: usted, Charlie, Lewis, William y Henry.

Negó con la cabeza.

– Nosotros somos los cinco supervivientes. Somos Tilmann, de la familia de mi madre. En la familia hay una división clara entre los hijos que tuvo. Una mitad salió a los Tilmann y la otra mitad a los Pitt, la familia de mi padre. Si se nos pusiera en fila para hacernos una foto, lo verías con toda claridad. Es un hecho comprobado. Todos los de la familia de mi padre han muerto jóvenes. Ha sido una rama genética lamentable. Bajos y con la cabeza pequeña, lo que quiere decir que ni tenían la inteligencia de nuestra rama ni energía física de ninguna clase. Nuestra abuela paterna se llamaba Mauritz de soltera, apellido que viene de «Moro», lo que sugiere que ha habido gente de piel oscura en algún punto del árbol genealógico. Todos eran morenos y con muy poco aguante. La abuela Mauritz se murió de una gripe, lo mismo que dos hermanos que nacieron antes que yo. Fue una catástrofe. Primero se murió ella, luego uno y luego el otro. También perdimos a nuestra hermana Alice. De piel morena, cabeza pequeña, murió también de gripe dos días después de pillarla. Cuatro primos y una tía. A veces se morían dos a la vez y teníamos entierro doble.

Toda la rama de mi padre desapareció en cosa de cinco meses, entre noviembre y marzo. Los que salimos a nuestra madre somos los únicos que sobrevivimos y esperamos vivir mucho más tiempo. Mi madre llegó a los ciento tres años. Cuando cumplió los noventa, se volvió tan cascarrabias que la amenazamos con esconderle el whisky agrio de patata si no se reformaba. Sólo tomaba seis cucharadas soperas al día, pero creía que era esencial para seguir viviendo. Le pusimos la botella en un estante alto, donde pudiera verla pero no tocarla. Tuvo que moderarse y así vivió otros trece años, apacible como un cordero.

Cerró la puerta del frigorífico de manera provisional y volvió al fregadero. El agua jabonosa se había enfriado ya lo suficiente para ponerse a lavar la bandeja de la carne. Abrió las portezuelas que había debajo del fregadero y vi que arrugaba el entrecejo.

– ¿Qué ocurre?

– Henry no tiene el detergente con que acostumbro a limpiar las bandejas. -Escrutó otra vez el interior-. En fin, tendré que romperme el codo frotando.

– ¿Quiere que vaya al supermercado? Puedo comprar cualquier cosa. Tardaré menos de diez minutos.

– Déjalo, es igual. Me apañaré con el estropajo. Lo limpiaré en un momento. Tú tienes cosas que hacer.

– Pero si no me importa. Pensaba ir al cine, pero la verdad es que ya no tengo ganas.

– ¿Seguro que no te importa?

– Palabra de exploradora -dije.

– Pues te lo agradecería. También hay que comprar leche. En cuanto los chicos se tomen esta noche la leche y las pastas, no quedará para el desayuno. Me has salvado la vida.

– Olvídelo. Enseguida vuelvo. ¿Qué clase de leche? ¿Desnatada?

– Una botella de desnatada de dos litros. Quiero quitar a los chicos el vicio de las grasas.

Miré en el bolso si tenía las llaves y me lo colgué del hombro mientras me dirigía a la puerta. Tenía el coche dos casas más abajo. Lo puse en marcha y me alejé de la acera. En el cruce de Albanil y Bay torcí a la derecha, pasando por delante de la casa de Bucky, que se había convertido en mi último punto de referencia del barrio. Probablemente no volvería a pasar ante ella sin volverme. Miré en la dirección del sendero de entrada, hacia la vivienda del garaje. Había luz y vi pasar una sombra por delante de las ventanas.

Pisé el freno y me quedé mirando el piso. Que yo supiera, los Lee no estaban en casa. La última vez que los había visto estaban cenando en el local de Rosie. La luz se apagó y vi salir a alguien al descansillo en sombras. Bueno, la cosa se ponía interesante. Encontré un sitio para aparcar y pegué el coche al bordillo. Apagué el motor y los faros. Moví el espejo retrovisor para enfocar el sendero del garaje y me escurrí en el asiento.

La persona que salió del sendero era un hombre y llevaba en la mano derecha un abultado petate militar. Avanzaba en dirección a mi coche, la cabeza baja, los hombros caídos. A la escasa luz de la farola callejera no pude ver si era Bucky, Chester o Ray. Tenía mucho pelo en toda la cabeza, oscuro y rizado. Vestía de oscuro y seguramente calzaba zapatos de suela de goma porque sus pies no produjeron ningún ruido cuando pasaron por mi lado. Lo seguí con la mirada y vi con interés que se acercaba a un Ford Taurus blanco que estaba aparcado en la otra acera, en dirección opuesta. Cambió el petate de mano para sacar las llaves y abrir la portezuela del conductor. Miré intrigada hacia la casa de Bucky, pero el lugar seguía a oscuras y sin el menor rastro de vida.

El hombre abrió la portezuela y echó el petate en el asiento contiguo, se puso al volante y cerró de un portazo. Advertí que se miraba en el retrovisor, se pasaba la mano por el pelo y se calaba un sombrero Stetson. Me agaché cuando puso el motor en marcha, encendió las luces v arrancó, barriendo mi parabrisas con los faros. En cuanto dobló la esquina, arranqué y me alejé de la acera. Di una vuelta en herradura, encendí los faros y doblé la esquina seis segundos después del intruso. Vi sus luces traseras en el momento en que doblaba a la derecha para entrar en Castle. Tuve que acelerar para no perderlo de vista. Cinco minutos más tarde entraba en un acceso de la autopista, en dirección norte, hacia Colgate. Me puse a dos vehículos de distancia y pisé a fondo el acelerador.

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