No es por quejarme, pero en lo sucesivo me lo pensaré dos veces antes de hacer un favor a los amigos de los amigos. Jamás lo he lamentado tanto. Al principio, todo parecía de lo más inocente. Juro que no había manera de adivinar lo que iba a ocurrir. Estuve a un paso de la muerte y, lo que es quizá peor (para los que como yo padecen dentifobia), a un pelo de perder los dos incisivos superiores. Todavía tengo en la cabeza un chichón del tamaño de un puño. Y todo por un trabajito por el que ni siquiera me pagaron.
El caso me llamó la atención por culpa de mi casero, Henry Pitts, del que todos saben que estoy medio enamorada desde hace años. Que tenga ochenta y cinco años (sólo cincuenta más que yo) no parece haber modificado nunca el impacto básico de su atractivo. Es un encanto y casi nunca me pide nada, de manera que era imposible negarse. Sobre todo porque su petición parecía muy inofensiva en principio, sin nada que permitiera entrever los problemas que desencadenaría.
Era el jueves veintiuno de noviembre, una semana antes del Día de Acción de Gracias, y se estaban ultimando los preparativos de la boda. William, el hermano mayor de Henry, iba a casarse con mi amiga Rosie, que dirige una anticuada casa de comidas que hay en mi barrio. El local de Rosie cierra tradicionalmente el Día de Acción de Gracias y la propietaria estaba radiante por poder casarse con William sin necesidad de perder dinero. Se las había ingeniado para prescindir de la iglesia proyectando la ceremonia y el banquete en la misma casa de comidas. Se había hecho con un juez para que celebrase los esponsales y al parecer pensaba que sus servicios eran gratis. Henry la había instado a prometer al juez un discreto estipendio y la mujer lo había mirado con cara inexpresiva, fingiendo que no conocía bien el idioma. Rosie nació en Hungría y se olvida del significado de algunas palabras cuando le conviene.
Se había comprometido con William desde hacía casi un año y ya era hora de afrontar la verdad. Yo nunca había sabido con seguridad la edad de Rosie, pero tiene que rondar los setenta. Con los imparables ochenta y ocho años de William, la frase «hasta que la muerte os separe» tenía para ellos, estadísticamente hablando, más significado que para la mayoría.
Antes de aclarar cómo me gano la vida, creo que debería confesar unos cuantos rasgos personales. Me llamo Kinsey Millhone, tengo licencia de investigadora privada, me he divorciado dos veces y no tengo hijos ni otras responsabilidades fastidiosas. Durante seis años, en virtud de un contrato informal, había trabajado para Seguros La Fidelidad de California, investigando incendios provocados y fallecimientos sospechosos a cambio de un despacho. Hace ya casi un año, al vencer el contrato en cuestión, alquilé un despacho en las oficinas de Kingman and Ives, un bufete de abogados de aquí de Santa Teresa. A causa de la boda, me había tomado una semana libre y me proponía descansar y entretenerme además de ayudar a Henry con los preparativos. Henry, panadero jubilado hace años, estaba preparando la tarta y además se encargaría de abastecer el banquete.
Éramos ocho en el cortejo nupcial. La hermana de Rosie, Klotilde, que estaba confinada a una silla de ruedas, iba a ser la madrina. Henry sería el padrino y sus dos hermanos mayores, Lewis y Charlie, harían de acompañantes. Los cuatro -Henry, William, Lewis y Charlie (llamados también «los muchachos» o «los chicos»)- estaban entre los ochenta y cinco años del primero y los noventa y tres del último. La única hermana, Nell, fuerte aún a sus noventa y cinco abriles, iba a ser una de las damas de honor, la otra era yo. Para la ceremonia, Rosie había elegido un sayo blanco de organdí, con una corona de clavelinas ciñéndole el pelo teñido de un rojo extraño. Había encontrado en unas rebajas unos retales de tela de forro estampada con motivos florales, rosas de cien hojas de color rosa y malva sobre un fondo verde chillón. La tela se había enviado a Flint, estado de Michigan, donde Nell había pespuntado tres sayos iguales para las tres mujeres del cortejo. Yo ardía en deseos de probarme el mío. Estaba convencida de que cuando comenzara el desfile pareceríamos una procesión de sábanas de fantasía. La verdad es que a los treinta y cinco años había abrigado esperanzas de ser la niña del ramo más crecida de la historia, pero Rosie había optado por prescindir del papel. Iba a ser la boda de la década, una boda que no quería perderme ni por todo el dinero del mundo. Lo cual nos lleva a los «acontecimientos precipitantes», como los llamamos en el negocio del crimen.
Vi a Henry a las nueve de la mañana de aquel jueves, al salir de mi domicilio. Vivo en un garaje monoplaza reconvertido que se encuentra unido a la casa de Henry por un pasillo cubierto. Me dirigía al supermercado, donde tenía intención de comprar comida instantánea suficiente para las jornadas que se avecinaban. Al abrir la puerta, lo vi en el peldaño de la entrada con una hoja de papel y un rollo de cinta adhesiva. En vez de los pantalones cortos, la camiseta estampada y las zapatillas de siempre, llevaba pantalón largo y una camisa azul con las mangas subidas.
– Pues a mí no me impresiona -dije. Henry tiene el pelo totalmente blanco y lo lleva peinado con suavidad hacia un lado. Aquel día lo llevaba aplastado hacia atrás con agua y se percibía aún el penetrante aroma cítrico de su loción de afeitado. Sus ojos azules parecían despedir luz en aquella cara magra y bronceada. Es alto y delgado, de buen natural, elegante, con unos modales que combinan perfectamente la cortesía y la despreocupación. Si no tuviera edad para ser mi abuelo, me lo habría comido en un santiamén.
Sonrió al verme.
– Eres tú. Perfecto. Iba a dejarte una nota. De haber sabido que estabas en casa, habría llamado. Tengo que ir al aeropuerto para recoger a Nell y a los muchachos, y quisiera pedirte un favor. ¿Tienes un minuto?
– Desde luego. Iba al supermercado, pero puede esperar -dije-. ¿De qué se trata?
– ¿Te acuerdas del anciano señor Lee? En el barrio le llamaban Johnny. Es el caballero que vivía al doblar la esquina, en dirección a Bay. La casita blanca de jardín exuberante. Para ser exactos, Johnny ocupaba la vivienda del garaje. En la casa principal vivían su nieto Bucky y su mujer.
La casa en cuestión, junto a la que paso diariamente haciendo jogging, es una vivienda destartalada que parece enterrada en la selva. No era gente bien situada, a menos que un coche medio desguazado se considere un adorno apropiado para un jardín. Los vecinos se habían quejado durante años, pero no había servido de nada.
– Conozco la casa, pero el nombre no me suena.
– Seguramente los habrás visto en el local de Rosie. Bucky parece un buen chico, aunque su mujer es algo rara. Se llama Babe. Es baja y gorda y mira poco a los ojos. Johnny siempre tuvo aspecto de indigente, aunque las cosas le han ido bien.
Empecé a recordar al trío aludido: un viejo desastrado y una pareja jugando a tocarse el culo, con aspecto demasiado juvenil para estar casados. Me llevé la mano al oído.
– Habla usted en pasado. ¿Ha muerto el viejo?
– Me temo que sí. El pobre sufrió un ataque al corazón y falleció hace cuatro o cinco meses. Creo que fue en julio.
No es que hubiera nada raro -se apresuró a añadir-. Sólo tenía setenta y tantos años, pero nunca había gozado de buena salud. El caso es que tropecé con Bucky hace poco y quiere consultarme un problema que tiene. No es urgente, sólo una tontería, y pensé que a lo mejor querías echar una mano.
Me pasaron por la cabeza una llave inidentificada de una caja de seguridad, herederos perdidos, valores no encontrados, una cláusula equívoca en el testamento, uno de esos contenciosos sin resolver que los vivos heredan de los que acaban de morirse.
– Claro que sí. ¿Qué es?
– ¿Quieres la versión larga o la breve?
– La larga, pero sin entretenerse. Puede que así me ahorre algunas preguntas.
Henry entró entusiasmado en materia con una rápida ojeada al reloj.
– No quisiera perder el avión, pero te haré un resumen de lo que sucede. El viejo no quería servicio fúnebre, pidió expresamente que lo incinerasen y eso fue lo que se hizo. Bucky tenía intención de llevarse las cenizas a Columbus, estado de Ohio, donde vive su padre, pero se le ocurrió que su abuelo tenía derecho a un entierro militar. Creo que Johnny fue piloto durante la segunda guerra mundial, estuvo con la Unidad de Voluntarios a las órdenes de Claire Chennault. No hablaba mucho de aquello, pero de vez en cuando se acordaba de Birmania, de las batallas aéreas en el cielo de Rangún y cosas por el estilo. El caso es que Bucky pensó que sería un detalle: su nombre grabado en mármol blanco o algo parecido. Habló con su padre del asunto, a Chester le pareció magnífico y Bucky se fue a las oficinas locales de los Veteranos y rellenó una solicitud. No tenía toda la información que necesitaba, pero dio la que sabía. Pasaron tres meses y no obtuvo respuesta. Empezaba ya a intranquilizase cuando le devolvieron la solicitud con un sello que decía «Sin Identificar». No era del todo inverosímil, ya que el hombre se llamaba John Lee. Bucky llamó a las oficinas de los Veteranos y le remitieron otra solicitud en blanco, esta vez para pedir el historial militar. En esta ocasión transcurrieron sólo tres semanas, pero la solicitud volvió con el mismo sello. Bucky no es tonto, pero tiene sólo veintitrés años y carece de experiencia con la administración pública. Llamó a su padre y le contó lo que pasaba. Chester no se anduvo por las ramas y llamó a la Base Aérea Randolph, en Texas, que es donde las Fuerzas Aéreas guardan los expedientes del personal. No sé con cuánta gente hablaría, pero el caso es que las Fuerzas Aéreas no tienen ningún expediente de John Lee, y si lo tienen no lo quieren decir. Chester está convencido de que se trata de una cortina de humo, pero no puede hacer nada. Y así están las cosas. Bucky se siente frustrado y su padre está más furioso que una gallina en la ducha. Están completamente decididos a que Johnny obtenga lo que merece. Les dije que a lo mejor se te ocurría qué hacer a continuación.
– ¿Está usted seguro de que sirvió en las Fuerzas Aéreas?
– Sí, por lo que sé.
Creo que se me dibujó en la cara una expresión de escepticismo.
– Si quiere, puedo hablar con Bucky, pero es un terreno sobre el que no sé gran cosa. Si he oído bien, las Fuerzas Aéreas no han negado de manera manifiesta que el hombre hubiera estado allí. Lo único que dicen es que con la información remitida por Bucky no pueden identificarlo.
– Sí, eso es cierto -dijo Henry-. Pero mientras no localicen el expediente no pueden dar curso a la solicitud.
Empezaba ya a darle tirones al problema, como si fuese una bolita de lana en un jersey.
– ¿No se llamaban entonces Fuerzas Aéreas Militares?
– ¿Qué importancia tendría eso?
– Puede que tengan su expediente en otra parte. Tal vez lo tenga el Ejército.
– Eso tendrás que preguntárselo a Bucky. Creo que ya ha indagado en esa dirección.
– Puede que sea una tontería…, una equivocación en la inicial del segundo nombre o en la fecha de nacimiento…
– Lo mismo dije yo, pero ya sabes lo que ocurre. Te pasas el tiempo mirando una cosa y ni siquiera la ves. No perderás mucho tiempo, quince o veinte minutos, pero seguro que agradecen la ayuda. Chester ha venido de Ohio para arreglar ciertos detalles relativos al testamento de su padre. Mi intención no era comprometerte, pero me parece una buena causa.
– Bueno, haré lo que pueda. ¿Quiere que vaya a echar un vistazo ahora mismo? Tengo tiempo, si cree usted que Bucky está en casa.
– Tiene que estar. Por lo menos estaba hace una hora. Te lo agradezco, Kinsey. No es que Johnny y yo fuésemos amigos íntimos, pero no estuvo en el barrio menos tiempo que yo y me gustaría que se le hiciera justicia.
– Lo intentaré, aunque ésta no es mi jurisdicción.
– Lo comprendo y si te resulta una molestia, lo olvidas y en paz.
Me encogí de hombros.
– Supongo que es una de las ventajas de no cobrar. Puedes abandonar cuando quieras.
– Desde luego -dijo.
Eché la llave a la puerta mientras Henry se dirigía al garaje y esperé junto al camino mientras sacaba el coche en marcha atrás. En las ocasiones especiales conduce un turismo de cinco puertas, un Chevrolet de 1932 que conserva la pintura amarilla original. Iba a ir con el cinco-puertas al aeropuerto porque pensaba volver cargado con tres pasajeros y una cantidad incalculable de equipaje. «Los hermanitos», como él los llamaba, iban a estar dos semanas en la ciudad y venían preparados para cualquier contingencia imaginable. Pisó el freno y bajó la ventanilla.
– No olvides que tienes que cenar con nosotros.
– No lo olvidaré. Hoy es el cumpleaños de Lewis, ¿no? Creo que le llevaré un regalo.
– Eres muy amable, pero no hace falta.
– Claro, claro. Lewis dice siempre que no le hagan regalos, pero si no se los hacen, se enfada. ¿A qué hora es el banquete?
– Rosie vendrá a las seis menos cuarto. Ven cuando quieras. Ya conoces a William. En cuanto se le queda el estómago vacío, le da la hipoglucemia.
– ¿No va con usted al aeropuerto?
– Tiene que probarse el esmoquin. Lewis, Charlie y yo nos los probaremos esta tarde.
– Qué bonito -dije-. Hasta luego.
Lo despedí con la mano mientras desaparecía en la calle. Crucé la verja. Tardé alrededor de treinta segundos en llegar al domicilio de Lee; recorrí seis casas, doblé la esquina y allí estaba. El estilo de la vivienda era difícil de clasificar, una típica casa californiana de una sola planta, con las paredes desconchadas y un tejado de tejas rojas que habían ido desapareciendo con el tiempo. Al final del estrecho sendero de cemento se veía un garaje de dos plazas con puertas de madera desvencijadas. El descuidado patio trasero daba cobijo en la actualidad a un Ford Fairlane medio desguazado con la carrocería oxidada. La fachada principal apenas se veía, oculta como estaba por arbustos que llegaban hasta el hombro. El camino delantero se perdía entre dos tupidas filas de tallos que parecían de avena silvestre y cuyas espigas se curvaban sobre la grava. Sólo para llegar al porche tuve que avanzar sorteando los matojos con los brazos en alto.
Pulsé el timbre y esperé un rato mientras me quitaba la broza de los calcetines. Imaginé que una masa de minúsculos granos de polen me bajaba por el esófago como una nube de mosquitos y noté que en la base del cerebro se me formaba el embrión de un estornudo. Procuré pensar en otra cosa. Sin cruzar ni siquiera la puerta, habría jurado que la casa tendría habitaciones pequeñas y separadas por arcos toscos y enlucidos, y tal vez compensados por inútiles intentos de «modernizar» el lugar. Carecía de sentido, pero volví a pulsar el timbre.
Momentos después abría la puerta un joven al que reconocí. Bucky tenía veintitantos años y medía unos diez centímetros más que yo, es decir, alrededor de un metro setenta y cinco. No estaba gordo, pero era fofo como una croqueta. Tenía el pelo dorado tirando a rojo, y lo llevaba largo y con la raya, torcida, en el centro. Se lo había recogido y atado en la nuca de manera muy desigual. Tenía los ojos azules y la piel rojiza parecía amoratada bajo la barba pelirroja de cuatro días. Vestía téjanos y camisa de pana de manga larga, de color azul oscuro, con los faldones por fuera del pantalón. Costaba adivinar cómo se ganaba la vida, si es que se la ganaba. Podía ser perfectamente una estrella de rock con una cuenta bancaria de seis cifras, pero lo dudaba.
– ¿Eres Bucky?
– Sí.
Le tendí la mano.
– Soy Kinsey Millhone, amiga de Henry Pitts. Dice que tienes un problema con cierta reclamación que has hecho a la Oficina de Veteranos. -Me estrechó la mano, pero me miró de tal modo que me entraron ganas de darle en la cabeza con los nudillos y preguntar si había alguien en casa. Insistí-. Cree que puedo serte de ayuda. ¿Me invitas a entrar?
– Ah, disculpa. Iba a hacerlo. Eres la detective privada. Al principio creí que eras de la Oficina de Veteranos. ¿Cómo has dicho que te llamas?
– Kinsey Millhone. Inquilina de Henry. Seguramente me habrás visto en el local de Rosie. Ceno allí tres o cuatro noches a la semana.
El piloto del reconocimiento parpadeó por fin.
– Eres la que se sienta en el reservado del fondo.
– La misma.
– Claro. Te recuerdo. Pasa. -Retrocedió y entré en un pequeño vestíbulo de suelo de madera noble que no se pulimentaba desde hacía años. Entreví un pedazo de cocina al fondo del pasillo.
– Mi padre no está en casa ahora y creo que Babe está duchándose. Le diré que estás aquí. ¡Eh, Babe!
No hubo respuesta.
Ladeó la cabeza en actitud de escuchar.
– ¡¡Eh, Babe!!
Ir gritando de habitación en habitación no me ha entusiasmado nunca.
– Ve a buscarla, hombre. Te espero.
– Sí, será lo mejor. Volveré enseguida. Siéntate -dijo. Recorrió el pasillo golpeando el suelo con los zapatos de suela dura. Abrió la puerta de la derecha y metió la cabeza. Hubo un ahogado chirrido de cañerías en la pared y la conducción del agua tembló y se sacudió después de que cerraran el grifo de la ducha.
Bajé un peldaño y entré en la sala de estar, que era un poco más grande que la alfombra de dos metros por tres que cubría el suelo. Al fondo había una chimenea de ladrillo, de poca profundidad, pintada de blanco y con una repisa de madera que parecía abarrotada de chucherías. A ambos lados del hogar había sendas estanterías empotradas y llenas de periódicos y revistas. Me instalé con mucho cuidado en un jiboso sofá cubierto por una manta afgana de color marrón y amarillo. La casa olía a moho o a orines de perro. La mesita del café estaba hasta los topes de envases de comida instantánea y todas las sillas y los sillones estaban orientados hacia un antiguo televisor instalado en una consola de tamaño descomunal.
Volvió Bucky.
– Dice que adelante. Tenemos que estar en un sitio dentro de nada y se está vistiendo. Mi padre no tardará en volver. Se ha ido a Perdido, a mirar apliques de la luz. Queremos que el piso del abuelo esté en condiciones. -Se quedó en la puerta, al parecer viendo la habitación con mis mismos ojos-. Parece una pocilga, pero es que el abuelo era un tacaño.
– ¿Desde cuándo vives aquí?
– Va para dos años, desde que me casé con Babe -dijo-. Creía que el viejo nos fiaría en lo del alquiler, pero resulta que había convertido la tacañería en ciencia.
Como también yo soy tacaña, sentí una curiosidad natural. Puede que aprendiera algún truco.
– ¿De qué modo?
Bucky frunció los labios.
– No sé. Como no quería pagar al camión de la basura, se levantaba temprano los días que pasaba y echaba la basura en los cubos de los vecinos. Y bueno, alguien le dijo en cierta ocasión cómo pagar los recibos de los servicios públicos. Bastaba con pegar en el sobre un sello de un centavo, no se ponía remitente y se echaba en un buzón lejano. Correos entrega la carta porque el ayuntamiento quiere el dinero y de ese modo te ahorras el franqueo.
– Oye, es una idea genial -dije-. ¿Cuánto se ahorra así? ¿Diez dólares al año? Es difícil resistirse. Tu abuelo tuvo que ser todo un carácter.
– ¿No lo conocías?
– Lo veía a veces en el local de Rosie, pero creo que no nos presentaron.
Bucky señaló la chimenea con la cabeza.
– Está ahí. A la derecha.
Seguí su mirada creyendo que iba a ver una foto en la repisa, pero lo único que vi fueron tres urnas y una caja de metal de tamaño mediano.
– La urna de mármol verdoso -dijo Bucky- es mi abuela y a su lado está mi tío Duane. Era el único hermano de mi padre, murió de pequeño, a los ocho años, según tengo entendido. Estaba jugando en las vías y lo arrolló un tren. Mi tía Maple está en la urna negra.
No se me ocurría ninguna respuesta educada. La fortuna familiar había tenido que menguar con el paso de los años porque daba la sensación de que con cada difunto se habían gastado menos dinero, hasta que el último, John Lee, había tenido que contentarse con la caja del crematorio. Y la repisa no daba para mucho más. Fuera quien fuese el siguiente, sus cenizas tendrían que transportarse en una caja de zapatos y arrojarse por la ventanilla del coche al volver a casa. Cambió de conversación con un gesto de la mano.
– Bueno, olvídalo. Sé que no has venido a darme conversación. Tengo todos los papeles aquí mismo. -Se dirigió a la estantería y empezó a pasar revistas, que por lo visto estaban mezcladas con facturas sin pagar y otros documentos críticos-. Se trata sólo de una reclamación de trescientos dólares para el entierro del abuelo -subrayó-. Babe y yo costeamos la incineración y nos gustaría que nos devolvieran el importe. Creo que por las inhumaciones la administración abona otros ciento cincuenta dólares. No parece mucho, pero no estamos para derrochar. No sé qué te habrá contado Henry, pero no podemos permitirnos pagar tus servicios.
– Eso tenía entendido. En cualquier caso, no creo que pueda hacer mucho. A estas alturas, seguro que sabes más que yo sobre las reclamaciones a la Oficina de Veteranos.
Sacó un fajo de papeles, los miró por encima y me los alargó. Quité el clip y leí la copia del certificado de defunción de John Lee, su partida de nacimiento, su cartilla de la Seguridad Social y dos formularios de la Oficina de Veteranos. Uno era la solicitud para cubrir los gastos de entierro, el otro la petición del historial militar. En el segundo se había rellenado la casilla del cuerpo de las Fuerzas Armadas, pero estaban en blanco las correspondientes al número, la graduación, el empleo y las fechas de los servicios prestados por el anciano. No me extrañaba que a la Oficina de Veteranos le costase comprobar los datos.
– Parece que os falta mucha información. Por lo que veo, no conocéis su número de identificación ni la unidad en que sirvió.
– Pues no. Y ése es el problema fundamental -dijo, leyendo por encima de mi hombro-. Es una estupidez. No nos dan el historial porque no tenemos suficiente información, pero es que si tuviéramos la información no tendríamos que cursar la solicitud.
– Es lo que se llama una administración eficiente. Imagina todo el dinero que se ahorran con las reclamaciones rechazadas.
– No queremos nada que no le corresponda, pero lo que es justo, es justo. El abuelo luchó por este país y no creo que sea pedir demasiado. Trescientos dólares de nada. El gobierno gasta miles de millones.
Di la vuelta al formulario y leí las instrucciones del dorso. Debajo de las «Condiciones para la Solicitud de Inhumación» se especificaba que el veterano fallecido tenía que haber sido «licenciado o declarado exento por motivos no deshonrosos, ser o haber sido beneficiario de una pensión, o haberla reclamado», etc., etc., etc.
– Bueno, aquí hay una posibilidad. ¿Recibía alguna pensión de los militares?
– Si la recibía, se olvidó de decírnoslo.
Me quedé mirando a Bucky.
– ¿De qué vivía?
– Tenía los vales de la Seguridad Social y creo que papá le pasaba algo. Babe y yo pagábamos un alquiler por vivir aquí, seiscientos dólares al mes. La casa era suya y no estaba hipotecada, de manera que imagino que invertía el dinero de nuestro alquiler en comida, servicios, contribuciones y demás.
– ¿Y él vivía en la parte trasera?
– Exacto. Encima del garaje. No son más que un par de habitaciones pequeñas, pero tienen su encanto. Ya hay uno que se quiere instalar allí en cuanto la vivienda esté lista. Es un antiguo amigo del abuelo. Dice que si le concedemos una prórroga para pagar el primer mes, él mismo se encarga de sacar los trastos. Casi todo es basura, pero no queremos tirar nada mientras no sepamos si hay algo de valor. La mitad de los enseres del abuelo está en cajas de cartón y el resto amontonado por todas partes.
Volví a leer la solicitud del historial militar.
– ¿Y el año en que se le notificó la licencia? La casilla se ha dejado en blanco.
– ¿De veras? -Ladeó la cabeza para leer la casilla que señalaba yo con la uña-. Vaya. Seguramente me olvidé de rellenarla. Mi padre dice que tuvo que ser el 17 de agosto de 1944, porque recuerda que el abuelo llegó el mismo día en que él cumplía cuatro años, y no se perdió la fiesta. Estuvo fuera dos años, así que tuvo que partir en 1942.
– ¿Cabe la posibilidad de que lo licenciaran por motivos deshonrosos? Por lo que dice aquí, en tales casos no se tiene derecho a la reclamación.
– No, señora -dijo Bucky con dignidad.
– Sólo ha sido una pregunta. -Di la vuelta al formulario y leí la letra pequeña del dorso. La petición de historiales militares traía diversas direcciones donde solicitar información sobre cuerpos y armas de las fuerzas armadas, definiciones, abreviaturas, códigos y fechas. Probé otro camino-. ¿Y la parte médica? Si era veterano de guerra, seguramente tenía derecho a asistencia médica gratuita. Puede que el Hospital de Veteranos de la localidad tenga en alguna parte un expediente suyo.
Bucky volvió a negar con la cabeza.
– Ya lo he investigado. Miraron y no encontraron nada. Papá no cree que solicitara asistencia médica gratuita.
– ¿Qué hacía cuando caía enfermo?
– Se automedicaba casi siempre.
– Pues yo me estoy quedando sin ideas -dije. Le devolví los papeles-. ¿Y sus efectos personales? ¿Guarda cartas de su época en las Fuerzas Aéreas? Cualquier foto antigua podría ayudarnos a averiguar la unidad en que sirvió.
– Hasta ahora no hemos encontrado nada. Y en ningún momento he creído que hubiera ningún arcón secreto. ¿Quieres echar un vistazo?
Titubeé mientras me esforzaba por ocultar mi falta de interés.
– Claro, podría hacerlo, pero, hablando con franqueza, si es sólo por los trescientos dólares, yo me olvidaría del asunto.
– Con inhumación son cuatrocientos cincuenta dólares -dijo.
– Aun así. Analiza la relación entre costes y ganancias y probablemente verás que arrastras ya cierto déficit.
Bucky permaneció impasible, por lo visto sin dejarse convencer por mi tímida sugerencia. La verdad es que se me habría podido aplicar más a mí que a él. Tal como salieron las cosas, habría tenido que seguir mi propio consejo. Pero lo cierto es que antes de darme cuenta, ya correteaba por la casa detrás de Bucky. Valiente imbécil. Hablo de mí, no de él.