Gene Wolfe La espada del Lictor

Montículos,

las cabezas humanas desaparecen en la distancia.

Voy menguando; ya quedo inadvertido.

Pero en libros afectuosos, en juegos infantiles,

me alzaré de los muertos para decir: ¡el sol!

OSIP MANDELSTAM

I — Señor de la Casa de las Cadenas

—Lo tenía pegado al pelo, Severian —dijo Dorcas—. Así que me quedé bajo la cascada de la sala de piedras calientes… No sé si el ala de los hombres está dispuesta de la misma manera. Y cada vez que me apartaba del agua las oía hablar de ti. Te llamaban carnicero negro, y otras cosas que no quiero contarte.

—Es muy natural —dije—. Probablemente hayas sido la única desconocida que entró allí en todo el mes; bien puede entenderse que chismorrearan sobre ti, y que las pocas que sabían quién eras estuvieran orgullosas y tal vez contaran algún cuento. En cuanto a mí, estoy acostumbrado, y en el camino habrás oído muchas veces esas expresiones; sé que yo las oí.

—Sí —admitió, y se sentó en el alféizar de la tronera. Abajo, en la ciudad, las lámparas de los comercios hormigueantes empezaban a colmar el valle del Acis de un resplandor amarillo como los pétalos de un narciso, pero ella no parecía verlas.

—Ahora comprenderás por qué las reglas del gremio me prohíben tomar esposa… Aunque, como te he dicho muchas veces, por ti las quebrantaré cuando lo desees.

—Quieres decir que me convendría vivir en otra parte, y venir a verte sólo una o dos veces por semana, o esperar a que vayas tú.

—Es lo que se suele hacer. Yen algún momento las mujeres que hoy hablaban de nosotros comprenderán que quizás un día a sus hijos, a sus maridos o a ellas mismas les toque estar bajo mi mano.

—Pero ¿no ves que no se trata de eso? Se trata de… —Aquí Dorcas calló y, luego de que los dos estuviéramos un rato en silencio, se levantó y empezó a pasearse por el cuarto, agarrándose los brazos. Nunca antes la había visto hacer aquello, y me resultó inquietante.

—¿De qué se trata, pues? —pregunté.

—De que entonces no era cierto. De que ahora lo es.

—Practiqué el Arte cada vez que hubo un trabajo que hacer. Me alquilé a tribunales de las ciudades y el campo. Varias veces tú me miraste desde una ventana, aunque nunca quisiste estar entre la multitud… Cosa que apenas puedo reprocharte.

—No te miraba —dijo ella. —Yo recuerdo haberte visto.

—No. No mientras sucedía realmente. Tú estabas absorto en tu tarea, y no me veías retroceder y taparme los ojos. Solía mirarte, y te saludaba con la mano en el primer momento, cuando te encumbrabas en el patíbulo. Estabas tan orgulloso…, y derecho como tu espada, tan bello… Eras sincero. Recuerdo que una vez te miré; estaban contigo un oficial de alguna clase, y el condenado y un hieromonje. Y el rostro más sincero era el tuyo.

—Es imposible que lo vieras. Sin duda llevaba puesta la máscara.

—Severian, no me hacía falta verlo. Sé cómo es tu rostro.

—¿Y ahora no es el mismo?

—Sí —dijo ella, reacia—. Pero he estado allá abajo. He visto la gente encadenada en los túneles. Esta noche, cuando tú y yo durmamos en nuestra cama blanda, estaremos durmiendo encima de ellos. ¿Cuántos dijiste que había cuando me llevaste?

—Unos mil seiscientos. ¿De veras crees que los dejarían libres a todos si no estuviera yo para vigilarlos? Cuando llegamos, recuérdalo, ya estaban aquí.

Dorcas se negaba a mirarme.

—Es como una tumba común —dijo. Vi cómo le temblaban los hombros.

—Tendría que serlo —dije yo—. El arconte podría liberarlos, pero ¿quién resucitará a los que ellos han matado? Tú nunca has perdido a nadie, ¿no? Dorcas no respondió.

—Pregúntales a las mujeres y las madres y las hermanas de los hombres que nuestros prisioneros han dejado pudrirse a la intemperie si Abdiesus debería soltarlos.

—Sólo a mí misma —dijo Dorcas, y apagó la vela de un soplo.

Thrax es una daga torcida que entra en el corazón de las montañas por un angosto desfiladero del valle del Acis, y se extiende hasta el castillo de Acies. El coliseo, el panteón y otros edificios públicos ocupan todo el terreno llano entre el castillo y la muralla (llamada Capulus) que cierra el extremo inferior de la zona más estrecha del valle. Los edificios privados de la ciudad trepan a los acantilados de ambas laderas, y muchos están cavados en la propia roca, práctica de la cual Thrax obtiene uno de sus apodos: la Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas.

Debe su prosperidad a la posición que ocupa en la cabecera del tramo navegable del río. En Thrax hay que descargar todas las mercancías enviadas al norte por el Acis (muchas de las cuales han navegado nueve décimas partes del Gyoll antes de entrar en la boca del río menor, que bien puede ser la verdadera fuente del otro), y transportarlas a lomo de animal si han de viajar más lejos. Inversamente, los atamanes de las tribus montañesas y los terratenientes de la región que desean despachar lana y maíz a las ciudades del sur los traen para embarcarlos en Thrax, más abajo de la catarata que cae rugiendo del arqueado vertedero del castillo de Acies.

Como siempre ha de ocurrir cuando una plaza fuerte impone el rigor de la ley sobre una región turbulenta, la administración de justicia era la principal preocupación del arconte de la ciudad. Para imponer su voluntad a las gentes de extramuros que en caso contrario la hubiesen rechazado, podía convocar siete escuadrones de dimarchi, cada cual a las órdenes de su propio comandante. El tribunal se reunía todos los meses, desde el primer día de luna nueva hasta el primero de la llena, comenzando con la segunda guardia matutina y continuando todo el tiempo necesario para despachar el orden del día. En tanto ejecutor principal de las sentencias del arconte, a mí se me exigía que asistiese a las sesiones, para garantizar que los castigos por él decretados no se tornaran más blandos o más severos por obra de los encargados de transmitírmelos; y para supervisar con todo detalle el manejo de la Vincula, en la cual se detenía a los prisioneros. En menor escala, era una responsabilidad equivalente a la del maestro Gurloes en nuestra Ciudadela, y durante las primeras semanas que pasé en Thrax me sentí agobiado.

Una máxima del maestro Gurloes decía que no existe prisión bien situada. Como la mayoría de las sabias sentencias proferidas para edificación de los jóvenes, era tan incontestable como inservible. Cualquier fuga entra en una de tres categorías: bien se consuma por astucia, bien por violencia, bien por traición de los destacados para vigilar. En los lugares remotos se hace muy difícil la huida furtiva, y por esta razón han sido preferidos por la mayoría de quienes han meditado largamente la cuestión.

Por desgracia, desiertos, cumbres e islas solitarias son un campo fértil para fugas violentas. Si el lugar es sitiado por amigos de los prisioneros, es difícil advertirlo antes de que sea demasiado tarde, y poco menos que imposible reforzar la guarnición; y de modo similar, si los prisioneros se rebelan, es altamente improbable que las tropas lleguen antes de que la suerte esté decidida.

El emplazamiento en un distrito bien poblado y bien defendido evita estas dificultades, pero ocasiona otras aún más graves. En sitios tales el prisionero no necesita mil secuaces sino uno o dos; y no es preciso que éstos sean combatientes: bastará con una fregona y un buhonero, si son inteligentes y resueltos. Por lo demás, una vez que el prisionero ha traspuesto los muros se mezcla de inmediato con la muchedumbre sin rostro, de modo que su captura ya no será asunto de rastreadores y perros sino de agentes e informadores.

En nuestro caso no habría podido pensarse en una prisión aislada en un lugar remoto. Aun de haber estado provista con las suficientes tropas, además de sus clavígeros, para rechazar los ataques de los autóctonos, los zoántropos y los cultellarii que recorrían los campos, por no mencionar los séquitos armados de los pequeños exultantes (en quienes nunca se podía confiar), habría seguido siendo imposible prescindir de los servicios de un ejército para escoltar los trenes de abastecimiento. Por fuerza, pues, la Vincula de Thrax está situada dentro de la ciudad; específicamente, a media altura de los riscos de la ribera izquierda, y a una media legua del Capulus.

Es de diseño antiguo, y siempre me pareció que desde el comienzo se la había concebido como prisión, aunque corre la leyenda de que en un principio era una tumba y que sólo hace unos cientos de años fue ampliada y adaptada a un nuevo propósito. A los ojos de un observador situado en la más holgada ribera este, parece una atalaya rectangular que surge de la roca, una atalaya de cuatro plantas de altura por el lado visible, cuyo techo plano y merlonado culmina contra el risco. Esta porción de la estructura —que para muchos visitantes de la ciudad puede parecer todo el edificio— es en realidad la parte menor y menos importante. En la época en que yo fui lictor no albergaba más que nuestras oficinas administrativas, una barraca para los clavígeros y mis propias habitaciones.

A los prisioneros se los alojaba en un túnel inclinado que se hundía en la roca. La disposición adoptada no era de celdas individuales, como la que teníamos para los clientes en la mazmorra de mi cofradía, ni la de sala común que había visto durante mi reclusión en la Casa Absoluta. En cambio se encadenaba a los prisioneros a los muros del túnel, cada uno con un pesado collar de hierro de modo tal que quedara en el centro suficiente espacio para que dos clavígeros pudieran pasearse a sus anchas sin peligro de que les birlaran las llaves.

El túnel medía unos quinientos pasos de largo, y tenía más de mil posiciones para prisioneros. El agua provenía de una cisterna hundida en la roca en la cima del acantilado, y los desechos sanitarios se eliminaban inundando el túnel cada vez que la cisterna amenazaba desbordarse. Una cloaca practicada en el extremo inferior del túnel dirigía el agua sucia hacia un conducto en la base del acantilado; allí atravesaba el muro del Capulus para vaciarse en el Acis, debajo de la ciudad.

En sus orígenes, la Vincula no era más sin duda que la atalaya rectangular que cuelga del risco y el propio túnel. Más tarde la había complicado una maraña de galerías ramificadas y túneles paralelos (resultantes de pasados intentos de liberar prisioneros abriendo pasajes, desde una u otra de las residencias privadas en la superficie del acantilado) y de contraminas excavadas para frustrar esos intentos; a todos los cuales se recurría ahora forzadamente en busca de alojamiento adicional.

La existencia de estos anexos poco o nada planificados hacía mi tarea mucho más difícil de lo que habría sido en otras circunstancias, y una de mis primeras acciones fue iniciar un programa de clausura de pasajes indeseados e innecesarios, llenándolos con una mezcla de piedras del río, arena, agua, cal quemada y grava, y de ensanchamiento y conexión de los que quedaban, de modo tal que acabaran teniendo una estructura racional. Por necesario que fuera, este trabajo sólo podía llevarse a cabo con gran lentitud, pues era imposible liberar más que a unos cientos de prisioneros por vez, y la mayoría estaba en pobres condiciones.

Durante las primeras semanas siguientes a nuestra llegada a la ciudad, mis deberes no me dejaron tiempo para ninguna otra cosa. Dorcas la exploró por los dos, y le encargué estrictamente que averiguase dónde estaban las Peregrinas. La conciencia de que llevaba la Garra del Conciliador había sido una pesada carga en el largo trayecto desde Nessus. Ahora que ya no viajaba y no podía rastrear a las Peregrinas por el camino, y ni siquiera cerciorarme de que avanzaba en una dirección que a la larga me permitiría quizá dar con ellas, el peso se había vuelto casi insoportable. Durante el viaje había dormido bajo las estrellas con la gema en la caña de la bota, y escondida bajo los dedos del pie en las pocas ocasiones en que habíamos podido parar bajo techo. Ahora descubría que me era imposible dormir si no la tenía conmigo, si no podía asegurarme, cada vez que me despertaba de noche, de que aún seguía en mi poder. Dorcas me cosió una bolsita de antílope que yo llevaba día y noche colgada del cuello. Una docena de veces durante esas primeras semanas soñé que veía la gema en llamas, suspendida en el aire por encima de mí como una catedral ardiente, y me desperté y vi que brillaba con tal intensidad que el fino cuero translucía un tenue fulgor. Yuna o dos veces por noche me despertaba y descubría que yacía de espaldas, y que sobre mi pecho la bolsa había cobrado tan ostensible peso (aunque pudiera levantarla sin esfuerzo con la mano) que me estaba aplastando la vida.

Dorcas hacía todo lo posible por alentarme y asistirme; y no obstante yo veía que era consciente del abrupto cambio en nuestra relación y que estaba aún más perturbada que yo. Estos cambios, en mi experiencia, son siempre desagradables, pues entrañan la probabilidad de otros cambios. Mientras habíamos marchado juntos (y con mayor o menor prontitud habíamos viajado desde aquel momento en el jardín del Sueño Infinito, cuando Dorcas me había ayudado a trepar, medio ahogado, al flotante sendero de juncos) habíamos sido pares y compañeros, cada cual cubriendo todas las leguas a pie o montando nuestras cabalgaduras. Si yo había suministrado a Dorcas un grado de protección física, ella me había suministrado igualmente un cierto abrigo moral, pues pocos podían fingir por mucho tiempo que despreciaban su inocente belleza, o que les horrorizaba mi oficio cuando al mirarme les era inevitable verla también a ella. Había sido mi consejera en la perplejidad y mi camarada en un centenar de parajes desiertos.

Cuando al fin entramos en Thrax y presenté la carta del maestro Palaemon para el arconte, inevitablemente todo aquello había acabado. Vestido con mi traje fulígeno, ya no tenía que temer a la multitud; al contrario, eran ellos, quienes me temían como oficial más alto del brazo más terrible del estado. Ahora Dorcas vivía, no como una igual, sino como la amante que una vez había visto en ella la Cumana, en las habitaciones de la Vincula reservadas a mí. Su consejo se había vuelto inútil, o casi, porque las dificultades que me atribulaban eran las legales y administrativas, en cuyo manejo me habían instruido durante años y sobre las que ella no sabía nada; y además porque rara vez yo tenía tiempo o energías para explicárselas y poder discutirlas.

Así, mientras guardia tras guardia yo permanecía en el tribunal del arconte, Dorcas tomó la costumbre de vagar por la ciudad; y después de haber estado incesantemente juntos durante la última parte de la primavera, en el verano pasamos a no vernos casi, compartiendo una comida por la noche para trepar exhaustos a la cama, donde pocas veces hacíamos algo más que dormirnos abrazados.

Por fin brilló la luna llena. ¡Con qué alegría la recibí desde la terraza de la torre, verde como una esmeralda en su manto de bosque y redonda como el borde de una taza! Yo aún no estaba libre del todo, ya que debía ultimar detalles de los suplicios y administraciones acumulados durante mi asistencia al tribunal; pero al menos lo estaba para dedicar toda mi atención a ellos, lo cual parecía casi tan bueno como la libertad misma. Había invitado a Dorcas a bajar conmigo al día siguiente, cuando haría una inspección de las zonas subterráneas de la Víncula.

Fue un error. En el aire malsano, rodeada por la miseria de los prisioneros, se indispuso. Esa noche, como ya he referido, me contó que había ido a los baños públicos (cosa rara en ella, pues tenía tanto miedo del agua que se lavaba parte por parte con una esponja humedecida en una jofaina no más honda que una sopera) para limpiarse el pelo del olor del túnel, y que había oído a las asistentas hablar de ella con otras parroquianas.

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