XXVI — Los ojos del mundo

Quizá la luz gobernaba el bote; bastó que alrededor hubiera un fogonazo para que se detuviese. Si en la falda de la montaña yo había sufrido el frío, eso no era nada comparado con lo que sentía ahora. No soplaba viento, pero hacía más frío que en el más crudo de los inviernos que yo recordara, y el esfuerzo de sentarme me mareó.

Tifón bajó de un salto: —Hacía muchísimo tiempo que no venía aquí. Bien, da gusto volver a casa. Estábamos en una cámara vacía excavada en la roca viva, un lugar grande como una sala de baile. En el extremo opuesto dos ventanas circulares dejaban entrar la luz; Tifón fue rápidamente hacia ellas. Estaban separadas por unos cien pasos, y cada una tenía alrededor de diez codos de ancho. Lo seguí hasta que noté que sus pies descalzos dejaban visibles huellas oscuras. Por las ventanas había entrado nieve y se había acumulado en el suelo de piedra. Caí de rodillas, ahuequé las manos y me llené la boca.

Nunca he probado nada más delicioso. En el acto, el calor de la lengua pareció fundirla en néctar; sentí realmente que podía quedarme toda la vida allí, de rodillas, devorando nieve. Tifón se volvió, y al verme se echó a reír.

—Me había olvidado de lo sediento que estabas. Adelante. Tenemos tiempo de sobra. Lo que quería enseñarte puede esperar.

Como antes, la boca de Piatón también se movió, y me pareció captar una expresión de simpatía en esa cara idiota. Eso me hizo volver en mí, posiblemente sólo porque ya había tragado varios bocados de nieve derretida. Después de tragar una vez más me quedé donde estaba, juntando un nuevo puñado, pero dije: —Me has mencionado a Piatón. ¿Por qué no puede hablar?

—El pobre individuo no sabe cómo respirar —dijo Tifón. Vi que en ese momento tenía una erección, que atendía con una mano—. Ya te he dicho que yo controlo todas las funciones voluntarias; y pronto controlaré también las involuntarias. Así que aunque el pobre Piatón pueda mover aún la lengua y moldear los labios, es como un músico que aprieta las llaves del instrumento pero no puede soplar. Cuando te hayas saciado de nieve dímelo, y te enseñaré dónde conseguir algo de comida.

Volví a llenarme la boca y tragué. —Suficiente. Sí, tengo mucha hambre.

—Bien —dijo él, y se apartó de las ventanas para ir a una pared lateral de la cámara. Al acercarme descubrí que por lo menos no era (como yo había pensado) una pared de piedra. Parecía en cambio una especie de cristal, o de grueso vidrio ahumado; a través de él se veían panes y muchos platos extraños, tan quietos y perfectos como en una pintura.

—Llevas un talismán de poder —me dijo Tifón—. Tendrás que dármelo para que yo pueda abrir la despensa.

—Me temo que no te comprendo. ¿Quieres mi espada?

—Quiero eso que llevas en el cuello —dijo él, y tendió la mano.

Di un paso atrás. —No tiene ningún poder. —Entonces no pierdes nada. Dámelo. — Mientras Tifón hablaba, la cabeza de Piatón se movía casi imperceptiblemente de un lado a otro.

—Es sólo una curiosidad —dije yo—. En una época pensé que tenía mucho poder, pero cuando intenté revivir a una mujer hermosa que agonizaba no tuvo efecto, y ayer no pudo recuperar al niño que viajaba conmigo. ¿Cómo supiste que lo tenía?

—Os estuve observando, claro. Subí lo bastante alto como para veros bien. Cuando mi anillo mató al niño y tú fuiste hacia él, vi el fuego sagrado. Si no quieres, en realidad no tienes que ponérmela en la mano… Simplemente haz lo que te diga.

—Entonces podrías habernos prevenido —dije yo. —¿Y por qué? En ese momento vosotros no erais nada para mí. ¿Quieres comer o no?

Saqué la gema. Después de todo Dorcas y Jonas la habían visto, y yo había oído que en grandes ocasiones las Peregrinas la exhibían en un ostensorio. En la palma de mi mano parecía un trozo de cristal azul, sin nada de fuego.

Tifón se inclinó a mirarla con curiosidad. —Poco impresionante. Ahora arrodíllate. Me arrodillé.

—Repite conmigo: por todo lo que este talismán representa, juro que a cambio de la comida que reciba seré criatura de aquel que llaman Tifón, rindiéndole…

Se estaba cerrando una trampa al lado de la cual la red de Decumano parecía un intento precoz y primitivo. Ésta era tan sutil que yo apenas la notaba, y sin embargo sentía que los hilos eran todos de acero tensado.

—… todo cuanto tenga y todo cuanto yo sea, lo que poseo ahora y lo que poseeré en días por venir, viviendo y muriendo según se le antoje.

—He roto juramentos otras veces —dije—. Si hiciera éste, lo rompería.

—Entonces hazlo —dijo él—. No es más que una fórmula que debemos seguir. Hazlo, y yo puedo librarte en cuanto acabes de comer.

En vez de obedecerle, me levanté. —Dijiste que amabas la verdad. Ahora ya comprendo por qué… Es la verdad lo que ata a los hombres. —Guardé la Garra.

De no haberlo hecho, un momento después se habría perdido para siempre. Tifón me agarró, sujetándome los brazos a los lados para que no pudiera sacar Terminus Est, y corrió conmigo hasta una de las ventanas. Yo luchaba, pero como lucha un cachorro en las manos de un hombre fuerte.

El tamaño de la ventana era tal que cuando nos acercamos no parecía en absoluto una ventana; era como si una parte del mundo exterior se hubiera introducido en el recinto, una parte que no consistía en los campos y árboles de la base de la montaña, que era lo que yo había esperado, sino en una mera extensión, un fragmento del cielo. La pared de roca de la cámara, de menos de un codo de espesor, retrocedió flotando en el ángulo de mi visión como la borrosa línea que vemos al nadar con los ojos abiertos, y que es la divisoria entre el agua y el aire.

Luego estuve afuera. Ahora Tifón me sostenía por los tobillos pero, fuese por el grosor de mis botas o por el pánico, durante un momento sentí que nada me sostenía. Estaba de espaldas a la masa de la montaña. La Garra, en su blanda bolsa, me colgaba bajo la cabeza, retenida por la barbilla. Recuerdo haber sentido un miedo repentino, absurdo, de que TerminusEst resbalara y saliera de la vaina.

Levanté el cuerpo con los músculos del abdomen, como un gimnasta colgado de la barra por los pies. Tifón me soltó un tobillo para darme un puñetazo en la boca, de modo que caí de nuevo hacia atrás. Grité, e intenté limpiarme de los ojos la sangre que me chorreaba de los labios.

La tentación de sacar la espada, volver a incorporarme y descargar un golpe era casi demasiado fuerte para resistirla. Pero sabía que no podía hacerlo sin darle a Tifón tiempo de sobra para advertir lo que yo intentaba y dejarme caer. Aunque yo tuviera éxito, moriría.

—Y ahora te recomiendo… —la voz de Tifón me llegaba de arriba, aparentemente lejana en esa inmensidad dorada— que pidas a tu talismán toda la ayuda que pueda proporcionarte.

Hizo una pausa, y cada momento parecía la Eternidad misma.

—¿Te puede ayudar? Conseguí gritar: —No. —¿Comprendes dónde estás?

—Me di cuenta. En la cara. La montaña autarca. —Es mi cara… ¿Te habías dado cuenta? Yo era el autarca. Yo, que ahora vuelvo. Estás en mis ojos, y lo que tienes a tu espalda es el iris de mi ojo derecho. ¿Comprendes? Eres una lágrima, una sola lágrima negra que yo lloro. Dentro de un instante puedo dejarte caer para que me manches la túnica. ¿Quién puede salvarte, Portador del Talismán?

—Tú. Tifón. —¿Solamente yo? —Solamente Tifón.

Me subió, y yo me aferré a él como una vez el niño se había aferrado a mí, hasta que estuvimos bien adentro de la gran cámara que era la cavidad craneana de la montaña.

—Ahora —dijo— haremos un intento más. Has de venir de nuevo al ojo conmigo, y esta vez voluntariamente. Tal vez te resulte más fácil si vamos al izquierdo en lugar del derecho.

Me tomó del brazo. Se podría decir, supongo, que fui por voluntad propia, porque lo acompañé caminando; pero creo que en mi vida he caminado con menos ganas. Si algo me impedía negarme, era el recuerdo de la humillación reciente. No paramos hasta llegar al borde mismo del ojo. Debajo teníamos un océano de nubes ondulantes, azul de sombras donde no estaba rosado por el sol.

—Autarca —le dije—, ¿cómo es que estamos aquí, cuando la nave en que viajamos se hundió en un túnel tan largo?

Tifón desechó la pregunta encogiéndose de hombros. —¿Por qué la gravedad tendría que servir a Urth, cuando puede servir a Tifón? Y sin embargo Urth es bella. ¡Mira! Estás viendo el manto del mundo. ¿No es hermoso?

—Muy hermoso —coincidí.

—Puede ser tu manto. Te he dicho que yo era autarca de muchos mundos. Volveré a ser autarca, y esta vez de muchos más. Este mundo, el más antiguo de todos, lo tomé por capital. Fue un error, pues cuando vino el desastre tardé demasiado en marcharme. Para cuando hubiera huido, esa huida ya no era posible: los que habían recibido de mí el control de las naves capaces de alcanzar las estrellas, habían escapado en ellas, y me encontré sitiado en esta montaña. No volveré a equivocarme así. Mi capital estará en otro sitio, y este mundo te lo daré a ti, para que lo gobiernes como administrador mío.

—No he hecho nada —dije yo— para merecer tan encumbrada posición.

—Nadie, ni siquiera tú, Portador del Talismán, puede exigirme que justifique mis actos. Calla y contempla tu imperio.

Abajo, a lo lejos, mientras él hablaba se había levantado un viento. Las nubes bulleron, azotadas, se juntaron como soldados en filas ceñidas y avanzaron rumbo al este. Debajo de ellas vi las montañas, y las llanuras costeras, y más allá de las llanuras la tenue línea azul del mar.

—¡Mira! —Tifón señaló con la mano, y en ese momento un alfilerazo de luz apareció en las montañas del nordeste.— Alguien ha usado allí un arma de gran energía —dijo—. Tal vez el señor de esta época, tal vez sus enemigos. Quienquiera que haya sido, ahora se ha revelado su emplazamiento, y será destruido muy pronto. Los ejércitos de esta época son débiles. Nuestros golpes los dispersarán como a paja en la cosecha.

—¿Cómo puedes saber todas esas cosas? —pregunté—. Hasta que mi hijo y yo llegamos a ti, estabas como muerto.

—Sí. Pero he vivido casi un día y enviado mi pensamiento a lugares lejanos. Ahora hay en el mar poderes capaces de gobernar. Ellos serán siervos nuestros, y las hordas del norte son suyas.

—Y la gente de Nessus, ¿qué? —Yo estaba helado hasta los huesos; me temblaban las piernas.

—Nessus será nuestra capital, si lo deseas. De tu trono de Nessus me enviarás como tributo bellas mujeres y niños, artefactos y libros antiguos, y todas las cosas buenas que produce este mundo de Urth.

Volvió a señalar. Vi los jardines de la Casa Absoluta como un manto verde y oro tendido sobre un prado, y más allá la Muralla de Nessus, y la poderosa ciudad misma, la Ciudad Imperecedera, esparciéndose en tantos cientos de leguas que hasta las torres de la Ciudadela se perdían en esa inacabable extensión de techos y calles serpenteantes.

—No hay ninguna montaña tan alta —dije—. Aunque ésta fuera la más grande del mundo, y se alzara sobre la corona de la segunda, ningún hombre podría ver tan lejos como yo veo ahora.

Tifón me tomó por el hombro. —Esta montaña es todo lo alta que yo quiera. ¿Has olvidado de quién tiene la cara?

No pude dejar de mirarlo.

—Necio —dijo—. Tú ves por mis ojos. Ahora saca el talismán. Te tomaré juramento sobre él.

Saqué la Garra —por última vez, pensé— de la bolsa de cuero que le había cosido Dorcas. En ese momento hubo abajo, a lo lejos, un leve movimiento. La vista del mundo desde la ventana de la cámara seguía siendo inconcebiblemente grandiosa, pero era sólo lo que un hombre podría discernir desde un pico muy alto: el azul plato de Urth. Entre las nubes de abajo vislumbré la falda de la montaña, con muchos edificios rectangulares, el circular en el centro, y los catafractos. Lentamente éstos iban apartando las caras del sol y volviéndolas hacia arriba, hacia nosotros.

—Me rinden honor —dijo Tifón. La boca de Piatón también se movía, aunque no al mismo tiempo. Esta vez le presté atención.

—Antes estuviste en el otro ojo —le dije a Tifón— y no te honraron. Saludan a la Garra. Autarca, ¿qué pasará con el Sol Nuevo, si al fin llega? ¿También serás enemigo de él, como fuiste enemigo del Conciliador?

Jura, y créeme, que cuando llegue seré su señor, y él mi más abyecto esclavo.

Entonces lancé el golpe.

Si se aplasta de cierta forma una nariz con el talón de la mano, el hueso astillado se hunde en el cerebro. Hay que ser muy rápido, sin embargo, porque al ver el golpe un hombre puede levantar las manos y protegerse la cara sin necesidad de pensarlo. No fui tan rápido como Tifón, pero la cara que las manos se alzaron a defender fue la suya. Yo golpeé a Piatón, y sentí el pequeño pero terrible crujido que es el sello de la muerte. El corazón que durante tantas quilíadas no le había servido, dejó de latir.

Un momento después, empujé con el pie el cuerpo de Tifón al precipicio.

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